Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Sexta época. - La balanza del comercio

I

Necesidad del comercio libre

Equivocada sobre la eficacia de sus medidas reglamentarias, y desesperando de encontrar dentro de sí misma una compensación al proletariado, la sociedad va a buscar garantías en el exterior. Tal es el movimiento dialéctico que produce, en la evolución social, la fase del comercio exterior, que se formula en este momento en dos teorías contradictorias; la libertad absoluta y la prohibición, resolviéndose después en la célebre fórmula llamada balanza del comercio. Examinemos, sucesivamente, cada uno de estos puntos de vista.

Nada más legítimo que el pensamiento del comercio exterior según el cual, al aumentar el cambio, aumenta el trabajo y el salario, y debe dar al pueblo un suplemento de la contribución, tan inútil y tan desgraciadamente imaginada para él. Lo que el trabajo no pudo obtener del monopolio por medio de tasas y a título de reivindicación, lo obtendrá de otro modo por medio del comercio, y el cambio de productos organizado de pueblo a pueblo mitigará, hasta cierto punto, la miseria.

Pero el monopolio, como si tuviese que indemnizarse de las cargas que debía soportar, y que en realidad no soporta, en nombre y por interés del trabajo mismo, se opone a la libertad de los cambios y exige el privilegio del mercado nacional. Por un lado, pues, la sociedad tiende a dominar el monopolio por medio de la contribución, la policía y la libertad de comercio; por el otro, el monopolio contraría la tendencia social, y así consigue anularla por medio de la proporcionalidad de las contribuciones, el libre regateo del salario y la aduana.

De todas las cuestiones económicas, ninguna fue tan vivamente discutida como la que se refiere al principio protector, y ninguna tampoco hace resaltar más el espíritu siempre exclusivo de la escuela económica, que, abandonando en este punto sus hábitos conservadores, y haciendo un verdadero cambio de frente, se declaró resueltamente contra la balanza del comercio. Mientras que en todas las demás cuestiones los economistas, guardianes vigilantes de todos los monopolios y de la propiedad, permanecen a la defensiva y se limitan a eliminar como utopías las pretensiones de los innovadores, en la cuestión prohibitiva comenzaron ellos mismos el ataque; gritaron contra el monopolio, como si el monopolio se les hubiese presentado por primera vez, y rompieron abiertamente con la tradición, con los intereses locales, con los principios conservadores, con la política, su soberana, y por decirlo de una vez, con el sentido común. Es cierto que, a pesar de sus anatemas y de sus pretendidas demostraciones, el sistema prohibitivo está tan vivo hoy, después de la agitación anglofrancesa, como en los odiosos tiempos de Colbert y de Felipe II. En cuanto a esto, se puede decir que las declamaciones de la secta, como se llamaba hace un siglo a la escuela de los economistas, prueban lo contrario de lo que afirman, y son acogidas por el público con la misma desconfianza que inspiran las predicaciones comunistas.

Tengo, pues, que probar, con arreglo a la marcha adoptada en esta obra, primero: contra los partidarios del sistema prohibitivo, que la libertad de comercio es de necesidad económica y de necesidad natural; segundo: contra los economistas antiprotectores, que esta misma libertad que ellos consideran como destrucción del monopolio, es, al contrario, el sostenimiento de todos los monopolios, la consolidación del feudalismo mercantil, la solidaridad de todas las tiranías y de todas las miserias. Terminaré después con la solución teórica de esta antinomia, solución conocida, en todos los siglos, bajo el nombre de balanza del comercio.

Los argumentos que se presentan en favor de la libertad absoluta de comercio son bien conocidos; yo los acepto todos, y creo que bastará recordarlos en algunas páginas. Dejemos, pues, que hablen los economistas mismos.

Suponed que las aduanas nos sean desconocidas. ¿Qué habría sucedido?

En primer lugar, tendríamos una infinidad menos de guerras sangrientas; los delitos de fraude y contrabando, como las leyes penales que los castigan, no existirían; las rivalidades nacionales que nacen de los intereses contrarios del comercio y de la industria, serían desconocidas; sólo habría fronteras políticas; los productos circularían de territorio a territorio sin estorbos y con grandes ventajas para el productor; los cambios se establecerían en gran escala; las crisis comerciales, el estancamiento y la penuria, serían hechos excepcionales; las ventas existirían en la más amplia acepción de la palabra, y cada productor tendría por mercado el mundo entero ...

Yo reduzco esta descripción que degenera en una verdadera fantasía, y cuya exactitud pone en duda el mismo autor, el señor Fix. La felicidad del género humano no depende de una cosa tan pequeña como las gabelas; y aún cuando la aduana no hubiese existido nunca, habrían bastado la división del trabajo, las máquinas, la competencia, el monopolio y la policía, para crear por todas partes la tiranía y la desesperación.

Lo que sigue no merece censura.

Supongamos que en tales condiciones, un ciudadano de cada gobierno viniese a decirnos:

Yo he encontrado un medio de apresurar y de aumentar la prosperidad de mis compatriotas; y como estoy convencido de la excelencia de los resultados de mi combinación, mi gobierno piensa aplicarla inmediatamente en todo su rigor. En lo sucesivo, no tendréis algunos de nuestros productos, ni nosotros tendremos algunos de los vuestros; nuestras fronteras estarán guardadas por un ejército que hará la guerra a las mercancías; que rechazará totalmente las unas; que admitirá las otras, mediante una formidable cantidad; que hará pagar por todo lo que entre y salga; que registrará los convoyes, los furgones, los fardos, los cofres, y hasta los paquetes más microscópicos; que detendrá al comerciante horas y días en la frontera; que lo desnudará algunas veces para buscarle entre la camisa y la piel algo que no debe entrar ni salir.

A este ejército, provisto de sables y de fusiles, corresponderá otro armado de plumas, más formidable todavía que el primero. Se reglamentará o se hará reglamentar constantemente; llevaremos al comerciante de perplejidad en perplejidad por medio de órdenes, circulares e instrucciones de todo género; procurando estar siempre sobre sí, nunca estará seguro de poder salvar su mercancía de la confiscación y de la multa, y le será precisa una aplicación especial para evitar los altercados con uno y otro ejército. Y todo esto lo encontraréis en vuestro país como en los antípodas; cuanto más caminéis, mayores serán los obstáculos y los peligros que os amenazan; y cuanto mayores sean los sacrificios, menores serán las ganancias. Pero, por medio de esta combinación, podéis estar seguros de vender a vuestros compatriotas que no pueden comprar fuera de su país. Cambiaréis un pequeño monopolio por un inmenso mercado, a fin de no tener competencia, y seréis dueños del consumo interior. En cuanto al consumidor, no hay para qué ocuparnos de él: pagará más caro y gozará menos; pero es un sacrificio que hace en favor de la cosa pública, es decir, en favor de la industria y del comercio que el gobierno quiere proteger de un modo nuevo y eficaz.

He copiado íntegro este argumento negativo y demasiado poético tal vez, por satisfacer cumplidamente todas las inteligencias. Ante el público, el mejor modo de defender la libertad, es presentar el cuadro de las miserias de la esclavitud. Sin embargo; como este argumento, considerado en sí mismo, no prueba ni explica nada, falta demostrar teóricamente la necesidad del comercio libre.

La libertad de comercio es necesaria al desarrollo económico y a la creación del bienestar en la humanidad, ya se considere a cada sociedad en su unidad nacional, y como haciendo parte de la totalidad de la especie, ya se vea únicamente en ella una aglomeración de individuos libres, tan dueños de sus bienes como de sus personas.

Las naciones son, las unas para las otras, grandes individualidades que se han repartido la explotación del globo. Esta verdad es tan antigua como el mundo; y la leyenda de Noé, que reparte la tierra entre sus hijos, no tiene otro sentido. ¿Sería posible que el globo estuviese dividido en una miriada de departamentos, en cada uno de los cuales viviese una pequeña sociedad sin comunicarse para nada con sus vecinas? Para convencerse de la imposibilidad absoluta de semejante hipótesis, basta dirigir la vista a la variedad de objetos que sirven al consumo, no sólo del rico, sino también del más pobre artesano, y proguntarse después si esta variedad se podría adquirir en el aislamiento. Marchemos derechos al fondo de las cosas. La humanidad es progresiva, y éste es su rasgo distintivo, su carácter esencial: luego, el régimen celular es inaplicable a la humanidad, y el comercio internacional es la condición primera y sine qua non de nuestra perfectibilidad.

Lo mismo, pues, que el simple trabajador, toda nación necesita el cambio, y sólo de este modo puede elevarse en riqueza, inteligencia y dignidad. Todo lo que hemos dicho sobre la constitución del valor entre los miembros de una misma sociedad, es igualmente cierto para las sociedades entre sí; y así como cada cuerpo político llega a constituirse normalmente por la solución progresiva de las antinomias que se desarrollan en su interior, la humanidad marcha a su constitución unitaria por una ecuación análoga. El comercio de país a país, debe, según esto, ser lo más libre posible, a fin de que ninguna sociedad se encuentre separada de la humanidad, a fin de favorecer el encadenamiento de todas las actividades y especialidades colectivas, y acelerar la época, prevista por los economistas, en que todas las razas formen una sola familia y el globo un solo taller.

Otra prueba, no menos concluyente, de la necesidad del comercio libre, se deduce de la libertad individual y de la constitución de la sociedad en monopolios; constitución que, como lo hemos hecho ver en el discurso del primer volumen, es ella misma una necesidad de nuestra naturaleza y de nuestra condición de trabajadores.

Según el principio de la apropiación individual y el de la igualdad civil, como la ley no reconoce solidaridad alguna entre los productores ni entre los empresarios y los obreros, ningún explotador puede reclamar, en beneficio de su monopolio particular, la subordinación de los demás monopolios. La consecuencia de esto es que cada miembro de la sociedad tiene el derecho ilimitado de proveerse como quiera de los objetos necesarios para su consumo, y de vender sus productos al comprador y por el precio que le parezca. Todo ciudadano puede decir a su gobierno: O véndeme la sal, el hierro, el tabaco, la carne y el azúcar al precio que te ofrezca, o déjame comprarlos donde me acomode. ¿Por qué estaré obligado a sostener, por medio de la prima que me impones, industrias que me arruinan y explotadores que me roban? Cada cual en su monopolio; cada cual para su monopolio, y la libertad de comercio para todo el mundo.

En un sistema democrático, la aduana, institución de origen señorial y regalista, es una cosa odiosa y contradictoria. O la libertad, la igualdad y la propiedad son simples palabras, y la Constitución es un papel inútil, o la aduana es una violación permanente de los derechos del hombres y del ciudadano. Así fue que, al ruido que hizo la agitación inglesa, los diarios democráticos de Francia se declararon, en su generalidad, partidarios de la abolición. ¡Libertad! ... Al oír esta palabra, la democracia, semejante al toro ante cuya vista se agita el capote rojo, se pone furiosa.

Pero la razón económica por excelencia de la libertad de comercio, es la que se deduce del acrecentamiento de la riqueza colectiva y del aumento del bienestar para cada individuo, por el solo hecho de los cambios de nación a nación.

No es posible dudar que la sociedad, el trabajador colectivo, encuentra ventaja en cambiar sus productos, supuesto que, por medio de este cambio, el consumo es más variado y mejor. Tampoco se puede negar que los ciudadanos, independientes e insolidarios según la constitución del trabajo y el pacto político, tienen todos, individualmente, el derecho de aprovecharse de la oferta de la industria extranjera, buscando en ella garantías contra sus monopolios respectivos. Pero en todo esto no se percibe más que un cambio de valores; no se ve que haya en ello aumento: para descubrirlo, es preciso considerar la cosa bajo otro aspecto.

Se puede definir el cambio: Una aplicación de la ley de división al consumo de los productos. Así como la división del trabajo es el gran resorte de la producción y de la multiplicación de los valores, también la división del consumo, por medio del cambio, es el instrumento de absorción más enérgico de estos mismos valores. En una palabra; dividir el consumo por la variedad de las mercancías y por el cambio, es aumentar la fuerza consumidora; como dividir el trabajo en sus operaciones parcelarias, es aumentar su fuerza productora. Supongamos dos sociedades desconocidas la una de la otra, y que consumen cada una anualmente cien millones: si estas dos sociedades, cuyos productos son diferentes, cambian sus riquezas, al cabo de algún tiempo el consumo no será ya de doscientos, sino de doscientos cincuenta millones. Es indudable que los habitantes de ambos países, una vez relacionados, no se limitarán a cambiar simplemente sus productos, porque esto sería una mera sustitución; la variedad invitará a los unos y a los otros a gozar de las mercancías extranjeras sin abandonar las indígenas, lo cual aumentará, para ambos, el trabajo y el bienestar.

Vemos, pues, que la libertad del comercio, necesaria para la armonía y el progreso de las naciones, necesaria también para la sinceridad del monopolio y para la integralidad de los derechos políticos, es una causa de acrecentamiento de riqueza y de bienestar para los particulares y para el Estado. Estas consideraciones generales encierran todos los motivos positivos que se pueden alegar en favor del comercio libre; motivos que yo acepto sin discusión, y sobre los cuales creo inútil insistir, supuesto que nadie pone en duda su evidencia.

En resumen: la teoría del comercio internacional, no es más que una extensión de la teoría de la competencia entre los particulares. Así como la competencia es la garantía natural, no sólo de la baratura de los productos, sino también del progreso en esta misma baratura, el comercio internacional, independientemente del aumento de trabajo y de bienestar que crea, es la garantía natural de cada nación contra sus propios monopolios; garantía que, en manos de un gobierno hábil, puede convertirse en un instrumento de alta policía industrial, más poderoso que todas las leyes reglamentarias y que todos los máximos.

Hechos innumerables y vejaciones monstruosas o ridículas, vienen después a justificar esta teoría. A medida que la protección arroja al consumidor indefenso en brazos del monopolio, se ven los más extraños desórdenes y las crisis más furiosas agitar la sociedad, poniendo en peligro el trabajo y el capital.

La carestía artificial de los aceites, hierros, lanas y animales, dice el señor Blanqui, no es más que un impuesto que pesa sobre la comunidad en beneficio de unos cuantos. Por grandes que sean los esfuerzos que se hagan, la cuestión estará siempre en saber hasta cuándo el país se impondrá semejantes cargas, a fin de realizar mejoras que se prometen siempre y que no llegan jamás, porque no es posible que vengan por ese camino.

El régimen prohibitivo, en Francia como en el resto de Europa, sólo sirve para dar un impulso ficticio y peligroso a ciertas industrias organizadas, según el método inglés, en beneficio casi exclusivo del capital. Este sistema exagera la producción y limita al mismo tiempo el consumo con las trabas que impone a la importación extranjera, seguida siempre de represalias; sustituye las luchas violentas de la competencia interior a la emulación de la exterior; destruye los felices efectos de la división del trabajo entre las naciones; mantiene entre ellas las antiguas hostilidades; sostiene las divisiones profundas que separan, con demasiada frecuencia, el trabajo y el capital, y engendra el pauperismo por la brusca separación de los obreros (Journal des Economistes, febrero de 1842).

Todos estos efectos del régimen protector, señalados por el señor Blanqui, son verdaderos y deponen contra los obstáculos puestos a la libertad del comercio. Desgraciadamente, los veremos nacer muy en breve, y con una intensidad no menos grande, de la libertad misma, y de tal modo, que, si para curar el mal se debiese pedir, como el señor Blanqui, la extirpación absoluta de la causa morbífica, sería preciso volverse a la vez contra el Estado, contra la propiedad, contra la industria y contra la economía política. Pero no hemos llegado todavía a la antinomia, y debemos continuar nuestras citas.

El privilegio, el monopolio y la protección que de los unos cae sobre los otros como una cascada, exceptuando el pobre trabajador, produjeron en la distribución de los productos, objeto de todo trabajo, monstruosidades sin cuento. En ninguna parte pasó la libertad su benéfico nivel sobre la facultad de obrar; los obstáculos produjeron el fraude, y el robo, la mentira y la violencia son los auxiliares del trabajo. La avaricia reclama hoy sin vergüenza, y como un derecho, el medio de acumular riquezas a expensas de todos: la lucha existe por todas partes y la armonía en ninguna; y sin embargo, hacia un resultado tan desastroso corremos nosotros mismos. En un país en donde el pueblo no es nada todavía, se comprende esta perseverancia de la explotación; pero en otro en donde el pueblo lo es todo, ¿por qué su voz permanece muda? ¿Por qué el nombre del pueblo no se pronuncia jamás en las discusiones económicas? La razón, se dice, debe gobernar el mundo. Pero, ¿es la razón la que condena hoy al pueblo francés a una dieta casi vegetal? ¿Es ella la que le obliga a permanecer sin ropas, sin camisas, sin zapatos y sin posibilidad de cambiar en medio de las maravillas de la inteligencia? ¿Es ella la que ordena que la patata reemplace al trigo, y que el trabajo, en fin, deje cada vez menos excedente, como sucede en Inglaterra? ¿Es la razón la que entrega el mercado como una presa, tan pronto a los unos como a los otros, sin pensar jamás en lo que puede ser el precio de los productos relativamente al salario?

Hace dieciocho años que la nación francesa se ve privada de carnes: todos los días disminuye la parte relativa a cada individuo, y a cada reclamación que se hace, se nos dice fríamente que el precio de 55 francos es necesario al productor. ¡Necesario! La privación de alimentos, ¡necesaria para la fortuna de algunos! (H. Dussard, Journal des Economistes, abril de 1842).

Seguramente, el cuadro no es nada consolador; y es necesario confesar que nadie dice la verdad, toda la verdad, como los economistas cuando lo creen necesario para la defensa de sus utopías. Pero si el principio protector, tan violentamente condenado, no es más que el principio constitutivo de la economía política, el monopolio que, como dice el señor Rossi, se encuentra siempre en el camino, si este principio es la propiedad misma, la propiedad, que es la religión del monopolio, ¿no debe escandalizarme la inconsecuencia, por no decir la hipocresía de los economistas? Si el monopolio es una cosa tan detestable, ¿por qué no lo atacáis sobre su pedestal? ¿Por qué le quemáis incienso y esgrimís la espada contra él después? ¿A qué vienen esas vueltas? Toda explotación exclusiva; toda apropiación, sea de la tierra, de los capitales industriales o de un procedimiento de fabricación, constituye un monopolio: ¿por qué este monopolio sólo se hace odioso desde el momento en que otro monopolio extranjero y rival suyo se presenta haciéndole competencia? ¿Por qué el monopolio ha de ser menos respetable del compatriota al compatriota, que del indígena al extranjero? ¿Por qué el gobierno francés no se atreve a atacar la coalición hullera del Loire, e invoca contra los nacionales las armas de una santa alianza? ¿Por qué esta intervención del enemigo exterior contra el interior? Toda Inglaterra pide hoy de rodillas la libertad del cambio; cualquiera diría que esto era un llamamiento a los egipcios, a los rusos y a los americanos, hecho por los monopolizadores de la industria de ese país contra los monopolizadores de la tierra. ¿Por qué esta traición, si, en efecto, se quiere atacar el monopolio? ¿No son bastante fuertes los millones de brazos de la Inglaterra contra algunos miles de aristócratas?

Cuando se diga a los obreros que el gobierno ha tomado la iniciativa en la dirección que debía darse a las manufacturas y al comercio, exclamaba el señor Senior (1), uno de los miembros más influyentes de la Liga; cuando se diga que se ha servido de esta monstruosa usurpación en beneficio (real o supuesto) de algunos; cuando descubran que de todos los monopolios concedidos, el que defiende con más tenacidad es el de las subsistencias; cuando vean que es ése el que les impone la más duras privaciones y el que da a la clase gobernante el mayor y el más inmediato beneficio, ¿soportarán estos males como si fuesen una calamidad providencial, o los considerarán como la triste consecuencia de una injusticia? Si la razón les conduce a este último juicio, ¿qué forma tomará el resentimiento? ¿Se someterán, o buscarán en su fuerza la reparación a esta profunda injuria? Y su fuerza ... ¿es bastante grande para ser temida?

Fácil, y muy fácil, es responder a todas estas preguntas. La población de Inglaterra es de millones de individuos que viven aglomerados en las ciudades, y que están acostumbrados a las discusiones políticas: tienen sus jefes y su prensa; están organizados en cuerpos que llaman combinaciones, y que tiene cada uno sus oficiales, su poder ejecutivo y su poder legislativo; tienen fondos para atender a las necesidades de cada una de las sociedades, y fondos para cubrir las generales de todos los cuerpos reunidos; están acostumbrados, por una larga práctica, a eludir las leyes contra las coaliciones, a combatir y a provocar la autoridad del Estado. Una población semejante es temible hasta en el seno de la prosperidad, y lo será cien veces más en la desgracia, aún cuando ésta no pueda atribuirse al gobierno. Pero si esta miseria se puede atribuir a la legislación; si los trabajadores pueden acusar a la clase que gobierna, no ya de error, sino de robo y de opresión; si se ven sacrificados ante la renta del propietario, ante los beneficios del colono, o ante los del agricultor del Canadá, ¿cuáles serán los límites de su cólera? ¿Estamos seguros de que nuestra riqueza, nuestra importancia política y hasta la Constitución misma, saldrán bien de semejante conflicto?

Ni siquiera hay una palabra en toda esta arenga, que no caiga a plomo sqbre los abolicionistas.

Cuando se diga a los obreros que el monopolio, esa calamidad de la cual se aparenta que se los quiere salvar por la abolición de las aduanas, tiene que recibir una nueva energía de esa abolición misma; que ese monopolio, mucho más profundo de lo que se dice, consiste, no solamente en la provisión exclusiva del mercado, sino también, y sobre todo, en la explotación exclusiva de la tierra y de las máquinas, en la apropiaciÓn invasora de los capitales, en el acaparamiento de los productos y en la arbitrariedad de los cambios; cuando se les haga ver que han sido sacrificados ante las especulaciones del agiotaje y ante la renta del capital; que de ahí salieron todos los efectos subversivos del trabajo parcelarío, la opresión de las máquinas, los sobresaltos desastrosos de la competencia y la burla inicua del impuesto; cuando se les demuestre que la abolición de los derechos protectores no hizo más que extender la red del privilegio, multiplicar la desposesión y coaligar los monopolios de todos los países contra el proletariado; cuando se les diga que la clase media electoral y dinástica, bajo el pretexto de libertad, hizo los mayores esfuerzos para mantener, consolidar y preparar este régimen de mentira y de rapiña; que se crearon cátedras, que se propusieron recompensas, que hubo sofistas asalariados y diarios pagados; que se corrompió la justicia y que se invocó la religión para defenderle; que ni la premeditación, ni la hipocresía, ni la violencia faltaron a la tiranía del capital; ¿se cree que, al fin, no le levantarán en su cólera, y que una vez dueños de la venganza, reposarán en la amnistía?

Nosotros sentimos alarmar de este modo, añadía el señor Senior; deploramos esta necesidad, y confesamos que el papel que venimos desempeñando no es propio de nuestro carácter; pero creemos firmemente que los peligros que hemos supuesto nos amenazan, y debemos enterar al público de las bases de nuestra convicción.

Y yo también siento el verme precisado a tocar a rebato, y confieso que el oficio de acusador es el que menos se adapta a mi temperamento; pero es preciso decir la verdad y que la justicia se cumpla, y si la clase media ha merecido todos los males que la amenazan, mi deber es presentar la prueba de su culpabilidad.

Y hablando ahora con sinceridad y con franqueza, ¿qué es el monopolio que yo persigo en su forma más general, mientras los economistas sólo lo ven y lo rechazan bajo el traje verde del aduanero? Es, para el hombre que no posee capitales ni propiedad, la prohibición del trabajo y del movimiento, del aire, de la luz y de la subsistencia; es la privación absoluta, la muerte eterna. Francia, sin ropas, sin zapatos, sin camisas, sin pan y sin carnes; privada de vino, de hierro, de azúcar y de combustibles; Inglaterra desolada por un hambre perpetua y entregada a los horrores de una miseria que desafía la descripción; las razas empobrecidas, degeneradas, haciéndose salvajes y feroces; tales son los signos espantosos que expresan la libertad cuando es herida por el privilegio, cualquiera que sea, y cuando se ve comprimida en su vuelo. Al llegar aquí, creemos oír la voz de aquel gran culpable que Virgilio pone en los infiernos amarrado a un trono de mármol:

Sedet, aeternumque sede bit
Infelix Theseus, et magna testatur voce per umbras,
Discite justitiam moniti, et non temnere divos! ...

La nación más mercantil del mundo, la más devorada por todas las clases de monopolios, que protege, consagra y profesa la economía política, se ha sublevado como un solo hombre contra la protección; el gobierno, ha decretado, con aplauso del pueblo, la abolición de las tarifas; Francia, trabajaba por la propaganda económica, está en vísperas de seguir el impulso inglés, arrastrando en pos de sí a toda Europa. Se trata, pues, de estudiar las consecuencias de esta grande innovación, cuyo origen no es bastante puro a nuestros ojos, y cuyo principio nos parece bastante superficial para que deje de inspirarnos desconfianza.


Notas

(1) Nassau Senior, 1790-1864, primer profesor de economía política en Oxford; se le deben algunas teorías originales.

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