Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Fáltame decir ahora por qué, en un libro de economía política, he debido tomar por punto de partida la hipótesis fundamental de toda filosofía.

He tenido ante todo necesidad de la hipótesis de Dios para fundar la autoridad de la ciencia social. Cuando el astrónomo, para explicar el sistema del mundo, apoyándose exclusivamente en la experiencia, supone, con el vulgo, abovedado el cielo, la tierra plana, el sol del tamaño de un globo, describiendo en el aire una curva de Oriente a Occidente, supone la infalibilidad de los sentidos, reservándose rectificar más tarde, a medida que la observación se lo permite, el dato del cual está obligado a partir. Depende esto de que la filosofía astronómica no podía admitir a priori que los sentidos nos engañasen ni que viésemos lo que no vemos: ¿qué vendrá a ser después de sentarse un principio tal, la certidumbre de la astronomía? Pero pudiendo, en ciertos casos, ser rectificados y completados los datos de los sentidos por los sentidos mismos, permanece firme la autoridad de los sentidos, y la astronomía es posible.

La filosofía social no admite tampoco a priori que la humanidad pueda, en sus actos, engañar ni ser engañada: sin esto, ¿qué vendría a ser también la autoridad del género humano, es decir, la autoridad de la razón, sinónima en el fondo de la soberanía del pueblo? Cree, empero, la filosofía social que los juicios humanos, siempre verdaderos en lo que tienen de actual y de inmediato, se pueden completar y aclarar sucesivamente unos a otros a medida que se van adquiriendo ideas, de manera que se vaya siempre poniendo la razón general de acuerdo con la especulación individual, y se extienda indefinidamente la esfera de la certidumbre: lo cual equivale a afirmar siempre la autoridad de los juicios humanos.

Ahora bien, el primer juicio de la razón, el preámbulo de toda constitución política que busca una sanción y un principio, es necesariamente esta: hay un Dios; lo que quiere decir: la sociedad está gobernada con consejo, premeditación, inteligencia. Este juicio, que excluye el mal, es el que hace posible una ciencia social: y, no hay por qué dudarlo, todo estudio histórico y positivo de los hechos sociales, emprendido con un objeto de mejora y de progreso, debe empezar por suponer con el pueblo la existencia de Dios, salvo siempre el darse más tarde cuenta de este juicio.

Así la historia de las sociedades no es ya para nosotros sino una larga determinación de la idea de Dios, una revelación progresiva del destino del hombre. Y mientras que la sabiduría antigua lo hacía depender todo de la acción arbitraria y fantástica de la divinidad, oprimiendo la razón y la conciencia, y deteniendo el movimiento con el terror de un soberano invisible, la nueva filosofía, invirtiendo el método, destrozando la autoridad de Dios del mismo modo que la del hombre, y no aceptando otro yugo que el del hecho y la evidencia, lo hace converger todo hacia la hipótesis teológica, por considerarla como el último de sus problemas.

El ateísmo humanitario es, pues, el último término de la emancipación moral e intelectual del hombre, y, por consiguiente, la última fase de la filosofía, que sirve de paso para la reconstrucción o verificación científica de todos los dogmas demolidos.

Necesito de la hipótesis de Dios, no sólo, como acabo de decir, para dar sentido a la historia, sino también para legitimar las reformas que hay que hacer en el Estado en nombre de la ciencia.

Sea que consideremos a Dios como exterior a la sociedad, cuyos movimientos modera desde lo alto (opinión del todo gratuita y muy probablemente ilusoria); sea que le reputemos inmanente en la sociedad e idéntico a esa razón impersonal y sin conciencia de sí misma, que, como un instinto, hace marchar la civilización (aunque la impersonalidad y la ignorancia de sí misma repugnan a la idea de inteligencia); sea que creamos, por fin, que cuanto sucede en la sociedad resulta de la rehción de sus elementos (sistema cuyo mérito consiste todo en cambiar un activo en pasivo, en convertir la inteligencia en necesidad, o, lo que viene a ser lo mismo, en tomar la ley por la causa): tendremos siempre que, presentándosenos necesariamente las manifestaciones de la actividad social como signos de la voluntad del Ser Supremo, o como una especie de lenguaje típico de la razón general e impersonal, o, por fin, como linderos de la necesidad, no dejarán esas manifestaciones de ser siempre para nosotros de una autoridad absoluta. Estando tan encadenada su serie en el tiempo como en el espíritu los hechos realizados determinan y legitiman los hechos por realizar; la ciencia y el destino están de acuerdo; procediendo cuanto sucede de la razón, y no juzgando la razón sino por la experiencia de lo que sucede, tiene derecho la ciencia a participar del gobierno, y lo que establece su incompetencia como consejo, justifica su intervención como soberano.

La ciencia, calificada, reconocida y aceptada por el voto de todos como divina, es la reina del mundo. Así, gracias a la hipótesis de Dios, toda oposición conservadora o retrógrada, toda excepción dilatoria propuesta por la teología, la tradición o el egoísmo, queda perentoria e irrevocablemente descartada.

Tengo además necesidad de la hipótesis de Dios para manifestar el lazo que une la civilizaci6n con la naturaleza.

En efecto, esta admirable hipótesis, por la cual el hombre se asimila a lo absoluto, al implicar como implica la identidad de las leyes de la naturaleza y las de la razón, nos permite que veamos en la industria humana el complemtento de la operación creadora, hace solidarios el hombre y el globo en que habita, y en los trabajos de explotación de este patrimonio en que nos ha colocado la Providencia, patrimonio que es hasta cierto punto obra nuestra, nos hace concebir el principio y el fin de todas las cosas. Si, pues, la humanidad no es Dios, continúa a Dios: lo que hoy la humahidad, hablando en otro estilo, hace reflexivamente, es lo mismo que empezó a hacer por instinto, y la naturaleza parece hacer por necesidad. En todos estos casos, y cualquiera que sea la opinión que se escoja, una cosa permanece indudable, la unidad de acción y de ley. Seres inteligentes, actores de un drama desarrollado con inteligencia, podemos deducir atrevidamente de nosotros mismos el universo y el eterno, y cuando hayamos organizado definitivamente entre nosotros el trabajo, decir con orgullo: La creación está explicada.

Así el campo de exploración de la filosofía se encuentra determinado; la tradición es el punto de partida de toda especulación sobre lo futuro; la utopía está para siempre jamás descartada; el estudio del yo, trasladado de la conciencia del individuo a las manifestaciones de la voluntad social, adquiere el carácter de objetividad de que había carecido hasta aquí; y hecha la historia psicológica, la teología antropológica, y las ciencias naturales metafísicas, no se deduce ya la teoría de la razón de la vacuidad de nuestro intelecto, sino de las innumerables formas de una naturaleza amplia y constantemente observable.

Necesito también de la hipótesis de Dios a fin de atestiguar mi buena voluntad para con una multitud de sectas, de cuyas opiniones no participo, pero cuyos rencores temo, para con los deístas, porque de tal sé que por la causa de Dios estaría dispuesto a tirar de la espada, y como Robespierre haría jugar la guillotina hasta destruir el último ateo, sin sospechar siquiera que ese ateo fuese él mismo; para con los místicos, cuyo partido, compuesto en gran parte de estudiantes y de mujeres, marchando a la sombra de las banderas de Lamennais, Quinet, Leroux y otros, ha tomado por divisa: Tal amo, tal criado; tal Dios, tal pueblo; y, para arreglar el salario de un obrero, empiezan por restaurar la religión; para con los espiritualistas, porque si desconociese los derechos del espíritu me acusarían de fundar el culto de la materia, contra el cual protesto con todas las fuerzas de mi alma; para con los sensualistas y materialistas, para los cuales el dogma divino es el símbolo de la represión y el principio de la servidumbre de las pasiones, fuera de las cuales, dicen, no hay para el hombre placer, ni virtud, ni genio; para con los eclécticos y los escépticos, libreros-editores de todos los viejos sistemas filosóficos, que, sin embargo, no filosofan y están coaligados en una vasta cofradía, con aprobación y privilegio del gobierno, contra todo el que piensa, cree o afirma sin su permiso; para, en fin, con los conservadores, los retrógrados, los egoístas y los hipócritas, que predican el amor de Dios por odio al prójimo, y desde el diluvio están acusando a la libertad de las desgracias del mundo, y calumniando la razón por el despecho que su propia nulidad les inspira.

¿Sería, pues, posible que se condenara una hipótesis que, lejos de blasfemar de los venerados fantasmas de la fe, no aspira sino a presentarlos a la luz del día; en vez de rechazar los dogmas tradicionales y los prejuicios de la conciencia, trata tan sólo de verificarlos; y, sin por esto dejarse llevar de opiniones exclusivas, toma por axioma la infalibilidad de la razón, y, gracias a tan fecundo principio, no ha de concluir jamás contra ninguna de las sectas antagónicas? ¿Sería posible que los conservadores religiosos y políticos me acusasen de turbar el orden de las sociedades, cuando parto de la hipótesis de una inteligencia suprema, fuente de todo sentimiento de orden; que los demócratas semicristianos me maldijesen como enemigo de Dios, y por consiguiente, como traidor a la República, cuando busco el sentido y el contenido de la idea de Dios; que los mercaderes universitarios, finalmente, me imputasen impiedad por la demostración del ningún valor de sus productos filosóficos, precisamente cuando sostengo que hay que estudiar la filosofía en su objeto, es decir, en las manifestaciones de la sociedad y de la naturaleza?

Necesito aún de la hipótesis de Dios para justificar mi estilo.

Ignorante de todo lo que toca a Dios, al mundo, al alma, al destino; obligado a proceder como el materialista, por la observación y la experiencia, y a expresar mis conclusiones en el lenguaje de los fieles, porque no existe otro; no sabiendo si mis fórmulas, a mi pesar teológicas, deben ser tomadas en sentido propio o en sentido figurado; habiendo de pasar en esa perpetua contemplación de Dios, del hombre y de las cosas, por la sinonimia de todos los términos que abrazan las tres categorías del pensamiento, la palabra y la acción, y no queriendo con todo afirmar nada por un lado ni por otro: exigía el rigor de la dialéctica que supusiese, ni más ni menos, esa incógnita que se llama Dios. Estamos llenos de la divinidad, Jovis omnia plena; nuestros monumentos, nuestras tradiciones, nuestras leyes, nuestras ideas, nuestras lenguas y nuestras ciencias, todo está infectado de esa indeleble superstición, fuera de la cual no podemos hablar ni obrar, y sin la cual ni siquiera pensamos.

Tengo, por fin, necesidad de la hipótesis de Dios para explicar la publicación de estas nuevas Memorias.

Nuestra sociedad se siente preñada de acontecimientos y está inquieta por su porvenir: ¿cómo dar razón de esos vagos presentimientos con la sola ayuda de una razón universal, inmanente y permanente, si se quiere, pero impersonal y por consecuencia muda; o bien con la idea de una necesidad, si implica contradicción que la necesidad se conozca, y tenga por lo tanto presentimientos? Aquí, pues, no queda aún mas que la hipótesis de un agente o íncubo, que pesa sobre la sociedad y le da visiones.

Ahora bien, cuando la sociedad profetiza, se pregunta por boca de unos y se contesta por boca de otros. Y dichoso y sabio entonces el que sabe escuchar y comprender, porque ha hablado Dios mismo, quia locutus est Deus.

La Academia de Ciencias morales y políticas ha propuesto la cuestión siguiente:

Determinar los hechos generales que regulan las relaciones de los beneficios con los salarios, y explicar sus oscilaciones respectivas.

Hace algunos años, preguntaba la misma Academia: ¿Cuáles son las causas de la miseria? Nace esto de que el siglo XIX no tiene más que un pensamiento: igualdad y reforma. Pero el espíritu sopla donde mejor le parece: pusiéronse muchos a estudiar la cuestión, y no contestó nadie. El colegio de los arúspices ha repetido por lo tanto su pregunta en términos más significativos. Quiere saber si reina el orden en el taller, si son equitativos los salarios, si la libertad y el privilegio están justamente compensados, si la noción del valor, que determina los hechos todos del cambio, es en las formas en que la han presentado los economistas suficientemente exacta, si el crédito protege el trabajo, si la circulación es regular, si las cargas de la sociedad pesan por igual sobre todos los ciudadanos, etcétera.

Y en efecto, teniendo la miseria por causa inmediata la insuficiencia del producto del trabajo, conviene saber cómo, fuera de los casos de desgracia o mala voluntad, es insuficiente el producto del trabajo del obrero. Es ésta siempre la misma cuestión sobre la desigualdad de fortunas que tanto ruido causó hace un siglo, y por una extraña fatalidad se reproduce incesantemente en los programas académicos, como si ahí estuviese el verdadero nudo de los tiempos modernos.

La igualdad, pues, su principio, sus medios, sus obstáculos, su teoría, los motivos de que se la aplace, la causa de las iniquidades sociales y providenciales: esto es lo que hay que explicar al mundo, a pesar de los sermones de los incrédulos.

Sé bien que las miras de la Academia no son tan profundas, y tiene tanto horror a lo nuevo como un concilio; pero cuanto más se vuelve hacia lo pasado, más nos refleja el porvenir, y más, por consiguiente, debemos creer en su inspiración; porque los verdaderos profetas son los que no comprenden lo que anuncian. Escuchad ante todo:

¿Cuáles son, ha dicho la Academia, las más útiles aplicaciones que pueden hacerse del principio de la asociación voluntaria y privada para el alivio de la miseria?

Y después:

Exponer la teoría y los principios del contrato de seguros, hacer su historia, y deducir de la doctrina de los hechos el desarrollo de que sea susceptible este contrato, y las diversas aplicaciones útiles que de él puedan hacerse en el estado de progreso en que se encuentran actualmente nuestro comercio y nuestra industria.

Convienen los publicistas en que el seguro, forma rudimentaria de la solidaridad comercial, es una asociación en las cosas, societas in re, es decir, una sociedad cuyas condiciones, fundadas en relaciones puramente económicas, escapan a la arbitrariedad del hombre. De suerte que una filosofía del seguro o de la garantía mutua de los intereses, que se dedujese de la teoría general de las sociedades reales, in re, contendría la fórmula de la conciencia universal en la que no cree ninguna Academia. Y cuando, reuniendo en un mismo punto de vista el sujeto y el objeto, pide la Academia, al lado de una teoría sobre la asociación de los intereses, otra sobre, la asociación voluntaria, nos revela lo que ha de ser la sociedad más perfecta, y afirma por ahí todo lo que hay de más contrario a sus convicciones. ¡Libertad, igualdad, solidaridad, asociación! ¿Por qué inconcebible equivocación un cuerpo tan eminentemente conservador ha propuesto a los ciudadanos ese nuevo programa de los derechos del hombre? Así Caifás profetizaba la redención negando a Jesucristo.

Sobre la primera de estas cuestiones ha recibido la Academia, en dos años, cincuenta y cinco memorias: prueba de que el tema estaba maravillosamente ajustado al estado de los ánimos. Pero no habiendo sido ninguna considerada digna de premio, la Academia ha retirado la cuestión, alegando la insuficiencia de los concurrentes, pero en realidad porque, no habiéndose propuesto otro objeto que el que el concurso no tuviera éxito, le convenía, sin esperar más, declarar desprovistas de fundamento las esperanzas de los partidarios de la asociación.

Así pues, esos señores de la Academia desmienten en su salón de sesiones lo que han anunciado desde el trípode. No me admira una contradicción tal, y líbreme Dios de imputarles eso como un crimen. Creían los antiguos que las revoluciones se anunciaban con signos espantosos, y que, entre otros prodigios, los animales hablaban. Era una figura con la que designaban esas ideas repentinas y esas palabras extrañas que circulan de improviso entre las masas en los momentos de crisis, y que parecen haber surgido sin antecedentes humanos: tanto se apartan del círculo del juicio común. En la época en que vivimos no podía dejar de reproducirse el fenómeno. Después de haber proclamado la asociación, por un instinto fatídico y una espontaneidad maquinal, pecudesque locute, esos señores de la Academia de Ciencias morales y políticas han recobrado su prudencia de costumbre, viniendo la rutina a desmentir su inspiración. Sepamos, pues, discernir los avisos del cielo de los juicios interesados de los hombres, y tengamos por cierto que, en los discursos de los sabios, lo principalmente indudable es aquello en que ha tenido menos parte su reflexión.

La Academia, con todo, rompiendo tan bruscamente con sus instituciones, parece haber sentido remordimientos. En lugar de una teoría de la asociación en que no cree cuando reflexiona, pide un Examen crítico del sistema de instrucción y de educación de Pestalozzi, considerado principalmente en sus relaciones con el bienestar y la moralidad de las clases pobres. ¿Quién sabe? puede que la relación de los beneficios y los salarios, la asociación, la organización del trabajo, se encuentren al fin en el fondo de un sistema de enseñanza. La vida del hombre, ¿no es acaso un perpetuo aprendizaje? La filosofía y la religión, ¿no constituyen acaso la educación de la humanidad? Organizar la instrucción sería por lo tanto organizar la industria y hacer la teoría de las sociedades; la Academia, en sus intervalos lúcidos, vuelve a esa misma idea.

¿Qué influencia ejercen sobre la moralidad de un pueblo} habla aún la Academia, los progresos y el gusto por el bienestar material?

Tomada en su más notorio sentido, esa nueva cuestión de la Academia es banal y propia a lo sumo para ejercitar las facultades de un retórico. Pero la Academia, que ha de ignorar hasta el fin el sentido revolucionario de sus oráculos, ha descorrido la cortina en su glosa. ¿Qué cosas tan profundas habrá visto en esta tesis epicúrea?

El gusto por el lujo y los goces, nos dice, el singular amor que por ellos siente la mayor parte de los hombres, la tendencia de las almas y de la inteligencia a no preocuparse de otra cosa, el acuerdo entre los particulares y el Estado para hacer de ellos el móvil y el objeto de todos sus proyectos, de todos sus esfuerzos y de todos sus sacrificios, engendran sentimientos generales e individuales que, buenos o nocivos, son principios de acción quizás más poderosos que los que en otros tiempos han dominado a los hombres.

No se había jamás ofrecido a los moralistas mejor coyuntura para denunciar el sensualismo del siglo, la venalidad de las conciencias y la corrupción erigida en medio de gobierno; más en lugar de esto, ¿qué hace la Academia de Ciencias morales? Con la más automática calma del mundo establece una serie en que el lujo, proscrito durante tanto tiempo por los estoicos y los ascetas, esos maestros de santidad, ha de aparecer a su vez en calidad de principio de conducta tan legítimo, tan puro y tan grande como todos los invocados en otro tiempo por la religión y la filosofía. Determinad, nos dice, los móviles de acción (sin duda ya viejos y gastados) a que sucede providencialmente en la historia la voluptuosidad; y por los resultados de los primeros, calculad los efectos de ésta. Probad, en una palabra, que Aristipo no ha hecho más que adelantarse a su siglo, y que su moral debía tener su día de triunfo, como la de Zenón y la de A-Kempis.

Tenemos, pues, que entendérnosla con una sociedad que no quiere ya ser pobre; que se burla de todo lo que le fue un tiempo querido y sagrado, la libertad, la religión y la gloria, ínterin no tiene la riqueza; que para obtenerla arrostra toda clase de afrentas y se hace cómplice de toda clase de bajezas; y, sin embargo, esa ardiente sed de placeres, esa irresistible voluntad de llegar al lujo, síntoma de un nuevo período de la civilización, es el supremo mandato en cuya virtud hemos de trabajar por la expulsión de la miseria: nos lo dice así la Academia. ¿Qué vienen a ser después de esto el precepto de la expiación y de la abstinencia, la moral del sacrificio, de la resignación y de la afortunada medianía? ¡Qué manera de desconfiar de las compensaciones celestiales en otra vida, y que mentís al Evangelio! Y sobre todo, ¡qué manera de justificar un gobierno que ha tomado la llave de oro por sistema! ¿Cómo hombres religiosos, cristianos, Sénecas, han podido proferir de golpe tantas máximas inmorales?

La Academia, completando su pensamiento, va a contestarnos.

Demostrad cómo los progresos de la justicia criminal, en la persecución y el castigo de los atentados contra las personas y las propiedades, siguen y marcan las épocas de la civilización desde el estado salvaje hasta el de los pueblos más cultos.

¿Se cree que los criminalistas de la Academia de Ciencias morales han previsto la conclusión de sus premisas? El hecho que se trata de estudiar en cada uno de sus períodos, e indica la Academia con las palabras progresos de la justicia criminal, no es otra cosa que la progresiva blandura que se manifiesta, ya en la forma de los procedimientos criminales, ya en la penalidad, a medida que la civilización aumenta en libertad, luz y riqueza. De suerte que, siendo el principio de las instituciones represivas inverso de todos los que constituyen el bienestar de las sociedades, hay una constante eliminación de todas las partes constitutivas del sistema penal, así como de todo el aparato judiciario; y la última conclusión de ese movimiento es que ni el terror ni los suplicios son la sanción del orden, y, por consecuencia, tampoco la religión ni el infierno.

¡Qué trastorno tan considerable de las ideas hasta aquí admitidas! ¡Qué negación tan absoluta de todo lo que tiene la tarea de defender la Academia de Ciencias morales y políticas! Mas si la sanción del orden no está ya en el temor de un castigo que hay que sufrir, ya en esta, ya en otra vida, ¿dónde están las garantías protectoras de las personas y de las propiedades?, o por mejor decir, sin instituciones represivas, ¿qué va a ser de la propiedad?, y sin la propiedad, ¿qué va a ser de la familia?

La Academia, que no sabe nada de todo esto, responde sin conmoverse:

Trazad las diversas fases por que ha pasado en Francia la organización de la familia, desde los tiempos antiguos hasta nuestros días.

Lo cual significa: Determinad por los anteriores progresos de la organización de la familia las condiciones de existencia de la misma, dadas la igualdad de fortunas, la asociación voluntaria y libre, una solidaridad universal, el bienestar físico y el lujo, el orden público sin cárceles, jurado, policía ni verdugos.

No faltará, tal vez, quien extrañe que después de haber puesto en tela de juicio, al par de los más audaces innovadores, todos los principios del orden social, la religión, la familia, la propiedad, la justicia, no haya la Academia de Ciencias morales y políticas propuesto también este problema: ¿Cuál es la mejor forma de gobierno? El Gobierno es, en efecto, para la sociedad la fuente de que dimana toda iniciativa, toda garantía, toda reforma. Era, pues, interesante saber si el Gobierno, tal como está formulado en la Constitución, basta para la solución práctica de las cuestiones de la Academia.

Pero sería conocer mal los oráculos si imaginásemos que proceden por inducción y análisis. Precisamente porque el problema político era una condición o corolario de las demostraciones que deseaba, no podía la Academia hacerla objeto de un concurso. Una conclusión tal le habría abierto los ojos, y, sin esperar las memorias de los concurrentes, se habría apresurado a suprimir por entero su programa. La Academia ha vuelto a tomar la cuestión desde más arriba, y se ha dicho:

Las obras de Dios son bellas por su propia esencia, justificata in semetipsa: son verdaderas, en una palabra, porque son suyas. Los pensamientos del hombre se parecen a espesos vapores, cruzados por largos y débiles relámpagos: ¿Qué es, pues, la verdad con relación a nosotros mismos, y cuál es el carácter de la certidumbre?

Lo cual es como si la Academia nos dijera: Verificaréis la hipótesis de vuestra existencia, la hipótesis de la Academia que os interroga, la hipótesis del tiempo, del espacio, del movimiento, del pensamiento y de las leyes del pensamiento. Y luego verificaréis la hipótesis del pauperismo, la hipótesis de la desigualdad de condiciones, la hipótesis de la asociación universal, la hipótesis de la felicidad, la hipótesis de la monarquía y de la República, la hipótesis de una providencia.

Esto es toda una crítica de Dios y del género humano.

Apelo al programa de tan respetable compañía: no soy yo quien he fijado las condiciones de mi trabajo, sino la Academia de Ciencias morales y políticas. ¿Y cómo he de poder yo llenar estas condiciones si no estoy tampoco dotado de infalibilidad, en una palabra, si no soy Dios o adivino? La Academia admite, por lo que se ve, que la divinidad y la humanidad son idénticas, o por lo menos, correlativas; pero se trata de saber en qué consiste esa correlación: tal es el sentido del problema de la certidumbre: tal es el objeto de la filosofía social.

Así, pues, en nombre de la sociedad que Dios inspira, una Academia interroga.

En nombre de la misma sociedad, yo soy uno de los videntes que tratan de responder. Inmensa es la tarea y no me prometo acabarla; pero iré hasta donde Dios me permita. Cualesquiera que sean con todo mis palabras, no proceden de mi inteligencia: el pensamiento que hace correr mi pluma no me es personal, y no me es imputable nada de lo que escriba. Contaré los hechos todos como los he visto; los juzgaré por lo que de ellos haya escrito; llamaré a cada cosa por su nombre más enérgico, y nadie podrá darse por ofendido. Examinaré libremente y por las reglas de adivinación que he aprendido, qué es lo que exige de nosotros el consejo divino que nos viene en estos momentos por la boca elocuente de los sabios, y los inarticulados acentos del pueblo; y aun cuando niegue todas las prerrogativas consagradas por nuestra constitución, no seré faccioso. Señalaré con el dedo a dónde nos empuja el invisible aguijón, y no serán irritantes ni mi acción ni mis palabras. Provocaré la nube, y aun cuando haga caer de ella el rayo, seré inocente. En esta información solemne a que me incita la Academia, tengo algo más que el derecho de decir la verdad; tengo el derecho de decir lo que pienso: ¡ojalá que mi pensamiento, la manera de expresarlo y la verdad, sean siempre una misma cosa!

Y tú, lector, porque no hay escritor sin lectores; tú entras por mitad en mi obra. Sin ti, no soy más que un bronce sonoro; con el favor de tu atención, diré maravillas. ¿Ves ese torbellino que pasa y se llama sociedad, torbellino de que brotan con terrible brillo y estruendo relámpagos, truenos, voces? Quiero hacerte tocar con el dedo los ocultos resortes que la mueven; más para esto es preciso que te reduzcas, cuando te lo mande, al estado de pura inteligencia. Los ojos del amor y del placer son impotentes para reconocer la belleza en un esqueleto, la armonía en entrañas expuestas al aire, la vida en una sangre negra y coagulada: así los secretos del organismo social son letra muerta para el hombre cuyo cerebro esté ofuscado por sus pasiones y sus preocupaciones. Sublimidades tales no se hacen visibles sino en medio de una silenciosa y fría contemplación. Permíteme, pues, que, antes de abrir a tu vista las hojas del libro de la vida, prepare tu alma por medio de esa purificación escéptica que reclamaron en todo tiempo de sus discípulos los grandes maestros de los pueblos, Sócrates, Jesucristo, San Pablo, San Remigio, Bacon, Descartes, Galileo, Kant, etc.

Quienquiera que seas, ora vayas cubierto con los harapos de la miseria, ora vestido con los suntuosos trajes del lujo, te restituyo a esa luminosa desnudez que no empañan los humos de la opulencia, ni los tósigos de la envidiosa pobreza. ¿Cómo persuadir al rico de que la diferencia de condiciones procede de un error de cuenta, ni cómo podrá creer el pobre en su miseria que el propietario posee de buena fe? Enterarse de los sufrimientos del trabajador es para el ocioso la más insoportable de las distracciones, del mismo modo que hacer justicia al afortunado es para el miserable el más amargo de los brebajes.

¿Te has elevado en dignidad?, yo te destituyo y hete de nuevo libre. Hay demasiado optimismo bajo ese uniforme de ordenanza, demasiada subordinación, demasiada pereza. La ciencia exige la insurrección del pensamiento, y el pensamiento del empleado es su sueldo.

Tu novia, bella, apasionada, artista, no está, me complazco en creerlo, sino enamorada de ti. Esto quiere decir que tu alma, tu ingenio, tu conciencia, han pasado al más encantador objeto de lujo que la naturaleza y el arte hayan producido para eterno suplicio de los fascinados mortales. Te separo de esa divina mitad de ti mismo, porque es hoy demasiado querer la justicia y amar a una mujer. Para pensar con claridad y grandeza, es preciso que el hombre desdoble su naturaleza y quede bajo su hipóstasis masculina. Por otra parte, en el estado en que te he puesto, tu novia no te conocería: acuérdate de la mujer de Job.

¿Qué religión es la tuya? Olvida tu fe y hazte, por sabiduría, ateo. -¡Cómo!, dirás, ¿ateo a pesar de vuestra hipótesis? -No a pesar, sino a causa de mi hipótesis. Es preciso haber tenido largo tiempo el pensamiento levantado por encima de las cosas divinas para gozar del derecho de suponer una personalidad más allá del hombre, una vida más allá de esta vida. Por lo demás, no temas por tu salvación. Dios no se enoja contra el que le desconoce por efecto de su razón, como no se acuerda del que le adora sobre palabra ajena; y en el estado de tu conciencia, lo más seguro para ti es no pensar nada de Dios. ¿No ves que sucede con las religiones como con los gobiernos, el más perfecto de los cuales seria la negación de todos? Que no se deje, pues, cautivar tu alma por ninguna fantasía política ni religiosa: no existe otro medio, para no ser hoy renegado ni víctima. ¡Ah!, decía yo en los días de mi entusiasta juventud, ¿será posible que no oiga tocar a las segundas vísperas de la República, ni cantar a la manera dórica por nuestros sacerdotes; vestidos de blancas túnicas, el himno del regreso: Cambia, oh Dios, nuestra servidumbre, como el viento del desierto, en soplo refrigerante? ... Pero he desesperado de los republicanos, y no conozco ya ni religión ni sacerdotes.

Quisiera aún, para hacer más seguro tu juicio, hacerte el alma insensible a la piedad, superior a la virtud, indiferente a la dicha. Pero sería exigir demasiado de un neófito. Acuérdate tan sólo, y no te olvides jamás, de que la piedad, la dicha y la virtud, así como la patria, la religión y el amor, son máscaras ...

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