Índice del Discurso del método de René DescartesQuinta parteBiblioteca Virtual Antorcha

SEXTA PARTE

Hace ya tres años que llegué al término del tratado en donde están todas esas cosas, y empezaba a revisarlo para entregarlo a la imprenta, cuando supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis pensamientos, habían reprobado una opinión de física, publicada poco antes por otro; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que nada había notado en ella, antes de verla así censurada, que me pareciese perjudicial ni para la religión ni para el Estado, y, por tanto, nada que me hubiese impedido escribirla, de habérmela persuadido la razón. Esto me hizo temer no fuera a haber alguna también entre las mías, en la que me hubiese engañado, no obstante el muy gran cuidado que siempre he tenido de no admitir en mi creencia ninguna opinión nueva, que no esté fundada en certísimas demostraciones, y de no escribir ninguna que pudiere venir en menoscabo de alguien. Y esto fue bastante a mudar la resolución que había tomado de publicar aquel tratado; pues aun cuando las razones que me empujaron a tomar antes esa resolución fueron muy fuertes, sin embargo, mi inclinación natural, que me ha llevado siempre a odiar el oficio de hacer libros, me proporcionó en seguida otras para excusarme. Y tales son esas razones, de una y de otra parte, que no sólo me interesa a mí decirlas aquí, sino que acaso también interese al público conocerlas.

Nunca he atribuido gran valor a las cosas que provienen de mi espíritu; y mientras no he recogido del método que uso otro fruto sino el hallar la solución de algunas dificultades pertenecientes a las ciencias especulativas, o el llevar adelante el arreglo de mis costumbres, en conformidad con las razones que ese método me enseñaba, no me he creído obligado a escribir nada. Pues en lo tocante a las costumbres, es tanto lo que cada uno abunda en su propio sentido, que podrían contarse tantos reformadores como hay hombres, si a todo el mundo, y no sólo a los que Dios ha establecido soberanos de sus pueblos o a los que han recibido de él la gracia y el celo suficientes para ser profetas, le fuera permitido dedicarse a modificarlas en algo; y en cuanto a mis especulaciones, aunque eran muy de mi gusto, he creído que los demás tendrían otras también, que acaso les gustaran más. Pero tan pronto como hube adquirido algunas nociones generales de la física y comenzado a ponerlas a prueba en varias dificultades particulares, notando entonces cuán lejos pueden llevarnos y cuán diferentes son de los principios que se han usado hasta ahora, creí que conservarlas ocultas era grandísimo pecado, que infringía la ley que nos obliga a procurar el bien general de todos los hombres, en cuanto ello esté en nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía especulativa, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica, por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos, que nos rodean, tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los usos a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza. Lo cual es muy de desear, no sólo por la invención de una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino también principalmente por la conservación de la salud, que es, sin duda, el primer bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida, porque el espíritu mismo depende tanto del temperamento y de la disposición de los órganos del cuerpo, que, si es posible encontrar algún medio para hacer que los hombres sean comúnmente más sabios y más hábiles que han sido hasta aquí, creo que es en la medicina en donde hay que buscarlo. Verdad es que la que ahora se usa contiene pocas cosas de tan notable utilidad; pero, sin que esto sea querer despreciarla, tengo por cierto que no hay nadie, ni aun los que han hecho de ella su profesión, que no confiese que cuanto se sabe, en esa ciencia, no es casi nada comparado con lo que queda por averiguar y que podríamos librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta quizá de la debilidad que la vejez nos trae, si tuviéramos bastante conocimiento de sus causas y de todos los remedios, de que la naturaleza nos ha provisto. Y como yo había concebido el designio de emplear mi vida entera en la investigación de tan necesaria ciencia, y como había encontrado un camino que me parecía que, siguiéndolo, se debe infaliblemente dar con ella, a no ser que lo impida la brevedad de la vida o la falta de experiencias, juzgaba que no hay mejor remedio contra esos dos obstáculos, sino comunicar fielmente al público lo poco que hubiera encontrado e invitar a los buenos ingenios a que traten de seguir adelante, contribuyendo cada cual, según su inclinación y sus fuerzas, a las experiencias que habría que hacer, y comunicando asimismo al público todo cuanto averiguaran, con el fin de que, empezando los últimos por donde hayan terminado sus predecesores, y juntando así las vidas y los trabajos de varios, llegásemos todos juntos mucho más allá de donde puede llegar uno en particular.

Y aun observé, en lo referente a las experiencias, que son tanto más necesarias cuanto más se ha adelantado en el conocimiento, pues al principio es preferible usar de las que se presentan por sí mismas a nuestros sentidos y que no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos, que buscar otras más raras y estudiadas; y la razón de esto es que esas más raras nos engañan muchas veces, si no sabemos ya las causas de las otras más comunes y que las circunstancias de que dependen son casi siempre tan particulares y tan pequeñas, que es muy difícil notarlas. Pero el orden que he llevado en esto ha sido el siguiente: primero he procurado hallar, en general, los principios o primeras causas de todo lo que en el mundo es o puede ser, sin considerar para este efecto nada más que Dios solo, que lo ha creado, ni sacarlas de otro origen, sino de ciertas semillas de verdades, que están naturalmente en nuestras almas; después he examinado cuáles sean los primeros y más ordinarios efectos que de esas causas pueden derivarse, y me parece que por tales medios he encontrado unos cielos, unos astros, una tierra, y hasta en la tierra, agua, aire, fuego, minerales y otras cosas que, siendo las más comunes de todas y las más simples, son también las más fáciles de conocer. Luego, cuando quise descender a las más particulares, presentáronseme tantas y tan varias, que no he creído que fuese posible al espíritu humano distinguir las formas o especies de cuerpos, que están en la tierra, de muchísimas otras que pudieran estar en ella, si la voluntad de Dios hubiere sido ponerlas, y, por consiguiente, que no es posible tampoco referirlas a nuestro servicio, a no ser que salgamos al encuentro de las causas por los efectos y hagamos uso de varias experiencias particulares. En consecuencia, hube de repasar en mi espíritu todos los objetos que se habían presentado ya a mis sentidos, y no vacilo en afirmar que nada vi en ellos que no pueda explicarse, con bastante comodidad, por medio de los principios hallados por mí. Pero debo asimismo confesar que es tan amplia y tan vasta la potencia de la naturaleza y son tan simples y tan generales esos principios, que no observo casi ningún efecto particular, sin en seguida conocer que puede derivarse de ellos en varias diferentes maneras, y mi mayor dificultad es, por lo común, encontrar por cuál de esas maneras depende de aquellos principios; y no sé otro remedio a esa dificultad que el buscar algunas experiencias, que sean tales que no se produzca del mismo modo el efecto, si la explicación que hay que dar es esta o si es aquella otra. Además, a tal punto he llegado ya, que veo bastante bien, a mi parecer, el rodeo que hay que tomar, para hacer la mayor parte de las experiencias que pueden servir para esos efectos; pero también veo que son tantas y tales, que ni mis manos ni mis rentas, aunque tuviese mil veces más de lo que tengo, bastarían a todas; de suerte que, según tenga en adelante comodidad para hacer más o menos, así también adelantaré más o menos en el conocimiento de la naturaleza; todo lo cual pensaba dar a conocer, en el tratado que había escrito, mostrando tan claramente la utilidad que el público puede obtener, que obligase a cuantos desean en general el bien de los hombres, es decir, a cuantos son virtuosos efectivamente y no por apariencia falsa y mera opinión, a comunicarme las experiencias que ellos hubieran hecho y a ayudarme en la investigación de las que aun me quedan por hacer.

Pero de entonces acá, hánseme ocurrido otras razones que me han hecho cambiar de opinión y pensar que debía en verdad seguir escribiendo cuantas cosas juzgara de alguna importancia, conforme fuera descubriendo su verdad, poniendo en ello el mismo cuidado que si las tuviera que imprimir, no sólo porque así disponía de mayor espacio para examinarlas bien, pues sin duda, mira uno con más atención lo que piensa que otros han de examinar, que lo que hace para sí solo (y muchas cosas que me han parecido verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, he conocido luego que son falsas, cuando he ido a estamparlas en el papel), sino también para no perder ocasión de servir al público, si soy en efecto capaz de ello, y porque, si mis escritos valen algo, puedan usarlos como crean más conveniente los que los posean después de mi muerte; pero pensé que no debía en manera alguna consentir que fueran publicados, mientras yo viviera, para que ni las oposiciones y controversias que acaso suscitaran, ni aun la reputación, fuere cual fuere, que me pudieran proporcionar, me dieran ocasión de perder el tiempo que me propongo emplear en instruirme. Pues si bien es cierto que todo hombre está obligado a procurar el bien de los demás, en cuanto puede, y que propiamente no vale nada quien a nadie sirve, sin embargo, también es cierto que nuestros cuidados han de sobrepasar el tiempo presente y que es bueno prescindir de ciertas cosas, que quizá fueran de algún provecho para los que ahora viven, cuando es para hacer otras que han de ser más útiles aun a nuestros nietos. Y, en efecto, es bueno que se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido no es casi nada, en comparación de lo que ignoro y no desconfío de poder aprender; que a los que van descubriendo poco a poco la verdad, en las ciencias, les acontece casi lo mismo que a los que empiezan a enriquecerse, que les cuesta menos trabajo, siendo ya algo ricos, hacer grandes adquisiciones, que antes, cuando eran pobres, recoger pequeñas ganancias. También pueden compararse con los jefes de ejército, que crecen en fuerzas conforme ganan batallas, y necesitan más atención y esfuerzo para mantenerse después de una derrota, que para tomar ciudades y conquistar provincias después de una victoria; que verdaderamente es como dar batallas el tratar de vencer todas las dificultades y errores que nos impiden llegar al conocimiento de la verdad y es como perder una el admitir opiniones falsas acerca de alguna materia un tanto general e importante; y hace falta después mucha más destreza para volver a ponerse en el mismo estado en que se estaba, que para hacer grandes progresos, cuando se poseen ya principios bien asegurados. En lo que a mí respecta, si he logrado hallar algunas verdades en las ciencias (y confío que lo que va en este volumen demostrará que algunas he encontrado), puedo decir que no son sino consecuencias y dependencias de cinco o seis principales dificultades que he resuelto y que considero como otras tantas batallas, en donde he tenido la fortuna de mi lado; y hasta me atreveré a decir que pienso que no necesito ganar sino otras dos o tres como esas, para llegar al término de mis propósitos, y que no es tanta mi edad que no pueda, según el curso ordinario de la naturaleza, disponer aún del tiempo necesario para ese efecto. Pero por eso mismo, tanto más obligado me creo a ahorrar el tiempo que me queda, cuantas mayores esperanzas tengo de poderlo emplear bien; y sobrevendrían, sin duda, muchas ocasiones de perderlo si publicase los fundamentos de mi física; pues aun cuando son tan evidentes todos, que basta entenderlos para creerlos, y no hay uno solo del que no pueda dar demostraciones, sin embargo, como es imposible que concuerden con todas las varias opiniones de los demás hombres, preveo que suscitarían oposiciones, que me distraerían no poco de mi labor.

Puede objetarse a esto diciendo que esas oposiciones serían útiles, no sólo porque me darían a conocer mis propias faltas, sino también porque, de haber en mí algo bueno, los demás hombres adquirirían por ese medio una mejor inteligencia de mis opiniones; y como muchos ven más que uno solo, si comenzaren desde luego a hacer uso de mis principios, me ayudarían también con sus invenciones. Pero aun cuando me conozco como muy expuesto a errar, hasta el punto de no fiarme casi nunca de los primeros pensamientos que se me ocurren, sin embargo, la experiencia que tengo de las objeciones que pueden hacerme, me quita la esperanza de obtener de ellas algún provecho; pues ya muchas veces he podido examinar los juicios ajenos, tanto los pronunciados por quienes he considerado como amigos míos, como los emitidos por otros, a quienes yo pensaba ser indiferente, y hasta los de algunos, cuya malignidad y envidia sabía yo que habían de procurar descubrir lo que el afecto de mis amigos no hubiera conseguido ver; pero rara vez ha sucedido que me hayan objetado algo enteramente imprevisto por mí, a no ser alguna cosa muy alejada de mi asunto; de suerte que casi nunca he encontrado un censor de mis opiniones que no me pareciese o menos severo o menos equitativo que yo mismo. Y tampoco he notado nunca que las disputas que suelen practicarse en las escuelas sirvan para descubrir una verdad antes ignorada; pues esforzándose cada cual por vencer a su adversario, más se ejercita en abonar la verosimilitud que en pesar las razones de una y otra parte; y los que han sido durante largo tiempo buenos abogados, no por eso son luego mejores jueces.

En cuanto a la utilidad que sacaran los demás de la comunicación de mis pensamientos, tampoco podría ser muy grande, ya que aun no los he desenvuelto hasta tal punto, que no sea preciso añadirles mucho, antes de ponerlos en práctica. Y creo que, sin vanidad, puedo decir que si alguien hay capaz de desarrollarlos, he de ser yo mejor que otro cualquiera, y no porque no pueda haber en el mundo otros ingenios mejores que el mío, sin comparación, sino porque el que aprende de otro una cosa, no es posible que la conciba y la haga suya tan plenamente como el que la inventa. Y tan cierto es ello en esta materia, que habiendo yo explicado muchas veces algunas opiniones mías a personas de muy buen ingenio, parecían entenderlas muy distintamente, mientras yo hablaba, y, sin embargo, cuando luego las han repetido, he notado que casi siempre las han alterado de tal suerte que ya no podía yo reconocerlas por mías. Aprovecho esta ocasión para rogar a nuestros descendientes que no crean nunca que proceden de mí las cosas que les digan otros, si no es que yo mismo las haya divulgado; y no me asombro en modo alguno de esas extravagancias que se atribuyen a los antiguos filósofos, cuyos escritos no poseemos, ni juzgo por ellas que hayan sido sus pensamientos tan desatinados, puesto que aquellos hombres fueron los mejores ingenios de su tiempo; sólo pienso que sus opiniones han sido mal referidas. Asimismo vemos que casi nunca ha ocurrido que uno de los que siguieron las doctrinas de esos grandes ingenios haya superado al maestro; y tengo por seguro que los que con mayor ahínco siguen hoy a Aristóteles, se estimarían dichosos de poseer tanto conocimiento de la naturaleza como tuvo él, aunque hubieran de someterse a la condición de no adquirir nunca más amplio saber. Son como la yedra, que no puede subir más alto que los árboles en que se enreda y muchas veces desciende, después de haber llegado hasta la copa; pues me parece que también los que siguen una doctrina ajena descienden, es decir, se tornan en cierto modo menos sabios que si se abstuvieran de estudiar; los tales, no contentos con saber todo lo que su autor explica inteligiblemente, quieren además encontrar en él la solución de varias dificultades, de las cuales no habla y en las cuales acaso no pensó nunca. Sin embargo, es comodísima esa manera de filosofar, para quienes poseen ingenios muy medianos, pues la oscuridad de las distinciones y principios de que usan, les permite hablar de todo con tanta audacia como si lo supieran, y mantener todo cuanto dicen contra los más hábiles y los más sutiles, sin que haya medio de convencerles; en lo cual parécenme semejar a un ciego que, para pelear sin desventaja contra uno que ve, le hubiera llevado a alguna profunda y oscurísima cueva; y puedo decir que esos tales tienen interés en que yo no publique los principios de mi filosofía, pues siendo, como son, muy sencillos y evidentes, publicarlos sería como abrir ventanas y dar luz a esa cueva adonde han ido a pelear. Mas tampoco los ingenios mejores han de tener ocasión de desear conocerlos, pues si lo que quieren es saber hablar de todo y cobrar fama de doctos, lo conseguirán más fácilmente contentándose con lo verosímil, que sin gran trabajo puede hallarse en todos los asuntos, que buscando la verdad, que no se descubre sino poco a poco en algunas materias y que, cuando es llegada la ocasión de hablar de otros temas, nos obliga a confesar francamente que los ignoramos. Pero si estiman que una verdad pequeña es preferible a la vanidad de parecer saberlo todo, como, sin duda, es efectivamente preferible, y si lo que quieren es proseguir un intento semejante al mío, no necesitan para ello que yo les diga más de lo que en este discurso llevo dicho; pues si son capaces de continuar mi obra, tanto más lo serán de encontrar por sí mismos todo cuanto pienso yo que he encontrado, sin contar con que, habiendo yo seguido siempre mis investigaciones ordenadamente, es seguro que lo que me queda por descubrir es de suyo más difícil y oculto que lo que he podido anteriormente encontrar y, por tanto, mucho menos gusto hallarían en saberlo por mí, que en indagarlo solos; y además, la costumbre que adquirirán buscando primero cosas fáciles y pasando poco a poco a otras más difíciles, les servirá mucho mejor que todas mis instrucciones. Yo mismo estoy persuadido de que si, en mi mocedad, me hubiesen enseñado todas las verdades cuyas demostraciones he buscado luego y no me hubiese costado trabajo alguno el aprenderlas, quizá no supiera hoy ninguna otra cosa, o por lo menos nunca hubiera adquirido la costumbre y facilidad que creo tener de encontrar otras nuevas, conforme me aplico a buscarlas. Y, en suma, si hay en el mundo una labor que no pueda nadie rematar tan bien como el que la empezó, es ciertamente la que me ocupa.

Verdad es que en lo que se refiere a las experiencias que pueden servir para ese trabajo, no basta un hombre solo a hacerlas todas; pero tampoco ese hombre podrá emplear con utilidad ajenas manos, como no sean las de artesanos u otras gentes, a quienes pueda pagar, pues la esperanza de una buena paga, que es eficacísimo medio, hará que esos operarios cumplan exactamente sus prescripciones. Los que voluntariamente, por curiosidad o deseo de aprender, se ofrecieran a ayudarle, además de que suelen, por lo común, ser más prontos en prometer que en cumplir y no hacen sino bellas proposiciones, nunca realizadas, querrían infaliblemente recibir, en cambio, algunas explicaciones de ciertas dificultades, o por lo menos obtener halagos y conversaciones inútiles, las cuales, por corto que fuera el tiempo empleado en ellas, representarían, al fin y al cabo, una positiva pérdida. Y en cuanto a las experiencias que hayan hecho ya los demás, aun cuando se las quisieren comunicar -cosa que no harán nunca quienes les dan el nombre de secretos-, son las más de entre ellas compuestas de tantas circunstancias o ingredientes superfluos, que le costaría no pequeño trabajo descifrar lo que haya en ellas de verdadero; y, además, las hallaría casi todas tan mal explicadas e incluso tan falsas, debido a que sus autores han procurado que parezcan conformes con sus principios, que, de haber algunas que pudieran servir, no valdrían desde luego el tiempo que tendría que gastar en seleccionarlas. De suerte que si en el mundo hubiese un hombre de quien se supiera con seguridad que es capaz de encontrar las mayores cosas y las más útiles para el público y, por este motivo, los demás hombres se esforzasen por todas las maneras en ayudarle a realizar sus designios, no veo que pudiesen hacer por él nada más sino contribuir a sufragar los gastos de las experiencias, que fueren precisas, y, por lo demás, impedir que vinieran importunos a estorbar sus ocios laboriosos. Mas sin contar con que no soy yo tan presumido que vaya a prometer cosas extraordinarias, ni tan repleto de vanidosos pensamientos que vaya a figurarme que el público ha de interesarse mucho por mis propósitos, no tengo tampoco tan rebajada el alma, como para aceptar de nadie un favor que pudiera creerse que no he merecido.

Todas estas consideraciones juntas fueron causa de que no quise, hace tres años, divulgar el tratado que tenía entre manos, y aun resolví no publicar durante mi vida ningún otro de índole tan general, que por él pudieran entenderse los fundamentos de mi física. Pero de entonces acá han venido otras dos razones a obligarme a poner en este libro algunos ensayos particulares y a dar alguna cuenta al público de mis acciones y de mis designios; y es la primera que, de no hacerlo, algunos que han sabido que tuve la intención de imprimir ciertos escritos, podrían acaso figurarse que los motivos, por los cuales me he abstenido, son de índole que menoscaba mi persona; pues, aun cuando no siento un excesivo amor por la gloria y hasta me atrevo a decir que la odio, en cuanto que la juzgo contraria a la quietud, que es lo que más aprecio, sin embargo, tampoco he hecho nunca nada por ocultar mis actos, como si fueran crímenes, ni he tomado muchas precauciones para permanecer desconocido, no sólo porque creyera de ese modo dañarme a mí mismo, sino también porque ello habría provocado en mí cierta especie de inquietud, que hubiera venido a perturbar la perfecta tranquilidad de espíritu que busco; y así, habiendo siempre permanecido indiferente entre el cuidado de ser conocido y el de no serlo, no he podido impedir cierta especie de reputación que he adquirido, por lo cual he pensado que debía hacer por mi parte lo que pudiera, para evitar al menos que esa fama sea mala. La segunda razón, que me ha obligado a escribir esto, es que veo cada día cómo se retrasa más y más el propósito que he concebido de instruirme, a causa de una infinidad de experiencias que me son precisas y que no puedo hacer sin ayuda ajena, y aunque no me precio de valer tanto como para esperar que el público tome mucha parte en mis intereses, sin embargo, tampoco quiero faltar a lo que me debo a mí mismo, dando ocasión a que los que me sobrevivan puedan algún día hacerme el cargo de que hubiera podido dejar acabadas muchas mejores cosas, si no hubiese prescindido demasiado de darles a entender cómo y en qué podían ellos contribuir. a mis designios.

Y he pensado que era fácil elegir algunas materias que, sin provocar grandes controversias, ni obligarme a declarar mis principios más detenidamente de lo que deseo, no dejaran de mostrar con bastante claridad lo que soy o no soy capaz de hacer en las ciencias. En lo cual no puedo decir si he tenido buen éxito, pues no quiero salir al encuentro de los juicios de nadie, hablando yo mismo de mis escritos; pero me agradaría mucho que fuesen examinados y, para dar más amplia ocasión de hacerlo, ruego a quienes tengan objeciones que formular, que se tomen la molestia de enviarlas a mi librero, quien me las transmitirá, y procuraré dar respuesta que pueda publicarse con las objeciones; de este modo, los lectores, viendo juntas unas y otras, juzgarán más cómodamente acerca de la verdad, pues prometo que mis respuestas no serán largas y me limitaré a confesar mis faltas francamente, si las conozco y, si no puedo apercibirlas, diré sencillamente lo que crea necesario para la defensa de mis escritos, sin añadir la explicación de ningún asunto nuevo, a fin de no involucrar indefinidamente uno en otro.

Si alguna de las cosas de que hablo al principio de la Dióptrica y de los Meteoros producen extrañeza, porque las llamo suposiciones y no parezco dispuesto a probarlas, téngase la paciencia de leerlo todo atentamente, y confío en que se hallará satisfacción; pues me parece que las razones se enlazan unas con otras de tal suerte que, como las últimas están demostradas por las primeras, que son sus causas, estas primeras a su vez lo están por las últimas, que son sus efectos. Y no se imagine que en esto cometo la falta que los lógicos llaman círculo, pues como la experiencia muestra que son muy ciertos la mayor parte de esos efectos, las causas de donde los deduzco sirven más que para probarlos, para explicarlos, y, en cambio, esas causas quedan probadas por estos efectos. Y si las he llamado suposiciones, es para que se sepa que pienso poder deducirlas de las primeras verdades que he explicado en este discurso; pero he querido expresamente no hacerlo, para impedir que ciertos ingenios, que con solo oír dos o tres palabras se imaginan que saben en un día lo que otro ha estado veinte años pensando, y que son tanto más propensos a errar e incapaces de averiguar la verdad, cuanto más penetrantes y ágiles, no aprovechen la ocasión para edificar alguna extravagante filosofía sobre los que creyeren ser mis principios, y luego se me atribuya a mí la culpa; que por lo que toca a las opiniones enteramente mías, no las excuso por nuevas, pues si se consideran bien las razones que las abonan, estoy seguro de que parecerán tan sencillas y tan conformes con el sentido común, que serán tenidas por menos extraordinarias y extrañas que cualesquiera otras que puedan sustentarse acerca de los mismos asuntos; y no me precio tampoco de ser el primer inventor de ninguna de ellas, sino solamente de no haberlas admitido, ni porque las dijeran otros, ni porque no las dijeran, sino sólo porque la razón me convenció de su verdad.

Si los artesanos no pueden en buen tiempo ejecutar el invento que explico en la Dióptrica, no creo que pueda decirse por eso que es malo; pues, como se requiere mucha destreza y costumbre para hacer y encajar las máquinas que he descrito, sin que les falte ninguna circunstancia, tan extraño sería que diesen con ello a la primera vez, como si alguien consiguiese aprender en un día a tocar el laúd, de modo excelente, con solo haber estudiado un buen papel pautado. Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país, en lugar de hacerlo en latín, que es el idioma empleado por mis preceptores, es porque espero que los que hagan uso de su pura razón natural, juzgarán mejor mis opiniones que los que sólo creen en los libros antiguos; y en cuanto a los que unen el buen sentido con el estudio, únicos que deseo sean mis jueces, no serán seguramente tan parciales en favor del latín, que se nieguen a oír mis razones, por ir explicadas en lengua vulgar.

Por lo demás, no quiero hablar aquí particularmente de los progresos que espero realizar más adelante en las ciencias ni comprometerme con el público, prometiéndole cosas que no esté seguro de cumplir; pero diré tan sólo que he resuelto emplear el tiempo que me queda de vida en procurar adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que sea tal, que se puedan derivar para la medicina reglas más seguras que las hasta hoy usadas, y que mi inclinación me aparta con tanta fuerza de cualesquiera otros designios, sobre todo de los que no pueden servir a unos, sin dañar a otros, que si algunas circunstancias me constriñesen a entrar en ellos, creo que no sería capaz de llevarlos a buen término. Esta declaración que aquí hago bien sé que no ha de servir a hacerme considerable en el mundo; mas no tengo ninguna gana de serlo y siempre me consideraré más obligado con los que me hagan la merced de ayudarme a gozar de mis ocios, sin tropiezo, que con los que me ofrezcan los más honrosos empleos del mundo.

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