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SEGUNDA PARTE
Desesperación y pecado
LIBRO CUARTO
LA DESESPERACIÓN ES EL PECADO
Se peca cuando, ante Dios o con la idea de Dios, desesperado, no se quiere ser uno mismo, o se quiere serlo. El pecado es así debilidad o desafío, llevados a la suprema potencia; el pecado es pues condensación de desesperación. El acento recae aquí sobre estar ante Dios, o tener la idea de Dios; lo que hace del pecado lo que los juristas llaman desesperación calificada; su naturaleza dialéctica, ética, religiosa, es la idea de Dios.
Aunque esta segunda parte no sea el lugar ni el momento, sobre todo este Libro Cuarto, de una descripción psicológica, digamos aquí sin embargo que los confines más dialécticos de la desesperación y el pecado son lo que podría llamarse una existencia de poeta con orientación religiosa, existencia no sin puntos comunes con la desesperación de la resignación, pero sin que en ella falte la idea de Dios. Ateniéndose a las categorías de la estética, es esa la más alta imagen de una vida de poeta. Pero (no obstante toda estética), esa vida es siempre pecado para el cristiano, el pecado de soñar en lugar de ser, de no tener más que una relación estética de imaginación con el bien y la verdad, en lugar de una relación real, en lugar del esfuerzo por crear una por su vida misma. La diferencia entre esa vida de poeta y la desesperación, es la presencia en ella de la idea de Dios, su conciencia de estar ante Dios; pero intensamente dialéctica. es como un desorden impenetrable desde el momento en que se pregunta si ella tiene oscuramente conciencia de ser pecado. Una profunda necesidad religiosa puede hallarse en ese poeta y la idea de Dios entrar conscientemente en su desesperación. En su secreto suplicio. Dios, a quien ama por encima de todo. únicamente le consuela y sin embargo, ama ese suplicio y no desearía renunciar a él. Estar ante Dios es su mayor deseo, salvo en ese punto fijo en el cual sufre su yo; allí ese desesperado no quiere ser él mismo; cuenta con la eternidad para quitárselo, pero aquí abajo, a pesar de todo su sufrimiento, adoptarlo, humillarse bajo su peso, como hace el creyente, él no puede resolverse a hacerlo. Empero su relación con Dios, su única celeste alegría, no cesa; para él, el peor horror sería tener que pasárselas sin ella, entonces valdría más desesperar, permitiéndose en el fondo, inconscientemente quizá, soñar con Dios de un modo un poco distinto de lo que es, un poco más como un padre enternecido que cede demasiado al único deseo de su hijo. Como el poeta nacido de un amor desgraciado canta en bienaventurado la felicidad del amor, el nuestro igualmente se hace el chantre del sentimiento religioso. Su religiosidad búrlase de su desgracia; presiente, adivina que la exigencia de Dios es que abandone ese tormento, que se humille a su peso a imitación del creyente y que lo acepte como una parte de su yo, pues al querer mantenerlo a distancia de sí mismo, lo retiene, aunque piense (verdad al revés, como todo lo que dice un desesperado y por lo tanto inteligible dándole vuelta) que así se separará de ese tormento lo mejor posible. abandonándolo tanto como puede hacerlo un hombre. Pero adoptarlo a igual que el creyente ... Es impotente para ello, es decir que, en suma, él se niega o, más bien, su yo se pierde aquí en las tinieblas. Pero como las descripciones de amor del poeta, la que él hace de la religión tiene un encanto, un vuelo lírico que nunca alcanzan ni maridos, ni pastores. Pues lo que dice tampoco tiene falsedad y, por el contrario, su pintura, su relato, son precisamente lo mejor de él mismo. Ama a la religión como amante desventurado, sin serIo en el sentido estricto del creyente; de la fe no tiene más que el primer elemento, la desesperación; y en esta desesperación, una ardiente nostalgia de la religión. Su conflicto, en el rondo, es éste: ¿es él el llamado? ¿Es el signo de una misión extraordinaria la espina en su carne y, si está destinado a ella, ha llegado a serlo ante Dios regularmente? ¿O traduce la espina en la carne que él debe humillarse a su peso para reingresar entre el común de los hombres? Pero bastante hemos hablado de esto; no tengo el derecho de decir sin mentir: ¿a quién hablo? Estas investigaciones psicológicas a la enésima potencia ¿a quién preocupan? Todas las fantasías populares de los pastores dan menos dolor de cabeza para comprenderlas, aprehenden la semejanza de las gentes para engañarse con ella, pues, como en su mayoría las gentes, es decir en lo espiritual, es nada.
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