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APÉNDICE
LA DEFINICIÓN DEL PECADO IMPLICA LA POSIBILIDAD DEL ESCÁNDALO; OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE EL ESCÁNDALO
Esta oposición del pecado y de la fe domina en el cristianismo y transforma, cristianizándolos, todos los conceptos éticos, que así reciben un relieve más profundo. Esta oposición se basa en el criterio soberano del cristianismo: si está o no en presencia de Dios, criterio que implica otro, a su vez decisivo del cristianismo: la absurdidad, la paradoja, la posibilidad del escándalo. La presencia de su criterio es de extremada importancia cada vez que se quiera definir al cristianismo, puesto que es el escándalo el que protege al cristianismo contra toda especulación. ¿Dónde se encuentra aquí pues la posibilidad del escándalo? Pero en este punto, primero, la realidad del hombre debería ser o existir como Aislado en presencia de Dios; y en el segundo punto, consecuencia del primero, su pecado debería ocupar a Dios. Ese diálogo entre el Aislado y Dios no entrará nunca en el cerebro de los filósofos; ellos no hacen más que universalizar imaginariamente los individuos en la especie. También es esto lo que ha hecho inventar para un cristianismo incrédulo, que el pecado no es más que el recado, sin que estar o no en presencia de Dios agregue o quite nada al asunto. En resumen, se quería eliminar el criterio: en presencia de Dios, inventando para este fin una sabiduría superior que, en suma, se reducía bastante curiosamente a lo que de ordinario es la sabiduría superior, al viejo paganismo.
¿Cuántas veces no se ha repetido de que se escandalizaba la gente del cristianismo a causa de sus sombrías tinieblas, de su austeridad, etc.? ... ¿No es ya tiempo de explicar que si los hombres se escandalizan ante él, en el fondo se debe a que es demasiado elevado, o que su medida no es la del hombre, de quien quiere hacer un ser extraordinario, a que el hombre ya no puede comprenderlo? También esto aclarará una simple exposición psicológica de lo que es el escándalo, que además demostrará toda la absurdidad de una defensa del cristianismo en la cual se suprimiera el escándalo; que mostrará toda la estupidez o la desvergüenza de haber ignorado los preceptos mismos del Cristo, sus tan frecuentes y diligentes advertencias contra el escándalo, cuando nos indica él mismo su posibilidad y necesidad; pues desde el momento en que la posibilidad ya no es necesaria, desde el momento en que ella deja de ser una parte eterna y esencial del cristianismo, el Cristo cae en el contrasentido humano de pasear de ese modo inquietante sus vanas advertencias contra el, en lugar de suprimirlo.
Imaginemos a un pobre jornalero y al emperador más poderoso del mundo y que éste potentado de pronto tenga el capricho de enviar a buscar al primero, quien nunca pudo soñar en semejante hecho y cuyo corazón jamás se hubiera atrevido a concebir que el emperador supiera de su existencia, quien habría considerado como una felicidad sin nombre la posibilidad, aunque sólo fuese en una oportunidad, de ver al emperador, cosa que hubiese contado a sus hijos y nietos como el mayor acontecimiento de su vida. Supongamos pues, que el emperador lo enviara a buscar y que le hiciese saber que deseaba tenerlo por yerno. ¿Qué sucedería? Entonces el jornalero, como todos los hombres, sentiríase un poco o muy embarazado, confundido, molesto y la cosa le parecería (y es este el aspecto humano) humanamente muy extraña, insensata; no se atrevería a decir una palabra a nadie, sintiéndose él mismo inclinado, en su fuero íntimo, a esa explicación, de la cual ni uno solo de sus vecinos no trataría de apoderarse: el emperador querría burlarse de él, toda la ciudad se reiría, los diarios harían su caricatura y las comadres venderían una canción de sus esponsales con la hija del príncipe. Pero, ¿acaso llegar a ser yerno del emperador no era sin embargo una realidad inminente, visible? y el jornalero entonces podría asegurarse mediante todos sus sentidos hasta dónde la cosa era seria en el emperador; o si sólo pensaba burlarse del pobre diablo, hacer su desgracia para el resto de sus días y ayudarlo a terminar en un manicomio; pues hay aquí un quid nimis que muy fácilmente puede convertirse en su contrario. Un pequeño síntoma de favor hubiera podido comprenderlo el jornalero y la ciudad lo habría hallado plausible, y todo el respetable público bien educado y todas las vendedoras de canciones, en resumen, las cinco veces 100.000 almas de ese gran burgo, una ciudad muy grande sin duda por el número de sus habitantes, pero casi una villa pequeña en cuanto a su capacidad de comprender y de apreciar lo extraordinario. Pero eso, casarse con la hija del emperador, a pesar de todo, era exagerado. Y supongamos ahora una realidad, interior y no exterior, por lo tanto sin nada de material, para llevar al jornalero a una cierta certidumbre, si es que no únicamente a la sola fe, y de la cual dependiera todo. Tendría una valentía bastante humilde para atreverse a creer en ello (un coraje sin humildad, en efecto, nunca ayuda a creer): y este coraje, ¿cuántos jornaleros entonces lo tendrían? Pero aquel que no lo tuviera se escandalizaría esa cosa extraordinaria casi le haría el efecto de una burla personal. Acaso confesaría entonces ingenuamente: He aquí cosas demasiado elevadas para mí y que no pueden entrarme en la cabeza; para decirlo sin rodeos, esto me parece una locura.
¡Y el cristianismo entonces! La lección que enseña a que ese individuo, como todo individuo -por lo demás no importa quien, marido, esposa, criada, ministro, comerciante, barbero, rata de biblioteca, etc.-, es que ese individuo existe en presencia de Dios. que ese individuo, que quizás estaría orgulloso de haber hablado por lo menos una vez en su vida con el rey, ese mismo hombre que ya sería alguien para entablar amistad con tal o cual, ese hombre está en presencia de Dios, puede hablar con Dios cuando quiere, con la seguridad de ser escuchado siempre que hable, ¿y es a él a quien se ofrece vivir en la intimidad de Dios! Incluso más aún: es por ese hombre, también, para quien Dios ha venido al mundo, se ha dejado encarnar, ha sufrido y murió; y es ese Dios de sufrimiento quien casi le ruega y le suplica que quiera aceptar ese socorro, ¡que es una ofrenda! En verdad si algo existe en el mundo capaz de hacer perder la razón, ¿no es eso precisamente? Quien no se atreva a creerlo, por carencia de humilde coraje, se escandaliza. Pero si se escandaliza, es que la cosa es demasiado elevada para él, que ella no puede entrar en la cabeza, que él aquí no puede hablar con franqueza y he aquí por qué le es necesario hacerla a un lado, convertirla en la nada, en una locura, en una estupidez, tal es el peso con que parece ahogarle.
¿Pues qué es el escándalo? Admiración desgraciada, emparentada pues con la envidia, pero con una envidia que se dirige contra nosotros mismos y más aún, que contra nada se encarniza tanto como contra ella misma. En su mezquindad, el hombre natural es incapaz de otorgarse lo extraordinario que Dios le destinaba: por eso se escandaliza.
El escándalo varía según la pasión que el hombre ponga en admirar. Más prosaicas, las naturalezas sin imaginación ni pasión, sin gran aptitud, pues para admirar, indudablemente se escandalizan, pero limitándose a decir: Son cosas que no me entran en la cabeza, por eso las hago a un lado. Así hablan los escépticos. Pero cuanta más pasión e imaginación tiene un hombre, más se aproxima en un sentido a la fe, es decir a la posibilidad de creer; siempre sin embargo que se humille de adoración ante lo extraordinario; mas el escándalo se vuelve apasionadamente contra ese extraordinario, hasta pretender finalmente nada menos que extirparlo, aniquilarlo y pisotearlo en el Iodo.
La verdadera ciencia del escándalo no se aprende sino estudiando la envidia humana, un estudio fuera de programa, pero que a pesar de todo he hecho y a fondo, de lo cual me congratulo. La envidia es una admiración que se disimula. El admirador que siente la imposibilidad de experimentar felicidad cediendo a su admiración, toma el partido de envidiar. Entonces emplea un lenguaje muy distinto, en el cual ahora lo que en el fondo admira ya no cuenta, no es más que insípida estupidez, rareza, extravagancia. La admiración es un feliz abandono de uno mismo; la envidia una desgraciada reivindicación del yo.
De igual modo el escándalo: pues aquello que de hombre a hombre es admiración-envidia, llega a ser del hombre a Dios adoración-escándalo. La summa summarum de toda sabiduría humana es ese ne quid minis, que no es oro sino un dorado: el exceso o su falta no echa a perder todo. Esta mercancía pasa de mano en mano como una sabiduría, se la paga con admiración: su curso ignora las fluctuaciones, pues toda la humanidad garantiza su valor. Si entonces aparece un genio superando un poco a mediocridad, los sabios lo declaran ... loco. Pero el cristianismo; salta con paso de gigante más allá del ned quid nimes, a el absurdo; de allí parte ... y parte el escándalo.
Ahora se ve toda la extraordinaria estupidez (si no obstante hay que dejarle lo extraordinario) de negárselo al cristianismo; el lamentable conocimiento del hombre que así se revela, y como esa táctica, aun cuando inconsciente, liga en parte a ocultas con el escándalo, haciendo del cristianismo algo tan lamentable, que al fin haya que presentar un alegato para salvarlo. Tan cierto es decir que el primer inventor, en la cristiandad, de una defensa del cristianismo es de hecho otro Judas: también él traiciona con un beso, pero con el beso de la estupidez. Pleitear siempre. Supongamos que alguien que posee un depósito lleno de oro quisiera dar todos sus ducados a los pobres. Pero si al mismo tiempo tiene la estupidez de comenzar su empresa caritativa con un alegato, demostrando en tres puntos todo lo que ella posee de defendible, no habrá necesidad de que las gentes pongan en duda de si hace un bien. ¿Pero, y el cristianismo entonces? Declaro incrédulo a quien lo defienda. Si cree, el entusiasmo de su fe nunca es una defensa; siempre es un ataque, una victoria; un creyente es un vencedor.
Tal cosa sucede con el cristianismo y el escándalo. De este modo lo posible del escándalo está presente en la definición cristiana del pecado. Esta en él: en presencia de Dios. Un pagano, un hombre natural reconocerían de buen grado la existencia del pecado, pero ese: en presencia de Dios, sin el cual en el fondo no existe el pecado, es para ellos aún demasiado. A sus ojos, es darle demasiada importancia a la existencia humana (aun cuando de otra manera que aquí); con un poco menos, también lo admitirían de buen grado ... pero el demasiado es siempre demasiado.
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