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Capítulo II
EL PECADO DE DESESPERAR EN CUANTO A LA REMISIÓN DE LOS PECADOS (EL ESCÁNDALO)
Aquí la conciencia del yo se eleva a mayor potencia por el conocimiento de Cristo; aquí el yo está en presencia del Cristo. Después del hombre ignorando su yo eterno y luego del hombre consciente de un yo teniendo algún rasgo eterno (en la primera parte), se ha mostrado (pasando a la segunda parte) que ellos se reducían al yo lleno de una idea humana de sí mismo y comportando en sí su propia medida. A esto se oponía el yo en presencia de Dios, base misma de la definición del pecado.
He aquí ahora a un yo en presencia del Cristo, un yo que, incluso aquí, desesperado, no quiere ser él mismo o quiere serlo. Desesperar en cuanto a la remisión de los pecados es reducirlo, en efecto, a una u otra fórmula de la desesperación: desesperación-debilidad o desesperación-desafío: el primero no se atreve a creer por escándalo y el segundo se niega a hacerlo. Pero aquí debilidad o desafío (puesto que no se trata siempre de ser uno mismo, sino uno mismo en tanto que pecador y, por lo tanto, a título de su imperfección), son precisamente lo contrario de lo que tienen por costumbre ser. Es debilidad de costumbre la desesperación en la cual no se quiere ser uno mismo pero, aquí sucede lo contrario; puesto que es, en efecto, el desafío de negarse a ser lo que se es, un pecador, y valerse de ello para pasárselas sin la remisión de los pecados. Es desafío de costumbre la desesperación en la cual se quiere ser uno mismo, pero aquí sucede lo contrario; se es débil queriendo por desesperación ser uno mismo, queriendo ser pecador hasta el punto de que falte el perdón.
Un yo en presencia del Cristo es un yo elevado a una potencia superior por la inmensa concesión de Dios, la inmensa representación con la cual Dios le ha investido, habiendo querido, también por él, nacer y hacerse hombre, sufrir, morir. Nuestra precedente fórmula del crecimiento del yo, cuando crece la idea de Dios, también vale aquí: cuanto más crece la idea del Cristo, más aumenta el yo. Su cualidad depende de su medida. Dándonos el Cristo por medida, Dios, nos ha testimoniado hasta la evidencia hasta dónde va la inmensa realidad de un yo; pues sólo en el Cristo es cierto que Dios es la medida del hombre, su medida y su fin. Pero con la intensidad del yo aumenta la del pecado.
También puede demostrarse, por otro camino, la elevación de intensidad del pecado. Ya se ha visto que el pecado es desesperación; y que su intensidad se eleva por la desesperación del pecado. Pero entonces Dios nos ofrece la reconciliación, perdonándonos nuestras faltas. Sin embargo, el pecador desespera y la expresión de su desesperación aún se profundiza; helo aquí, si se quiere, en contacto con Dios, pero a causa de que está todavía más alejado de él y aún más intensamente sumergido en su falta. El pecador, desesperado de la remisión de los pecados casi parece querer acosar a Dios desde más cerca, pues, ¿acaso no es el tono de un dialogo cuando dice: Mas no los pecados no son perdonados, es una imposibilidad? ¿No se diría que es un cuerpo a cuerpo? Y sin embargo es necesario que el hombre se aleje un paso más de Dios cuando cambia su naturaleza para poder hablarle de ese modo, y para ser escuchado; para luchar así cominus debe ser eminus; ¡tal es la extraña acústica del mundo espiritual, la extravagancia de las leyes que rigen las distancias! Alejado todo lo posible de Dios, el hombre puede hacerle oír ese: ¡No!, que sin embargo quiere a Dios como una especie de viril muerte. El hombre nunca es tan familiar con Dios como cuando está más lejos de el, familiaridad que no puede nacer más que del alejamiento mismo; en la vecindad de Dios, no se puede ser familiar y si se lo es, se encuentra en ello el signo de que se está lejos de él. ¡Tal es la impotencia del hombre en presencia de Dios! La familiaridad con los grandes de la Tierra os hace correr el riesgo de ser arrojado lejos de ellos; pero no se puede ser familiar en relación a Dios más que alejándose de él.
De ordinario, las gentes sólo tienen un falso criterio sobre este pecado (la desesperación sobre la remisión), sobre todo, después que se ha suprimido la moral y que sólo raramente se escucha una sana palabra moral. La estética metafísica reinante os llena de estima y es para ella el signo de una naturaleza profunda vuestra desesperación de la remisión de los pecados, un poco como cuando se quiere ver en las malicias de un niño una prueba de profundidad. Además, reina un bello desorden en el terreno religioso, desde que se ha suprimido de las relaciones del hombre con Dios su único regulador, ese Tú debes, del cual es imposible desprenderse para determinar algo de la existencia religiosa. Triunfando la fantasía, se ha empleado en lugar de la idea de Dios como de un condimento de la importancia humana, para hacerse el importante en presencia de Dios. Igual que en la política, donde se conquista importancia colocándose en la oposición y tanto que, al final, se desea un gobierno, sin duda, para tener, a pesar de todo, algo a lo cual oponerse; de igual modo se terminará por no querer suprimir a Dios ... sólo aun para hincharse de importancia al estar en la oposición. Y todo aquello que antaño se consideraba con horror como manifestaciones de rebelión impía, pasa ahora por genial, por expresión de profundidad. Tú debes creer, se decía antes, claramente, sin sombra de romanticismo; ahora es señal de genio y profundidad decir que uno no puede hacerlo. Tú debes creer en la remisión de los pecados, y como único comentario de este texto, antaño se agregaba: Si no puede hacerlo te advendrá una gran desgracia; pues lo que se debe, se puede; ahora es genialidad y profundidad no poder creer. ¡Hermoso resultado para la cristiandad! ¿Si se silenciara el cristianismo, estarían los hombres tan pagados de sí mismos? No, ciertamente, como además nunca lo estuvieron antes en el paganismo, sino arrastrando así por todas partes a-cristianamente las ideas cristianas, girando su empleo en la peor irreverencia, cuando no se hace un abuso de otra especie, pero no menos desvergonzado. De hecho, ¡qué epígrama resulta el juramento, que, sin embargo, no estaba en las costumbres paganas, y por el contrario se encuentra como en su casa en los labios cristianos! ¡Qué epígrama que mientras los paganos, como con una especie de horror, de temor al misterio, no nombraban muy a menudo más que con gran solemnidad a Dios, entre los cristianos su nombre sea la palabra más corriente en las manifestaciones de todos los días y, sin comparación, la palabra más vacía de contenido, cuyo uso se hace con el menor cuidado, porque ese pobre Dios, en su evidencia (¡el imprudente, el inhábil en haberse manifestado en lugar de mantenerse oculto, como hacen las personas selectas) es, al presente, conocido como el lobo blanco! Por esto es hacerse un insigne servicio ir a veces a la iglesia, lo que también os vale los elogios del pastor, quien os agradece en nombre de Dios el honor de la visita y os adorna con el título de hombre piadoso, a la vez que lanzando un puntapié a quienes nunca hacen a Dios el honor de cruzar su umbral.
El pecado de desesperar de la remisión de los pecados es el escándalo. Los judíos, aquí, tenían gran razón de escandalizarse del Cristo que quería perdonar los pecados. ¡Qué triste dosis de chatura (por lo demás, normal entre nuestros cristianos) se necesita, si no se es creyente do que entonces es creer en la divinidad del Cristo) para no escandalizarse ante un hombre que quiere perdonar los pecados! Y qué dosis de chatura no menos molesta7p para no escandalizarse de que el pecado pueda ser perdonado! Para la razón humana es la peor imposibilidad ... sin que por esto elogie yo la genialidad de no poder creer; pues eso debe ser creído.
Naturalmente, ese pecado no podía cometerlo un pagano. ¡Incluso pudiendo tener (no podía tenerlo, careciendo de la idea de Dios) la idea verdadera del pecado, no hubiera podido ir más allá de la desesperación de su pecado! Y además (y es esta toda la concesión que se puede hacer a la razón y al pensamiento humanos) deberíase trenzar elogios al pagano que realmente llegaba, no a desesperar del mundo ni de sí mismo en sentido amplio, sino de su pecado (1). Para lograrlo, la empresa requiere profundidad de espíritu y supuestos éticos. Ni un solo hombre, en tanto que hombre, puede ir más lejos, y raramente vése a alguien lográndolo. Pero con el cristianismo todo ha cambiado; por lo tanto, cristiano, debes creer en la remisión de los pecados.
Pero, desde este último punto de vista, ¿cuál es el estado de la cristiandad? ¡Y bien! Desespera en el fondo de la remisión de los pecados en el sentido, sin embargo, de que ella aún no conoce incluso su estado. En ella no se ha llegado incluso a la conciencia del pecado, no se reconoce más que la especie de pecado que ya le conoce el paganismo, se vive alegremente y contento, en una seguridad pagana. Pero ya vivir en la cristiandad es superar al paganismo y nuestras gentes llegan hasta enorgullecerse de que su sentimiento de seguridad no sea otra cosa -¡pues cómo lo sería en la cristiandad!- que la conciencia que tienen de la remisión de los pecados, convicción que los pastores refuerzan en sus fieles.
La desgracia esencial de los cristianos actuales es, en el fondo, el cristianismo, el dogma del hombre-dios (pero en sentido cristiano, garantizado por la paradoja y el riesgo del escándalo), que a fuerza de ser predicado y vuelto a predicar ha sido profanado, que una confusión panteísta ha reemplazado (primero en la aristocracia filosófica, luego en la plebe de las calles y encrucijadas) la diferencia de naturaleza entre Dios y el hombre. Ninguna doctrina humana ha aproximado de hecho más que el cristianismo a Dios y el hombre; tampoco ninguna era capaz de hacerlo. Personalmente, Dios es el único en poder hacerlo, ¡pues toda invención de los hombres no es más que un sueño, una ilusión precaria! Pero tampoco ninguna doctrina se ha cuidado tanto de la más atroz de las blasfemias, aquella que, desde que Dios se hizo hombre, consiste en profanar su acto, como si Dios y el hombre no hiciesen más que uno; jamás ninguna doctrina se ha cuidado tanto contra ello como el cristianismo, cuya defensa es el escándalo. ¡Desgracia a esos blandos discurseadores, a esos pensadores ligeros, desgracia! ¡Desgracia a su secuela de discípulos y turiferarios!
Se quiere orden en la vida; -¿y no es esto lo que Dios quiere ya que no es un dios de desorden?-; que se quiera hacer ante todo de cada hombre un aislado. Desde el momento en que se deja que los hombres formen rebaño en aquello que Aristóteles llama una categoría animal: la multitud; luego desde que esta abstracción (que no obstante es algo menos que nada, menos que el menor individuo) es considerada como algo: entonces se necesita muy poco tiempo para que se la divinice. ¡Entonces! Entonces se llega philosophice a despedazar el dogma del hombre-dios. Como la muchedumbre ha sabido imponerla, en diferentes paises, a los reyes, y la prensa a los ministros, así se descubre al fin que la suma de todos los hombres, summa summarum, se la impone a Dios. Y he aquí lo que se llama la doctrina del hombre-dios, identificando en ella al hombre con Dios. Claro está que más de un filósofo, después de haberse dedicado a propagar esa doctrina de la preponderancia de la generación sobre el individuo, se ha apartado de ella disgustado, cuando la tal doctrina se entrega a deificar al populacho. Pero esos filósofos olvidan que no obstante es la de ellos, sin ver que no era menos falsa cuando la adoptaba la élite y una capilla de filósofos, que era como la encarnación de la misma.
En pocas palabras, el dogma del hombre-dios ha hecho insolentes a nuestros cristianos. Un poco como si Dios hubiese sido demasiado débil, como si hubiese corrido la misma suerte que el indulgente, pagado con ingratitud por su exceso de concesiones. Es él quien ha inventado el dogma del hombre-dios y he aquí que nuestras gentes, por una desvergonzada inversión de las relaciones, tratan con él sobre un pie de parentesco; así su concesión tiene casi el mismo sentido que en nuestros días el otorgamiento de una Constitución liberal ... y bien se sabe lo que es ¡estaba obligado a ello! ... Casi como si Dios se hallara confundido; y que los malignos tuviesen razón en decirle: Es culpa tuya; ¡la qué entraste en tan buenas relaciones con los hombres! ¿Pues de otro modo quién habría pensado, habría tenido la osadía de pretender esa igualdad entre Dios y el hombre? Pero fuiste Tú quien la proclamó y hoy cosechas lo que has sembrado.
Sin embargo, el cristianismo, desde el comienzo, tomó sus precauciones. Parte de la doctrina del pecado, cuya categoría es la misma de lo individual. El pecado no es objeto de pensamiento especulativo. El individuo, en efecto, siempre está por debajo del concepto: no piensa un individuo, sino solamente su concepto. Por esto nuestros teólogos se precipitan en la doctrina de la preponderancia de la generación sobre el individuo: pues, hacerles reconocer la impotencia del concepto en presencia de lo real, sería pedirles demasiado. Y así como no se piensa un individuo, tampoco se puede pensar un pecador individual; se puede pensar el pecado (que deviene entonces una negación, pero no un pecador, aisladamente. Pero precisamente esto quita toda seriedad al pecado, si uno se limita a pensarlo, pues lo serio es que ustedes y yo somos pecadores; lo serio no es pecado en general, sino el acento puesto sobre el pecador, es decir, sobre el individuo. Con respecto a este último, la especulación, para ser consecuente, debe tener un gran desprecio por el hecho de ser un individuo, es decir, de ser lo que no es pensable; para intentar ocuparse de esto, ella debería decirle: ¿para qué sirve perder el tiempo en tu individualidad? trata, pues, de olvidarla: ser un individuo es no ser nada; pero piensa ... y entonces serás toda la humanidad, cogito ergo sum. ¡Pero si incluso esto fuese mentira!, ¡y que el individuo, la existencia individual, por el contrario, fuesen la cosa suprema! Supongamos que ello no fuera nada. Pero para no cóntradecirse, la especulación debería agregar: ser un pecador particular, ¿qué quiere decir? Esto está por debajo del concepto, no pierdas tu tiempo en esto, etc. ... ¿Y luego qué? En lugar de ser un pecador particular {así como se era invitado, en lugar de ser un individuo, a pensar el concepto de hombre) ¿habría, pues que ponerse a pensar el pecado? ¿Y luego qué? Por azar, pensando el pecado, ¿no se llega a ser el pecado personificado: cogito ergo sum? ¡Hermoso hallazgo! En todo caso no se corre de este modo el riesgo de encarnar el pecado, el ... pecado puro; no dejándose pensar, justamente, este último. Punto que nuestros teólogos mismos debenan concedernos, puesto que el pecado, en efecto, es la prescripción del concepto. Pero para no disputar más e concessis, pasemos a la dificultad principal, muy distinta, por cierto. La especulación olvida que, a propósito del pecado, no se evita la ética que, por su parte, refiérese siempre a lo opuesto de la especulación y progresa en sentido contrario; pues la ética, en lugar de hacer abstracción de la realidad, nos sumerge en ella, y en su esencia está obrar por lo individual, esta categoría tan despreciada por nuestros filósofos. El pecado depende del individuo, es ligereza y pecado nuevo hacer como si nada fuera ser un pecador individual ... cuando uno mismo es ese pecador. Aquí el cristianismo cierra con una señal de la cruz el camino a la filosofía; ésta es tan incapaz de rehuir la dificultad como un velero avanzar contra el viento. Lo serio del pecado es su realidad en el individuo, en ustedes y en mí; la teología hegeliana, obligada a alejarse siempre del individuo, sólo puede hablar del pecado a la ligera. La dialéctica del pecado sigue caminos diametralmente opuestos a los de la especulación.
Ahora bien, de aquí parte el cristianismo, del dogma del pecado y, por lo tanto, del individuo (2). Puede vanagloriarse de haber ensefiado el Hombre-Dios, la semejanza del hombre con Dios; no por ello odia menos todo lo que es familiaridad licenciosa e impertinencia. Por el dogma del pecado, del aislamiento del pecador, Dios y el Cristo han tomado para siempre, y cien veces mejor que un rey, sus precauciones contra todo lo que es pueblo, gens, muchedumbre público, etc. ... idem contra todo pedido de una Constitución más libre. Este bando de abstracciones no existe para Dios; para él, encarnado en su hijo, sólo existen individuos (pecadores) ... Dios, sin embargo, bien puede abarcar con una mirada a la humanidad toda e incluso, por añadidura, cuidar de los gorriones. Y todo Dios es un amigo del orden y a este fin está él mismo presente, y en todas partes y siempre; es la ubicuidad de que el catecismo destaca como uno de sus títulos nominativos, en lo que a veces el espíritu de los hombres piensa vagamente, pero nunca tratando de reflexionarlo sin cesar. Su concepto no es como el del hombre, en el cual lo individual se sitúa como una realidad irreductible: no, el concepto de Dios abarca todo, pues si no Dios no está en él. Pues Dios no se las arregla con una reducción; comprende (comprehendit) la realidad misma, todo lo particular o lo individual; para él, el individuo no es inferior al concepto.
La doctrina del pecado, del pecado individual, del mío, del vuestro, doctrina que dispersa sin retorno la multitud, plantea la diferencia de naturaleza entre Dios y el hombre más firmemente de lo que nunca se ha hecho ... y sólo existe Dios para poderlo; ¿no está el pecado en presencia de Dios?, etcétera. Nada distingue tanto al hombre de Dios como el hecho de ser un pecador, lo que es todo hombre, y de estar en presencia de Dios; esto es, evidentemente, lo que mantiene los contrastes, es decir lo que los retiene (continentur), les evita distenderse y, por ese mantenimiento mismo, la diferencia no estalla sino más, como cuando se yuxtaponen dos colores, opposita juxta se posita magis illucescunt. El pecado es el único predicado del hombre inaplicable a Dios, ni via negationis, ni via eminentiae. Decir de Dios (como se dice que no es finito, lo que, via negationis, significa su infinitud), que no peca, es una blasfemia. Para el pecador que es el hombre, un abismo abierto separa de Dios su naturaleza. Y el mismo abismo, naturalmente, separa a la vez a Dios del hombre, cuando Dios perdona los pecados. Pues si por imposible, una asimilación inversa pudiera transferir lo divino a lo humano, un punto, el perdón de los pecados, haría diferir siempre al hombre de Dios.
Aquí culmina el escándalo, que ha querido ese mismo dogma, que nos ha enseñado la semejanza de Dios y del hombre.
Pero por el escándalo estalla ante todo la subjetividad, el individuo. Sin duda el escándalo sin escandalizarse es un poco menos que imposible de concebir, como un concierto de flauta sin flautista; pero incluso un filósofo me reconocería la irrealidad, más aún que del amor, del concepto del escándalo y de que no se hace real más que cada vez que hay alguien, que hay un individuo para escandalizarse.
Por lo tanto, el escándalo está ligado al individuo. De aquí parte el cristianismo; hace de cada hombre un individuo, un pecador particular; luego reúne (y Dios se mantiene allí) todo lo que puede encontrarse de posibilidad de escándalo entre el cielo y la Tierra: he aquí el cristianismo. Ordena entonces a cada uno de nosotros que crea, es decir que nos dice: escandalízate o cree. Ni una palabra de más; es todo. Ahora he hablado -dice Dios en los cielos-, volveremos a hablar en la eternidad. Hasta entonces, depende de ti que hagas lo que puedas, pero el Juicio te espera.
¡Un juicio! ¡Ah, sí! Bien sabemos, por saber de experiencia, que en un motín de soldados o de marinos, son tantos los culpables que no se puede pensar en el castigo; pero cuando es el público, esa querida y respetable élite, o cuando es el pueblo, no sólo no hay en ello crimen, sino, al decir de los periódicos en los cuales se puede confiar como en el Evangelio y en la Revelación, se trata de la voluntad de Dios. ¿Por qué esta inversión? Porque la idea del juicio no corresponde más que al individuo; no se juzga a masas; es posible masacrarlas, dispersarlas con chorros de agua, halagarlas, en pocas palabras, tratar de cien diversas maneras a la muchedumbre como a un animal, pero juzgarlas a las gentes como a bestias es imposible, pues no se juzga a bestias; cualquiera que sea el número que se juzgue, un juicio que no juzga a las gentes una por una, individualmente (3), no es más que farsa y mentira. Con tantos culpables, la empresa es impracticable; por esto se deja libre a todos, sintiendo perfectamente que es una quimera pensar en un juicio y que son demasiados para ser juzgados, que no se los hará pasar uno a uno, que estaría por encima de nuestras fuerzas y de que por esto hay que renunciar a juzgarlos.
Con todas sus luces, nuestra época, que encuentra inconveniente prestar a Dios formas y sentimientos humanos, no considera de igual modo, sin embargo, al hecho de ver en Dios algo así como un juez, un simple juez de paz o un magistrado militar desbordado por un proceso tan amplio ... y por esto se deduce que será de modo parecido en la eternidad y que por lo tanto es suficiente unirse, asegurarse que los pastores predicarán en el mismo sentido. ¡Y si hubiera uno entre todos para atreverse a hablar en otra forma, uno sólo bastante estúpido como para cargar su vida de tristezas a la vez que de responsabilidad angustiada y temblorosa y perseguir la de los demás! ¡Ea!, por nuestra seguridad hagámosle pasar por loco o, si es necesario, hagámosle morir. Basta que tengamos con nosotros el número, y no es una injusticia. La estupidez o sandez pasada de moda consiste en creer que la mayoría pueda cometer una injusticia; lo que hace es la voluntad de Dios. Esta sabiduría, según nos muestra la experiencia -pues después de todo no somos unos imberbes ingenuos, no hablamos en el aire, sino como hombres sensatos-, es aquella ante la que se inclina, hasta ahora, todo el mundo, emperadores, reyes y ministros; que es ella, hasta ahora, la que nos ha ayudado a encaramar en el poder a todas nuestras criaturas y por esto, ahora le toca a Dios el turno de inclinarse ante ella. Basta estar en mayoría, en gran mayoría, y mantenerse con los codos apretados, lo que nos garantizará el juicio de la eternidad. ¡Oh!, lo tendríamos asegurado, ¡claro está!, si no sucediera que en la eternidad se llega a ser individuo. Pero individuos lo éramos y en presencia de Dios continuamos siéndolo, pues incluso el hombre encerrado en un armario de cristal se siente menos molesto que cada uno de nosotros en su transparencia ante Dios. Es esto la conciencia. Ella dispone todo, de tal suerte, que una relación inmediata sigue a cada una de nuestras faltas y el culpable mismo es su redactor. Pero se la escribe con tinta simpática, que no se hace legible más que a contraluz de la eterna luz, cuando la eternidad revisa las conciencias. En el fondo, entrando en la eternidad, nosotros mismos llevamos y entregamos el sumario minucioso de nuestros menores pecadillos, cometidos u omitidos. La justicia en la eternidad podría hacerla, pues, un niño; en realidad no hay qué hacer para un tercero, estando registrado todo, hasta nuestras más insignificantes palabras. El culpable, en camino de aquí para la eternidad, tiene la misma suerte que aquel asesino que huye en ferrocarril, con toda la velocidad del tren, del lugar del crimen y de ... su crimen mismo; ¡ay!, a lo largo de la línea que lo transporta corre el hilo telegráfico transmisor de su filiación y de la orden de detención para la próxima parada. En ésta penetran en el vagón y ya es prisionero. Por así decirlo, él mismo aporta el desenlace.
El escándalo, por lo tanto, es desesperar de la remisión de las faltas. Y el escándalo eleva el pecado a un grado superior. Generalmente se lo olvida, a causa de no considerar de verdad al escándalo como un pecado y, en lugar de decirlo, se habla de pecados donde no hay lugar para él. Y menos se lo concibe como elevando el pecado a un grado superior. ¿Por qué? Porqué no se opone, como lo quiere el cristianismo, el pecado a la fe, sino a la virtud.
Notas
(1) Se observará que la desesperación del pecado, que nunca deja de ser dialéctica, es entendida aquí como movimiento hacia la fe. Pues no hay que olvidar nunca que esa dialéctica existe (aunque este escrito no trata de la desesperación sino como un mal), por la buena razón de que la desesperación es también el elemento inicial de la fe. Por el contrario, cuando la desesperación del pecado da la espalda a la fe, a Dios, es el nuevo pecado. En la vida espiritual todo es dialéctico. Así el escándalo, como posible abolido, es también un elemento de la fe; pero si da la espalda a la fe, es pecado. Se puede acusar a alguien de que incluso no pueda escandalizarse del cristianismo. Pero formular esta acusación, es hablar del escándalo como de un bien. Y por otra parte, hay que reconocer que el escándalo es pecado.
(2) A menudo se ha abusado de la idea del pecado de la especie humana por no ver que el pecado, aunque común a los hombres, no los engloba a todos en un concepto común, grupo, club o compañía, así como tampoco los muertos forman un club en el cementerio, sino que los dispersa en individuos y mantiene aislados a cada uno como pecador, dispersión que, además, se acuerda con la perfección de la existencia y tiende a ella por finalidad. A causa de no haber visto bien esto, se ha querido que el género humano caído. haya sido rescatado en bloque por el Cristo. Dios ha visto ponerse así una nueva abstracción en los brazos, la cual, en esta cualidad, se pretende su pariente próxima. Máscara hipócrita que no sirve más que a la desvergüenza humana, pues para que el individuo se sienta pariente de Dios (y es ésta la doctrina cristiana), es necesario que sienta en ello a la vez todo su peso en temor y temblor, es necesario que descubra, viejo descubrimiento, el recurso posible del escándalo. Pero si es el rescate global del género humano el que le vale al individuo ese parentesco magnífico, todo se hace demasiado fácil y conviértese en el fondo en profanación. Entonces ya no es el peso inmenso de Dios el que carga y cuya humillación le aplasta tanto como lo eleva; el individuo cree ganar todo sin formalidad, participando únicamente en esa abstracción. Después de todo, la humanidad es algo muy distinto a la animalidad, donde el animal vale siempre menos que la especie. El hombre no sólo se distingue de las otras especies por las superioridades que se mencionan corrientemente, sino de hecho, por la superioridad de naturaleza del individuo, de lo singular sobre la especie. Y esta definición es, a su turno, dialéctica; significa que el individuo es pecador, pero que, en revancha, la perfección consiste en vivir aisladamente, en ser el aislado.
(3) Por esto dios es el Juez, porque ignora a la muchedumbre y sólo reconoce individuos.
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