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LIBRO SEGUNDO
LA UNIVERSALIDAD DE LA DESESPERACIÓN
Como no existen personas enteramente sanas, al decir de los doctores, podría también decirse, conociendo bien al hombre, que no existe uno exento de desesperación, en cuyo fondo no habite una inquietud, una perturbación, una desarmonía, un temor a algo desconocido o a algo que no se atreve a conocer, un temor a una eventualidad externa o un temor a sí mismo; así como dicen los médicos de una enfermedad, el hombre incuba en el espíritu un mal, cuya presencia interna le revela, por relámpagos y en raras ocasiones, un miedo inexplicable. Y en todos los casos, nadie ha vivido nunca y no vive fuera de la cristiandad sin estar desesperado, ni dentro de la cristiandad, si no es un verdadero cristiano; pues si no lo es íntegramente, queda siempre en él un grano de desesperación.
A más de una persona este punto de vista le hará sin duda el efecto de una paradoja, de una exageración, y también de una idea funesta y desanimadora. Y sin embargo no es así. Lejos de apesadumbrar, trata por el contrario de aclarar lo que habitualmente se deja en una cierta penumbra; lejos de abatir, exalta, puesto que siempre considera al hombre de acuerdo a la exigencia suprema que le formula su destino: ser un espíritu; finalmente, lejos de ser una trivial humorada, es una idea fundamental y perfectamente lógica y, por consiguiente, que no exagera.
Por el contrario, la concepción corriente de la desesperación se queda en la apariencia y no es más que una idea superficial, no una concepción. Pretende que cada uno de nosotros sea el primero en saber si está o no desesperado. Al hombre que se dice desesperado lo toma por tal, pero basta que uno no se sienta tal, para que ya no se pase por desesperado. De este modo se ratifica la desesperación cuando, en realidad, es universal. Lo raro no es estar desesperado, sino, por el contrario, lo raro, lo rarísimo, es, verdaderamente, no estarlo.
Pero el juicio de la gente común no comprende gran cosa de la desesperación. Así (por no citar más que un caso que, si se lo comprende bien, hace entrar a millares de millones de hombres en el rubro de la desesperación), así lo que la mayoría no ve es, precisamente, que una forma de la desesperación consiste en no estar desesperado, en ser inconsciente al respecto. En el fondo, cuando se define la desesperación, el común de la gente comete el mismo error que cuando declaran a alguien enfermo o sano ... pero un error, en este caso, mucho más profundo, pues aún sabe infinitamente menos a qué atenerse sobre que es el espíritu (y sin saberlo, no se comprende nada de la desesperación) que sobre la salud o la enfermedad. Generalmente a alguien que no se dice enfermo se lo considera sano y más aun, si él mismo es quien dice que se encuentra sano. Por el contrario, los médicos consideran de otro modo las enfermedades. ¿Por qué? Porque tienen una idea precisa y desarrollada de la buena salud y se rigen por ella para juzgar nuestro estado. Saben que del mismo modo que existen enfermedades imaginarias, también existe una salud imaginaria; por tal causa; dan remedios para hacer evidente el mal. Pues siempre entre los médicos hay por lo menos uno que no se fía sino a medias en lo que afirmamos sobre nuestro estado. Si se pudiera confiar sin reservas en todas nuestras impresiones individuales, cómo estamos, dónde sentimos el dolor, etc., el papel del médico no sería más que una ilusión. En efecto, no hay más que recetar remedios, pero antes es necesarIo reconocer el mal y, por lo tanto, ante todo saber si el paciente está realmente enfermo o si imagina estarlo, o si fulano, que se cree sano, no está en el fondo enfermo. De igual modo el psicólogo debe considerar la desesperación. Sabe lo que es la desesperación, la conoce y no se conforma por lo tanto con decir de alguien que no se cree o se cree desesperado. No olvidemos, en efecto, que en cierto sentido incluso aquellos que afirman estarlo, no siempre son desesperados. La desesperación es fácil de imitar y uno se puede engañar, y por desesperación, fenómeno del espíritu, tomar toda clase de abatimientos sin consecuencias, todos los desgarramientos pasajeros, sin llegar a ella. Empero, el psicólogo no deja de encontrar en ellos también formas de la desesperación; desde luego que bien ve que hay afectación, pero esa misma imitación es también desesperación; tampoco se engaña con todos esos abatimientos sin consecuencia; ¡pero su insignificancia misma ya es desesperación!
También el común de la gente no ve que la desesperación, en tanto que mal espiritual, es de otro modo dialéctica que lo que de ordinario se llama una enfermedad. Pero esta dialéctica, comprendiéndola bien, aún engloba a millares de hombres en la categoría de la desesperación. Si alguien, en efecto, de quien se ha verificado en un determinado momento su buena salud, cae luego enfermo, el médico tiene derecho a decir de él que estaba entonces sano y que ahora está enfermo. Sucede algo distinto con la desesperación. Su aparición ya muestra su preexistencia. Por lo tanto, nunca es posible pronunciarse sobre alguien que no haya sido salvado por haber desesperado, pues el acontecimiento mismo que le arroja en la desesperación, manifiesta de pronto que toda su vida pasada era desesperación. En tanto que no podría decirse cuando alguien tiene fiebre, que es claro al presente que siempre la ha tenido. Pero la desesperación es una categoría del espíritu, suspendida en la eternidad, y por consecuencia, un poco de eternidad entra en su dialéctica.
La desesperaci6n no sólo tiene otra dialéctica que una enfermedad, sino que todos sus síntomas mismos son dialécticos, y es por esto que el común de la mente tiene tantas posibilidades de equivocarse cuando intenta establecer si uno está o no desesperado. No estarlo, en efecto, bien puede significar: que se está desesperado o también: que habiéndolo estado, uno se ha salvado de la desesperaci6n. Estar confortado y sereno puede significar que se está desesperado; pues esa serenidad misma, esa seguridad pueden ser desesperación; e igualmente destacar, que se la ha superado, que se ha conquistado la paz. La ausencia de desesperación no equivale a la ausencia de un mal; pues no estar enfermo nunca indica que se la está, mientras que no estar desesperado puede incluso ser el síntoma mismo de que se lo está. No sucede lo mismo que en la enfermedad, en la cual el malestar es la enfermedad misma. Ninguna analogía. El malestar mismo es aquí dialéctico. No haberlo experimentado es la desesperación misma.
La razón de ello está en que al considerarla como espíritu (y para hablar de desesperación siempre hay que hacerlo dentro de esta categoría), el hombre nunca deja de estar en un estado crítico. ¿Por qué no se habla de crisis más que para la enfermedad y no para la salud? Porque con la salud física se permanece en la inmediato y no hay dialéctica más que con la enfermedad, y entonces se puede hablar de crisis. Pero en lo espiritual, o cuando se observa al hombre desde esta categoría, enfermedad y salud son, tanto una como la otra, críticas, y no hay salud inmediata del espíritu.
Por el contrario, cuando se deja aun lado el destino espiritual (y sin él no podría hablarse de desesperación), para no ver en el hombre más que una síntesis de alma y cuerpo, la salud vuelve a ser una categoría inmediata y es la enfermedad del cuerpo o del alma la que se convierte en categoría dialéctica. Pero la desesperación es precisamente la inconciencia en que se encuentran los hombres sobre su destino espiritual. Incluso lo más bello y adorable para ellos, la femineidad en la flor de la edad, toda paz, armonía y gozo, es a pesar de todo desesperación. Es la felicidad, en efecto, ¿pero la felicidad es una categoría del espíritu? Absolutamente no. Y en su fondo, hasta en su basamento más secreto, también la habita la angustia, que es desesperación y que sólo quiere ocultarse allí, no teniendo la desesperación un lugar predilecto más apetecible que el último fondo de la felicidad. Toda inocencia, no obstante su seguridad y su paz ilusorias, es angustia, y nunca la inocencia tiene tanto miedo como cuando su angustia carece de objeto; nunca la descripción de un horror espanta tanto a la inocencia, como sabe hacerlo la reflexión con una hábil palabra, casi caída al descuido pero sin embargo calculada, sobre algún peligro vago; sí, el peor espanto que se le puede causar a la inocencia consiste en insinuarle, sin tenerse en él, que ella sabe perfectamente de qué proviene. Y es cierto que ella lo ignora, pero nunca la reflexión posee trampas más sutiles y más seguras que aquellas que forma de nada, y nunca no es más ella misma que cuando no es nada. Sólo una reflexión aguda, o mejor, una gran fe podría empecinarse en reflexionar la nada, es decir, reflexionar lo infinito. De este modo lo más bello mismo y lo adorable, la femineidad en la flor de la edad, es sin embargo desesperación, infelicidad. Así, esa inocencia de algún modo es suficiente para atravesar la vida. Si hasta el final no se tiene otro bagaje que esa felicidad, no se ha avanzado nada, puesto que es desesperación. En efecto, precisamente porque no es más que dialéctica, la desesperación es la enfermedad y puede decirse que la peor desgracia es no haberla tenido ... y una posibilidad divina contrae aunque ella sea la más nociva de todas, cuando no se quiere curar. Es tan cierto que, salvo en este caso, curar es felicidad y que es la enfermedad la desgracia.
El común de la gente comete un gran error viendo la excepción en la desesperación, pues, por el contrario, es la regla. Y lejos de que todos aquellos que no se creen o no se sienten desesperados no lo estén, como la gente pone, y que sólo lo estén los que dicen estarlo, muy por el contrario el hombre que sin simulación afirma su desesperación, no está tan lejos de curarse, incluso está mucho cerca de ello -en un grado dialéctico- que todos aquellos a quienes no se cree y no se creen tampoco desesperados. Pero precisamente la regla, y el psicólogo sin duda me dará razón, consiste en que la mayoría de las gentes viven gran conciencia de su destino espiritual ... de aquí toda esa falsa despreocupación, ese falso contentamiento de vivir, etc., etc., que es la desesperación misma. En cuanto a quienes se dicen desesperados, en regla general, unos han tenido en sí bastante profundidad para adquirir conciencia de sus destinos espirituales y, otros, han llegado a darse cuenta de ello a causa de penosos acontecimientos o ásperas decisiones; fuera de ellos no existen otros, pues más bien resulta raro aquel que realmente no esté desesperado.
¡Oh!, conozco perfectamente todo lo que se dice de la aflicción humana ... y le presto oídos, y también he conocido más de un caso de cerca; ¿que a lo que no se dice de las existencias malogradas? Pero sólo se pierde aquélla a la cual engañan tanto las alegrías como las penas de la vida, de modo que nunca llegará, como un beneficio decisivo para la eternidad, a la conciencia de ser un espíritu, un yo, o dicho de otra manera, nunca llegará a observar o experimentar a fondo la existencia de un Dios, ni que ella misma, ella, su yo, existe por ese Dios; pero esa conciencia, en beneficio de la eternidad, no se obtiene sino más allá de la desesperación. ¡Y esa otra miseria! ¡Tantas existencias frustradas por un pensamiento que es la beatitud de las beatitudes! Decir -¡ay!- que no se divierte o que se divierte a las multitudes con todo, ¡salvo con lo que importa!, ¡que se las arrastra a malgastar sus fuerzas en las aceras de la vida sin recordarle nunca esa beatitud!; ¡que se las empuja cual a ganado ... y se las engaña en lugar de dispersarlas, de aislar a cada individuo, a fin de que se aplique sólo a ganar la finalidad suprema, la única que hace que valga la pena vivir y que posee en sí todo lo necesario para nutrir toda una vida eterna! ¡Ante tal miseria podría llorarse toda una eternidad! Pero otro síntoma horrible, para mí, de esa enfermedad, la peor de todas, es su secreto. Y no sólo por el deseo y los esfuerzos felices de quien la sufre para ocultarla, no solo porque ella pueda alojarse en él sin que nadie la descubra; no, sino también porque ella puede disimularse perfectamente en el hombre, ¡de tal modo que ni incluso él sepa nada! Y vaciado el reloj de arena, el reloj de arena terrestre, y apagados todos los ruidos del siglo, y terminada nuestra agitación forzada y estéril, cuando alrededor tuyo todo sea silencio, como la eternidad, hombre o mujer, rico o pobre, subalterno o señor feliz o desventurado -haya llevado tu cabeza el brillo de la corona o, perdido entre los humildes, no hayas tenido más que penas y las fatigas de los días; se celebre tu gloria mientras dure el mundo u olvidado, sin nombre, sigas a la muchedumbre innúmera anónimamente; hayas superado el esplendor que te envolvió toda descripción humana, o los hombres te hayan herido con sus más duros o envilecedores juicios-, quienquiera que haya sido, contigo como con cada uno de tus millones de semejantes, la eternidad sólo se interesará por una cosa: si tu vida fue o no deseperación y si, desesperado, no sabías que lo estabas, o si ocultabas en ti esa desesperación como una secreta angustia, como el fruto de un amor culpable o, también, si experimentando horror y, por lo demás, desesperado, rugías de rabia. Y si tu vida no ha sido más que desesperación, ¡qué importa entonces lo demás! Victorias o derrotas, para ti todo está perdido; la eternidad no te ha reconocido como suyo, no te ha conocido o, peor aún, identificándote, ¡te clava a tu yo, a tu yo de desesperación!
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