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Capitulo I

DE LA DESESPERACIÓN CONSIDERADA NO DESDE EL ÁNGULO DE LA CONCIENCIA SINO ÚNICAMENTE SEGÚN LOS FACTORES DE LA SÍNTESIS DEL YO

a) La desesperación vista en relación a la doble categoría de lo finito y de lo infinito

El yo es una síntesis consciente de infinito y finito que se relaciona consigo misma, y cuyo fin es devenir de ella misma; lo que sólo puede hacer refiriéndose a Dios. Pero devenir uno mismo es devenir concreto, lo que no se logra en lo finito o en lo infinito, puesto que lo concreto en devenir es una síntesis. Por lo tanto, la evolución consiste en alejarse indefinidamente de sí mismo en una infinitación del yo, y en retornar indefinidamente de sí mismo en la finitación. Por el contrario, el yo que no deviene él mismo permanece, a pesar o no suyo, desesperado. No obstante, en todo momento de su existencia el yo se encuentra en devenir, pues el yo en potencia no existe realmente y no es más que lo que debe ser. Por lo tanto, mientras no llega a devenir él mismo, el yo no es él mismo; pero no ser uno mismo es la desesperación.


1) La desesperación de la infinitud o la falta de finito


Esto se debe a la dialéctica de la síntesis del yo, en la cual uno de los factores no deja de ser su propio contrario. No puede darse una definición directa (no dialéctica) de ninguna forma de la desesperación; es preciso que siempre una forma refleje a su contraria. Sin dialéctica se puede describir el estado del desesperado en la desesperación, como hacen los poetas, dejándole hablar por sí mismo. Pero la desesperación no se define sino por su contrario; y para que ella tenga un valor artístico, la expresión debe entonces tener en su colorido como un reflejo dialéctico del contrario. Por lo tanto, en toda vida humana que ya se cree infinita o que quiere serIo, cada instante mismo es desesperación. Pues el yo es una síntesis de finito que delimita y de infinito que imita. La desesperación que se pierde en lo infinito es por lo tanto algo imaginario, informe: pues el yo no tiene salud y no está libre de desesperación, sino porque habiendo desesperado con claridad para sí mismo, se sumerge hasta Dios.

Es cierto que lo imaginario se debe ante todo a la imaginación; pero ésta lígase a su vez al sentimiento, al conocimiento, a la voluntad, y así se puede tener un sentimiento, un conocimiento, un querer imaginarios. La imaginación, en general, es agente de la infinitación: no es una facultad como las otras ... sino que, por así decirlo, es su Proteo. Lo que hay de sentimiento, conocimiento y voluntad en el hombre, depende en última instancia de lo que hay en su imaginación, es decir, de la manera con que todas sus facultades se reflejan, proyectándose en la imaginación. Ella es la reflexión que crea el infinito, por lo cual el viejo Fichte tenía razón cuando colocaba en ella, incluso para el conocimiento, la fuente de las categorías. Así como lo es el yo, la imaginación también es reflexión y reproduce al yo, y reproduciéndolo, crea lo posible del yo y su intensidad es lo posible de intensidad del yo.

Lo imaginario en general transporta al hombre en el infinito, pero sólo alejándolo de sí mismo y, de este modo, desviándolo del retorno a sí mismo.

Una vez, pues, que el sentimiento se ha hecho imaginario, el yo se evapora de más en más, hasta no ser al fin sino una especie de sensibilidad impersonal, inhumana, sin vínculo alguno en un individuo, pero compartiendo no se sabe qué existencia abstracta, por ejemplo, la de la idea de humanidad. Como el reumático a quien dominan sus sensaciones cae de tal modo bajo el imperio de los vientos y del clima, que instintivamente su cuerpo se resiente del menor cambio de atmósfera, etc. ... de igual modo el hombre, de sentimiento absorbido por lo imaginario, viértese cada vez más en el infinito, pero sin devenir cada vez más él mismo, puesto que no deja de alejarse de su yo.

La misma aventura le acontece al conocimiento que se hace imaginario. En este caso la ley de progreso del yo, si realmente es también necesario que el yo devenga él mismo, consiste en que el conocimiento marche a la par de la conciencia, que y cuanto más conozca, más se conozca el yo. De otro modo el conocimiento, a medida que progresa, transfórmase en un conocer monstruoso, en el cual el hombre en lugar de edificar malgasta su yo, un poco como en el desgaste de vidas humanas para construir las pirámides, o como con las voces en los coros rusos, para no dar más que una nota, una sola.

La misma aventura corre la voluntad cuando cae en lo imaginario: el yo se esfuma cada vez más. Pues cuando ella no deja de ser tan concreta como abstracta -de lo que no se trata aquí-, más sus fines y resoluciones viértense en el infinito y más permanece al mismo tiempo disponible para sí misma como para la menor tarea inmediatamente realizable; y entonces, infinitándose, ella vuelve más a sí misma -en sentido estricto-; cuando ella está mds lejos de sí misma (más infinitada en sus fines y resoluciones) está al mismo tiempo más cerca de cumplir esa infinitesimal parcela de su tarea realizable todavía hoy mismo, ahora mismo, al instante mismo.

Y cuando una de esas actividades, querer, conocer o sentir, ha pasado de ese modo a lo imaginario, al fin todo el yo también corre el mismo riesgo, se arroje por sí mismo a lo imaginario o más bien se deje arrastrar a ello; en ambos casos sigue siendo responsable. Se lleva entonces una vida imaginaria infinitándose en ella o aislándose en lo abstracto, siempre privado de su yo, del cual sólo se consigue alejarse cada vez más. Veamos lo que pasa entonces en el dominio religioso. La orientación hacia Dios dota al yo de infinito, pero aquí esta infinitación, cuando lo imaginario ha devorado al yo, no arrastra al hombre más que a una embriaguez vacía. Alguien podrá encontrar insoportable la idea de existir para Dios, no pudiendo ya retornar, en efecto, al hombre, a su yo, devenir él mismo. Un creyente semejante, dominado de este modo por lo imaginario, diría (para personificarlo por sus propias palabras): Es comprensible que un gorrión pueda vivir, puesto que no sabe vivir para Dios. ¡Pero saberlo uno mismo! ¡Y no hundirse de inmediato en la locura o en la nada! Pero en alguien dominado de este modo por lo imaginario, en un desesperado pues, la vida bien puede seguir su curso, aunque generalmente se lo perciba y, semejante a la de todo el mundo, esté llena de lo temporal, de amor, familia, honores y consideraciones; acaso no se perciba que en un sentido más profundo ese hombre carece de yo. El yo no es algo que preocupe gran cosa al mundo; en efecto, es algo por lo cual se siente poca curiosidad, y cuando se lo posee, es lo más arriesgado de mostrarse. El peor de los peligros, la perdida de ese yo, puede darse entre nosotros de modo tan desapercibido como si se tratara de nada. No existe nada que produzca menos ruido y fuere la cosa que fuese, brazo o pierna, fortuna, mujer, etc. ... ninguna otra, salvo ella, pasara desapercibida.


2) La desesperación de lo finito o la falta de infinito.


Esta desesperación, como se ha señalado en 1), proviene de la dialéctica del yo, del hecho de su síntesis, en el cual uno de los términos no deja de ser su propio contrario.

Carecer de infinito disminuye y limita desesperadamente. Y no se trata aquí, naturalmente, más que de estrechez e indigencia morales. El mundo, por el contrario, no habla más que de indigencia intelectual o estética, o de cosas indiferentes, de las cuales siempre se ocupa más; pues precisamente su espíritu está en dar un valor infinito a las cosas indiferentes. La reflexión de las gentes se prende siempre a nuestras pequeñas diferencias, sin preocuparse como correspondería de nuestra única necesidad (pues la espiritualidad consiste en preocuparse de ella), y por tal razón no entienden nada de esa indigencia, de esa limitación que es la pérdida del yo, perdido no porque se evapore en lo infinito, sino porque se encierra a fondo en lo finito, y porque en lugar de un yo, no deviene más que una cifra, otro ser humano más, una repetición más de un eterno cero.

La limitación aquí donde se desespera, es una carencia de primitivismo o consiste en que uno se ha despojado, en que uno se ha castrado en lo espiritual. Nuestra estructura original, en efecto, siempre está dispuesta como un yo debiendo devenir él mismo; y como tal, un yo ciertamente nunca carece de ángulos, pero de esto sólo se desprende que hay que darles consistencia y no suavizarlos; salvo que por miedo a otro yo, el yo deba renunciar a ser él mismo y no se atreva a ser en toda su singularidad (con sus ángulos mismos), en esa singularidad en la cual se es plenamente uno para sí mismo. Pero junto a la desesperación que se sumerge a ciegas en el infinito hasta la pérdida del yo, existe otra de una especie diferente, que se deja como frustrar de su yo por otro. Viendo tantas gentes a su alrededor, cargándose de tantos asuntos humanos, tratando de captar cómo anda el tren del mundo, ese desesperado se olvida de sí mismo, olvida su nombre divino, no se atreve a creer en sí mismo y halla demasiado atrevido el serio y más simple y seguro asemejarse a los demás, ser una caricatura, un número, confundido en el ganado.

Esta forma de desesperación escapa, en resumidas cuentas, perfectamente a las gentes. Perdiendo de este modo su yo, un desesperado de esta especie adquiere de súbito una indefinida aptitud para hacerse recibir bien en todas en todas partes, para triunfar en el mundo. Aquí no se da ningún desgarrón, aquí el yo y su infinitación han dejado de ser una molestia; pulido como un guijarro, nuestro hombre rueda por todas partes como una moneda en circulación. Lejos de que se lo tome por un desesperado, es precisamente un hombre como desean las gentes. En general, el mundo no sabe, y con razón, dónde hay algo de qué temblar. Y esa clase de desesperación, que facilita la vida en lugar de trabarla, y os la llena de facilidad, naturalmente no es tomada por desesperación. Tal es la opinión del mundo, como puede verse entre otras cosas en casi todos los proverbios, que no son más que reglas de sabiduría. Tal el dicho que expresa que hay que arrepentirse diez veces por haber hablado y una por haberse callado; ¿por qué?, porque nuestras palabras, como algo material, pueden complicarnos en hechos desagradables, lo que es algo real. ¡Como si callarse no fuera nada! ¡Cuando se trata del peor de los peligros! El hombre que se calla está reducido, en efecto, a su propio monólogo, y la realidad no viene en su ayuda castigándolo, haciendo recaer sobre él las consecuencias de sus palabras. Pero también aquel que sabe donde hay algo de qué temblar, teme principalmente toda mala acción toda falta de orientación interna y sin traza en el exterior. A los ojos del mundo el peligro es arriesgar, por la buena razón de que se puede perder. ¡Nada de riesgos!, he aquí la sabiduría. Sin embargo, no arriesgando nada, qué facilidad espantosa se presenta para perder lo que no se perdería, arriesgando más que difícilmente, aunque se perdiera, pero nunca en todo caso así, tan fácilmente, como nada. ¿Perder qué? A uno mismo. Pues si yo arriesgo y me engaño ... ¡Y bien!, la vida me castiga para socorrerme. Pero cuando no arriesgo nada, ¿quién me ayuda entonces?, y tanto más que no arriesgando nada en el sentido eminente (lo que significa adquirir conciencia de su yo), gano en cobarde, encima, todos los bienes de este mundo ... ¡Y pierdo mi yo!

Tal es la desesperación de la finitud. Un hombre puede realizar perfectamente en ella una vida temporal, y en el fondo, tanto mejor, una vida humana en apariencia, conquistando el elogio de los demás, el honor, la estima y la prosecución de todos los fines terrestres. Pues el siglo, como se dice, no se compone precisamente más que de gentes de su especie, dedicadas en suma al mundo, sabiendo utilizar sus talentos, acumulando dinero, triunfadores, como se dice, y artistas en prever, etc. ..., cuyos nombres pasarán quizás a la historia. ¿Pero han sido verdaderamente ellas mismas? No, pues en lo espiritual han carecido de yo, no han tenido un yo por quien arriesgarlo todo; han carecido absolutamente de yo ante Dios ... por egoístas que hayan sido, por otra parte.


b) La desesperación vista en relación a la doble categoría de lo posible y de la necesidad.


Lo posible y la necesidad son igualmente esenciales al yo para devenir (pues ningún devenir, en efecto, existe para el yo si no es libre). Como necesita infinito y finito, el yo igualmente requiere lo posible y la necesidad. Tanto desesperada por falta de posible como por falta de necesidad.


1) La desesperación de lo posible o la falta de necesidad


Como se ha visto, este hecho proviene de la dialéctica. Frente a lo infinito, la finitud limita; de algún modo, la necesidad tiene por papel retener en el campo de lo posible. El yo, como síntesis de finito e infinito, es planteado primero, existe; luego, para devenir, se proyecta sobre la pantalla de la imaginación y esto le revela lo infinito de lo posible. El yo contiene tanto de posible como de necesidad, pues es él mismo, pero también tiene que devenirlo. Es necesidad, puesto que es él mismo, y posible, puesto que debe devenir.

Si lo posible derriba a la necesidad y de este modo el yo se lanza y se pierde en lo posible, sin vínculo atrayéndole a la necesidad, se tiene la desesperación de lo posible. Ese yo se hace entonces un abstracto en lo posible, se agota debatiéndose en él, sin cambiar de lugar sin embargo, pues su verdadero lugar es la necesidad, devenir uno mismo, en efecto es un movimiento en el mismo sitio. Devenir es una partida. pero devenir uno mismo, un movimiento en el mismo sitio.

Entonces el campo de lo posible no deja de agrandarse a los ojos del yo, en él halla siempre más posible, puesto que ninguna realidad se forma allí. Al final lo posible lo abarca todo, pero entonces se trata de que el abismo se ha tragado el yo. Para realizarse, el menor posible requerirá cierto tiempo. Pero ese tiempo que necesitaría para la realidad se abrevia tanto, que al fin todo se dispersa en polvo de instantes. Los posibles se hacen de más en más intensos, pero sin dejar de serIo. sin convenirse en lo real, en lo cual no hay, en efecto, intensidad, salvo dando un paso de lo posible a lo real. Apenas el instante revela un posible, y ya surge otro y, finalmente, esas fantasmagorías desfilan con tanta rapidez que todo nos parece posible y entonces tocamos ese instante extremo del yo, en el cual él mismo no es más que una ilusión.

Lo que le falta ahora es lo real, como también lo expresa el lenguaje ordinario cuando dice que alguien ha salido de la realidad. Pero observando de más cerca, lo que le falta es necesidad. Pues aunque le desagrade a los filósofos, la realidad no se une a lo posible en la necesidad, sino que es ésta última la que se une a lo posible en la realidad. Tampoco es por falta de fuerza, al menos en el sentido ordinario, por lo que el yo se descarría en lo posible. Lo que falta es, en el fondo, la fuerza de obedecer, de someterse a la necesidad incluida en nuestro yo, a lo que puede llamarse nuestras fronteras interiores. La desgracia de un yo semejante tampoco reside en el hecho de no haber llegado a nada en este mundo, sino en no haber adquirido conciencia de sí mismo, de no haber percibido que ese yo es el suyo, un determinado preciso y, por lo tanto una necesidad. En lugar de esto, el hombre se ha perdido a sí mismo dejando que su yo se refleje imaginariamente en lo posible. No hay posibilidad de verse a si mismo en un espejo, sin conocerse ya, pues sino no es verse, sino ver sólo a alguien. Pero lo posible es un espejo extraordinario, al cual hay qué usar con suma prudencia. En efecto, puede decirse que es engañador. Un yo que se mira en su propio posible no es más que cierto a medias; pues, en ese posible está bien lejos aún de ser el mismo, o no lo es más que a medias. Todavía no puede saberse qué resolverá luego su necesidad. Lo posible hace como el niño que recibe una invitación agradable y que la acepta de inmediato; queda por verse si los padres le permitirán ... y los padres desempeñan el papel de la necesidad.

Lo posible, en verdad, contiene todos los posibles y, por lo tanto, todos los descarriamientos, pero profundamente, dos. Uno, en forma de deseo, de nostalgia, y el otro, de melancolía imaginativa (esperanza, temor o angustia). Como aquel caballero, de quien hablan las leyendas, que de pronto ve un pájaro raro y se empecina en seguirlo, habiendo creído en un primer momento que estaba a punto de cazarlo ... pero el pájaro escapa siempre, hasta que cae la noche y el caballero, lejos de los suyos, ya ignora su camino en la soledad: así es lo posible del deseo. En lugar de referir lo posible a la necesidad, el deseo lo sigue hasta perder el camino de regreso a sí mismo. En la melancolía, lo contrario adviene de la misma manera. El hombre de amor melancólico se compromete en la persecución de un posible de su angustia, que termina por alejarlo de sí mismo y le hace perecer en esa angustia, o en esa extremidad misma, en la cual tanto temía perecer.


2) La desesperación en la necesidad, o la carencia de lo posible


Suponed que descarriarse en lo posible se compare a los balbuceos de la infancia y, entonces, carecer de posible es estar mudo. La necesidad parece no ser más que las consonantes, pero para pronunciarlas se necesita lo posible. Si falta, si el sino hace que una existencia carezca de él, ella desespera, y está desesperada en todo instante que le falte.

Hay, como se dice, una edad para la esperanza, o bien, asimismo, en una cierta época, en un cierto momento de la vida, se está o se estuvo, dícese, desbordante de esperanza o de posible. Pero esto no es más que verborrea que no alcanza a lo verdadero: pues esperarlo todo y desesperar de tal cosa aún no es verdadera esperanza, ni verdadeta desesperación.

El criterio es el siguiente: todo le es posible a Dios. Verdad de siempre y, por lo tanto, de cualquier instante.

Es un refrán cotidiano del cual se hace uso Iodos los días sin pensar en él, pero la palabra no es decisiva más que para el hombre que se encuentra al fin de todo y cuando no subsiste ningún otro posible humano. Entonces, lo esencial para él consiste en si quiere creer que todo es posible para Dios, si tiene la voluntad de creer en ello. ¿Pero no es esta la fórmula para perder la razón? Perderla para ganar a Dios, es el acto mismo de creer. Supongamos a alguien en este caso: todas las fuerzas de una imaginación en el espanto le muestran temblando yo no sé de qué horror intolerable; ¡y es este horror el que le llega! En opinión de los hombres su pérdida es algo seguro ... y, desesperadamente, la desesperación de su alma lucha por el derecho a desesperar, por el contentamiento de todo su ser en instalarse en la desesperación; incluso basta no maldecir a nadie tanto como a quien pretenda evitárselo, según la palabra del poeta de los poetas, en Ricardo II:

Beshrew thee, cousin, which didst lead me forth

Of that sweet way I was in to despair.

(Acto III, escena II).

Así, pues, la salvación es el supremo imposible humano; ¡pero a Dios todo le es posible! Este es el combate de la fe, que lucha como un demente por lo posible. Sin el combate, en efecto, no hay salvación. Ante un desmayo las gentes gritan: ¡Agua! ¡Agua de Colonia! ¡Gotas de Hoffman! Pero para alguien que desespera. se grita: ¡Lo posible! ¡Lo posible! ¡Sólo se lo salvará con lo posible! Un posible: y nuestro desesperado recobra el aliento, revive, pues sin posible, por así decirlo, no se respira. A veces el ingenio de los hombres es suficiente para encontrarlo, pero, al final, cuando se trata de creer, sólo queda un único remedio: Todo es posible para Dios.

Tal es el combate. El resultado no depende más que de un punto: el combatiente quiere procurarse posible, ¿quiere creer? Y sin embargo, hablando humanamente, sabe que su pérdida es más que segura. Y es éste el movimiento dialéctico de la fe. Generalmente el hombre se limita a atenerse a la esperanza, a lo probable, etc. ..., contando con que esto o aquello no le sucederá. Luego llega el acontecimiento, perece. El temerario se lanza a un peligro, cuyo riesgo también puede depender de factores diversos; y entonces llega ese riesgo, y él desespera, sucumbe. El creyente ve y comprende en tanto que hombre su pérdida (en lo que ha soportado o en lo que se ha atrevido), pero cree. Y es esto lo que le preserva de perecer. Confía íntegramente en Dios sobre el modo en que le llegarán los socorros, pues se conforma con creer que a Dios todo le es posible. Creer en su pérdida es imposible. Comprender que humanamente es su pérdida y, a la vez, creer en lo posible, es creer. Entonces Dios viene en ayuda del creyente, quizá dejándole escapar del horror, acaso mediante el horror mismo en el cual, a pesar de toda suposición, brota el socorro. milagroso, divino. Milagroso, ¡pues qué gazmoñería es creer que sólo un hombre ha sido socorrido milagrosamente hace diecinueve siglos! Ante todo la ayuda del milagro depende de la comprensión apasionada que se haya tenido de la imposibilidad del milagro y luego de nuestra lealtad con respecto a esa potencia misma que nos salvó. Pero, en general, los hombres no poseen la una ni la otra; llaman a gritos a la imposibilidad para que los ayude, sin haber tendido incluso su comprensión para descubrirla; y más tarde mIenten como Ingratos.

En lo posible, el creyente retiene el eterno y seguro antídoto de la desesperación, pues Dios lo puede todo en cualquier instante. Es ésta la salvación de la fe, que resuelve las contradicciones. Y aquí también lo es el hecho de que la certidumbre humana de la pérdida es sin embargo al mismo tiempo que la existencia de un posible. ¿La salvación no es, en suma, el poder de resolver lo contradictorio? Así en lo físico, una corriente de aire es una contradicción, una desproporción entre el frío y el calor, sin dialéctica, que un cuerpo sano resuelve sin darse cuenta. Lo mismo sucede con la fe.

Carecer de posible significa que todo se nos ha hecho necesidad o trivialidad.

El determinista, el fatalista son desesperados que han perdido su yo, puesto que para ellos no existe más que la necesidad. Les sucede la misma aventura que a aquel rey que murió de hambre porque sus alimentos se transformaban en oro. La personalidad es una síntesis de posible y de necesidad. Por lo tanto su duración depende, como la respiración (re-spiratio) de una alternancia de aliento. El yo del determinista no respira, pues la necesidad pura es irrespirable y asfixia fácilmente al yo. La desesperación del fatalista consiste en haber perdido su yo, habiendo perdido a Dios; carecer de Dios es carecer de yo. El fatalista no tiene Dios, o dicho de ótro modo, el suyo es la necesidad, pues siéndole todo posible, Dios es la posibilidad pura, la ausencia de necesidad. Por consecuencia, el culto del fatalista es a lo sumo una interjección y, por esencia, mutismo, sumisión muda, impotencia para rogar. Rogar es todavía respirar, y lo posible es al yo como el oxígeno a nuestros pulmones. Así como no se respira el oxígeno o el nitrógeno aislados, tampoco el hálito de la plegaria se alimenta aisladamente de posible o de necesidad. Para rogar es preciso un Dios o un yo -y lo posible-, o un yo y lo posible en su sentido más sublime, pues Dios es el absoluto posible, o también Dios es la posibilidad pura; y sólo aquel a quien una sacudida semejante hace nacer a la vida espiritual, comprendiendo que todo es posible, sólo ése ha tomado contacto con Dios. Y porque la voluntad de Dios es lo posible, se puede rogar; si ella no fuese más que necesidad, no se podría hacerlo y el hombre por naturaleza carecería de lenguaje, como el animal.

Sucede algo muy distinto con los filisteos, con su trivialidad carente ésta ante todo de posible. El espíritu está ausente de ella, en tanto que en el determinismo y en el fatalismo desespera; pero la falta de espíritu es también desesperación. Carente de toda orientación espiritual, el filisteo permanece en el dominio de lo probable, donde lo posible encuentra siempre un refugio; el filisteo no tiene de este modo ninguna probabilidad de descubrir a Dios. Sin imaginación como siempre, vive en una cierta suma trivial de experiencia sobre la marcha de los acontecimientos, los límites de lo probable, el curso habitual de las cosas, ¡y qué importa que sea vendedor de vinos o primer ministro! De este modo el filisteo ya no tiene ni yo ni Dios. Pues para descubrir al uno u al otro es necesario que la imaginación nos sustente por encima de los vapores de lo probable, nos arranque de ellos y, haciendo posible aquello que sobrepasa la medida de toda experiencia, nos enseñe a esperar y temer o a temer y esperar. Pero la imaginación del filisteo no puede hacerlo, no quiere hacerlo, lo detesta. Aquí, pues, no hay remedio. Y si la existencia le ayuda a veces a golpe de horrores, yendo más allá de su trivial sabiduría de loro, desespera, es decir que entonces se ve bien que su caso era desesperación y que le falta lo posible de la fe para estar en condiciones de salvar su yo de su pérdida segura, mediante Dios.

Fatalistas y deterministas, sin embargo, tienen la suficiente imaginación para desesperar de lo posible, y bastante posible para descubrir en ellos su ausencia. Pero al filisteo lo trivial le tranquiliza y su desesperación es la misma, marche todo bien o mal. Fatalistas y deterministas carecen de posible para suavizar y aquietar, para atemperar la necesidad; y ese posible que les serviría de atenuación, falta al filisteo como un reactivo contra la ausencia de espíritu. Su sabiduría, en efecto, se vanagloria de disponer de lo posible y haber encerrado su inmensa elasticidad en la trampa o en la estupidez de lo probable; cree haberla captado y nuestro filisteo la pasea en la jaula de lo probable y la muestra a la ronda y se cree su dueño, sin pensar que él mismo se ha cautivado de ese modo, se ha hecho esclavo de la estupidez y el último de los parias. Y en tanto que aquel que se descarría en lo posible lleva la audacia de la desesperación, y que quien no cree más que en la necesidad, desesperado se crispa y se magulla en lo real, el filisteo, en su estupidez, triunfa.


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