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Cuarta y última intervención
José Peirats
Por varias razones, creo que hemos llegado al final de nuestra plática: porque estimo que algunos compañeros desean intervenir en la discusión; porque hemos dado al debate, si no la hondura que merece, sí la extensión más que necesaria; porque sospecho que hemos consumido todas las razones de que éramos capaces; porque bien que patente nuestro desacuerdo, nos hemos encerrado en un círculo vicioso de repeticiones y redundancias.
Por lo que me afecta personalmente, me declaro incapaz de aportar elementos nuevos de juicio. Creo haber expuesto cuanto me animó a decir aquel trabajo tuyo origen de la discusión. Esto era esencial y creo haberlo logrado de algún modo en mi último trabajo. Contestar punto por punto el publicado por tí últimamente me obligaría a repetirme. Por otra parte, creo haberlo ya contestado en el curso de todo el debate.
Y aquí debiera terminar si susceptibilidades muy particulares no me obligaran a dar una cierta extensión a estas líneas de despedida, a guisa de recapitulación o resumen sobre los motivos -no correspondidos satisfactoriamente- que hiciéronme salirte al paso.
Estimo ¡ea! que los ideales que decimos sustentar valen precisamente por su interpretación original del valor hombre. Estos ideales han sufrido una importante evolución desde que empezaron a ser formulados en el siglo pasado (siglo XIX). Nacieron en un momento de euforia científica; en un momento en que la ciencia se enunciaba como un dogma. La ciencia, entonces, no había tomado la amplitud que en muchos aspectos tiene actualmente, pero creyó haber resuelto el problema de los orígenes y los fines. Creyó haber desentrañado los secretos más recónditos de la Naturaleza. La reacción contra el dogma religioso creó no pocas paradojas científicas. Los descubrimientos físico-químicos, sobre la mecánica celeste, sobre la evolución de los mundos y de las especies, en el dominio de la biología, etcétera, crearon una atmósfera de optimismo exagerado. Por ende, las ciencias aplicadas a la mecánica, a la ingeniería, a las comunicaciones, al confort doméstico, dieron un prestigio enorme a todo lo científico en detrimento de lo empírico, abstracto o ignoto, ni científico ni anticientífico por necesidad.
Por lo que nos atañe, la quiebra de este optimismo se produjo, en parte, al extenderse estos principios al campo social, a la sociología, al dominio del hombre.
Creo que fue el mismo Godwin uno de los primeros -si no el primero- en poner reparos serios a la interpretación científica de Malthus sobre los procesos sociológicos. La lógica científica había conducido a éste al fatalismo de la desigualdad social dadas sus constataciones sobre el dispar desarrollo entre la producción alimenticia y los nacimientos. La reacción -eminentemente moral- de Godwin contra el rigor científico malthusiano, se repetiría -lo he dicho ya- en Kropotkin, ante el desgarrante rigor científico de Huxley. Este, siguiendo las huellas de Malthus, transformó el fatalismo de la inequidad social en fatalismo de lucha a muerte por la vida. Ya dije también que Kropotkin sintió como un latigazo, como una herida en su conciencia de hombre, las crudas teorías de Huxley.
Ya sé que se han presentado, frente a las de Malthus y Huxley, teorías no menos científicas, atenuantes, contradictorias y hasta diametralmente opuestas. Un libro publicado en Nueva York (Smith and Chapin: The sun, the earth and tomorrow) podría ser una especie de puntillazo al pesimismo malthusiano. Pero de todas maneras, los argumentos presentados hasta ahora contra Malthus no desmienten lo fundamental de su doctrina: a saber, que los nacimientos se producen en progresión geométrica y los alimentos en progresión aritmética. Cuanto más, se han descubierto nuevos medios de producción explotable y nuevos métodos para la limitación natal. Pero todo esto es artificial, por lo que más que negar, confirma la ley natural de Malthus. La solución, pues, se remite a la conciencia, a la voluntad y al sentido moral del hombre, tomado éste como corrector de la Naturaleza, en brega contra una ley científica que le amenaza moral y materialmente.
Tengamos ahora en cuenta que tanto Godwin como Kropotkin son, como Malthus y Huxley, científicos, materialistas y deterministas rabiosos. Sobre el primero lo has dicho tú; sobre el segundo, yo. Y añado: ¿por qué una verdad científica no ha de hacer que todos los hombres iniciados en la cienciá la vean de la misma manera? Sin ir más lejos, tú y yo hemos bebido en las mismas fuentes de la pedagogía racionalista. En la Escuela Moderna aprendimos de Edmund (Catecismo de la ciencia) que la verdad es aquello que todos los hombres, colocados a la misma distancia, ven de la misma manera. Si calo bien en el sentido de este enunciado, quiere decir que todos los hombres, colocados a la misma distancia de un objeto, lo ven de la misma manera. Y, sin embargo, tú y yo que; repito, hemos salido de la misma escuela, y profesamos las mismas ideas, llevamos varios meses discutiendo sobre algo elemental sin lograr ponernos de acuerdo. ¿Cuánto no se ha probado, jurídicamente, la fragilidad del testimonio humano?
Pero no quiero volver a las andadas. Iba apuntando que nuestras ideas, nacidas del acervo común social-científico ochocentista, lo hacen poniendo muy de relieve los valores morales que el frío método inductivo-deductivo se salta frecuentemente a la torera. Este proceso moral, según yo, seguiría afirmándose posteriormente al tomar auge el llamado socialismo científico. Aquí se reprodujo un fenómeno. No hay más que echar un vistazo a lo que escribían los viejos teóricos del socialismo para ver que -excepciones aparte- hubo una amplia coincidencia de fondo en encuadrar el socialismo en el marco de los principios científicos de la época. No es cuestíón de juzgar aquí el grado de fidelidad científica de la ortodoxia marxista. Lo que me parece cierto es que hasta que Marx y Engels no mostraron sus rapaces uñas apetentes de poder político (crisis en el seno de la Primera Internacional) -antes había aparecido el Manifiesto Comunista como una secreción lógica de las ideas de El Capital- no se da en la idea de someter a examen más detenido -por nuestros antecesores anarquistas- el socialismo científico y el materialismo histórico.
Quiero decir que los futuros antagonistas de Marx compartieron durante mucho tíempo el fatalismo social de éste (su determinismo económico), secreción natural del determinismo científico.
Tú mismo te has referido extensamente a las reminiscencias deterministas de Bakunín. Lejos de refutarte, a lo dicho por tí añado que, si no estoy trascordado, Bakunín llamó a Marx su maestro, y si no he oído campanas hasta emprendió la traducción de El Capital. Pero esto no niega -aparte ideas bakuninianas deterministas muy contradictorias- la condición de ser y de actuar de Bcikunín, que le destacan por su frenética actívidad revolucionaria, digamos, voluntarista. Si llamas determinismo al de Bakunín cuando minaba, somovía y empujaba, como un Hércules, las instituciones y los acontecimientos -que suponen los deterministas ser como son y no como quisiéramos que fueran-, en este caso nos habríamos engañado mutuamente jugando con las palabras. Evidentemente, en este caso Bakunín y yo mismo seríamos deterministas.
Me refiero a que Bakunín, con todo y sus reminiscencias de formación primeriza, representa un paso de gigante en la senda de nuestra evolución ideológica. Pues a partir del choque entre él y Marx, tras el análisis que en consecuencia hubo de sufrir el socialismo científico a ojos y entendimiento de los disidentes internacionalistas del ala bakuniniana, el anarquismo fue dejando cada vez más de ser una réplica, una protesta, una reacción circunstancial contra las veleidades centralistas, autoritarias o gubernamentales de los dómines del Consejo General.
La revisión se empleó a fondo en las consecuencias morales del sistema filosófico marxista, sin por ello pasarse por alto las fallas del sistema económico mismo. La antimonía Anarquismo-Marxismo no implicaba ya meramente una cuestión de antipatía o incompatibilidad personal; ni el choque entre dos temperamentos exuberantes poderosamente influyentes; tampoco una simple discrepancia sobre medios, procedimientos o tácticas, sobre si la revolución por arriba o por abajo. Los resultados de la revisión fueron de fondo. Fueron de principios. La aplicación de una concepción científica fría, cruda, estrecha, sistemátíca y puramente especulativa al campo de las realidades sociales, había provocado una reacción profunda en la conciencia de los anarquistas y una revolución creadora en el campo del socialismo. Esta revolución había puesto en primer plano de las consideraciones el valor del hombre ante Ia sociedad y ante el mismo hombre, que es lo que en suma cuenta en nuestra vida.
Y he aquí la cuestión. ¿Cuál es la perspectíva del hombre ante el llamado determinismo científico, económico, político y, finalmente, social? Los acontecimientos inmediatamente anteriores y posteriores a la revolución soviética y la crónica crisis politíca internacional, han agravado todavía más este dramátíco problema de la libertad, situándolo más y más donde únicamente puede tener sentido: en el hombre. La democracia, jacobinista o moderada, había bastardeado este sentido recto de la libertad y del hombre mediante tópicos abstractos y metafísicos: la nación, la ley, la voluntad general. El comunismo, fiel a las consignas dialécticas del socialismo científico, lo ha descartado lisa y llanamente: si todos los procesos históricos se hallan fatal e indeclinablemente determinados (¿cómo no en la sociedad sí ello ocurría en la Naturaleza?), la libertad carecía de sentido. El fascismo, por senderos no menos tortuosos, llegaba a la misma conclusión negativa del hombre. En la vida éste quedaba reducido a simple material de relleno. El fin de la sociedad no era el hombre sino la sociedad; y por sociedad se sobreentendía el Estado.
Ya sé que hay que distinguir entre lo sincero y lo fictício de estos oráculos. Ya sé que sólo los catecúmenos del totalitarismo creen a pies juntillas tales aberraciones doctrinarias. Pero es evidente que los mentores de las teorías racistas, como los adalides de la misión histórica del proletariado, han sabido sacar muy buen partido de principios científicos muy seriamente alambicados por sus autores. Y lo grave es esto: que dado el rigor científico de estos principios, todas sus aplicaciones en detrimento del hombre encajan como anillo en dedo. Convertido el individuo en un cero a la izquierda, definida la libertad como una entelequia, la ofensiva totalitaria tiene ganada la partida. Pero obsérvese que no se trata de negar al hombre y su libertad aplastándole traumáticamente, sino convenciéndole con buenas razones científicas de que real y verdaderamente, ante el fin supremo, no puede ni significa nada. Persuadiéndole de que todo lo real es necesariamente lógico; de que los hechos reales no son buenos ni malos, justos o injustos, dignos o indignos, morales o inmorales. Las siete plagas de Egipto, la dictadura perpetua de César, el golpe de Estado bolchevique y las dictaduras totalitarias de Hitler y Franco, no serían más que realidades inevitables y, por ende, necesarias. Todos nuestros esfuerzos y afanes, todas nuestras propagandas y sacrificios para cambiar o mejorar las ignominias sociales no tendrían sentido en sí mismos. A lo más, deberíamos resignarnos a que la misma causa suprema que puso en pie estas fealdades resuelva destruirlas en un momento dado, preciso, matemático, que puede ser ahora o dentro de un millón de siglos, según esté predestinado, sirviendo nosotros de ciega piqueta demoledora o de ariete. Ciega, porque nosotros mismos, no tenemos ni siquiera el derecho a indignarnos. La dignidad, como la justicia, como el amor a la libertad son, a lo que se deduce, simples reminiscencias religiosas.
En fin, estimo que el anarquismo, en su evolución ideológica, ha ido centrando todas sus inquietudes en la realidad hombre como suma y compendio de todas las realidades. Creer en el hombre no exige más esfuerzo crítico que creer en la materia, en el protozoario o en la nebulosa. Quiero decir que, en el sentido absoluto, no conocemos nada (*). La misma materia se nos diluye en las manos al observarla atentamente. Razón por demás para creer en el hombre, que soy yo mismo, y, por extensión, en los hombres, como principio y fin de todas las cosas. Pero un hombre sin voluntad determinativa no sería un hombre.
Repito. Si hay alguna verdad, ésta es el hombre. El hombre es la medida de todas las cosas. Todo lo que sabemos y conocemos: la materia, el Universo, las leyes científicas y naturales, las teorías y doctrinas, los principios y las filosofías, todo, repito, toma forma real a través de la realIdad hombre. Todas las realidades se hallan subordinadas a la realidad hombre. La realidad hombre, con todos sus atributos y facultades, es previa a todas las realidades. Niégame a mí esta soberanía, esta conciencia mía, y sacaré de tus lucubraciones lo que el negro del sermón.
Y he terminado. Estimo no haberte recreado esta vez los oídos contándote vidas miríficas de santos. De todas maneras, aunque fuera yo de la polémica, si es voluntad tuya continuar en la brecha, con las mismas cosas que dices tener por decir todavía, te leeré con mucho gusto. Pero me agradaría verte abordar lo que fue remate de mi trabajo anterior, y de éste, pues en resumidas cuentas fue el móvil inicial de nuestra polémica. Señalo esto porque lo eché de menos en todos y cada uno de tus trabajos.
(*) Los doctores Tsung Dao y Chen Ning-Yang, colaureados con el premio Nóbel, declararon en Suecia lo siguiente: Debemos estar preparados ante la revelación de un fenómeno llamado a reconsiderar las Ilamadas leyes naturales.
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