Indice de Dios y el Estado de Miguel Bakunin | Esbozo biográfico de Miguel Bakunin por Max Nettlau | Capítulo segundo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Dios y el Estado Miguel Bakunin Capítulo primero Tres elementos o tres principios fundamentales constituyen las condiciones esenciales de todo desenvolvimiento humano, colectivo o individual, en la historia: primero, la animalidad humana; segundo, el pensamiento; y tercero, la rebelión. Al primero corresponde propiamente la economía social y privada; al segundo, la ciencia; al tercero, la libertad. Los idealistas de todas las escuelas, aristócratas y burgueses, teólogos y metafísicos, políticos y moralistas, religiosos, filósofos o poetas, sin olvidar los economistas liberales, adoradores apasionados del ideal, como todo el mundo sabe, se ofenden en gran manera cuando se les dice que el hombre, con su magnífica inteligencia, sus ideas sublimes y sus aspiraciones infinitas, no es, al igual de todo lo que existe en el mundo, sino un producto de la vil materia. Desde luego podríamos objetarles que la materia a que los materialistas se refieren, es espontánea, eternamente móvil, activa, productora; la materia, química u orgánicamente determinada y manifestada por las propiedades. o las fuerzas mecánicas, físicas, animales e inteligentes que le son peculiares, no tiene relación alguna con la vil materia de los idealistas. Esta Última, producto de la falsa abstracción, es seguramente una cosa estúpida, inanimada, incapaz de dar a luz el menor producto, un caput mortuum, una repugnante imaginación opuesta a esa bella imaginación a que llaman Dios; frente a frente de ese Ser Supremo, la materia, despojada por ellos mismos de cuanto constituye su naturaleza real, representa necesariamente la nada suprema. Al separar de la materia la inteligencia, la vida, todas sus cualidades determinadas, sus fuerzas o relaciones activas, sus impulsos propios, sin los cuales carecería de peso, no le queda otra cosa que la impenetrabilidad e inmovilidad absoluta en el espacio. En compensación, atribuyen todas esas fuerzas, propiedades y manifestaciones naturales a ese ser imaginario creado por su abstracta fantasía: así que, invertidos los términos, llaman a ese producto de su imaginación, a ese fantasma, a ese Dios que no es más que la nada, el Ser Supremo; como consecuencia necesaria, afirman que el ser real, la materia, el mundo, es la nada. Después deducen, grave y doctoralmente, que, siendo la materia incapaz de producir algo, ni aún de ponerse en movimiento, ha debido ser necesariamente creada por Dios. ¿Tienen razón los deistas o los materialistas? Una vez planteada la cuestión, la duda es imposible.
Es indudable que los idealistas están en un error; los materialistas tienen razón. Sí, los hechos son anteriores a las ideas; el ideal, ha dicho Proudhon, es una flor cuyas raíces arrancan de las condiciones materiales de toda existencia. La historia intelectual, moral, política y social de la humanidad, sólo es el reflejo de su historia económica. Las diferentes ramas de la ciencia moderna, ciencia verdadera e imparcial, proclaman esta gran verdad fundamental y decisiva: Que el mundo social, el mundo propiamente humano; en una palabra, la humanidad, no es otra cosa que el supremo desenvolvimiento, la más alta manifestación de la animalidad, al menos en cuanto se refiere al planeta que habitamos y a lo que nosotros conocemos. Pero como cada desenvolvimiento implica necesariamente una negación de la base o punto de partida, he aquí que la humanidad surge gradual y deliberadamente del elemento animal del hombre: y es precisamente esta negación racional, porque és natural a la par que lógica, histórica e inevitable. como lo es también el desenvolVimiento y realización de todas las leyes naturales en el mundo, lo que constituye y da la vida al ideal, el mundo de las convicciones morales e intelectuales, las ideas. Nuestros antepasados, Adanes y Evas, fueron, si no gorilas verdaderos, bestias inteligentes y feroces (omnivoros), dotadas de un grado superior a los animales de las demás especies de estas dos facultades preciosas: la facultad de pensar y la necesidad de revelarse. Cambiando la acción progresiva de estas dos facultades en la historia, representan el poder negativo en el desenvolvimiento positivo de la animalidad humana, y crean, por lo tanto, lo que constituye la humanidad en el hombre. La Biblia, que es un libro muy interesante y profundo en todas sus partes, considerado como una de las más antiguas manifestaciones de la sabiduría y de la inteligencia humanas, expresa esta verdad con una sencillez admiradora en el mito del pecado original. Jehová, que de todos los dioses buenos adorados por los hombres fue el más celoso, el más vanidoso, el más violento, el más injusto, el más sanguinario, el más despótico y el más hostil a la dignidad y a la libertad humanas; Jehová creó a Adán y Eva para satisfacernos sabemos qué capricho, de seguro para proporcionarse dos nuevos esclavos, y puso generosamente a su disposición toda la tierra con sus frutos y animales, prohibiéndoles de un modo expreso y terminante probar el fruto del árbol de la ciencia. Por lo que se ve, deseaba que el hombre, sin conciencia de sí mismo, permaneciese eternamente bestia y eternamente humillado ante Dios vivo, su creador y su amo. Pero he aquí que surge Satañás, el rebelde, el primer librepensador y emancipador de los mundos y demuestra al hombre su ignorancia y obediencia; le emancipa, imprime en su frente el sello de la libertad y de la humanidad; finalmente, le incita a desobedecer los mandatos de su iracundo señor y a probar el fruto del árbol de la ciencia. Lo que sigue es bien conocido. El buen Dios, cuya previsión, una de las facultades divinas, debía haberle noticiado lo que iba a suceder, cayó en terrible y ridículo furor. Maldijo a Satanás, al hombre y al mundo creado por él, destruyendo, podemos decirlo así, su propia obra, cual hacen los niños que se encolerizan; y no contento con castigar a nuestros antepasados, maldijo también a las generaciones futuras, inocentes del crimen cometido por los primeros padres. Los teólogos y protestantes estiman esto como muy profundo y justo, precisamente porque es en grado sumo, monstruoso, inícuo y absurdo. Luego, recordando que no solamente era un dios de cólera y de venganza, sino también un dios de amor, después de haber atormentado a unos cuantos millones de pobres seres humanos y condenarlos a un infierno eterno, tuvo piedad del resto y, para salvarlos y reconciliar su amor eterno y divino con su divina y eterna cólera, siempre sedienta de víctimas y de sangre, envió al mundo, como víctima expiatoria, a su único hijo que fuera sacrificado por los hombres. Tal es el llamado misterio de la redención, base de todas las sectas cristianas. ¡Si el divino salvador hubiera redimido al mundo! Pero no; en el paraíso prometido por Cristo, como nadie ignora. puesto que tal ha sido la solemne profesía, los elegidos serán muy pocos. El resto, la inmensa mayoría de las generaciones presentes y futuras, arderá eternamente en el infierno. Entretanto, y para consolarnos. Dios, siempre justo, siempre bueno, patrocina el gobierno de los Napoleón III, Guillermo I, Fernando de Austria y Alejandros de todas las Rusias, como si de esta suerte quisiera demostrar nuestra afirmación de que la tiranía de abajo es correlativa a la de arriba. Tales son los cuentos absurdos a que dejamos hecha referencia y las monstruosas doctrinas que se enseñan, en la plenitud del siglo XIX, en todas las escuelas populares de Europa por mandato expreso de todos los gobiernos. ¡Y a esto se llama civilizar los pueblos! ¿No es evidente, por el centrario, que los gobiernos son los corruptores sistemáticos, los embrutecedores interesados de las masas populares? He ahí los medios criminales y repugnantes de que se echa mano para retener a las naciones en perpetua esclavitud y poderlas esquilmar más y mejor. ¡Cuán insignificantes son los criminales de los Troppman comparados con ese crimen de lesa humanidad cometido constantemente, en pleno día, sobre la superficie de todo el mundo civilizado por los que así mismos se llaman, sin rubor alguno, defensores y padres del pueblo! Pero aún hay más; en el mito del pecado original, Dios admite que Satán tenía razón, reconoce que el demonio no engañó a Adán y Eva al prometerles la ciencia y la libertad como recompensa al acto de rebelión que les había inducido a cometer, porque en el mismo momento que comieron de la fruta prohibida, Dios se dijo (véase la Biblia): He aqui que el hombre llega a convertirse en un Dios para conocer el bien y el mal; impidámosle, por lo tanto, probar el fruto de la vida eterna para que no alcance, como Nos, la inmortalidad. Dejemos a un lado ahora la parte fabulosa de este mito y considerémosle en su verdadero significado, bien sencillo por cierto. El hombre se emancipa, se aparta de la animalidad y se constituye a sí mismo hombre; ha comenzado su historia y desenvolvimiento esencialmente humano por un acto de desobediencia y de ciencia; esto es, por la rebelión y por el pensamiento. El sistema de los idealistas es completamente todo lo contrario de esto; es el reverso de todas esas experiencia humanas y de ese buen sentido universal y común, condición esencial a todo entendimiento humano, que, elevándose desde esta verdad tan sencilla, de largo tiempo admitida, que dos veces dos, son cuatro, hasta las más sublimes y complejas consideraciones humanas -no admitiendo, por otra parte, nada que no se halle confirmado por las pruebas más severas que la experiencia y la observación de las cosas y de los hechos nos suministren- llega a ser la única base seria del conocimiento humano. Concíbase perfectamente el desenvolvimiento progresivo del mundo material, así como también el de la vida orgánica y animal y el de la inteligencia históricamente gradual del hombre, individual o socialmente considerado. Este es un movimiento completamente natural de lo simple a lo compuesto, de lo más bajo a lo más alto, de lo inferior a lo superior; un movimiento que conforma con nuestras diarias experiencias y, por consiguiente, con nuestra lógica natural, con las leyes esenciales del espíritu que formándose y desenvolviéndose solamente con la ayuda de esas mismas experiencias, no es, propiamente hablando, más que la reproducción mental o cerebral, el sumario reflexivo de todo ello. Lejos de seguir el orden natural que nos lleva de lo más bajo a lo más alto, de lo inferior a lo superior y de lo relativamente simple a lo complejo, en lugar de asociar sabia y racionalmente el movimiento real y progresivo del mundo llamado inorgánico al mundo orgánico vegetal, animal y luego esencialmente humano -de la materia, o ser químico, a la materia o ser viviente, y de éste, al ser pensante- los idealistas, obsecados, ciegos, fanatizados por el fantasma divino que heredaron de la teología, toman precisamente el camino opuesto, y van de lo más alto a lo más bajo, de lo superior a lo inferior, de lo más complejo a lo más simple. Comienzan por Dios, ya como ideá o substancia divina, y el primer paso que dan es una terrible caída desde las sublimes alturas del ideal eterno hasta el fango del mundo material; desde la absoluta perfección hasta la imperfección absoluta; desde el pensamiento al ser, o mejor, desde el Ser Supremo a la nada. Cuándo, cómo y por qué el Ser Supremo, eterno, infinito, absolutamente oerfecto, de seguro hastiado de sí mismo, se ha decidido ha dar ese salto mortal, es lo que ningún idealista, ni teólogo. ni metafísico. ni poeta ha sabido comprender todavía y, múcho menos, explicarlo a los profanos. Todas las religiones pasadas y presentes y todos los sistemas de filosofía trascendental giran sobre este inicuo (*) y sin igual misterio. Hombres santos, legisladores inspirados, profetas, mesías, han buscado en él la vida y sólo han encontrado el tormento y la muerte. Como la antigua esfinge, él los ha devorado, porque no han podido explicárselo.
Grandes filósofos, desde Heráclito y Platón hasta Descartes, Spinoza, Liebnitz, Kant, Fichte, Schelling y Hegel, abstracción hecha de los filósofos de la India, han escrito montones de volúmenes y construído sistemas tan ingeniosos como sublimes, en los cuales han consignado pensamientos grandes y bellísimos, descubierto verdades inmortales; pero han dejado este misteriD, principal objeto de sus trascendentales investigaciones, tan insondeable, tan impenetrable como antes. Los gigantescos esfuerzos de los más admirables genios del mundo, de los que uno tras otro durante treinta siglos, cuando menos, ha emprendido de nuevo este trabajo de Sísifo, solamente han conseguido hacer más incomprensible aún este misterio. ¿Podemos, pues, esperar que nos sea explicado por las rutinarias especulaciones de algún discípulo pedante de esa metafísica artificiosa, en una época en que todos los espíritus serios han abandonado esa ciencia ambigua nacida de una transacción entre la sinrazón de la fé y la profunda razón científica? Es evidente que este terrible misterio es inexplicable: esto es, absurdo, puesto que solamente lo absurdo no admite explicación alguna; es evidente también quien que lo cree esencial a su felicidad y a su vida, necesita renunciar a su razón, y volver, si esto es posible, a la fé primera, estúpida y ciega, para repetir con Tertuliano y todos los creyentes sinceros estas palabras que son la quinta esencia de la teología: Credo quia absurdum. Entonces cesa toda discusión y queda triunfante la estúpida fe. Pero al momento surge esta otra cuestión: ¿Cómo llega un hombre inteligente e instruído a sentir la necesidad de creer en este misterio? Nada más natural que la creencia en Dios, creador, regulador, juez, amo. vengador, redentor y protector del mundo, prevalezca todavía entre el pueblo, especialmente en los distritos rurales, donde se halla más extendida que entre el proletariado de las ciudades. Desgraciadamente el pueblo es aún muy ignorante, debido a los esfuerzos sistemáticos de todos los gobiernos, que juzgan, no sin razón, que la ignorancia de aquél es una de las razones esenciales de su propio poder. Abrumado por su cotidiana tarea, privado de comodidades, del comercio intelectual, de la lectura; en una palabra, de todos los medios y de una buena parte de los estimulantes que desarrollan el pensamiento en el hombre, el pueblo acepta generalmente las tradiciones religiosas en totalidad y sin examen alguno. Estas tradiciones envuelven al hombre desde la infancia en todas las circunstancias de la vida y, mantenidas artificialmente en su espíritu por una multitud de envenenadores de todas clases, curas y laicos, le transforman de tal manera, que adquiere un hábito intelectual muchas veces más poderoso que su buen sentido natural. He aquí otra razón que explica, y en cierto modo justifica, las absurdas creencias del pueblo: tal es la miserable situación a que se halla fatalmente condenado por la organización económica de la sociedad en los más civilizados países de Europa. Reducido, así intelectual y moral como también materialmente, al mínimo de la existencia humana, encerrada su vida como un prisionero en su calabozo, sin horizonte, sin salida, sin porvenir; si hemos de creer a los economistas, el pueblo debiera tener el alma singularmente estrecha, y los embotados instintos de la burguesía si no sintiera el vehemente deseo de emanciparse; y para emanciparse no hay más que tres medios: dos completamente quiméricos, y uno, el tercero, real. Los dos primeros son la taberna y la Iglesia; es decir, el libertinaje del cuerpo y el libertinaje del espíritu; el tercero es la Revolución social. Este último será mucho más potente que todas las predicaciones teológicas de los librepensadores para destruir las creencias religiosas y los hábitos disolutos del pueblo, hábitos y creencias mucho más íntimamente unidos que lo que generalmente se supone. Sustituyendo los goces ilusorios y brutales a la vez de la licencia corporal y espiritual con los goces tan puros como abundantes de la humanidad desenvuelta en todos y cada uno, la Revolución social es la que únicamente tendrá poder suficiente para cerrar a un mismo tiempo todas las tabernas y todas las iglesias. Hasta entonces el pueblo, generalmente hablando, creerá; y si no tiene razón para creer, tendrá cuando menos el derecho de seguir creyendo. Hay una clase de gentes que, si no cree, tiene precisión de aparentarlo. Esta clase comprende a todos los que martirizan, oprimen y explotan a la humanidad: sacerdotes, príncipes, hombres de Estado, soldados, hacendistas públicos y privados, funcionarios de todas clases, policías, gendarmes, carceleros y verdugos, monopolizadores, capitalistas, recaudadores de contribuciones, contratantes y propietarios, abogados, economistas, políticos de todos colores, hasta los mercachifles de menor cuantía, todos repetirán a coro estas palabras de Voltaire: Si Dios no existiera sería necesario inventarlo. Lo cual equivale a decir que el pueblo necesita una religión; esto es, una válvula de seguridad. Existe finalmente, una clase algo numerosa de almas honradas, pero tímidas, que aunque inteligentes para tomar en serio los dogmas cristianos, los rechaza en detalle, pero no tiene ni el valor, ni la fuerza, ni la resolución necesarios para renunciar sumariamente a todos ellos. Abandonan a vuestra crítica todos los absurdos especiales de la religión, reciben con gesto característico todos los milagros, pero se agarran desesperados al absurdo principal, al origen de todos los demás, al milagro que explica y justifica todos los milagros, a la existencia de Dios. Su Dios no es el Ser poderoso y fuerte, el Dios un ser nebuloso, indefinido e ilusorio, que se desvanece en la nada al primer esfuerzo de la crítica; es un reflejo ignis fatuus, que ni alumbra ni calienta. Y sin embargo, aún se afirman en su error y creen todavía que si ese ser desapareciera, todo desaparecería con él, Son almas inconstantes y enfermizas, desorientadas en la actual civilización, que no están ni con el presente ni con el porvenir; pálidos fantasmas, eternamente suspendidos entre el cielo y la tierra que ocupan la misma posición entre los políticos burgueses y el socialismo del proletariado. No tienen ni el poder, ni el deseo, ni la voluntad necesarios para llevar adelante su pensamiento, y malgastan el tiempo y su trabajo en esforzarse constantemente por reconciliar lo irreconciliable. A estos señores se les conoce en la vida pública por el toda discusión, porque carecen de experiencia, porque son unos infelices catecúmenos. Hay, no obstante, unos cuantos hombres ilustres, de los que no se puede hablar sin respeto, y cuya vigorosa inteligencia, fuerza de voluntad y buena intención nadie tampoco osará poner en duda. Básteme citar tan solo los nombres de Mazzini, Michelet, Quinet y John Stuart Mill (**). Almas generosas y fuertes, grandes corazones, espíritus fuertes, escritores de primer orden; regenerador heroico y revolucionario de una gran nación el primero, todos ellos son apostoles del idealismo, menospreciadores desdeñosos y decididos adversarios del materialismo, y por consecuencia, del socialismo también, tanto en filosofía como en política. Con ellos, por lo tanto es preciso ahora discutir esta cuestión. Notas (*) Le llamo inícuo, porque este misterio ha sido y continúa siendo la consagración de todos los errores que se han cometido y se cometen en el mundo; le llamo ínícuo, porque todos los demás absurdos metafísicos y teológicos que rebajan y degradan el espíritu humano, no son más que su consecuencia necesaria. (**) Stuart Mill es probablemente el único de cuyo serio idealismo se puede con justicia dudar. Dos son las razones que apoyan tal afirmación: primera, que, si no discípulo en absoluto, es un admirador apasionado y partidario de la filosofía positivista de Augusto Comte; una filosofía que, a pesar de sus numerosas reservas, es realmente atea; segunda, que Stuart Mill es inglés, y en Inglaterra declararse ateo equivale, aun en nuestros días a condenarse al ostracismo.
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