Indice de Dios y el Estado de Miguel Bakunin | Capítulo noveno | Capítulo undécimo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Dios y el Estado Miguel Bakunin Capítulo décimo La idea general es siempre una abstracción, y por esto mismo, en algún modo, una negación de la vida real. La ciencia no puede asir y nombrar en los hechos reales sino su sentido general, sus relaciones, sus leyes; en una palabra, lo que es permanente en sus transformaciones contínuas; pero nunca su parte material, individual, por decirlo así, palpitante de realidad y de vida, y por ésto mismo fugitiva e imposible de precisar. La ciencia comprende el pensamiento de la realidad, no la realidad misma; el pensamiento de la vida, no la vida. He ahí su límite, el único límite verdaderamente infranqueable para ella, porque ella se basa en la naturaleza misma del pensamiento; que es el único órgano de la ciencia. En esta naturaleza se basan los derechos incontestables y la gran misión de la ciencia; pero también su impotencia vital y hasta su acción perjudicial, siempre que, por medio de sus representantes oficiales, se apropia el derecho de gobernar la vida. La misión de la ciencia es hacer ver las relaciones generales de las cosas reales y pasajeras; reconociendo las leyes generales inherentes al desarrollo de los fenómenos del mundo físico y del mundo social, planta, por así decirlo, los jalones inmutables de la marcha progresiva de la humanidad. indicando las condiciones generales, cuya rigurosa observación es necesaria y cuya ignorancia u olvido sería siempre fatal. En una palabra, la ciencia es la brújula de la vida, más no es la vida. La ciencia es inmutable, impersonal, general, abstracta, insensible, como las leyes de las que no es sino la reproducción ideal, premeditada o mental, es decir, cerebral (para recordar que la ciencia misma no es sino un producto de un órgano material, del cerebro). La vida es fugitiva y pasajera, más también toda palpitante de realidad y de individualidad, de sensibilidad, de sufrimientos, de alegrías, de aspiraciones, de necesidades y de pasiones. Ella sola es la que, espontáneamente, crea las cosas y los seres reales. La ciencia no crea nada; hace ver y reconocer las creaciones de la vida. Y siempre que los hombres de ciencia, saliendo de su mundo abstracto, falto de sangre y de vida, aborto semejante al hormúnculus creado por Wagner, el pedante discípulo del inmortal doctor Fausto. De donde resulta que la única misión de la ciencia es prestarle luz a la vida, no gobernarla. El gobierno de la ciencia y de los hombres de ciencia, aún cuando estos fuesen positivistas, discípulos de Augusto Comte, o discípulos de la escuela doctrinaria del comunismo alemán, no puede ser sino impotente, ridículo, inhumano, cruel, opresivo, explotador, dañino. Puede decirse de los hombres de ciencia, como tales, lo que se dice de los teólogos y metafísicos: no tienen sentido ni corazón ante los seres individuales y vivos. Pero no se les puede reprochar por tal causa pues ella es la consecuencia natural de su oficio. Mientras sean hombres de ciencia, no podrán inspirarles interés sino las generalidades y las leyes absolutas; nada más. La individualidad real y viva no es perspectible sino para otra individualidad viva, no para una individualidad pensadora no para el hombre que, gracias a una serie de abstracciones se pone fuera y por encima del contacto inmediato de la vida; no puede existir para ellos sino como un ejemplo más o menos perfecto de la especie, es decir, de una abstracción determinada. Si se trata de un conejo, por ejemplo, cuanto más hermoso sea el ejemplo, más feliz será el sabio al disecarlo, en la esperanza de poder resaltar de tal destrUcción la naturaleza general, la ley de la especie. Si nadie a ello se opusiera, ¿no habría en nuestros días fanáticos capaces de hacer iguales pruebas con los hombres? Si los sabios naturalistas no disecan seres humanos vivos, no la ciencia, las más poderosas protestas de la vida les detuvieron. Aun cuando pasen estudiando las tres cuartas partes de su existencia y aunque en la organización actual, formen una especie de mundo aparte, lo que a la vez perjudica a la salud de su corazón y a la de su espíritu, no son exclusivamente los hombres de la ciencia, son también más o menos los hombres de la vida. No hay que fiarse de ellos, sin embargo. Si uno puede estar casi seguro de que en la actualidad ningún sabio se atrevería a tratar a un hombre como a un conejo, siempre queda el temor de que los sabios reunidos sean capaces de someter a los hombres vivos a experimentos científicos sin duda interesantes, pero que no dejarían de ser desagradables para las víctimas. Si no pueden hacer experimentos en el cuerpo de los individuos, no querran ellos otra cosa que poderlos hacer en el cuerpo social. Y he ahí lo que es necesario impedir. En su organización actual, monopolizando la ciencia y permaneciendo así fuera de la vida social forman los sabios una casta aparte, casta de los sacerdotes. La abstracción científica es su Dios, las individualidades son sus victimas, y ellos los verdugos autorizados. La ciencia no puede salir de la esfera de las abstracciones. En este sentido es inferior al arte, que, a su vez, en realidad no se las entiende sino con tipos generales y situaciones generales, que encarna gracias a un artificio que le es propio. Indudablemente es que estas formas de arte no son la vida; más no por eso dejan de provocar en nuestra imaginación el recuerdo y el sentimiento de la vida; el arte individualiza en alguna medida los tipos y las situaciones que concibe; con ayuda de individualidades sin carne y sin hueso y por consiguiente permanentes e inmortales, que tienen el poder de crear, nos recuerda las individualidades vivas reales, que aparecen y desaparecen ante nosotros. El es, por lo tanto, en alguna suerte la vuelta de la abstracción a la vida. La ciencia es, por el contrario, la inmolación pcrpetua de la vida, fugitiva, pasajera, pero real, ante el altar de las abstracciones reales. La ciencia es tan poco capaz de asir la individualidad de un hombre como explicarse la de un conejo. No es que ignore el principio de la individualidad; la concibe perfectamente como principio pero no como hecho. Sabe muy bien que todas las especies animales, comprendida la especie humana, no tienen existencia real sino en un nÚmero indefinido de individuos, que nacen y mueren para dejar sitio a otros, igualmente fugitivos. Saben que elevándose las especies animales a las especies superiores, el principio de la individualidad se determina más; los individuos aparecen más completos y más libres. Sabe que el hombre, el último y el más perfecto animal de la tierra, presenta la individualidad más completa y más notable a causa de su facultad de concebir, de concretar, de personificar en alguna forma, en su existencia social y privada, la ley universal. Sabe, en fin, cuando no está viciada por el doctrinarismo teológico o metafísico, político o jurídico, o bien por cierto orgullo, cuando no es sorda a los instintos y a las aspiraciones de la vida, sabe, y esta es su última palabra, que el respeto al hombre es la ley suprema de la humanidad y que el principio, el verdadero fin de la historia, el Único legítimo, es la humanización y la emancipación, de la libertad real, la prosperidad del individuo vivo en la sociedad. Por que, a menos de caer nuevamente en las ficciones liberticidas del bien público representado por el Estado, ficciones siempre fundadas en el sacrificio sistemático del pueblo, sería preciso que reconociéramos implícitamente que la libertad y la prosperidad colectivas existen tan solo en tanto cuanto representan la suma de libertad y bienestar de los individuos. Sí: la ciencia sabe todas estas cosas, pero no puede profundizarlas, no puede ir más allá. Siendo la abstracción su misma naturaleza, puede concebir bastante bien el principio de la individualidad reál y viviente, pero no tener tráfico, relación alguna con esas mismas individualidades; se ocupa de los individuos en general, pero no de Pedro ni de Juan, no de este o del otro, que para ella no existen. Sus individuos, lo repito, no son más que abstracciones. Por tanto, no son las individualidades abstractas, sino las activas y vivientes, las que escriben la historia. Las abstracciones solo se mueven impelidas por el hombre real. Para este ser creado, no tan solo por la idea, sino por la realidad también, la ciencia no tiene corazón. Lo considera, cuando más, como materia para el desenvolvimiento social e intelectual. ¿Qué le importan las condiciones particulares y la suerte fortuita de Pedro o de Juan? La ciencia se ridiculizaría, abdicaría, anulándose a la par, si quisiera ocuparse de ellos más que como ejemplos, como comprobantes de sus eternas teorías. Y sería ridículo odiarla porque hace esto, puesto que obedece sus propias leyes. No puede dominar lo concreto, sino moverse solamente en lo abstracto. Su misión es ocuparse de la situación y de las condiciones generales de la existencia y del desenvolvimiento ya de la especie humana, por completo, o ya de tal o cual raza, de este o del otro pueblo, de aquella clase o categoría de individuos en particular: las causas generales de su prosperidad, de su decadencia y los medios mejores de asegurar su progreso en todos sentidos. Con tal que llene su cometido amplia y racionalmente, habrá cumplido todos sus deberes, y sería verdaderamente injusto exigirle más. Pero sería igualmente ridículo y desastrozo encomendarle una misión que es incapaz de llenar, puesto que su misma naturaleza le obliga a ignorar la existencia y la suerte de Juan y de Pedro. Continuaría desconociéndolas, pero sus representantes legales, hombres no abstractos en absoluto, sino, por el contrario, de una realidad evidente, unidos por sus intereses a la sociedad, cederían a la influencia perniciosa que el privilegio ejerce de un modo fatal sobre los hombres; y finalmente, despojarían a los demás seres en nombre de la ciencia, de igual modo que hasta aquí lo han hecho los curas, los políticos de todos los colores y los legisladores, ya en nombre de Dios, ya en el del Estado, ya en el del Derecho jurídico. Lo que yo propongo, pues, hasta cierto punto, es la revolución de la vida contra la ciencia, o mejor contra el gobierno de la ciencia; no para destruirla -esto sería un crimen de lesa humanidad- sino para limitarla a sus verdaderas funciones, de tal modo que jamás pueda abandonarlas. Hasta ahora toda la historia humana no ha sido más que una inmolación perpetua y sangrienta de millones y millones de pobres seres humanos en aras de una despiadada abstracción: Dios, patria, poder del Estado, honor nacional, derechos históricos, derechos jurídicos, libertad política, bien público; tal ha sido hasta hoy el movimiento natural, espontáneo e inevitable de las sociedades humanas. Nosotros no podemos deshacerlo; nosotros necesitamos someternos al pasado como nos sometemos a todas las fatalidades actuales. Necesitamos creer que ese fue el único medio posible de educar a la especie humana. No tenemos para qué hacernos ilusiones; aunque podamos atribuir la mayor parte al maquiavelismo de las clases gobernantes, tenemos que reconocer que no hay minoría bastante poderosa para imponer todos esos sacrificios a las masas si las mismas masas no hubieran obedecido a un movimiento vertiginoso y espontáneo que las empujaba a su propio sacrificio, ahora en aras de una, luego de otra de esas abstracciones devorádoras, vampiros de la historia siempre alimentados con sangre humana. Que esto sea muy grato para los teólogos, los políticos y los juristas, nosotros lo comprendemos perfectamente. Los sacerdotes de esas abstracciones no viven más que de la inmolación perpetua de las masas populares. Que los metafísicos dieran también su consentimiento no nos sorprende. Su única misión es justificar y razonar tanto como sea posible la iniquidad y el absurdo. Pero la ciencia positiva misma demuestra iguales tendencias es un hecho que deploramos profundamente consignarlo. Lo hace así debido a dos razones: en primer lugar, porque, constituída fuera de la vida, representa una corporación privilegiada; y en segundo lugar, porque hasta aquí ha estado poseída de que es el objeto final y absoluto de todo desenvolvimiento humano. Por medio de una crítica más juiciosa, que la obligara a pasar sobre si misma, comprendería, por el contrario, que solamente es un medio para la realización de un objeto más elevado; tal es la completa humanización de todos los individuos reales que nacen, viven y mueren sobre la tierra. La inmensa ventaja de la ciencia positiva sobre el derecho teológico, metafísico y jurídico consiste en esto: que en lugar de las abstracciones falsas y funestas predicadas por esas escuelas, coloca las verdaderas abstracciones que expresan la naturaleza general y lógica de las cosas, sus relaciones generales y las leyes universales de su desenvolvimiento. He aquí lo que le asegurará para siempre una gran posición en la sociedad. Llegará a constituir en cierto modo la conciencia social; pero hay un aspecto que se parece a todas las anteriores doctrinas: que siendo la abstracción su Único objeto posible, se ve obligada, por su propia naturaleza, a desconocer los seres reales, fuera de los cuales las abstracciones verdaderas no tienen realidad alguna. Para remediar este defecto radical, la ciencia del porvenir procederá por un medio diferente del seguido por las doctrinas del pasado. Estas se han aprovechado de la ignorancia de las masas para sacrificarlas voluptuosamente a sus abstracciones, las cuales, por lo visto, son siempre muy lucrativas para los que las representan. La ciencia positiva, reconociendo su incapacidad absoluta para concebir a las individuales reales e interesarse por su parte, debe renunciar definitiva y terminantemente al gobierno de las sociédades, porque si se metiera en esto, sería tan solo para sacrificar continuamente a esos mismos seres reales que desconocen las abstracciones que constituyen el único objeto de sus legítimas preocupaciones. La verdadera ciencia de la historia no existe todavía; apenas si empezamos a entrever hoy un destello de sus condiciones extremadamente complicadas. Pero supongámosla en la plenitud de su desenvolvimiento, ¿en qué podría favorecernos? Exhibiría una pintura racional y justa del desenvolvimiento natural de las condiciones generales, materiales e ideales, económicas, políticas y sociales, religiosas, filosóficas, estéticas y cientificas de las sociedades que han tenido una historia. Pero esta pintura universal de la civilización humana, cualesquiera que fueran sus detalles, no podría contener nunca más que apreciaciones generales, y por consiguiente abstractas. Los millones de individuos que han dado materia viviente y penosa a esa historia, a la vez triunfante y lúgubre -triunfante por la inmensa hecatombe de víctimas humanas aplastadas bajo su carro- esos millones de individuos obscuros sin los cuales no se hubiera obtenido ninguno de los grandes resultados abstractos de la historia -resultados, notémoslo bien, que nunca les han aprovechado en lo más mínimo- no han conseguido ni el más insignificante lugar en nuestros anales. Vivieron y fueron sacrificados en bien de la humanidad abstracta; he ahí todo. ¿Reprocharemos por ello a la ciencia de la historia? Esto sería injusto y ridículo. Los individuos son inintelegibles por el pensamiento, por la reflexión y aún por la palabra humana, que solamente es capaz de expresar abstracciones; son tan ininteligibles en el presente como lo fueron en el pasado. La ciencia social misma, la ciencia del porvenir continuará necesariamente desconociéndose. Todo lo que nosotros tenemos derecho a exigirle es que nos puntuaiice con lealtad y segura mano las causas generales del sufrimiento individual -entre estas causas no deben olvidarse sin duda la inmolación y la subordinación todavía ¡ay! demasiado frecuentes, de los individuos vivientes a las generalidades abstractas- y que nos enseñe al mismo tiempo las condiciones generales y necesarias de la emancipación total de los individuos que viven en la sociedad. Tal es su misión, tales sus limites, fuera de los cuales la acción social de la ciencia es impotente y funesta. Más allá de esos límites empiezan las pretensiones doctrinarias y gubernamentales de sus representantes legales, sus sacerdotes. ¡Es ya tiempo de acabar con esos pontífices, aunque se llamen demócratas socialistas! Una vez más: la única misión de la ciencia es iluminar nuestro camino. Solamente la vida emancipada de todas las trabas gubernamentales y doctrinarias, devuelta a la plenitud de su libre acción, puede crear algo. ¿Cómo resolver esta antinomia? De una parie la ciencia es indispensable a la organización racional de la sociedad, de otra es incapaz de interesarse por todo lo que es real y viviente. Esta contradicción solo puede ser resuelta de un modo: la ciencia necesita no permanecer por más tiempo fuera de la vida de todos, representada por un cuerpo de sabios honorables, sino, por el contrario, tomar asiento y difundirse entre las masas. La ciencia, que debe en adelante representar la ciencia colectiva de la sociedad, necesita realmente llegar a ser propiedad de todos y de cada uno. Por esto, sin perder nada de su carácter universal, del que no puede despojarse nunca, sin dejar de ser ciencia, y en cuanto continúa refiriéndose exclusivamente a las causas generales y a las relaciones de los individuos y de las cosas, se ahrirá camino en la vida real e inmediata de todos los individuos. Será un movimiento análogo a aquel que hizo decir a los predicadores al principio de la Reforma que no había necesidad de sacerdotes para el hombre, porque este en adelante sería su propio sacerdote, asú como todos los hombres, gracias a la intervención invisible de Jesucristo, podían engullirse a su buen Dios. Pero no se trata aquí de Jesucristo, ni del buen Dios, ni de la política liberal, ni del derecho jurídico, cosas todas reveladas teológica o metafísicamente y el mismo modo indigestas para la inteligencia. El mundo de las abstracciones científicas no es revelado; es inherente al mundo real, del cual solamente es expresión y representación general o abstracta. De otro modo, forma una región separada, especialmente representada por las sabios a guisa de corporación, y en este caso, este mundo ideal amenaza reemplazar al buen Dios en el mundo real, reservando para sus representantes titulados el oficio de sacerdotes. Esta es la razón porque es necesario disolver la organización especial de los sabios por medio de la instrucción general, igual para todos y por lados, a fin de que las masas, dejando de ser los rebaños dirigidos y esquilados por los sacerdotes privilegiados, puedan tomar en sus propias manos la dirección de sus destinos. La ciencia, al llegar a ser patrimonio de todos, se unirá en cierto modo a la vida real e inmediata de cada uno. Ganará en utilidad y atractivo lo que pierda en orgullo, ambición y pedanteria doctrinaria. Esto, sin embargo, no estorbará a los hombres de genio, mejor organizados para la especulación cientifica que la mayoría de sus contemporáneos, que continúen consagrados, como lo hacen hoy, exclusivamente a cultivar las ciencias y a prestar grandes servicios a la humanidad. Solamente no ambicionarán otra influencia social que la influencia natural ejercida en virtud de sus propios esfuerzos por toda inteligencia superior, ni otro premio que la satisfacción de un noble entusiasmo. Pero en tanto las masas no adquieren un grado tal de instrucción ¿será necesario abandonarlas al gobierno de los hombres de ciencia? No ciertamente. Sería mejor para ellas dispensarse de la ciencia que permitir el gobierno de los sabios. La primera consecuencia del gobierno de esos hombres sería hacer inaccesible la ciencia al pueblo, porque las instituciones científicas existentes son esencialmente aristocráticas. Una aristocracia del talento, la más implacable desde el punto de vista de la práctica y la más vana e insultante desde el punto de vista social, tal sería el poder establecido en el nombre de la ciencia. Este régimen sería capaz de paralizar la vida y el movimiento de la sociedad. Los sabios siempre presuntuosos, siempre arrogantes y siempre impotentes, querrían mezclarse en todo, y las fuentes de la vida se sacarían bajo la influencia de sus abstracciones. Una vez más: la vida, no la ciencia, crea la vida; la acción espontánea del pueblo mismo es la única que puede crear la libertad. Indudablemente sería una fortuna que la ciencia pudiera desde este día en adelante iluminar la marcha espontánea del pueblo hacia su emancipación. Pero mejor es la ausencia de luz que una luz incierta y temblorosa que sirve solamente para extraviar a los que la siguen. No en vano el pueblo ha atravesado un largo período histórico y pagado por sus errores el sufrimiento de siglos y siglos de miseria. El resumen práctico de sus dolorosas experiencias constituye una especie de ciencia tradicional que en cierto modo vale tanto como la ciencia teórica. En fin, una porción de esa juventud burguesa, los estudiantes, que sienten bastante repugnancia por la falsedad, la hipocresía, la injusticia y la cobardía burguesa y tienen al mismo tiempo valor para volverle las espaldas y pasión sobrada para abrazar sin reserva la causa justa y humana del proletariado, esa juventud será, como ya he expuesto, la instructora fraternal del pueblo; gracias a ella, no habrá ocasión propicia para establecer el gobierno de los sabios. Si el pueblo se guarda del gobierno de los sabios, una razón muy poderosa le obligará a prevenirse contra él de los idealistas inspirados. Cuanto más sinceros y creyentes son los sacerdotes, son más peligrosos. La abstracción científica, ya lo he dicho, es una abstracción racional, verdadera en su esencia, necesaria a la vida, de la cual es la representación teórica, o si se quiere, la conciencia. Debe, precisa ser absorbida y dirigida por la vida. La abstracción idealista, Dios, es un veneno corrosivo qne destruye y descompone la vida, la falsifica y la mata. El orgullo de los sabios, no siendo más que una arrogancia personal, puede ser anulado y humillado; el orgullo de los idealistas, no siendo personal, sino divino, es irascible e inexorable; necesita ser aniquilado, pues nunca se doblegará, y en tanto le quede un soplo de vida, tratará de sujetar los hombres a su Dios; así es que los lugartenientes de Prusia, los idealistas prácticos de Alemania gustarían el ver al pueblo aplastado bajo la bota de su emperador. Es la misma fe, y el objeto, el fin varían muy poco. El resultado es siempre la esclavitud y al mismo tiempo el triunfo del más horrible y el más brutal materialismo. No hay necesidad de demostrar esto en el caso de Alemania: se necesita estar ciego para no verlo. El hombre, como toda la naturaleza viviente, es un ser enteramente material. El espíritu, la facultad de pensar, de recibir y reflejar diferentes sensaciones externas e internas, de recordarlas cuando han pasado y reproducirlas con la imaginación, de compararlas y distinguirlas, de concebir abstractamente las determinaciones que le son comunes y crear así conceptos de acuerdo con los diferentes métodos conocidos: la inteligencia, en una palabra, la única creadora de todo nuestro mundo ideal, es una propiedad del cuerpo animal y especialmente del organismo cerebral. Nosotros conocemos esto de un modo indudable, por la experiencia de todos, que ningún hecho ha destruído jamás y que todo individuo puede comprobar en cualquier momento de su vida. En todos los animales, sin exceptuar las especies más inferiores, podemos observar una inteligencia relativa que en la serie de las especies se desenvuelve proporcionalmente a la organización de cada una a medida que se aproxima a la del hombre, pero que solamente en él alcanza ese poder de la abstracción que constituye, propiamente hablando, el pensamiento. La experiencia universal, que es el único origen, la fuente de todos nuestros conocimientos, nos enseña, por lo mismo, que la inteligencia va siempre unida a todo cuerpo animal, y que la intensidad, el poder de esta función animal, depende de la mayor o menor perfección del organismo. Este resultado de la experiencia universal, no es aplicable solamente a las especies animales; lo afirmamos asimismo en los hombres cuyo poder moral e intelectual depende tan claramente de la mayor o menor perfección de su organismo como raza, como nación, como clase y como individuo, que no necesitamos insistir en este punto. La experiencia universal, sobre la cual descansa la ciencia, es terminantemente distinta de la fe Universal, sobre la cual los idealistas desean arraigar sus creencias: la primera es una afirmación real de los hechos; la segunda es tan solo una suposición de los hechos que nadie ha visto, y por consiguiente, varían según la experiencia de cada uno. Los idealistas, todos los que creen en la inmaterialidad y en la inmortalidad del alma humana deben hallarse muy embarazados con la diferencia de inteligencias en las razas, en los pueblos y en los individuos. A menos que admitamos que las diferentes partículas han sido distribuidas irregularmente, ¿cómo explicarse semejante diferencia? Desgraciadamente hay un número considerable de hombres estúpidos, tontos y faltos de inteligencia, idiotas, en fin, por completo, ¿pueden estos hombres haber recibido en la distribución general una partícula a la vez divina y estúpida? Para escapar a este dilema, los idealistas tienen que suponer necesariamente que todas las almas humanas son iguales, pero que las prisiones en que se hallan confinadas irremediablemente. los cuerpos humanos, son desiguales, algo más capaces unos que otros de servir como órganos para la intelectualidad pura del alma. Según esto, unas tendrían su disposición los mejores órganos, mientras que otras tendrían los más groseros. Pero estas son distinciones que el idealismo no puede emplear sin caer en la duda y en el más grosero materialismo. Porque en presencia de la absoluta inmaterialidad del alma, todas las diferencias corporales desaparecen, todo lo que es corporal, material, necesariamente aparece insignificante y grosero, de un modo igual y absoluto. El abismo que separa el alma del cuerpo, a la absoluta inmaterialidad de la materialidad, es infinito. Por consiguiente, todas esas diferencias aún no explicadas y lógicamente imposibles que existen al otro lado del abismo, en la materia, anulan y eliminan el alma que no influye ni puede influir en lo más mínimo sobre aquella. En una palabra, lo absolutamente inmaterial no puede ser constreñido, aprisionado y mucho menos expresado en cualquier grado que sea, por lo absolutamente material. De todas las fantasías groseras y materialistas, (esto es, brutales, usando la palabra en el sentido que la emplean los idealistas) engendradas por la ignorancia y la estupidez primitivas de los hombres, la de un alma inmaterial es ciertamente la más grosera, la más estúpida, y nada prueba mejor la omnipotencia ejercida, por los prejuicios del pasado aún sobre
los más sanos espíritus que ver a los hombres dotados de una inteligencia superior hablando todavía de esta extravagante unión. Por otra parte, es indudable que ningún hombre ha visto aún ni ha podido ver el espíritu puro, despojado de toda forma material, separado de todo cuerpo animal, cualquiera que sea. Pero si nadie lo ha visto, ¿cómo han llegado los hombres a creer en su existencia? El hecho de esta creencia es cierto, y si no universal; como pretenden los idealistas, al menos muy general y bastante digno de toda nuestra atención, Una creencia general, tan necia como se quiera, ejerce una influencia demasiado poderosa en el destino de los hombres, porque permanecen ignorándola, o bien la dejan a un lado dándola como artículo de fe. Por lo demás, esta creencia se explica de una manera bastante racional. El ejemplo que nos ofrecen los niños y los adolescentes y aún muchos de los que han pasado de la mayor edad, nos demuestra que el hombre puede usar sus facultades mentales sin darse cuenta de la manera como las usa. Durante este período en que el espíritu funciona inconcientemente, durante esta acción de la infancia inocente o creyente, el hombre, preocupado por el mundo exterior, aguijoneado por ese estímulo interno que se llama vida y por sus múltiples necesidades, crea una cantidad de fantasías, conceptos e ideas, por presición muy imperfectos al principio y muy poco conformes a la realidad de las cosas y de los hechos que se esfuerza en expresar. No teniendo aún la conciencia de su propia acción inteligente, desconociendo todavía lo que él mismo ha producido, continúa elaborando esas fantasías, esos conceptos, esas ideas, ignorando su origen subjetivo, esto es, humano, para considerarlos naturalmente como seres objetivos, como seres reales, que le son extraños, y que existen por su propia virtualidad. Tanto fue esto así, que los pueblos primitivos, surgiendo lentamente de su inocencia animal, crearon sus dioses; y sin darse cuenta de que eran sus creadores únicos los adoraron, considerándolos como seres infinitamente superiores y les atribuyeron la omnipotencia y se reconocieron sus inferiores, sus esclavos. A medida que las ideas humanas han ido desenvolviéndose, los dioses, que jamás han sido otra cosa que la revelación fantástica, ideal y patética de una imagen invertida, se han idealizado también. Idolos groseros al principio, hanse convertido poco a poco en espíritus puros colocados fuera del mundo visible; y después, en el curso de la historia, se ha confundido en un solo ser divino, puro, eterno, espíritu absoluto, creador y gobernador de los mundos. En todo desenvolvimiento, justo o falso, real o imaginario, colectivo o individual, el primer paso es siempre el más costoso, el primer acto el más difícil. Dado el primer paso, lo demás sucede naturalmente, como una consecuencia necesaria. El paso más difícil en el desenvolvimiento histórico de esa terrible locura religiosa que continúa preocupándonos, fue colocar semejante mundo divino fuera del mundo real. Este primer acto de locura, tan natural desde el punto de vista fisiológico, y por consiguiente, necesario en la historia de la humanidad, no se realizó de un golpe. No sé cuantos siglos habrán sido necesarios para desarrollar esta creencia y darle una influencia gubernamental en las costumbres sociales de los hombres. Mas una vez establecida, fue omnipotente y se convirtió en una demencia al posesionarse del cerebro del hombre. Observad a un loco, cualquiera que sea el objeto de su locura, y podréis notar que la idea fija e indefinida que le preocupa, la supone la cosa más natural del mundo, y que, por el contrario, las cosas reales que contradicen su monomanía le parecen ridículas, odiosas y tontas. Pues bien; la religión es una manía colectiva, poderosa porque es tradicional, porque su origen se pierde en la más remota antigüedad. Como locura colectiva, ha penetrado hasta lo más profundo de la existencia pÚblica y privada de los pueblos, ha encarnado en la sociedad, y ha llegado a ser, por decirlo así, el alma y el pensamiento universal. Todos los individuos se ven envueltos por ella desde la cuna; la maman en los pechos de su madre, la absorben en todo lo que tocan, en todo lo que ven. Tanto les alimenta, tanto envenena y penetra todo su ser, que al fin, por poderoso que sea su espíritu, tienen que hacer esfuerzos inauditos para librarse de ella, y aún así nunca lo consiguen por completo. Buena prueba de esto son los idealistas modernos, los materialistas doctrinarios y los conservadores germánicos. No han podido deshacerse de la religión del Estado. Una vez bien establecido y arraigado en la imaginación de las gentes del mundo sobrenatural, el mundo divino, el desenvolvimiento de los diferentes sistemas religiosos ha seguido su curso natural y lógico, conformándose, por otra parte, en todas las cosas al movimiento contemporáneo de las relaciones políticas y económicas, de las cuales ha sido en todas las épocas, en el mundo de las ilusiones religiosas, la reproducción verídica, la consagración divina. Por esto la locura colectiva e histórica que a sí misma se llama religión, se ha desenvuelto y desarrollado de un modo gradual, a partir del fetichismo, pasando luego por todas las formas del politeísmo, hasta concluir en el monoteísmo cristiano. El segundo paso en el desenvolvimiento de las creencias religiosas, indudablemente el más difícil después de establecido un mundo divino aparte, fue de seguro esa transición del politeísmo al monoteísmo, del materialismo religioso de los paganos a la fé espiritual de los cristianos. Los dioses paganos -y ésta es su principal característica- fueron, antes que otra cosa, dioses nacionales. Tan numerosos eran, que por necesidad conservaron siempre un carácter más o menos material; o mejor dicho, fueron tan numerosos porque eran materiales; puesto que la diversidad es uno de los principales atributos del mundo real. Los Dioses paganos no fueron, pues, la negación estricta, exacta, de las cosas reales, sino su exageración fantástica. Nosotros sabemos cuánto costó semejante transición ál pueblo judío, transición que constituye, por así decirlo, su historia entera. En vano Moisés y los profetas predicaron el Dios único; el pueblo, relapso siempre en su idolatría primitiva, en su fé antigua, mucho más natural, en varios dioses buenos, materiales, humanos y palpables, continuó indiferente ante tales predicaciones. Jehová mismo, su único Dios, el dios de Moisés y los profetas, fue un Dios extremadamente nacional, puesto que servía tan solo para premiar y castigar a sus fieles, a sus escogidos, con argumentos materiales, muchas veces estúpidos, siempre groseros y crueles; no significa más que la fé en su propia existencia e implica, por tanto, la negación de los dioses primitivos. El Dios de los hebreos no negaba la existencia de sus rivales, únicamente exigía a su pueblo que no los adorase de igual manera que a él le adoraba. Jehová era un dios celoso; por esto sin duda su primer mandato fue: Yo soy el Señor tu Dios, y tú no adorarás a otros dioses más que a mí. Jehová, pues, sólo era la primera encarnación material, pero muy tosca, del idealismo moderno. Por otra parte, no pasó de ser un dios nacional, como el dios eslavo adorado por los generales, esclavos sumisos y pacientes del emperador de todas las Rusias; como el dios germánico proclamado por los beatos y por los generales alemanes supeditados a Guillermo I de Alemania. El Ser Supremo no puede ser un dios nacional; debe ser dios de la humanidad entera. Tampoco puede encarnarse en un ser material; precisa que sea la negación de toda materia; espíritu puro, en fin.
Para la consagración del culto del Ser Supremo hacen falta, pues, dos cosas: primera, una realización de la Humanidad, tal cual es en sí, por la negación de las nacionalidades y de los cultos nacionales; segunda, un desenvolvimiento, ya muy avanzado, de las ideas metafísicas para espiritualizar al grosero Jehová de los hebreos. La primera condición la realizaron los romanos, aunque de un modo negativo sin duda; la conquista de la mayor parte de los países conocidos de los antiguos y la destrucción de sus instituciones nacionales. A ellos debemos el establecimiento, sobre las ruinas de miles de viejos altares, de un dios único y supremo. Los dioses de todas las naciones conquistadas, reunidos en el Panteón, se anularon mutuamente. En cuanto a la segunda, la espiritualización de Jehová, fue efectuada por los griegos mucho antes de la conquista de su suelo por los romanos. Grecia, al final de su historia, había recibido de Oriente un mundo divino que arraigó la fé tradicional de sus pueblos. En este período instintivo, anterior a su historia política, Grecia desenvolvió y humanizó por medio de sus poetas de un modo prodigioso ese mundo divino. En el comienzo de su historia contemporánea tuvo también una religión completa, la más simpática y noble de todas las religiones que han existido, en tanto que una religión, esto es, una mentira puede ser noble y simpática. Sus grandes pensadores -ninguna nación los había tenido tan grandes como Grecia- hallaron el mundo divino no solo establecido fuera de sí mismos, en el pueblo, sino también en sí mismos, como un hábito del sentimiento y del pensamiento, y lo tomaron como punto de partida. Les hizo también mucho favor la circunstancia de no haber fundado teología alguna; esto es, de no haber esperado en vano reconciliar la razón naciente con los absurdos de tal o cual religión, como hicieron los escolásticos de la Edad Media. Dejaron a los dioses fuera de sus especulaciones y se consagraron directamente a la idea divina, una, invisible, omnipotente, eterna, absolutamente espiritual e impersonal. Los metafísicos griegos, pues, mucho más que los judíos, fueron los verdaderos creadores del dios cristiano. Los hebreos le agregaron tan solo la brutal personalidad de su Jehová. Que un genio sublime como el divino PIatón se hubiese convencido por completo de la realidad de la idea divina, nos demuestra cuán contagiosa, cuán potente es la tradición de la manía religiosa, aún en los más grandes espíritus. Sin embargo, esto no debe sorprendernos, puesto que en nuestros mismos días los más grandes filósofos después de Aristóteles y Platón, Hegel, por ejemplo, han hecho esfuerzos supremos por reponer sobre su trono trascendental o celestial las ideas divinas, cuya objetividad ha demolido Kant por medio de una crítica desgraciadamente imperfecta y demasiado metafísica. Cierto que Hegel realizó su obra de restauración de un modo tan impolítico que anuló para siempre la idea de Dios. El apartó de las ideas religiosas su carácter divino para probar a cuantos le leyeran, que nunca fueron otra cosa que una creación del espíritu humano al correr en pos de sí mismo a través de la historia. Para poner fin a toda locura religiosa, y a todo espejismo divino, faltóle sólo la expresión de esas grandes palabras que se han pronunciado después de él, y casi al mismo tiempo, por dos espíritus, magnánimos, ignorados uno de otro, Ludwig Feuerbach, el discípulo y demoledor a un mismo tiempo de las doctrinas de Hegel, y por Augusto Comte, el fundador de la filosofía positivista en Francia. He aquí dichas palabras: La metafísica se reduce a la psicología. Todos los sistemas metafísicos no han sido jamás otra cosa que la psicología humana desenvuelta a través de la historia. Hoy no hay dificultad alguna en comprender cómo nacieron las ideas divinas, cómo fueron creadas por esa facultad que distingue al hombre, la abstracción. Pero en la época de Platón este conocimiento era imposible. El espíritu colectivo, y por consecuencia, el espíritu individual igualmente, incluso el de los más grandes genios, no estaba maduro para conseguirlo. Apenas llegó a decir con Sócrates. ¡Conócete a tí mismo! Este conocimiento existió de un modo abstracto, ideal; de hecho no tuvo existencia real. Imposible que el espíritu humano sospeche que él mismo era el único creador del mundo divino. El mundo divino se presentó ante su vista inesperadamente; en la historia en el sentimiento y en los hábitos de la imaginación en todas partes, en fin, lo halló arraigado y por necesidad lo hizo objeto de sus más profundas especulaciones. Así surgieron los metafisicos y así también se desenvolvieron y perfeccionaron las ideas divinas, el fundamento del espiritualismo. Cierto que después de Platón hubo una especie de movimiento inverso en el desarrollo del espíritu. Aristóteles, el padre verdadero de la ciencia y de la filosofía positivista, no negó el mundo divino, pero se ocupó de él todo lo menos posible. Fue el primero que estudió como analítico y experimentalista: la lógica, las leyes del pensamiento humano, y al propio tiempo al mundo físico, no en su ciencia ideal ilusoria, sino en su aspecto real. Después los griegos establecidos en Alejandría, fundaron la primera escuela de las ciencias positivas. Eran ateos, pero su ateísmo no tuvo influencia alguna entre sus contemporáneos. La ciencia tendría entonces con fuerza irresistible a separarse, a divorciarse de la vida. Cuanto a la negación de las ideas divinas formuladas por los epicúreos y por los escépticos, no produjo efecto alguno sobre las masas. Otra escuela mucho más influyente se fundó en Alejandría: tal fue la de los neoplatónicos. Estos, confundiendo en una mezcla impura de fantasía de Oriente y sus ideas de Platón fueron los verdaderos precursores y más tarde los creadores de los dogmas cristianos. Así el egoísmo personal y grosero de Jehová, la dominación no menos brutal y grosera de los romanos y las especulaciones metafísico-ideales de los griegos, materializados por el contacto con el Oriente, formaron los tres elementos constitutivos de la religión espiritual de los cristianos. Un dios que así se eleva sobre las diferencias nacionales, y es, en cierto modo, la negación directa de todas, necesariamente ha de ser inmaterial y abstracto. Más, como ya he dicho, la fé en la existencia de un ser semejante, siendo como es asunto bastante complicado, no ha podido introducirse en la vida súbitamente. Por tanto, le fue preciso un largo período de preparación, de desenvolvimiento debido a la metafísica griega, la primera que estableció, en un sentido verdaderamente filosófico, la noción de la idea divina, modelo eternamente reproducido por el mundo visible. Pero la divinidad concebida y creada por la filosofía griega era una divinidad impersonal. No siendo capaz ningún metafísico lógico y serio de elevarse, o mejor, descender a la idea de un dios personal, un dios trino y uno a la vez. Este dios fue encarnado en la personalidad brutal, cruel y egoísta de Jehova, el ídolo nacional de los judíos que, a pesar del exclusivo espíritu de raza que todavía hoy les distingue, fueron de hecho mucho antes del nacimiento de Cristo los más internacionales del mundo. Algunos, conducidos en calidad de cautivos, pero la mayor parte excitados por la pasión mercantil, principal rasgo de su carácter, se esparcieron por todos los países llevando consigo el culto de Jehová, al que son tanto más fieles cuanto más los abandona. En Alejandría el terrible dios de los judíos se encontró con la divinidad metafísica de Platón, ya corrompida por las ideas de Oriente y mucho más por sí misma. A pesar de esto y de su exclusivismo nacional y feroz, Jehová no pudo resistir por mucho tiempo los atractivos de la divinidad ideal e impersonal de los griegos; de aquí la unión de ambos. De este contubernio nació el dios espiritualista, pero no espiritual, de los cristianos. Los neoplatónicos fueron los principales creadores de la teología de esta nueva religión. Pero la teología por sí sola no constituye la religión, así como los elementos históricos no bastan a constituir la historia. Al hablar de elementos históricos me refiero a las condiciones generales de un hecho real cualesquiera; por ejemplo: a la conquista del mundo por los romanos y al encuentro del dios de los judíos con la divinidad ideal de los griegos. Para fecundar los elementos históricos, para hacerlos sufrir una serie dada de transformaciones, es necesario un acto vital, espontáneo, sin el cual pueden aquéllos permanecer durante muchos siglos en estado de elementos improductivos. El cristianismo no careció de este acto: tal fue la propaganda, el martirologio y la muerte de Jesucristo. Nosotros no sabemos casi nada de ese personaje, pues cuanto nos dicen los Evangelios es tan contradictorio y fabuloso, que apenas podemos admitir unos cuantos hechos reales y efectivos. Pero no puede ponerse en duda que él fue el predicador del pobre, el amigo y el consuelo del miserable, del ignorante, del esclavo y de la mujer, siendo precisamente por ésto Último muy querido. El prometió la vida eterna a todos los que sufren en la tierra, y el número de estos es inmenso. Fue crucificado, como la cosa más natural del mundo, por los representantes oficiales de la moralidad y del orden público de aquella época. Sus discípulos y los discípulos de estos, gracias a la conquista romana y a la destrucción de las barreras nacionales, se diseminaron por todo el globo y propagaron el Evangelio en la mayor parte de los países conocidos en la antigüedad. Por doquier fueron recibidos con los brazos abiertos por los esclavos y las mujeres, las dos clases más oprimidas, las que más sufrían, y, por consiguiente, las más ignorantes. Si hicieron algunos prosélitos entre los privilegiados y las gentes ilustradas, debiéronlo en gran parte a la influencia de la mujer. La verdadera propaganda se hizo directa y exclusivamente entre el pueblo desgraciado y degradado por la servidumbre: tal fue el principal y la primera revolución del proletariado. La gran honra del cristianismo, su incontrastable mérito y todo el secreto de su triunfo, sin precedente y aún perfectamente legítimo, consiste en haber apelado al pueblo, a los que sufren, a todos los que el mundo antiguo impuso un servilismo político e intelectual, cruel y rígido, a la par que les negó siempre los más elementales derechos humanos. De otro modo, jamás hubiera prevalecido el cristianismo. La doctrina enseñada por los apóstoles de Cristo, tan consoladora como fue para los desgraciados, tuvo un carácter demasiado transtornador, demasiado absurdo desde el punto de vista de la razón humana para que los hombres ilustrados pudieran aceptarla. Observad si no con que fruición el apóstol Pablo habla del escándalo de la fé y del tiempo de esa divina tontería rechazada por los poderosos y los sabios del siglo, pero aceptados con un apasionamiento sin límites por los crédulos, los ignorantes y los pobres de espíritu. En verdad que el descontento de la vida debia ser muy profundo, que el corazón de las gentes debía haberse endurecido, que la carencia de entendimienlo seria absoluta, para haber acentado el más monstruoso de todos los absurdos, el absurdo cristiano. Este no fue solamente a la negación de todas las instituciones políticas, sociales y religiosas de la antigÜedad; subvirtió en absoluto el sentido común, la razón humana. El mundo real, el ser viviente, era considerado como la nada; y en tanto que fuera de las cosas reales, siempre fuera de las ideas de tiempo y espacio, el último producto de la facultad abstractiva del hombre reposa en la contemplación del vicio y de su inmovilidad absoluta, esa abstracción, ese caput mortuum, absolutamente falto de todo contenido, la verdadera nada, Dios es proclamado el único ser real; eterno y todopoderoso. El Todo real es declarado nulo, y la nada absoluta el Todo. La sombra se convierte en cuerpo y éste se desvanece como una sombra. Yo sé demasiado bien que en los sistemas teológicos y metafísicos de Oriente, y particularmente en la India, incluso en el budista, radica el principio de anulación del mundo real en favor de la abstracción ideal y absoluta. Pero no tiene el cárácter de negación voluntaria y deliberada que distingue al cristianismo: cuando esos sistemas fueron concebidos, el mundo del pensamiento humano, de la voluntad y de la libertad no había alcanzado ese desarrollo que se manifestó después en la civilización griega y romana. Todo esto fue audaz y absurdo, el verdadero escándalo de fé para las masas; fue el triunfo de la estupidez crédula sobre la inteligencia y, en algunos casos la ironía de un espíritu corrompido, fatigado, desilusionado y mal avenido con la verdad seria y honrada, fue, en fin, una necesidad, la de aturdirse y embrutecerse, necesidad sentida tan frecuentemente por los espíritu satisfechos: Credo quia absurdum. (Yo no solo creo en el absurdo, sino que creo en él precisamente, y sobre todo, porque es absurdo). Del mismo modo muchos espíritus distinguidos e ilustrados creen en nuestros días en el espiritismo, en las mesas giratorias -¿y por qué ir tan lejos?- creen todavía en el cristianismo, en el idealismo, en Dios. La fé del proletariado antiguo, como la del moderno, era robusta y sencilla. La propaganda cristiana iba dirigida a su corazón, no a su inteligencia; a sus eternas aspiraciones, a sus necesidades, a sus sufrimientos, a su condición de esclavos, no a su razón que dormitaba entonces, y para la cual por consiguiente las contradicciones lógicas y la evidencia no existían. Lo único que le interesaba era saber cuándo sonaría la hora de la prometida redención, cuándo llegaría el reinado de Dios. En cuanto a los dogmas teológicos, no le preocupaban, porque nada entendía de ellos. El proletariado convertido al cristianismo constituyó una fuerza material, pero no su pensamiento teórico, su fuerza intelectual. Los dogmas cristianos fueron elaborados en una serie de trabajos teológicos y literarios, y en los concilios principalmente, por los neoplatónicos del Oriente convértidos. El espiritu griego cayó en un abismo tal, que en el siglo VIII de la era cristiana, época del primer concilio, la idea de un dios personal, espíritu puro eterno, absoluto, creador y señor supremo,
fue unanimemente aceptada por los padres de la Iglesia; y como una consecuencia lógica de este absurdo absoluto, llegó a ser entonces necesario creer en la inmaterialidad e inmortalidad del alma humana, alojada, aprisionada, por así decirlo en un cuerpo mortal en parte solamente, porque en éste mismo cuerpo hay una porción que, aunque material, es inmortal como el alma misma con la cual un día debe resucitar. ¡Cuán difícil para los mismos padres de la Iglesia concebir el espíritu puro despojado de toda forma material! En general el carácter de todo argumento metafísico y teológico, es buscar un absurdo por otro absurdo. Constituye una verdadera fortuna para el cristianismo el hecho de haber encontrado un mundo de esclavos. Pero tuvo aún otra ventaja: la invasión de los bárbaros. Estos eran gente valiente, llena de fuerza natural, y sobre todo, impelida por una necesidad tan grande como su capacidad vital; eran bandidos a toda prueba, bastante poderosos para devastarlo y tragarlo todo como sus sucesores los alemanes, pero aquellos fueron mucho menos sistemáticos v pedantes que estos: menos morales, menos instruidos y por otra parte, más independientes y más fieros, más capaces para la ciencia y la libertad que la burguesía de la moderna Alemania. A pesar de todas sus grandes cualidades, no fueron más que barbaros: esto es, tan indiferentes a todas las cuestiones teológicas y metafísicas como los antiguos esclavos; puesto que, por otra parte, un gran número de estos pertenecía a la raza de aquéllos. Así es que una vez vencida su repugnancia de hecho, no fue difícil convertirlos teóricamente al cristianismo. Durante diez siglos el cristianismo, armado con la omnipotencia de la Iglesia y del Estado, y dueño del mundo, pudo depravar, abatir y falsear el espíritu de Europa. No tuvo quien compitiera con él, porque fuera de la Iglesia no había ni pensadores ni personas ilustradas. Sólo la Iglesia pensaba, hablaba, escribía, enseñaba. Aunque en su seno surgieron divergencias, afectaron al desenvolvimiento teológico o práctico del dogma fundamental, jamás el dogma mismo. La creencia en Dios, espíritu puro y creador del mundo, y la creencia en la inmaterialidad del alma, permanecieron intactas. Esta doble creencia llegó a constituir infiltrándose en todas las instituciones, en todos los detalles de la vida pública y privada de las clases y de las masas; en estas encarnó por completo, si así puedo expresarme. Sentado esto, ¿cómo sorprendernos que tal creencia haya llegado hasta nuestros días y que continúe ejerciendo su desastroza influencia sobre las más selectas inteligencias, tales como Mazzini, Michelet, Quinet y muchos otros? Nosotros sabemos que él primer ataque contra ella fue dirigido por el Renacimiento del libre examen en el siglo XV, el cual produjo héroes y mártires como Vanini, Giordano Bruno y Galileo. Aunque ahogado por el ruido, el tumulto y las pasiones de la Reforma, el libre examen continuo silencioso su trabajo invisible, legando a los espíritus más nobles de cada generación sus enseñanzas de emancipación humana por la destrucción del absurdo, hasta que en la segunda mitad del siglo XVIII apareció de nuevo el esplendoroso día, levantando valientemente su bandera: el ateísmo y el materialismo.
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