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Dios y el Estado

Miguel Bakunin

Capítulo duodécimo


Para comprender esta literatura romántica es preciso buscar la razón de su existencia en la transformación que se ha efectuado en el seno de la burguesía desde la revolución de 1793.

Desde el Renacimiento y la Reforma hasta la revolución, la burguesía, si no en Suiza, en Inglatena, en Holanda, fue la heroína, la representación del genio revolucionario de la historia. De su seno salió la mayor parte de los librepensadores del siglo XVIII, los reformadores religiosos de los siglos anteriores y los apóstoles de la emancipación humana incluso esta vez los de Alemania en el siglo pasado. Ella sola, apoyada naturalmente por el poderoso brazo del pueblo, que la seguía con fé ciega, hizo la revolución de 1789 y 1793; proclamó el destronamiento de la realeza y de la Iglesia, la fraternidad de los pueblos, los derechos del hombre y del ciudadano: tales son sus inmortales títulos de gloria. Pronto, no obstante, se dividió la burguesía. Una parte considerable de los compradores de bienes nacionales, que se había hecho rica, no a costa del proletariado de las ciudades, sino a expensas de la mayor parte de los campesinos de Francia, quienes a su vez se convirtieron también en propietarios de la tierra, no tuvo más aspiraciones que la de la paz, el restablecimiento del orden público y la fundación de un gobierno regular y fuerte. Así es que esta parte de la burguesía saludó con fruición la dictadura del primer Bonaparte, y, aunque siempre volteriana, no vió con disgusto el Concordato con el Papa y el restablecimiento de la Iglesia oficial en Francia. ¡La religión es muy necesaria al pueblo! Este cambio significa que, ahita ya esta fracción de la burguesía, empezó entonces a comprender lo absolutamente necesario que era la religión al mantenimiento de su nueva situación y a la conservación de las propiedades que recientemente había adquirido, para aplacar el hambre, no satisfecha del pueblo, con promesas semejantes a la del maná caído del cielo por la caridad divina. Entonces fue cuando Chateaubriand inauguró su propaganda.

Al llegar a este punto me parece útil recordar una anécdota, tan conocida como auténtica, que arroja una luz muy clara sobre el valor personal de estos calurosos defensores del catolicismo y la sociedad religiosa de aquél período. - Chateaubriand había llevado a un librero una obra dirigida contra la fé; el librero le hizo observar que el ateísmo había pasado de moda y que el público sólo pedía obras religiosas. Chateaubriand se retiró, y algunos meses después publicó El Genio del Cristianismo.

Napoleón cayó. La restauración devolvió a Francia la monarquía legítima y con ella el poder de su Iglesia y de los nobles, que recuperaron una gran parte de su antigua influencia, reconquistándola al fin por completo.

Esta reacción lanzó de nuevo a la burguesía en brazos de la Revolución, y con el espíritu revolucionario se reveló en ella también el escepticismo, volviendo, por tanto, a ser librepensador. Cambió Chateaubrian por Voltaire, pero no fue tan lejos como Diderot: sus débiles fuerzas no podían soportar un alimento tan fuerte. Voltaire, por el contrario, librepensador y deísta a la vez, le convenía más.

Beranger y el P. Le Courrir expresaron perfectamente esta nueva tendencia. El Dios de las buenas gentes y el ideal de un rey burgués, liberal y democrático a la paz, concebido en oposición a las victorias gigantes del imperio, tal fue en aquella época la pintura que del gobierno de la sociedad hizo la burguesía de Francia. Lamartine, aguijoneado por la envida ridícula y monstruosa de elevarse a las poéticas regiones del gran Byron, dio rienda suelta a sus delirantes himnos en honor del Dios de los dioses y de la monarquía legítima. Pero sus cantos sólo hallaron eco en los salones aristocráticos. La burguesía no los escuchó. Beranger era su poeta y Courrier su escritor político.

La revolución de julio vino, pues, a satisfacer sus gustos y aficiones. Nadie ignora que cada burgués en Francia lleva en sí mismo el tipo imperecedero del burgués gentilhombre, un tipo que jamás deja de soñar en un porvenir colmado de riquezas y de poder. En 1830 la burguesía rica reemplazó definitivamente en el poder a la antigua nobleza. Aquella tendió, como es natural, a constituir una nueva aristocracia. Una aristocracia del dinero, sobre todo, pero saturada de buenas maneras y de sentimientos delicados, que concluyó también por sentirse religiosa.

Esto no fue en realidad una imitación servil de las costumbres de la aristocracia, sino una necesidad para conservar su posición. El proletariado le prestó su último servicio ayudándole una vez más a derribar la nobleza. Después la burguesía ya no tuvo necesidad de su cooperación, porque se creía firmemente asegurada a la sombre del trono de Julio, y la alianza del pueblo, desde entonces inútil, empezo a serle inconveniente. Fue necesario, pues, rechazarla, y esto no pudo hacerse sin provocar gran indignación entre las masas. ¿Cómo y en nombre de qué contener tal sentimiento? ¿En nombre de los intereses burgueses francamente confesados? Esto hubiera sidó demasiado cínico. Cuanto más inhumano e injusto es un interés cualquiera, mayor necesidad tiene de sanción. ¿Dónde hallaría si no la religión, esa buena protectora de los bienaventurados y consoladora provechosa de los hambrientos? Y entonces mejor que nunca la burguesía triunfante comprendió que la religión era indispensable al pueblo.

Después de haber ganado todos sus títulos de gloria en la oposición religiosa, filosófica y política, en la protesta y en la revolución se convierte al fin en clase dominante, y por lo mismo, en defensora del Estado, desde entonces la institución regular del poder exclusivo de la burguesía. El Estado es la fuerza, y por tanto, antes que todo el derecho de la fuerza, el argumento victorioso, la razón triunfante del fusil de aguja, del Chassepot. Pero el hombre es de tal naturaleza, que este argumento elocuentísimo es insuficiente en la época actual. Para imponerle respeto es absolutamente necesaria una sanción moral cualesquiera. Además precisa que esta sanción sea tan clara y tan sencilla que las masas puedan convencerse de su bondad, las cuales, después de haber sido reducidas por el poder del Estado, tienen que ser también inducidas moralmente a reconocer sus derechos. Sólo hay dos medios de convencer a las masas de la bondad de una institución social, cualesquiera que sea.

El principio, el único, pero también el de más difícil adopción, porque implica la no existencia del Estado; o en otras palabras, el aniquilamiento de la explotación política organizada por una minoría dominante en perjuicio de la mayoría de los ciudadanos, consiste en la directa y completa satisfacción de la necesidad y aspiraciones del pueblo, lo cual equivale, según ya queda dicho, a la destrucción de la burguesía y del Estado. Es inútil, pues, hablar de ello.

El segundo medio, por el contrario, funesto para el pueblo, precioso para la salvación de los privilegiados burgueses, no es otro que la religión. Este es el eterno espejismo que dirige a las masas trás la pista de los tesoros divinos, en tanto que, mucho más astuta, la clase gobernante con repartir entre todos sus miembros, aunque muy desigualmente, dando siempre más al que más posee, los miserables bienes de la tierra y el botín arrebatado, al pueblo, incluso naturalmente su libertad política y social.

No existe, no puede existir un Estado sin religión. Escoged los Estados más libres del mundo, los Estados Unidos de América, o la confederación Helvética, por ejemplo, y veréis cuan importante papel juega en todos los documentos y discursos oficiales la Divina Providencia, esa sanción superior de todos los Estados.

Por consiguiente, no lo dudéis, siempre y cuando un jefe de Estado habla de Dios, ya sea el emperador de Alemania, ya el presidente de cualquiera República, es seguro que se prepara a esquilar de nuevo a su pueblo-rebaño.

La burguesía francesa, liberal y volteriana, impelida por temperamento a un positivismo (por no decir a un materialismo) mezquino y brutal, llegó a convertirse en clase gobernante gracias a la victoria de 1830 y el Estado tuvo que darse una religión oficial. Esto no fue cosa fácil. La burguesía no podía volver a someterse de pronto al yugo del catolicismo romano. Entre ella y la Iglesia de Roma había un abismo de sangre y de odio, y por muy práctico y sabio que uno sea, jamás le es posible reprimir una pasion desenvuelta en el curso de la historia. Por otra parte, la burguesía francesa hubiera caído en el ridículo al volver a la Iglesia y participar de las piadosas ceremonias de su culto, condición esencial de una conversión meritoria y sincera. Algunos se adaptaron a esto, es verdad pero su heroismo no fue premiado más que con un escándalo infructuoso. Por último, se hizo imposible volver al catolicismo a causa de la contradicción extraña que separa a la inmutable política de Roma del desenvolvimiento de los intereses económicos y políticos de la clase media.

Por esto el protestantismo es más ventajoso, es la religión burguesa por excelencia, y lo es precisamente porque se acomoda tan bien a la libertad como necesita la burguesía, a la par que halla un medio de reconciliar las aspiraciones celestiales con el respeto que demandan las consideraciones terrenales, y de aquí que en los países protestantes sea donde el comercio y la industria se han desarrollado más ampliamente.

Pero era también imposible que la burguesía francesa se convirtiese al protestantismo. Para pasar de una religión a otra -a menos de hacerlo deliberadamente como los judíos en Rusia y Polonia, que se bautizan tres o cuatro veces a fin de recibir por cada bautismo la remuneración que se concede a los convertidos-, para cambiar seriamente de religión hace falta un poco de verdadera fé.

Ahora bien, en el corazón exclusivamente positivista de la burguesía francesa no cabe la fé. Por el contrario, profesa la más profunda indiferencia hacia todo lo que no se relaciona con su bolsillo primero y con su vanidad social después.

Tanto le importa, pues, el protestantismo como el catolicismo. Por otra parte, la burguesía francesa no podía convertirse al protestantismo sin ponerse en contradicción con la rutina católica de la mayoría, lo cual hubiera sido una gran imprudencia para una clase que pretendía gobernar a la nación.

Quedábanle, no obstante otro camino: volver a la religión humanitaria y revolucionaria dei siglo XVIII. Pero esto equivalía a ir demasiado lejos.

La burguesía se vio, sin embargo, obligada, a fin de sancionar su nuevo Estado, a crear una religión nueva que pudiera ser proclamada bondadosamente, sin gran escándalo, sin ridículo, por toda la clase media. Así nació el deísmo doctrinario.
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