Indice de Dios y el Estado de Miguel Bakunin | Capítulo tercero | Capítulo quinto | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Dios y el Estado Miguel Bakunin Capítulo cuarto ¿Será necesario repetir en qué manera y en qué proporción las religiones envilecen y corrompen a los pueblos? Ellas destruyen su razón, el principal instrumento de la emancipación humana, y la reducen a la imbecilidad, la condición esencial de la esclavitud; deshonran el trabajo del hombre y lo hacen signo y origen de servidumbre; matan el sentimiento y la noción de la justicia humana, inclinando la balanza del lado de los bribones triunfantes, seres privilegiados de la divina indulgencia; aniquilan la dignidad y el orgullo humano y protegen tan solo la bajeza y la humillación: finalmente, sofocan en el corazón de las naciones todo sentimiento de fraternidad, reemplazándolo con el de la crueldad. Todas las religiones carecen de entrañas, todas se han arraigado por el derramamiento de sangre, todas descansan principalmente en la idea del sacrificio: esto es, en la inmolación perpetua de la humanidad a la iracunda venganza de la divinidad. En este sangriento misterio el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote -hombre también, pero privilegiado, por la gracia divina- es el ejecutor, el verdugo movido por el Ser Supremo. Esto nos explica el por qué los sacerdotes de todas las religiones, aún las mejores, las más humanas, las más benignas, casi siempre tienen en el fondo de sus corazones -y si no en su imaginación y en sus inclinaciones- algo de crueles y sanguinarios. Nadie conoce esto mejor que nuestros ilustres idealistas contemporáneos. Estos, no hay que dudarlo, son hombres doctos, de corazón y que conocen la historia; y como son al mismo tiempo seres vivos, grandes almas penetradas de un amor profundo y sincero por la felicidad de la humana especie, han maldecido y señalado todas esas infamias, todos esos crímenes religiosos con una elocuencia incomparable, y rechazan con indignación toda solidaridad con el Dios de las religiones positivas y con sus representantes pasados y presentes en la tierra. El Dios que los idealistas adoran o creen adorar se distingue en esto precisamente de los dioses reales que la historia nos muestra: en que no es en absoluto un dios positivo, definido de una manera cualquiera, ya sea teológica, ya metafísicamente; en lo que no es ni el Ser Supremo de Robespierre y Juan Jacobo Rousseau, ni el dios del panteísmo de Spinoza, ni siquiera el dios inocente, trascendental bastante dudoso y ambiguo de Hegel. Buen cuidado tienen de no darle una definición positiva y terminante, sabedores de que esto lo sometería a la acción disolvente de la crítica. Ellos no dirán si es un dios personal o impersonal; si ha creado o no el mundo, y ni aún hablarán de su divina providencia. Todo esto les pondría en un grave aprieto. Se contentan con decir Dios, y nada más. Pero entonces, ¿qué es su Dios? Ni siquiera es una idea; es una aspiración. Es el nombre genérico de todo lo que aparece grande, bueno, bello, noble, y humano. ¿Por qué entonces no dicen hombres? ¡Ah! Porque el Emperador Guillermo de Prusia y Napoleón III, y todos sus compadres son también hombres, y esto les embaraza muchísimo para tomar semejante determinación. La humanidad nos ofrece una mezcla informe de todo lo que hay de más sublime y bello y todo lo más vil y monstruoso en el mundo. ¿Cómo interpretan los idealistas esto? Pues llamando al uno divino y al otro bestial; representando así la animalidad y la divinidad como dos polos opuestos entre los cuales colocan a la humanidad. No quieren ni pueden explicarnos cómo esos tres términos no son en realidad más que uno, y que separarlos será destruirlos. Fáltales lógica, y hasta puede decirse que la desprecian. Esto es lo que los distingue de los metafísicos panteístas y deístas, e imprime a sus ideas cierto carácter de idealismo práctico: que se inspiran, no en el severo desarrollo de un sentimiento, sino en la experiencia y aún, puedo decirlo, en las emociones históricas colectivas e individuales de la vida. Esto reviste a su propaganda de una riqueza y fuerza vital aparentes, pero nada más que aparentes, porque la vida misma llega a ser estéril cuando se ve detenida por una contradisposición lógica. He aquí ahora la contradicción: ellos quieren un Dios y quieren a la vez la humanidad. Persisten en combinar dos términos que, una vez separados, sólo pueden reunirse de nuevo para destruirse; dicen a un mismo tiempo: Dios es la libertad del hombre, Dios es la dignidad, la justicia, la igualdad, la fraternidad, la prosperidad del ser olvidando la lógica fatal en virtud de la que, si Dios existe, todas esas cosas están condenadas a la no existencia. Así, pues, si Dios es, sólo puede serlo a condición necesaria de ser el amo o señor eterno, supremo, absoluto; y una vez admitido semejante amo, el hombre no es más que un esclavo; en tal estado de cosas, ni la justicia, ni la igualdad, ni la fraternidad, ni la felicidad son posibles. En vano, contra el buen sentido y las enseñanzas de toda la historia, representan a su Dios como animado por el más entrañable amor hacia la libertad humana; un amo, cualquiera que sea, y por muy liberal que pretenda aparecer, nunca deja de ser al fin y al cabo un amo. Amante celoso dé la libertad humana y juzgándola como la condición absoluta de todo lo que admiramos en la humanidad, invierto la frase de Voltaire y digo que si Dios existiera sería menester abolirio. Me parece imposible que los intelectuales, cuyos nombres justamente famosos y respetables he citado, no se hayan dado cuenta de la contradicción en que se envolvían al hablar de Dios y de la libertad humana a un mismo tiempo. Para haber pasado por alto tal contradicción, debieron considerar que semejante incongruencia era prácticamente necesaria para el bienestar de la humanidad. Es probable también que al hablar de la libertad como algo a sus ojos muy respetable y querido, den al vocablo una significación completamente opuesta a la concepción por nosotros, los materialistas y revolucionarios, mantenida. Ciertamente, ellos nunca hablan de la libertad sin agregarle en seguida esta otra palabra: autoridad, cosa que nosotros detestamos de todo corazón. ¿Qué es la autoridad? Es el poder inevitable de las leyes naturales que se manifiestan en la sucesión y encadenamiento fatales de los fenómenos del mundo físico y del mundo social. En verdad que contra esas leyes no solo no cabe revelarse, sino que es imposible. Podremos comprenderlas mal o no conocerlas todas, pero nunca desobedecerlas; porque ellas constituyen la condición fundamental de nuestra existencia, nos envuelven, nos penetran; regulan todos nuestros movimientos, todos nuestros pensamientos, todos nuestros actos; y así, cuando creemos desobedecerlas, no hacemos otra cosa que poner de manifiesto toda su omnipotencia. Sí; nosotros somos en absoluto esclavos de esas leyes. Mas en semejante esclavitud no hay humillación alguna, porque la esclavitud supone un amo externo, un legislador extraño a aquel a quien gobierna; y esas leyes no solo no están fuera de nosotros, sino que, por el contrario, son inherentes y constituyen nuestro ser, toda nuestra individualidad, física, intelectual y moralmente considerada; así vivimos, respiramos, obramos y pensamos solo en virtud de esas leyes. Sin ellas no somos nada, no somos. ¿De dónde, pues, podríamos deducir el poder y el deseo de revelarnos contra su influencia? En sus relaciones con las leyes naturales, solo esta libertad le queda al hombre: la de reconocerlas y aplicarlas progresivamente de conformidad siempre con el objeto de la emancipación individual y colectiva o de la humanización del ser, propiamente hablando, que persigue. Se necesita, por ejemplo, ser profundo teólogo o cuando menos metafísico, jurista o economista burgués para revelarse contra la ley en virtud de la cual dos y dos son cuatro. Se necesita asimismo tener una fe a toda prueba para creer que el fuego no quema ni el agua ahoga, excepto, en verdad, si se ocurre a un subterfugio, fundado en otra ley natural, también. Pero tales sediciones, o mejor, tales esfuerzos y necios deseos de rebelarse, son decididamente una excepción; porque generalmente puede decirse que la totalidad de los hombres reconoce, en el curso de su vida, la autoridad, del sentido común; esto es, la suma de las leyes naturales admitidas totalmente y de un modo casi absoluto. La gran desgracia es que un crecido número de esas leyes establecidas como tales por la ciencia no es conocido por las masas populares, gracias al cuidado y a la vigilancia de esos gobiernos tutelares que, como nadie ignora, existen solamente para el bien del pueblo. Otra dificultad importante es el hecho de que la mayor parte de las leyes naturales, las más estrechamente unidas al desenvolvimiento de la sociedad humana, tan invariables y esenciales como las leyes que gobiernan el mundo físico, no han sido todavía debidamente establecidas y reconocidas por la ciencia misma. Pero al fin serán reconocidas, y entonces del dominio de la ciencia pasarán, por medio de un sistema progresivo de instrucción y educación popular, al dominio pleno de la conciencia de todos, quedando enteramente resuelto el problema de la libertad. Las autoridades más recalcitrantes necesitan admitir que entonces no habrá necesidad alguna ni de su dirección ni de su legislación, dos cosas que ya emanen de la voluntad del soberano, ya del voto del Parlamento elegido por sufragio universal, y aunque fuera conforme al sistema de las leyes naturales -caso que no se ha dado ni se dará nunca- son siempre fatales y hostiles a la libertad de las masas, por la sencilla razón de que esas dos cosas las imponen un sistema de leyes externas y, por lo tanto, despóticas. La libertad del hombre consiste solamente en esto: en obedecer las leyes naturales, puesto que él mismo las ha reconocido como tales, y no porque le sean impuestas por una voluntad externa cualquiera, divina, humana, colectiva o individual. Supongamos que una docta academia, compuesta de los más ilustres representantes de la ciencia, se encarga de la legislación y de la organización de la sociedad; supongamos también que esa academia, inspirándose en un amor puro por la verdad, no dicta otras leyes que aquellas que se hallen en absoluta armonía con los últimos descubrimientos de la ciencia: pues bien, por mi parte sostengo que semejante legislación, que una organización tal, sería una monstruosidad; y esto por dos razones: primera, porque la ciencia humana es siempre y necesariamente imperfecta, y si comparamos lo ya descubierto con lo mucho que queda por descubrir, podemos afirmar que mañana como hoy y hoy como ayer se halla todavía en su infancia. De suerte que si intentáramos constreñir, estricta y exclusivamente, la vida práctica de los hombres, ya sea individual ya colectivamente considerada, a los últimos principios de la ciencia, condenaríamos a la sociedad y a los individuos a sufrir el más terrible martirio en el lecho de Procusto, que concluiría pronto por separarlos y anularlos, permaneciendo, no obstante la vida, una cosa infinitamente más grande que la ciencia. He aquí ahora la segunda razón: una sociedad que obedeciera la legislación emanada de una academia científica, no porque entendiera el carácter racional de ésta legislación (en cuyo caso la existencia de la academia sería perfectamente inútil), sino porque, emanando de la academia le fuera impuesta el nombre de una ciencia que venerase sin comprenderla, tal sociedad no sería una sociedad de hombres, sería una sociedad de brutos. Esto sería una segunda edición de las misiones de Paraguay, tanto tiempo sometido al yugo y al gobierno de los jesuítas. Tal sociedad descendería segura y rápidamente al más degradante estado de idiotismo. Pero hay todavía una tercera razón que haría imposible semejante gobierno. Una academia científica, investida de la soberanía, por decirlo así, absoluta, aunque estuviera compuesta por los hombres más ilustres, terminaría pronto e infaliblemente por su propia corrupción moral e intelectual. Tal es aún hoy, con los privilegios de que gozan, la historia de todas las academias. El genio científico más grande, desde el momento mismo que ingresa a una academia, desde que llega a ser un sabio oficial con patente, cae de un modo inevitable en la pereza y en la ociosidad, pierde su espontaneidad, su ardor revolucionaria y esa energía persistente y casi salvaje que caracteriza a los genios más brillantes, energía siempre llamada a destruir mundos viejos y a echar los cimientos de otros nuevos. Indudablemente gana en cortesía, en sabiduría práctica y utilitaria lo que pierde en energía y vitalidad su pensamiento; en una palabra, se apodera de él la corrupción. Es de tal naturaleza el privilegio, que su posesión mata el espíritu y el sentimiento de los hombres. El privilegiado, política o económicamente, es un hombre de corazón y de espíritu depravados. Esta es una ley social que no admite excepciones y que es tan aplicable a las naciones como a las clases, a las corporaciones como a los individuos. Es la ley de la igualdad, la suprema condición de la libertad y de la humanidad y el objeto principal de este estudio es precisamente demostrar esta verdad en todas las manifestaciones de la vida humana. Una corporación científica, a la cual le fuera conferido el gobierno de la sociedad, concluiría pronto por consagrarse, no ya a la ciencia, sino por completo a otra cosa, a lo que hacen todos los poderes establecidos: a trabajar por perpetuarse, por su propia conservación, embruteciendo cada vez más a la sociedad confiada a su cuidado, y, por consiguiente, haciéndole sentir más vivamente la necesidad de su gobierno y de su dirección. Y lo que es una verdad respecto a las academias científicas lo es también respecto a las asambleas constituyentes y legislativas, incluso las elegidas por sufragio universal. En el último caso se renuevan los componentes, es verdad, pero esto no estorba la formación en un corto espacio de tiempo, de un cuerpo político privilegiado de hecho, aunque no de derecho, que, consagrándose exclusivamente a la dirección de la cosa pública, constituye al fin una especie de aristocracia u oligarquía política. Testigos irrefutables: Suiza y los Estados Unidos de América. Por consecuencia, nada de legislación nada de autoridad externa, porque siendo inseparable la una de la otra, tienden ambas a la servidumbre de la sociedad y a la degradación de los legisladores mismos. ¿Se deduce de lo que dejo dicho que yo rechazo toda autoridad? Lejos de mi semejante pensamiento. En materia de zapatos yo consulto la autoridad del zapatero; en todo lo concerniente a edificios, canales o vías férreas, solicito la del arquitecto o la del ingeniero. Para cada ciencia especial, yo me dirijo a tal o cual sabio. Pero no consiento que ni el zapatero, ni el arquitecto, ni el sabio me impongan su autoridad. Los acepto, sí, libremente y con todo el respeto a que son acreedores por su inteligencia, por su carácter, por sus conocimientos, pero reservándome siempre el incontestable derecho de crítica y censura. Yo no consulto en cualquier materia una sola autoridad, sino varias; comparo sus opiniones y, finalmente, escojo la que me parece más justa. Por esto mismo no reconozco, aún en cuestiones especiales, autoridad alguna infalible, cualquier respeto que pueda tener a la sinceridad y honradez de tal o cual individuo no me induce a tener fe absoluta en persona alguna. Semejante fe sería fatal a mi razón, a mi libertad y aún al desenvolvimiento de mis ideas; me convertiría inmediatamente en un esclavo estúpido, en un instrumento de la voluntad y de los intereses de otro. Si me inclino ante la autoridad ajena en un asunto dado, acabo en cierta manera y en tanto cuanto me parece necesario sus indicaciones y aun su dirección, es porque tal autoridad no me es impuesta por nadie, ni por Dios ni por los hombres. De otro modo yo la respetaría con horror, dando al diablo sus consejos, su dirección y sus servicios seguro de que tendría que pagar con la pérdida de mi libertad y de mi propio respeto tantos restos de verdad, envueltos en una multitud de falsedades, como pudieran darme. Acato la autoridad externa en materias determinadas, porque no viene impuesta más que por mi propia razón y porque tengo conciencia de mi incapacidad para poseer en todos sus detalles, en todo su desenvolvimiento positivo, una gran parte de los conocimientos humanos. La más grande inteligencia individual no puede igualarse a la inteligencia de ciencia, tanto como para la industria, la necesidad todos, a la razón colectiva. De esto resulta para la de la división y la asociación del trabajo. Dar y recibir, tal es la vida humana. Cada uno dirige y es dirigido a su vez. Por esto no hay autoridad y subordinación mutua, temporal y, sobre todo, voluntaria. Esta misma razón me prohibe, pues, reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no hay hombre alguno universal, hombre alguno capaz de abarcar en toda la riqueza de detalles, sin los que la aplicación de la ciencia a la vida es imposible, todas las ciencias, todas las ramas de la vida social. Y si tal universalidad pudiera hallarse en uno sólo, y este, prevaliéndose de ello, quisiera imponer su autoridad al resto de los hombres, sería necesario arrojar del mundo social a semejante ser, porque su autoridad reduciría inevitablemente a sus semejantes a la esclavitud y a la imbecilidad. Yo no creo que la sociedad deba maltratar a los hombres de talento, como precisamente sucede en nuestra época; pero tampoco creo que debe llevar tan lejos su complacencia con ellos y, menos aún, que les conceda privilegios o derechos exclusivos, cualesquiera que sean: y esto por tres razones: primero, porque frecuentemente podría tomarse un charlatán por un hombre de genio; segunda, porque con tal sistema de privilegios, podría convertirse en charlatán un verdadero sabio; y tercera, porque esto valdría tanto como darse la Sociedad a sí misma un amo. En resumen. Nosotros reconocemos la autoridad absoluta de la ciencia, porque la ciencia no tiene otro objeto que la reproducción mental, reflexiva, y tan ordenada como sea posible, de las leyes naturales inherentes a la vida material, moral e intelectual de los mundos físico y social, que realmente no constituyen más que un mismo mundo, dentro de la naturaleza. Fuera de esta autoridad, la única legítima, porque es racional y conforme a la libertad humana, nosotros declaramos a todas las demás falsas, arbitrarias y perniciosas. Reconocemos la absoluta autoridad de la ciencia, pero rechazamos la universalidad e infalibilidad del sabio. En nuestra Iglesia -si se me permite usar por un momento esa palabra que detesto, pues la Iglesia y el Estado son mis dos puntos negros- en nuestra Iglesia, repito, como en la protestante, tenemos un jefe, un Cristo invisible: la ciencia; y como los protestantes, más consecuentes todavía que los mismos protestantes, no sufrimos ni Papas ni concilios, ni cónclaves de cardenales infalibles, ni siquiera sacerdotes. Nuestro Cristo difiere del de los protestantes - y cristianos en general, en que este es un ser personal y el nuestro es impersonal; el Cristo de los cristianos, ya determinado de un pasado eterno, se presenta así mismo como un ser perfecto, en tanto que la determinación y perfección de nuestro Cristo, la ciencia, esta siempre en lo futuro, lo cual equivale a decir que jamás llegará a realizarse. Al reconocer, pues, la autoridad absoluta de la ciencia absoluta, entiéndase bien, no comprometemos en manera alguna nuestra libertad. Al decir absoluta, quiero significar la ciencia verdadera y universal que reproduce idealmente, en su más completa extensión y en todos sus infinitos detalles, el universo, el sistema o coordinación de todas las leyes naturales manifestadas por el incesante desenvolvimiento de los mundos. Es evidente que una ciencia tal, el objeto sublime de todos los es{uerzos del humano espíritu, nunca llegará a realizarse en su plenitud absoluta. Nuestro Cristo, pues, permanecerá eternamente incompleto y necesita abatir considerablemente el orgullo de sus representantes autorizados entre nosotros. Contra ese Dios hijo, en cuyo nombre pretenden sus representantes imponer nos su autoddad insolente y pedantesca, nosotros apelamos al Dios padre, que es el mundo real, la vida real, pues él no es más que la expresión bastante imperfecta de lo que nosotros somos, sus representantes inmediatos; nosotros, seres reales que vivimos, trabajamos, luchamos, amamos, aspiramos, gozamos y sufrimos. Más, si bien rechazamos la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos voluntariamente ante la autoridad respetable, aunque relativa, temporal y limitada, de los representantes de las ciencias especiales, pues nada mejor que consultarlos alternativamente agradeciendo mucho los preciosos informes que nos hubieren facilitado, a condición de que ellos los reciban nuestros voluntariamente en todas las ocasiones y en todas las materias en que seamos nosotros más sabios que ellos. En general, no hay nada que ver a los hombres dotados de grandes conocimientos, gran experiencia, y sobre todo de gran corazón, ejerciendo sobre nosotros un influencia legítima y natural, libremente aceptada y nunca impuesta en nombre de la autoridad cualquiera ya sea divina o humana. Nosotros aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, pero ninguna de derecho; toda autoridad o influencia de derecho oficialmente impuesta como tal, se convierte de un modo directo en una opresión, en una falsedad, llevándonos inevitablemente, como creo haber demostrado, a la esclavitud y al absurdo. En una palabra: nosotros rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiada, oficial y legal, aún cuando provenga del sufragio universal, convencidos de que nunca podrá aprovechar más que a una minoría dominante y explotadora, en detrimento de los intereses de la inmensa mayoría a ella sujeta. Tal es el sentido en que nosotros somos realmente anarquistas.
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