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Dios y el Estado

Miguel Bakunin

Capítulo quinto


Los idealistas modernos entienden la autoridad de muy diferente manera. Aunque libres de las supersticiones tradicionales de todas las religiones positivas existentes, dan, no obstante, a la idea de autoridad un significado divino, absoluto. Esta autoridad no es una verdad revelada milagrosamente ni tampoco la de una verdad de científica y rigurosa demostración. Ellos le dan por base un razonamiento casi filosófico, gran parte de una fe vagamente religiosa y mucho también de abstracciones sentimentales y poéticas. Su religión es algo así como un último intento para divinizar todo lo que constituye la humanidad de los hombres.

Esto es justamente todo lo contrario de la obra que nosotros venimos realizando. En defensa de la libertad, de la dignidad y de la felicidad humanas, nosotros creemos que es deber nuestro arrancar al cielo los bienes que nos han arrebatado y devolverlos a la tierra. Ellos, por el contrario, se esfuerzan por cometer un último latrocinio religiosamente heroico: ellos querrían restituir al cielo, a ese divino ratero, todo lo que la humanidad contiene de más grande, de más bello, de más noble. ¡Ahora les ha llegado el turno a los librepensadores para saquear el cielo con la audaz impiedad de su análisis científico!

Los idealistas creen, sin duda, que las ideas y las acciones humanas, si han de ejercer una mayor autoridad entre los hombres, necesitan estar revestidas de la sanción divina. Más ¿cómo se manifiesta esa sanción? No por milagro, como en las religiones positivas, sino por la grandeza y santidad de las ideas y acciones: todo lo que es grande, todo lo que es bello, todo lo que es noble, todo lo que es justo y divino. En este nuevo culto religioso, cada hombre, inspirado en sus ideas, en sus acciones propias, llega a convertirse en sacerdote directamente consagrado por el mismo Dios. ¿Y la prueba? El hombre no necesita más que de la grandeza de las ideas que emite y de los hechos que realiza. Unos y otros son tan santos que solamente pueden ser inspirados por Dios.

Tal es en pocas palabras toda su filosofía, una filosofía de sentimiento, no real; una especie de pietismo metafísico. Esto resulta inocente, pero no lo es tanto como parece, porque la doctrina más precisa, más estrecha y más afectada, que se reviste de la inintelegible vaguedad de las formas poéticas, conduce a los mismos desastrosos resultados a que nos lleva toda religión positiva; esto es, a la más completa negación de la libertad y de la dignidad humanas.

Proclamar como divino todo lo que es grande, justo y real y bello en la humanidad equivale a declarar implícitamente que la humanidad por sí misma, habría sido incapaz de producir tales cosas; es decir, que abandonada a sí misma, su propia naturaleza es miserable, inícua, soez y repugnante. Así es como volvemos a la esencia de todas las religiones; o en otros términos, a la degradación de la humana especie por la mayor gloria de la divinidad. Y desde el momento que la inferioridad natural del hombre y su incapacidad fundamental para elevarse por sí mismo (desamparado de toda inspiración, divina) a las ideas justas y verdaderas sea admitida, es necesario aceptar todas las consecuencias teológicas, políticas y sociales de las religiones positivas. Desde el instante que Dios, el Ser Supremo y perfecto, se coloca frente a frente de la humanidad, los intermediarios divinos, los elegidos de los inspirados de Dios, surgen como por encanto para instruir, dirigir y gobernar, en su nombre, a la especie humana.

¿No podemos suponer que todos los homhres estén igualmente inspirados por Dios? Seguramente no tendría entonces necesidad de mediadores. Más esta suposición es imposible, porque está plenamente negada por los hombres hechos. Así, es indudable que tal suposición nos obligaría a atribuir a la inspiración divina todos los absurdos y errores en que incurrimos y todos los horrores, locuras, bajezas e infamias que se cometen en el mundo. Luego solo hay Unos cuantos agraciados por la inspiración divina, los grandes hombres de la historia, los genios vírtuosos, como les llama el ilustre ciudadano, el gran profeta de Italia, Guiseppe Mazzini. Inmediatamente inspirados por Dios mismos, y apoyados en el consentimiento universal, expresado por el sufragio popular, Dio e popolo, esos son los llamados a gobernar y dirigir las sociedades humanas.

He aquí como volvemos a caer bajo el yugo de la Iglesia y del Estado. Cierto que en esta organización nueva, debida como todas las viejas organizaciones políticas, a la gracia de Dios, pero apoyada esta vez, cuando menos en la forma, a los preámbulos de los decretos imperiales de Napoleón III, por la pretendida voluntad del pueblo, la Iglesia ya no se llamará Iglesia, se llamará Escuela. ¿Y qué importa? En los bancos de esa escuela no se sentarán solamente los niños; allí se hallará también el menor de edad eterno, el discípulo que se reconoce por siempre impotente para sufrir exámenes, para elevarse a los conocimientos de los maestros, para escapar a la disciplina: el pueblo. El Estado ya no será una monarquía, será una RepúDlica; pero siempre sera; el Estado; esto es, la tutela oficial y regularmente establecida por una minoría de homhres de genio, de talento y de virtud, que dirigirán y velarán por la conducta de ese muchacho grande, revoltoso e incorregible: el pueblo. Los profesores de esa escuela y los funcionarios de ese Estado se llamarán republicanos, pero nunca serán más que los tutores de la sociedad, y el pueblo seguirá siendo lo que hasta aquí, el rebaño. Un aviso a los esquilados, porque donde hay un rebaño necesariamente ha de haber también pastores que le esquilen y le devoren.

El pueblo en este sistema será el discípulo, el escolar eterno. A pesar de su soberanía, totalmente ficticia, continuará sirviendo de instrumento a propósitos, designios e intereses que no son los suyos propios. Entre esta situación y lo que nosotros llamamos la libertad, la verdadera y única libertad, hay un abismo. La antigua opresión, la antigua esclavitud, bajo nuevas formas, he ahí todo: y en donde hay esclavitud, hay miseria, hay brutalidad, hay verdadero materialismo social; clases privilegiadas en un lado y masas trabajadoras en el otro.

Al divinizar las cosas humanas, los idealistas siempre concluyen en el triunfo de un materialismo brutal. Y esto tiene una razón muy sencilla: lo divino se evapora y se eleva a su propia patria, el cielo, mientras lo brutal permanece realmente sobre la tierra.

Un día le pregunté a Mazzini qué medidas tomarían para emancipar al pueblo, una vez definitivamente establecida su República unitaria.

- La primera medida, me respondió, sería la fundación de escuelas para el pueblo.

- Los deberes del hombre, el sacrificio y la abnegación.

- Pero; ¿en dónde hallar un número suficiente de profesores para enseñar esas cosas cuando nadie tiene derecho ni facultad de enseñar a menos que sea con el ejemplo? ¿No es excesivamente limitado el número de hombres que halla el supremo placer en el sacrificio y en la abnegación? Los que se sacrifican en servicio de una idea grande si obedecen a una pasión sublime y satisfacen una pasión personal, fuera de la cual la vida misma pierde todo valor a sus ojos, piensan generalmente algo también en apoyar su acción en la doctrina, mientras que los que la enseñan se olvidan comúnmente de traducirla en hechos, por la sencilla razón de que la doctrina mata la vida, la espontaneidad vivificante de la acción.

Los hombres como Mazzini, cuyas doctrinas y cuyos hechos forman una admirable unidad, constituyen una excepción muy rara. En el cristianismo también ha habido hombres grandes y santos que han practicado realmente o que, cuando menos, han tratado de practicar con una pasión ardiente todo lo que predicaban, y cuyos corazones, embargados de un amor purísimo, desdeñaban todos los placeres y bienes de este mundo.

Pero la inmensa mayoría de los sacerdotes católicos y protestantes; que ha tomado y toma todavía por oficio la predicación de las doctrinas: de castidad, abstinencia y pobreza, desmiente sus enseñanzas con sus ejemplos. Así la experiencia de algunos siglos ha hecho que, no sin razón, pasen como proverbios entre el pueblo de casi todos los países las siguientes frases: libertino como un sacerdote; glotón como un sacerdote; codicioso. lujurioso como un sacerdote. Está, pues, fuera de toda duda que los profesores de las virtudes cristianas consagrados por la Iglesia, los curas, en su inmensa mayoría, han hecho siempre todo lo contrario de lo que han predicado. Esta mayoría misma, universalidad del hecho, prueba que la falta no puede atribuirse a los individuos sino a la posición social, imposible y contradictoria, en que se hallan colocados los mismos individuos.

El estado social de los ministros cristianos envuelve una doble contradicción. Esta tiene dos términos irreductibles por expresión: la doctrina de castidad, abstinencia y pobreza, y las tendencias y necesidades positivas de la naturaleza humana, tendencias y necesidades que en algunos casos, siempre muy raros, pueden darse al olvido, ser suspendidas y aún enteramente anuladas por la influencia constante de pasiones potentes y determinadas de la naturaleza moral e intelectual; que en ciertos momentos de exaltación pueden también olvidarse y descuidarse durante algún tiempo por una gran masa de hombres a la vez, pero que son tan fundamentales, tan inherentes a la naturaleza humana, que tarde o temprano, más o menos pronto, recobran todo su imperio: tanto que cuando no hayan satisfacción de un modo regular y normal, la obtienen al fin por medios repugnantes y monstruosos. Esta es una ley natural y por consecuencia fatal e ineludible, bajo cuya desastrosa acción caen inevitablemente todos los sacerdotes cristianos, sobre todo los de la Iglesia católica y romana.

Pero hay otra contradicción común a los sacerdotes de ambas sectas contradicción que alcanza a los directores mismos de más elevada posición, de más señalada alcurnia. Un amo que manda, oprime y explota es un personaje completamente lógico y natural. Más un amo que se sacrifica por sus subordinados, por sus privilegios divinos o humanos, es un ser contradictorio y perfectamente imposible. Esta es la constitución misma de la hipocresía, tan bien personificada por el Papa que a sí mismo se llama el más humilde de los siervos del Señor; en prueba de lo cual, siguiendo el ejemplo de Cristo, todavía lava una vez al año los pies de doce mendigos romanos, y se proclama al mismo tiempo vicario de Dios, director infalible y absoluto del mundo. ¿Necesitaré repetir que los ministros de todas las Iglesias, lejos de sacrificarse por sus fieles, los sacrifican siempre, los explotan y los mantienen en la condición de mansos corderos, parte para satisfacer sus propias pasiones personales, parte para servir la omnipotencia de la Iglesia? Las mismas circunstancias, las mismas causas producen siempre iguales efectos. Luego, lo que sucede con los pastores religiosos, sucederá igualmente con los profesores de las modernas escuelas, inspirados por la divinidad y patrocinados por el Estado. Llegarán necesariamente a enseñar, unos incondicionalmente y con pleno conocimiento de causa otros, la doctrina del sacrificio del pueblo en aras del poder y del Estado y provecho de las clases privilegiadas.

¿Quiere esto decir que es necesario eliminar de la sociedad tooa instrucción y abolir todas las escuelas? Muy lejos de eso. Es preciso, por el contrario, difundir la instrucción entre las masas a toda costa, convirtiendo todas las Iglesias todos esos templos dedicados a la gloria de Dios y a la esclavitud de los hombres, en escuelas de la emancipación humana. Pero entendámonos: las escuelas propiamente dichas, en una sociedad normal, fundada en la igualdad y el respeto a la libertad humana, deberían existir solamente para los niños, no para los adultos; y para que las escuelas sirvan a la emancipación y no a la esclavitud de los hombres, necesario será antes que nada eliminar esa ficción de Dios, el esclavizador eterno, absoluto. La instrucción y la educación completa de los niños deberán fundarse en el desenvolvimiento científico de la razón, no en la fe; en el desarrollo de la dignidad y de la independencia; en el culto de la verdad y de la justicia, y sobre todo en el respeto de la humanidad, que reemplazará siempre y en todas partes al culto a la divinidad. El principio de autoridad, en la educación de los niños, es el punto de partida natural; es necesariamente legitimo cuando se aplica a los niños de tierna edad cuya inteligencia no se ha desarrollado todavía. Pero como el desenvolvimiento de todas las cosas, y por ende el de la educación, implica la negación gradual del punto de partida, la autoridad, este principio debe ir desapareciendo a medida que la educacion y la instrucción vayan avanzando, y así quedará más ancho el campo al desarrollo creciente de la libertad.

Toda educación racional no es en el fondo más que la inmolación progresiva de la autoridad en beneficio de la libertad, y su objeto final debe ser la formación de hombres libres, llenos de amor y respeto por la libertad de sus semejantes. Por esta razón el primer día de la vida escolar, suponiendo que en las escuelas reciban niños apenas capaces de articular algunas palabras, sería el de mayor autoridad y el de la más completa ausencia de la libertad, pero el último día de la vida escolar seria también el de la mayor libertad y el de la abolición absoluta del principio de autoridad, tanto divina como humana.

El principio de autoridad aplicado a los hombres cuando se hallan en la mayor edad es una monstruosidad, una negación flagrante de la humanidad, una fuente de esclavitud y de depravación moral e intelectual. Desgraciadamente los gobiernos han dejado a las masas populares encenegarse en una ignorancia tan profunda, que va ha ser necesario establecer escuelas, no solamente para los niños, sino también pua el pueblo mismo. De esas escuelas será absolutamente eliminada la menor aplicación o manifestación del principio de autoridad. Ya no serán escuelas, serán academias populares, en donde no se conocerá la distinción de profesores y alumnos, a las que el pueblo acudirá libremente, si lo juzga necesario, para adquirir una instrucción libre, y en las que, rico con su propia experiencia, enseñará a su vez muchas cosas a los profesores que aporten conocimientos que él no tiene. Esta será entonces una enseñanza mutua, un acto de fraternidad intelectual entre la juventud instruida y el pueblo.

La verdadera escuela del pueblo, la escuela de todos los hombres es la vida. La sola autoridad grande y omnipotente, a la par que racional y natural, la única que nosotros respetamos es la del espíritu público y colectivo en una sociedad fundada en el mutuo respeto de todos sus miembros. Sí; hay una autoridad que no tiene nada de divina, que no esclavizará por cierto a los hombres, sino que, los emancipará. Será un millón de veces más poderosa, estoy seguro de ello, que todas vuestras autoridades divinas, teológicas, metafísicas, políticas y jurídicas establecidas por la Iglesia y por el Estado; más poderosa que vuestros códigos penales, vuestros carceleros y vuestros verdugos.

El poder del sentimiento colectivo o espíritu público es hoy un asunto muy serio. Los hombres más propensos al crimen casi osan desafiarlo, afrontarlo abiertamente. Ellos procurarán engañarlo, pero teniendo siempre mucho cuidado de no ser muy rudos con él, a menos que cuenten con el apoyo de una minoría más o menos numerosa. No hay hombre, por poderoso que se crea, que tenga valor suficiente para afrontar el unánime desprecio de la sociedad; no hay quien pueda vivir sin sentirse apoyado cuando menos por el asentimiento y la estimación de una parte de la sociedad. Se necesita estar animado por una convicción grandísima y muy sincera, para que un hombre tenga el valor de hablar y obrar contra la opinión de todos, y jamás un hombre depravado, mezquino y cobarde tendrá semejante valor.

No hay nada que como este hecho pruebe terminantemente la solidaridad natural e inevitable que mantiene a los hombres unidos. Cada uno de nosotros puede comprobar esta ley todos los días, tanto en sí mismo, como en aquellos hombres con quienes sostenga relaciones. Pero si este poder social existe ¿por qué no ha sido suficiente hasta aquí para moralizar a los hombres? Sencillamente porque hasta aquí ese poder no se ha humanizado, porque la vida social de la que siempre es fiel expresión, se basa, como es sabido, en el culto divino, y no en el respeto humano; en la autoridad no en la libertad; en el privilegio, no en la igualdad; en la explotación no en la fraternidad de los hombres; en la iniquidad y en la mentira, no en la justicia y en la verdad. Por consiguiente, su acción real, siempre en contradicción con las teorías humanitarias que profesa, constantemente ha ejercido una influencia funesta y depravadora. No reprime los vicios y los crímenes; los crea.

Su autoridad es, por consiguiente, una autoridad divina, antihuamana; su influencia es perjudicial, funesta.

¿Queréis tornarlas humanas y bienhechoras? Haced la Revolución Social. Haced que todas las necesidades se vuelvan realmente solidarias, que los intereses materiales y sociales de cada uno se hallen de acuerdo con los deberes humanos de cada uno. Y para esto no hay más que un medio: la destrucción de todas las instituciones de la desigualdad; la fundación de la igualdad económica y social de todos; y sobre esta base se elevará la libertad, la moralidad, la humanidad solidaria de todos.
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