Índice de Elogio de la estupidez de Erasmo de RotterdamAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ELOGIO DE LA ESTUPIDEZ

Segunda parte

Habla la estupidez

XXII

Les pregunto: ¿quien se odia a sí mismo puede amar a alguien? ¿Quien no está de acuerdo consigo mismo puede asentir con cualquiera? ¿Qué alegría puede ofrecer a otro quien se considera molesto y aburrido? Creo que nadie respondería afirmativamente, a menos que sea más estúpido que la misma estupidez.

Pero ¿qué ocurriría si quisieran desprenderse de mí? Que nadie podría tolerar a otro. Y a su vez, cada uno sentiría tal asco de sí mismo que encontraría sus modos despreciables y resultaría insoportable a sí mismo. Fíjense en la naturaleza, en muchos aspectos más madrastra que nadie, y verán cómo ha sembrado en el carácter de los hombres, sobre todo en el de los más atolondrados, el vicio de despreciar lo suyo y de fascinarse por lo ajeno. Esto hace que todos los atributos, todo el atractivo y belleza de la vida se corrompan y se extingan. ¿De qué vale tener buen modo, principal regalo de los dioses inmortales, si está podrido por la envidia? ¿Para qué sirve una juventud consumida por el morbo vetusto de la tristeza? Si no existiera esta Filautía o amor propio, a quien reconozco como mi hermana legítima, y que encuentro en todas partes, ¿qué nobleza podrías obrar en tu vida y en la de los demás? Actuar con modestia es propio no sólo del arte sino de toda acción; ¿habrá algo más estúpido que gustarse y sentir admiración por uno mismo?

Por el contrario, ¿piensas que se puede realizar algo bello, con gracia y simpatía si te avergüenzas de ti mismo? Suprime esa salsa de la vida y rápidamente la palabra del orador será fría, el músico al público dejará indiferente con sus notas, se chiflará a la gesticulación del cómico, se mandará al carajo al poeta con sus Musas, el abucheo volverá sordo al pintor con su arte y el médico se morirá de hambre con sus remedios. En fin, te mostrarás feo como Tersites y viejo como Néstor en vez del elegante Nireo y del joven Faón; un cerdo en vez de Minerva, un mudo y un vulgar en vez de un hombre elocuente y educado: lo que comprueba que cada uno tiene la necesidad de una buena opinión propia, además de procurarse una pequeña estima antes de que pueda dominar la de los demás.

y para finalizar, diré que si lo más importante de la felicidad es ser lo que se quiere ser, entonces, mi querida Filautía ha proporcionado esto en exceso. Efectivamente, ella hace que nadie se arrepienta de su imagen, de su carácter, familia, lugar, posición, ni de la patria. Hasta tal punto que ningún irlandés querría transformarse en un italiano, ni un tracio en un ateniense, ni el escita en los habitantes de las Islas Afortunadas. ¡Tan grande es el cuidado de la naturaleza que todas las cosas están equilibradas en medio de tanta variedad! Y donde ella se ha sido menos generosa con sus regalos ahí mismo mi Filautía suele agregar una chispa más de ingenio. Pero qué tontería estoy diciendo. Si lo pensamos bien, la Filautía es su mayor bien. Para concluir, diré que no encontrarán nada realizado sin mi inspiración, ni se ha acometido ninguna empresa noble sin que yo sea responsable.


XXIII

¿Acaso la guerra no es la semilla y el origen de las más celebradas hazañas? Pero ¿hay algo más insensato que arrojarse, sean cuales sean los motivos, a una pelea de este tipo, si las partes en lucha siempre sacan más perjuicio que provecho? De los que caen, ni una palabra, como ocurrió con las de Megara. Y después cuando se enfrentan los ejércitos armados, y resuena la ronca música de las trompetas, díganme, ¿para qué sirven esos sabios llenos de problemas, cuya sangre fría y sin vida apenas si los mantiene en pie? Jóvenes sanos y fuertes es lo que necesitamos para la cuestión. Hombres llenos de valor y con nada de juicio. Indudablemente, siempre habrá quien prefiera a Demóstenes, que siguiendo el ejemplo de Arquíloco apenas divisó al enemigo tiró el escudo y huyó; ¡tan cobarde soldado como brillante orador!

Se dirá que las guerras las gana la capacidad y el criterio. Es verdad, si hablamos del general, que debe tener un talento militar, no filosófico. Por lo tanto, se sabe que tan famosas hazañas no las realizan las genialidades de los filósofos. Más bien son producto de parásitos, bribones, ladrones, sicarios, tramposos, deshonestos, estafadores y toda esa ralea humana.


XXIV

El mismo Sócrates es un ejemplo de la torpeza de estos filósofos para las cosas de la vida, considerado como el único hombre sabio por el oráculo de Delfos, aunque sin ningún motivo. Cuando en determinada ocasión trató de defender cierto asunto en público, tuvo que ocultarse en medio de la risotada general. No obstante, digamos que este hombre en un punto fue lo bastante sensato como para rechazar el título de sabio, asignándoselo a Dios. Asimismo, sostenía que el hombre sabio no debía participar de la política. Aunque quizá debiera haber ido más lejos y sugerir a quien quiera contarse en el número de los hombres que abandonase a la sabiduría. ¿No fue la sabiduría la que lo llevó a beber la cicuta después de las acusaciones? Cuando filosofaba sobre las nubes y las ideas, cuando medía el salto de una pulga o estudiaba el zumbido de un mosquito, se le escapaba todo lo inherente a la vida.

¿Qué podemos decir de su discípulo Platón, abogado excelente, que acudió a defenderlo cuando su cabeza peligraba? Perdido y pasmado por el tumulto de la chusma, apenas si pudo articular el primer período. Y ¿para qué hablar de Teofrasto? Cuando se presentaba a hablar ante una asamblea, de repente se quedó mudo como si hubiera visto al lobo. En tiempo de guerra, Isócrates habría enardecido a los soldados, pero era tan tímido que nunca se atrevió a abrir la boca. El padre de la elocuencia romana, Cicerón, comenzaba siempre a hablar en un increíble estado de nervios, casi como un niño balbuciente. Fabio Quintiliano interpreta esto como señal de un orador inteligente y consciente del peligro que corría. Pero al hablar así, ¿no está aceptando abiertamente que la sabiduría se opone a la buena gestión de los cuestiones? Si la gente se desfallece de miedo cuando tiene que lidiar con las simples palabras, ¿qué haría si tuviera que empuñar las armas?

Y lo que más llama la atención, Dios santo, es que todavía se siga celebrando aquella frase famosa de Platón:

Felices los Estados en que los filósofos son reyes o los reyes filósofos.

Porque si revisas la historia, advertirás que no ha habido peor calamidad para los Estados que cuando el poder ha caído en manos de gobernantes tocados por la filosofia o apegados a la literatura. Los dos Catones son prueba de esto: uno amenazó la paz de la República con sus denuncias insensatas, y el otro arruinó la libertad del pueblo romano al querer protegerla con sobrada sabiduría. A éstos puedes agregar los Brutos, los Casios, los Gracos y al mismo Cicerón, que fue tan nocivo a la República romana como lo fuera Demóstenes para Atenas. En cuanto a Marco Aurelio, aceptemos que fue un buen emperador, cosa que yo podría refutar diciendo que su misma condición de filósofo lo volvía impopular e insoportable a sus ciudadanos. Aceptemos que fue bueno, pero evidentemente hizo más mal a Roma, dejando el hijo que dejó, que bien con su gobierno.

Efectivamente, este tipo de hombres día y noche entregados a la sabiduría son en todo muy infelices, sobre todo a la hora de engendrar hijos. Supongo que con esto la naturaleza quiere prevenirse de que el mal de la sabiduría no se extienda entre los hombres. Ya que se sabe que el hijo de Cicerón fue un degenerado, y que los hijos de aquel gran sabio que fue Sócrates se parecían más a su madre que a su padre, o sea, que como oportunamente alguien consignó: eran estúpidos.


XXV

En todo caso, resultaría soportable que estos filósofos fuesen como burros tocando la lira en las cuestiones públicas, si en los demás problemas de la vida también no fuesen inútiles. Invita a comer a un sabio y aburrirá a cualquiera con su silencio lúgubre o con preguntitas impertinentes. Llévalo a una fiesta, y te parecerá un camello dando vueltas. Lánzalo a un espectáculo público y su misma cara borrará la alegría del pueblo. Tendrá que abandonar el teatro sin poder desarrugar el entrecejo como el sabio Catón. Su participación en una charla es como la del lobo en la fábula; si se trata de comprar, de hacer un contrato, o en fin, cuando hay que hacer una de esas inevitables cosas de la vida cotidiana, lo que tienes delante no es un hombre, sino un tronco. Es tan inservible para sí mismo, para su familia y para el país, porque desconoce las cosas más básicas, y está alejado de la opinión pública y de las costumbres del pueblo.

No debe llamar la atención que genere resentimiento contra él, especialmente por la incompatibilidad de vida y de ideas. ¿Es que en este mundo ocurre algo que no sea estupidez, hecha por estúpidos y entre estúpidos? Si alguien quiere ir contra corriente, yo le sugeriría que siga el camino de Timón y se retire al desierto, donde pueda disfrutar a solas de su propia sabiduría.


XXVI

Regresaré a mi tema preguntando: ¿qué impulso ha dirigido a hombres salvajes salidos de la roca y de los árboles a crear una sociedad sino la adulación? Eso y no otra cosa es lo que representa la lira de Anfión y de Orfeo. ¿Y qué es lo que condujo a la armonía ciudadana al populacho romano, cuando lo peor parecía ineludible? ¿Quizás un alegato filosófico? De ningún modo. Fue una tonta e infantil fábula sobre el vientre y otras partes del cuerpo. El mismo fin tuvo el cuento de Temístocles sobre la alimaña y el erizo. ¿Es que el discurso de cualquier sabio hubiera tenido tanto efecto como tuvo la ficción de la cierva de Sertorio o la de los dos perros de Licurgo y aquella otra, tan graciosa, sobre la forma de arrancar los pelos de la cola del caballo? No diré nada de Minos ni de Numa, que manipularon a la masa estúpida a base de ficciones fantásticas; estupideces. como éstas son las que exacerban a esa poderosa e inmensa bestia que es el pueblo.


XXVII

Insisto: ¿qué sociedad adoptó las leyes de Platón o Aristóteles o los preceptos de Sócrates? ¿Se puede saber qué es lo que llevó a ofrecerse en sacrificio a los dioses manes, a los Decios? ¿No fue la jactancia la que arrastró a Quinto Curcio hasta el abismo, la más dulce de las sirenas, y también la más reprobada por estos sabios? Dicen ellos que no hay nada tan estúpido como que un candidato complazca al pueblo y trate de comprar su voto con dádivas, persiga el aplauso de una sarta de estúpidos, se sienta complacido de sus exaltaciones y se deje llevar en triunfal desfile, como estandarte al viento, para concluir representado en el foro en estatua de bronce. Incluye la aceptación de nombres y apellidos. Incluye los honores divinos tributados a este hombrecito, y agrega que a los tiranos se eleve al rango de dioses más criminales en ceremonias oficiales. ¿Quién puede negar que todo esto es absolutamente absurdo, y que ni con el mismo Demócrito alcanzaría para ridiculizarlo? Y, no obstante, de aquí surgieron las hazañas de extraordinarios héroes, colocados en los escritos de tantos prestigiosos hombres por las nubes. Esta misma insensatez crea naciones y sostiene imperios, autoridades, la magistratura, la religión, los consejos y los tribunales. En fin, toda la vida humana no es más que una especie de ejercicio de la estupidez.


XXVIII

Hablemos ahora de las artes. ¿La sed de gloria no es la que inspira al ingenio de los mortales a descubrir y a proporcionar a la posteridad tantas disciplinas consideradas magníficas? Para alcanzar un poco de gloria -el más vano de los logros-, ha habido hombres que se han impuesto vigilias, trabajos y sudores, comprobando con esto ser totalmente insensatos. Y, no obstante, a la insensatez o estupidez deben una facilidad notable de la vida, exquisito don, que es el poder disfrutar de la insensatez ajena.


XXIX

Entonces, ¿qué opinan si ahora defiendo la prudencia, después de haberme apropiado de la gloria del valor y del ingenio? Quizás alguien considere que es lícito mezclar el agua y el fuego de esta manera. Pero estoy segura de lograrlo si continúan prestando atención y sus oídos como hasta ahora lo han hecho.

Para empezar, diré que si la prudencia es el resultado de la experiencia, ¿a quién corresponde aplicar tal honor?, ¿al sabio incapaz de comenzar nada, tanto por su sentido de la dignidad, tanto por su miedo natural, o al insensato que no se detiene ante nada, ni por propia dignidad, que no posee, ni por miedo al peligro, que no advierte?

El sabio se ampara en los libros de los antiguos, de los cuales aprende puros juegos de palabras. En cambio, el insensato todo lo experimenta, y afronta cara a cara a los peligros, y así, si no me equivoco, obtiene la verdadera prudencia. Ya esto lo vio Homero, aunque era ciego, al sostener que el tonto aprende por los hechos. Sin embargo, existen dos dificultades principales para lograr la experiencia de las cosas: detenninada reserva que confunde la mente, y el miedo que en cuanto percibe el peligro se rehúsa a actuar. En cambio, la estupidez, generosamente, protege de ambos problemas. Son pocos los mortales que advierten las ventajas que significa el verse libre de escrúpulos y estar listo para cualquier aventura. Pero si alguien prefiere llamar prudencia a la que se basa en un juicio justo de las cosas, por favor, escúchenme, y les diré lo lejos que están de ella quienes presumen tenerla.

Nadie desconoce que todas las cosas humanas, como los silenos de Alcibíades, tienen dos caras, diferentes completamente. Lo que aparentemente es, como si dijéramos, muerte, es vida visto desde dentro, e inversamente: la vida es muerte. La belleza, fealdad; la riqueza, pobreza; la vergüenza, gloria; la sabiduría, ignorancia; la fuerza, debilidad; la nobleza, vulgo; la felicidad, tristeza; la buena fortuna, desgracia; la amistad, enemistad; la salud, enfermedad. En resumen, si abres el sileno, inmediatamente todas las cosas quedarán cambiadas. Quizás alguien piense que he expresado esto demasiado filosóficamente; entonces, para que se me entienda, lo diré abiertamente.

Todos aceptan que un rey es alguien rico y poderoso. Pero si los bienes del espíritu le faltan, y si no satisface su codicia con nada, entonces, es el más pobre. Y si, asimismo, una larga serie de vicios lo domina, entonces es un miserable esclavo. Podríamos razonar así con lo demás, pero creo que con este ejemplo alcanzará.

Alguien dirá: ¿a dónde va todo esto? Escúchenme y verán a dónde quiero ir. Si alguien intentara sacar a los actores la máscara mientras están actuando, y mostrara su verdadero rostro al público, ¿no frustraría la función, y se haría acreedor por esto a que lo echaran a piedrazos de la sala por loco? Súbitamente aparecería una nueva situación, de manera que quien hacía de mujer, sería hombre; el joven, ahora viejo; el rey haría de dama y quien hacía de Dios, repentinamente, se convertiría en un hombrecito. Desenmascarar la ilusión es arruinar el drama. Lo que atrae la atención del público es la ficción y el maquillaje mismos. Ahora bien, ¿no es la vida de los mortales sino como una comedia? Cada actor aparece con su distinta máscara, representa su papel, hasta que el director de escena lo manda retirarse. A veces, incluso al mismo hombre puede mandar a que represente un papel diferente, de manera que quien antes hacía de rey cubierto de púrpura, luego aparece de esclavo andrajoso. La farándula es así; y exactamente así es como se representa esta otra comedia de la vida.

Ahora imaginen que un sabio caído del cielo se me acerca y me dice que ese hombre a quien todos creen dios y señor, ni siquiera es un ser humano, se deja dominar por las pasiones, como un animal, y que es el más despreciable de los esclavos, al ser servidor de tantos y desagradables amos. A su vez, imaginen que este sabio sugiriera a quien lamenta la muerte de su padre que se alegre, porque el difunto acaba de empezar a vivir, ya que nuestra vida no es más que una especie de muerte. Por último, imaginen que a otro que está orgulloso de sus ancestros, lo llama plebeyo y bastardo, sólo por estar alejado de la virtud, única fuente de nobleza. Y si asimismo dijera cosas de este índole sobre todo lo demás: ¿a todos no parecería -les pregunto- un loco desenfrenado?

Nada más irreflexivo que una sabiduría fuera de lugar, ni nada más indiscreto que una prudencia a destiempo. Actúa mal quien no toma las cosas como vienen, quien no desciende a andar por la calle, quien no quiere recordar, aparentemente, aquel sabio principio de los banquetes: o bebes, o te vas; o quien quiere que la comedia no sea comedia. Por el contrario, es característica del hombre prudente, como mortal que es, no pretender una sabiduría superior a su común condición humana, estar dispuesto a consentir y a reírse de sus errores con todos los demás.

Pero -se me advertirá- esto justamente es de estúpidos. No pretenderé negarlo, con tal que se acepte que la representación de la comedia de la vida consiste en esto.


XXX

¡Dioses eternos! ¿Diré o callaré lo que me falta? Pero ¿por qué debería callar algo que es más verdad que la misma verdad? ¡Aunque, en algo de tanto valor, quizá fuese más conveniente invocar a las musas del Helicón, advirtiendo que los poetas acuden siempre a ellas por simples boberias! Entonces acudan en mi ayuda, hijas de Júpiter, y mostraré que nadie puede lograr la perfecta sabiduría, la llamada fortaleza de la felicidad, si la Estupidez no le señala el camino. En principio, debemos aceptar que toda la vida pasional es hija de la Estupidez. Esto es lo que separa al hombre prudente del insensato: la razón guía al primero, sus pasiones al segundo. Por esto los estoicos apartan indudablemente todas las emociones del hombre sabio, como si fuesen enfermedades. Sin embargo, en realidad, tales emociones no actúan únicamente como guías de aquéllos que corren hacia el puerto de la sabiduría, sino que actúan como espuelas y acicates en el ejercicio y práctica de toda virtud. Ciertamente, esto lo niega categóricamente el dos veces estoico Séneca, privando al sabio de toda clase de emociones.

No obstante, al actuar así, al hombre vacía absolutamente, viéndose forzado a llenarlo con una especie de dios que no ha existido ni existirá nunca. Si debo ser franca, Séneca, más que un hombre, nos legó una estatua de mármol, absolutamente imperturbable y despojada de cualquier sentimiento humano. Que disfruten los estoicos con su sabio, si así prefieren; que lo amen sin ningún tipo de competencia, o que con él se vayan a vivir a la República de Platón. Y si quieren, a la región de las ideas, o a los jardines de Tántalo. ¿Quién no huiría despavorido de un hombre con aspecto de monstruo, indiferente a todo sentimiento natural, y a quien el amor, el cariño o cualquier tipo de afecto deja impasible como si fuese un duro pedernal o un bloque marmóreo de Paros?

Nada se le escapa, nunca se confunde. Ve todo tan claro como Linceo. Calcula todo, nada tolera. Es el único hombre satisfecho y orgulloso de sí mismo, el único rico, y sano, el único rey y libre, en fin, el único en todo, pero de acuerdo con su creencia. No necesita amigos y no es amigo de nadie, no duda en mandar eliminar a los dioses mismos y censura y se burla de todo lo que sucede en la vida como ridículo y repugnante. ¡Así es ese tipo de animal del perfecto sabio!

Les pregunto ahora: si se ofreciera a elección, ¿qué Estado elegiría como magistrado a semejante hombre y qué ejército lo aceptaría por general? ¿Habría mujer que lo tomase o aguantase como marido? ¿Piensan que un anfitrión puede invitar a semejante hombre a su mesa, o que un criado puede reconocer o soportar a un señor con tal carácter? Indudablemente, todo el mundo querría a cualquiera de la infinitud de tontos que hay en el mundo, y que tonto como ellos pueda y sepa mandar y obedecer, y al menos sea agradable a la mayoría. Insisto, un hombre que con su esposa fuese amable y atento con los amigos, solícito con los invitados, y en las fiestas alegre conversador, y en fin, por todo lo humano preocupado. Ya me estoy realmente hastiando de este hombre sabio. Mi discurso se enfocará a exponer los otros favores que concedo.


XXXI

Ahora supónganse que alguien contempla desde un alto mirador la vida humana -como hace Júpiter según los poetas- y observa las desgracias que sufre. ¡Repugnante y doloroso es el nacimiento del hombre, penosa su educación, peligrosa su infancia, problemática su juventud, afligida la vejez, terrible e inexorable la muerte! Ejércitos de enfermedades la asedian, la acechan adversidades, al punto que por todas partes todo parece estar saturado de amargura. Y esto sin acordarse de los males que los hombres se infieren entre sí: pobreza, cárcel, oprobio, vergüenza, tortura, trampas, traición, bajezas, luchas, fraudes. Pero se diría que quiero contar las arenas del mar.

Por ahora no puedo decirles por qué los hombres sufren estas cosas, ni qué iracundo dios ha hecho que nazcan para estas desdichas. Pero quien analice en su interior estas cosas, ¿dejará de reconocer el ejemplo, por triste que sea, de las doncellas de Mileto, quienes se quitaron la vida por el tedio que les causaba? ¿Acaso no estuvieron más cerca de la sabiduría? No diré nada a éste acerca de personas como Diógenes, Jenócrates, Catón, Casio y Bruto. Pero no puedo omitir a aquel famoso Quirón, que pudiendo ser inmortal, eligió la muerte.

Me imagino que ya suponen lo que ocurriría si la sabiduría dominase a los hombres. Necesitaríamos, rápidamente, de más barro y de un nuevo Prometeo para moldearlo. No obstante, aquí me tienen a mí, siempre llegando en auxilio de tales necesidades, en parte por ignorancia, en parte por irreflexión, muchas veces no recordando que las cosas son malas y otras con la esperanza de mejorarlas, destilando algunas veces la miel del placer. Y el resultado es que los hombres no quieren renunciar a la vida, incluso cuando el hilo del destino ya se ha roto, y cuando la misma vida ya los ha abandonado. Cuanta menos razón tienen para seguir viviendo, más se aferran a la vida. ¡Están tan lejos del tedio de la vida!

A mí me deben el poder ver a ancianos de la edad de Néstor por ahí, que apenas si mantienen figura humana, babeantes, decrépitos, desdentados, canosos, o calvos. Mejor los describiré con palabras del mismo Aristófanes:

sucios, encorvados, miserables, marchitos, sin pelo, sin dientes, sin sexo.

O sea, están tan apegados a la vida y con tantas ganas de ser jóvenes que hay quien se tiñe las canas, otro oculta su calvicie con una peluca, éste usa dientes postizos, quizá tomados de un cerdo, aquél se desmaya ante una niña y hasta supera a cualquier jovencito en sus divagaciones amorosas. Hoy día es habitual, y casi se toma como un mérito, que momias ambulantes y con un pie en la tumba tomen por mujer a una tierna jovencita aunque no tenga dote, y que deberá ser disfrutada por otros.

Todavía es mucho más gracioso observar a ciertas ancianas que apenas soportan el peso de sus años y parecen cadáveres, que se diría han retornado del infierno. Siempre van diciendo qué bella es la luz; siguen estando calientes y, según dicen los griegos, como cabras en celo buscan con gran esfuerzo algún joven Faón conquistar. Para esto, exageradamente maquillan su cara, nunca se separan del espejo, depilan el monte de Venus, ostentan sus pechos caídos y marchitos, con trémula e insinuante voz tratan de revivir una pasión que se extingue, beben, bailan entre las jovencitas, y hasta escriben pequeñas cartas de amor. De estas cosas se burlan todos, como enormes tonterías que son. Pero mientras tanto, estas ancianas viven satisfechas y contentas, nadan en delicias, la vida es pura miel, y su felicidad me la deben a mí.

Les pediría a todos aquéllos que creen esto grotesco que meditaran y se preguntaran si no es mejor este tipo de loca y placentera vida, que por ahí ir buscando, como la gente dice, un tronco donde ahorcarse. El hecho de que la gente se dedique a criticar este tipo de comportamiento para nada inquieta a mis insensatos, que nada malo ven en esto y, si lo sienten, no les importa. El daño sería que una piedra les cayera en la cabeza; pero la vergüenza, la deshonra, la infamia y las ofensas, sólo dañan si se les hace caso. Cuando no se sienten dejan de hacer mal. ¿Los silbidos del público te pueden herir si tú te aplaudes a ti mismo? Ahora bien, sólo la estupidez hace esto posible.


XXXII

Ya me parece estar escuchando las protestas de los filósofos. Dicen que justamente la desgracia es vivir en la estupidez, la ilusión, la mentira y la ignorancia. Sin embargo, yo digo: justamente en esto consiste la existencia humana. No entiendo por qué se llama a esto desgracia, cuando nacieron así, se los crió y formó así, y la condición común de todos es así.

No es ninguna desgracia ser fiel a la propia especie. Si no tendríamos que lamentar que el hombre no pueda volar como los pájaros, ni caminar en cuatro patas como los animales, ni que no tenga cuernos como los toros. Por lo mismo habría que llamar desgraciado al caballo, por hermoso que fuese, por no saber gramática o por no comer tortas. Por el mismo motivo, el toro sería tan desgraciado por su ineficacia para la gimnasia. Por lo tanto, si un caballo no es desgraciado por desconocer la gramática, tampoco lo es el estúpido, ya que su naturaleza comprende todas estas cosas.

Esos inventores de palabras persisten: El hombre está capacitado particularmente para entender las ciencias; lo que la naturaleza le ha negado, puede compensarlo con el ingenio. Pero yo digo: ¿realmente es verosímil que la naturaleza, que cuida de los mosquitos con tanto cariño, incluso de las hierbas y florcitas, justamente se haya descuidado con el hombre, obligándolo a depender de las ciencias? ¿No fue más bien Thot, ese dios enemigo de la humanidad quien las creó, para arruinar al ser humano? Efectivamente, no sirven para lograr la felicidad y son un obstáculo para el mismo propósito para el cual fueron concebidas, como comprueba tan perspicazmente aquel rey sabio de los diálogos de Platón, hablando de la creación de las letras. En resumen, que las ciencias se infiltraron en el mundo junto con las otras fatalidades de la vida humana, traídas de la mano por los mismos espíritus perversos que provocan todas las desdichas del hombre, como los demonios, que en griego se diría Daemonas: los que saben.

¡Qué feliz era aquella gente de la Edad de Oro, desprovista de toda ciencia, y sin más guía en la vida que su natural instinto! ¿Qué necesidad tenían de la gramática hablando el mismo lenguaje, y cuya única finalidad era el poder comprenderse entre sí? ¿La dialéctica podía ser útil si no había conflicto de opiniones? ¿Si nadie trataba de importunar a nadie, qué lugar podía tener la retórica? ¿Para qué la jurisprudencia, si no había malas costumbres, de las que, indudablemente, han salido las buenas leyes? Pensaría que eran demasiado religiosos para investigar con curiosidad irreverente los secretos de la naturaleza, las distancias de los planetas, sus movimientos y efectos, en fin, las causas últimas de las cosas. ¡Estaban tan persuadidos de que al hombre no le estaba permitido ir más allá en el conocimiento de lo que le admite su condición! Ni se les ocurría investigar si hay algo más por encima de los cielos.

Pero a medida que se fue deshaciendo la pureza de la Edad de Oro, los espíritus perversos -como antes dije- inventaron las artes. Al principio eran pocas, y también eran pocos quienes accedían a las mismas. La superstición posterior de los caldeas y la versatilidad ociosa de los griegos agregaron miles de conocimientos, para pura angustia de las almas. ¡Y cómo no, si la sola gramática es suficiente tortura para toda una vida!


XXXIII

De entre todas estas ciencias, lo llamativo es que las más valoradas son las que más cerca están del sentido común, incluso diría de la insensatez. O sea, los teólogos se mueren de hambre, los físicos de frío, los astrólogos son objeto de burla, y los dialécticos de menosprecio. Sólo el médico vale por muchos hombres. Y cuanto más ignorante, más imprudente e irresponsable es el médico, más alta es su reputación, incluso entre los gobernantes. Porque la medicina, en especial tal como muchos la ejercen hoy, no es más que una especie de adulación, lo mismo que la retórica.

Atrás de los médicos, el segundo lugar lo ocupan los abogados. Quizá debería decir el primero, si no fuese porque los filósofos -no diré mi opinión- se burlan unánimemente de ellos llamándolos burros. No obstante, la palabra de estos burros decide los pequeños y grandes negocios. Crecen sus tierras, mientras el teólogo se exprime la cabeza para sacar la divinidad entera de ella, tiene que comer altramuces, y no abandona su lucha contra las pulgas y los piojos.

Podríamos terminar diciendo que, así como las ciencias que están cerca de la estupidez son privilegiadas, los hombres que no tienen relación alguna con las ciencias aún lo son mucho más. Y se dejan guiar por la naturaleza sola, única perfecta, a menos que los mortales queramos trasponer sus límites. La naturaleza odia lo artificioso. Y en ella, todo mejora cuando no ha sido estropeado por el engaño.


XXXIV

¿Acaso no perciben que los otros seres con vida son más dichosos cuanto más lejos están de las ciencias, y sólo tienen por guía a la naturaleza? ¿Hay algo más dichoso y más sorprendente que las abejas? Ni siquiera tienen todos los sentidos del cuerpo. ¿Se podría encontrar una arquitectura parecida a la suya en la construcción de los edificios? ¿Alguna vez un filósofo estableció semejante Estado? Por el contrario, observen al caballo, muy allegado a los sentimientos humanos y en estrecha relación con el hombre, que por eso mismo participa de sus desgracias. La vergüenza de perder en una carrera muchas veces lo lleva hasta reventar. Y cuando busca la victoria en el campo de batalla, es derribado y muerde el polvo con el jinete. Y no quiero hablar del bocado con puntas, de las espuelas agudas, de la cárcel de la cuadra, látigos, palos, bridas, jinete. En resumen, toda la tragedia de la servidumbre voluntaria del caballo cuando quiere imitar a los hombres esforzados, y cuando, con todo empeño, se entrega a vengarse de sus enemigos.

Indudablemente, la vida de las moscas y de las aves es mucho más llevadera, viven a sus anchas, guiadas sólo por el instinto, con tal de que las trampas de los hombres no lo imposibiliten. Hay ejemplos en que los pájaros enjaulados aprenden a imitar la voz humana; sin embargo, no deja de sorprender cómo se apaga su natural esplendor. ¡Hasta tal punto supera la naturaleza cualquier artificio del arte! En este sentido nunca elogiaré lo suficiente a aquel gallo que fue Pitágoras. Fue todo en una misma persona: hombre, filósofo, mujer, rey, ciudadano, pez, caballo, rana y hasta, me parece, esponja y, no obstante, estableció que el hombre era el más desdichado de todos los animales. Pensaba que todos los otros animales viven contentos dentro de los límites impuestos por la naturaleza, mientras que el hombre siempre está intentando rebasarlos.


XXXV

De acuerdo con esto, por muchos motivos prefería a los ignorantes a los sabios y grandes. Creía que el famoso Grilo resultó mucho más sabio que el astuto Ulises, cuando prefirió seguir gruñendo en su pocilga, a embarcarse con él en semejantes desventuras. Me parece que Homero, padre de las fábulas, opinaba lo mismo cuando llama a todos los mortales desdichados, llenos de dolores y describe al mismo Ulises como ejemplar de infortunios, cosa que no hace con París, Áyax ni Aquiles. Es clara la causa de esto: Ulises, astuto hacedor de engaños, nada hacía sin el consejo de Palas, y se pasaba de listo a medida que iba apartándose de la guía de la naturaleza.

Ocurre lo mismo entre los mortales que se esfuerzan por lograr la sabiduría y por esto son los más infelices. Realmente, son doblemente estúpidos, primero porque desconocen su condición de hombres, y segundo porque quieren imitar a los dioses inmortales y, como los gigantes, hacen la guerra a la naturaleza, a partir de las armas de la ciencia. Por el contrario, la desgracia parece alejarse de aquéllos que se acercan al instinto y a la estupidez de los brutos, sin sobrepasarse un pelo de su condición de hombres.

Trataré de explicar lo que digo no con entimemas de los estoicos, sino con un ejemplo conocido. ¡Por los dioses inmortales! ¿Acaso hay seres más felices que esos hombres que el vulgo llama payasos, tontos, estúpidos y locos de remate, según creo todos apelativos espléndidos? Quizá lo que digo puede parecer estúpido y ridículo a primera vista, pero efectivamente es una gran verdad. Para empezar, esta clase de personas no siente ningún miedo a la muerte, ciertamente mal no pequeño; se ven libres del aguijón de la conciencia. Las historias de los muertos no los asustan. Tampoco los espíritus ni fantasmas. No los inquieta el miedo a males próximos ni los impacienta la esperanza de los bienes futuros. En resumen, no los perturban los mil y un problemas que la vida proporciona: No tienen vergüenza, temor, ambición, odio o amor. Por último, si creemos a los teólogos, cuanto más se acercan a la irracionalidad de los animales, menos capacidad tienen de pecar.

Ya es tiempo de que me cuentes, sabio estúpido, los días y las noches que pasas abrumándote con tus problemas. Repasa todos tus males y así advertirás los que yo he quitado a mis queridos insensatos. A esto agrega que siempre están contentos, jugando, cantando, riendo y, vayan donde vayan, reparten alegría, bromas, pasatiempo y risas. Tal parece ser la función que les han confiado la bondad de los dioses: alejar la tristeza de la vida humana. Efectivamente, todos los reciben por igual como algo suyo, mientras a los demás los unen sentimientos muy diferentes. Siempre se los acepta, se los busca, se los hospeda, se los abraza y auxilia cuando lo necesitan, y se les permite decir y hacer impunemente lo que quieran. Nadie piensa en maltratarlos, ya que ni siquiera los animales más fieros, como instintivamente intuyendo su inocencia, se atreven a lastimarlos; son algo sagrado para los dioses y sobre todo para mí. ¡Nadie cree injusto el honor que se les otorga!


XXXVI

No me dirán que estos tontos no divierten a los más altos reyes, ya que no quieren comer, pasear o estar una hora sin ellos. Y la estima que les tienen supera ampliamente a la que tienen por esos sabios lúgubres de la corte, a quienes mantienen sólo por prestigio. No creo que el motivo de esta preferencia sea un secreto que sorprenda a nadie. Simplemente, esta clase de sabios no tiene nada que ofrecer al gobernante más que noticias tristes, ya que confiados de su saber, no les importa herir su oído delicado con verdades maliciosas. Por el contrario, los payasos pueden ofrecer lo único que está buscando el rey: bromas, risas, carcajadas, diversión. Permítanme que les diga que estos insensatos tienen un regalo nada despreciable: son los únicos que hablan con franqueza y dicen la verdad. ¿Puede haber algo más digno de alabanza que la verdad? No acepto el dicho de Alcibíades, citado por Platón, de que la verdad está en el vino y en los niños. Mejor, ese elogio se me debe a mí, ya que como dice el verso de Eurípides: el estúpido estupideces dice. Todo lo que el insensato tiene adentro, la cara lo refleja y sale por su boca. Pero los sabios tienen, como recuerda también Eurípides, dos lenguas: con una dicen la verdad; con la otra, lo que en cada momento les conviene. Tienen el arte de volver negro lo blanco, de soplar con el mismo aliento lo trío y lo caliente, de sentir algo, muy hondo en el corazón, y fingir cosa bien distinta en su palabra.

Todavía diré más: no creo que los gobernantes, a pesar de tanta dicha, sean muy felices, ya que no tienen quien les diga la verdad, y están obligados a rodearse de aduladores en vez de amigos. Alguien podría decirme: es que ellos detestan la verdad, y éste es justamente el motivo de que no quieran que alguien se sienta libre para decirles las verdades más que las lisonjas. El hecho es que los reyes no quieren la verdad. Sin embargo, mis insensatos tienen la asombrosa cualidad de poder decir no sólo la verdad, sino notorias insolencias y, no obstante, ser oídas con diversión. Así, algunas palabras podrían costar la vida al sabio, mientras que dichas por un bufón resultan divertidas. La verdad tiene en sí misma el regalo de divertir mientras no ofenda; y los dioses sólo han concedido este regalo a los insensatos.

Por esto, esta clase de hombres entretiene tanto a las mujeres tan proclives a los halagos y a la superficialidad. Por lo mismo, siempre que se encuentran con estos hombres, aunque sean cosas serias, y a veces lo son, siempre las toman a broma y diversión. ¡Qué hábil es este sexo, sobre todo para esconder sus propias aventuras!


XXXVII

Volveré a la felicidad de los estúpidos. Y diré sin rodeos que después de una vida de diversión, sin miedo y sin reparar en la muerte, se van derechos a los Campos Elíseos, donde seguirán siendo la delicia de las almas piadosas y ociosas que descansan ahí.

Sigamos comparando la suerte de cualquier sabio con la de nuestro insensato.

Suponte que ponemos frente a él un modelo de sabiduría: un hombre que ha derrochado su infancia y adolescencia en el estudio de las ciencias y que ha perdido la parte más feliz de su vida en vigilias constantes, cuidados y sudores. Hombre que en todos sus días nunca ha probado un sorbo de placer: moderado, triste, lúgubre; austero y sin concesiones consigo mismo; desagradable y antipático. Un hombre pálido, marchito, con malestares, lagañoso, vencido por una vejez y unas canas prematuras que lo marginan de esta vida antes de tiempo. Aunque, ¿qué importa la muerte de un hombre como éste si nunca ha vivido? ¡Tal es la bella imagen de un sabio!

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