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ELOGIO DE LA ESTUPIDEZ
Cuarta parte
Habla la estupidez
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Los poetas me deben menos todavía, si bien por definición, están dentro de mi grupo. Dicen que son espíritus libres que no viven más que para agradar los oídos de los tontos, con frivolidades y fábulas estúpidas. Es increíble ver cómo, seguros en sus versos, se prometen la inmortalidad a sí mismos, y una vida similar a la de los dioses, y también así lo prometen a otros. El Amor Propio y la Adulación son sus amigos particulares. más que de nadie más. Y ninguna otra clase de hombres me adora con más sinceridad y constancia.
Después están los retóricos. Diré de ellos que aunque algunos incumplen un poco para acercarse a los filósofos, también los considero míos. Un ejemplo, entre muchos, es que entre tantas tonterías como han escrito están las reglas precisas para hacer reír. La estupidez aparece entre las formas de hacer reír, en ese autor, sea cual fuese su nombre, que dedicó su tratado de retórica a Herennio. Y Quintiliano, el más sobresaliente de los retóricos, dedica un capítulo a la risa más largo que la carcajada. Consideran tanto a la estupidez porque habitualmente la risa desbarata lo que una serie de argumentos no pudo lograr. Y nadie negará que no tiene arte despertar una carcajada con chistes, ni se relaciona con la estupidez.
Los que buscan fama imperecedera escribiendo libros son de la misma calaña. Son mis grandes deudores, sobre todo quienes ensucian sus papeles con tonterías. Tengo piedad de esos escritores que utilizan sus conocimientos escribiendo para una minoría ilustrada y que también están pendientes del juicio de Persio o de Lelio, ya que viven atormentados continuamente: agregan, transforman, suprimen, vuelven a poner, rehacen, aclaran, lo enseñan a los amigos, lo liman durante nueve años y nunca están conformes. Y todo para poder recibir como premio un elogio, de muy pocos, y gracias a vigilias, sueño -la más dulce de las cosas-, fatigas, sudores y sinsabores innumerables. A esto agréguese el desgaste de la salud, el quebranto del cuerpo, las lagañas e incluso la ceguera, la pobreza, la envidia, la privación de placeres, la vejez temprana, la muerte prematura y cualquier otra clase de desgracias. Nuestro hombre se da por muy bien compensado de todo esto si consigue la aceptación de algún que otro infortunado erudito.
En cambio, el escritor que es de mi cofradía, cuantos más disparates dice es tanto más feliz. Escribe todo lo que se le ocurre, sin pensarlo dos veces, hasta sus mismos sueños, sin gastar más que un poco de papel. Sabe muy bien que cuantas mayores tonterías diga, mayor será la aprobación por parte de la mayoría, o sea, de ignorantes y estúpidos. ¿Qué importa que tres de esos sabios condenen su obra si es que llegan a leerla? ¿O es más valioso el voto favorable de tres sabios que el clamor del vulgo?
Quienes publican como propios los escritos ajenos lucen buen ánimo, y roban para ellos la fama que con tanto trabajo otro trató de ganar sólo con unos pocos cambios de palabras. Se convencen a sí mismos con la idea de que, aun cuando sean delatados como plagiarios, lucrarán con la usura al menos durante un tiempo. Es un placer ver cómo se contonean cuando alguien de la muchedumbre los elogia o cuando alguien los señala con el dedo, diciendo: Miren, es él, ¡qué gran hombre!. O cuando sus obras aparecen en los escaparates y cuando, en fin, al frente de cada página se leen tres nombres, sobre todo si son extravagantes y próximos a lo fabuloso. Dios inmortal, ¿qué es todo esto sino pura palabrería? Si se tiene en cuenta la extensión del mundo, son muy pocos quienes van a conocerlos, y todavía menos quienes los elogian, lo que comprueba el diverso paladar de los ignorantes. ¿Qué decir cuando tales nombres son inventados o están tomados de libros antiguos? Uno prefiere llamarse Telémaco, otro Esténelo o Alertes; a éste le gusta Polícrates, y aquél, Trasímaco. Así que es lo mismo que su autor se llame Camaleón o Calabaza, o si prefieren, según el estilo de los filósofos, Alfa o Beta.
El intercambio de cartas, versos y elogios mutuos es lo más divertido de todo, en los cuales se felicitan de estúpido a estúpido, de pedante a pedante. A tiene a B arriba de Alceo; B piensa que A es más que Calímaco. B cree que A es superior a Marco Tulio Cicerón, por eso A tiene a B por más sabio que Platón. Y a veces se buscan un adversario, que les permita rivalizar con él, y así acrecentar su fama. De esta manera: el vulgo vacilante se dispersa entre opiniones diversas, hasta bien terminada la hazaña; ambos generales se retiran victoriosos a celebrar su triunfo. Los sabios se burlan de estupideces como ésta. ¿O no es una estupidez? Pero entretanto permito que la gente viva una vida tan feliz que no cambiarían sus triunfos por la gloria de los Escipiones. Los mismos sabios que tanto se burlan y disfrutan con la estupidez ajena, tienen que confesar lo mucho que me deben a mí, si no quieren ser los más ingratos de los hombres.
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Los abogados exigen el primer lugar entre la gente culta para sí. Ninguna otra clase está más pagada de sí misma. No dejan de dar vueltas a la roca de Sísifo, ordenando con el mismo espíritu más de seiscientas leyes sin preocuparles si sirven para algo. Y viven acumulando glosa tras glosa. Y una opinión sobre otra, como para hacer creer que su profesión es la más dificil de todas. Todo aquello que presenta alguna dificultad o molestia es distinguido para ellos.
Agreguemos a éstos, el conjunto de sofistas y dialécticos, gente más locuaz y escandalosa que los bronces de Dodona, cada uno de ellos capaces de competir en charlatanería con veinte mujeres elegidas. Mejor les iría si a la palabrería no sumaran un espíritu provocador. Son capaces de pegarse por cosas tan ínfimas como el pelo de cabra, perdiendo el hilo de la verdad en el calor de la contienda. Pero también éstos son felices con su amor propio. Son capaces de pelear enloquecidamente con tres silogismos contra cualquiera y sobre cualquier tema. Estentor que se les opusiera, les haría vencedores su obstinación.
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Luego tenemos a los filósofos, hombres respetables por su barba y su capa, que declaran que exclusivamente ellos saben, considerando como sombras voladoras a los demás mortales. La suya es una encantadora forma de locura, que los impulsa a inventar infinitos mundos y a medir el sol, la luna y las estrellas y el universo como con el dedo y con un piolín. Dictaminan sin dudarlo un momento sobre las causas del rayo, del viento, de los eclipses y demás fenómenos inexplicables, como si tuvieran acceso a los secretos de la naturaleza, arquitecto del mundo, o como si acabaran de recibir el consejo de los dioses. Mientras tanto, la naturaleza se ríe a carcajadas de ellos y de sus presunciones. Lo cierto es que no saben nada con exactitud, y esto lo prueba la eterna lucha entre ellos sobre cualquier tema. Aunque proclamen que lo saben todo, no saben nada: se olvidan de sí mismos y ni siquiera ven la fosa abierta a sus pies, ni la roca con la cual puedan tropezar, sea porque están ciegos, sea porque tienen aire en la cabeza. Sin embargo, presumen de poder entender las ideas, los universales, las abstracciones, la materia prima, la esencia (quiddidad), la individualidad (ecceidad), y cosas tan sutiles que, me parece, ni el mismo Linceo podría captar.
El rechazo al vulgo termina en exageración cuando, tras trazar triángulos, cuadriláteros, círculos y otras figuras matemáticas, apretujados unos sobre otros y amontonados en una especie de laberinto, despliegan en línea todo el ejército de letras del alfabeto, para luego volverlas a colocar en filas más cerradas, como queriendo embaucar a los más ignorantes. También están quienes adivinan el futuro consultando a las estrellas, prometiendo milagros, más que maravillosos. ¡Y tienen la suerte de encontrar gente que todavía les crea!
LIII
Sería mejor prescindir de los teólogos, y no agitar esa charca, ni tocar esa hierba apestosa. Caería sobre mí en manada esta gente tan quisquillosa y colérica con seiscientas conclusiones, obligándome a retractarme, y si me niego, me acusarían de hereje. Suelen aterrorizar con esta difamación a quienes no les son favorables. Indudablemente, no hay nadie que acepte mis favores con menos agrado, aunque ellos también deberían estar agradecidos por varios títulos nada despreciables. Sobre todo y fundamentalmente porque su amor propio los hace vivir felices como en un tercer cielo, permitiéndoles mirar desde arriba al resto de los mortales como ovejas que se arrastran por el piso, despreciándolos y compadeciéndose de ellos. Están tan provistos de definiciones escolásticas, conclusiones, corolarios, proposiciones explícitas e implícitas, conocen tan bien todos los subterfugios, que ni las mismas redes de Vulcano podrían agarrarlos. Gracias a distingos conseguirían burlarlas, cortando los nudos mejor que el hacha de dos filos de Ténedos. ¡Así de pertrechados están de neologismos y de conceptos misteriosos!
Asimismo no se detienen hasta poder descifrar los misterios más ocultos: cómo, por qué y para qué fue creado el mundo; por dónde se filtró el pecado original a la posteridad; por qué medios, en qué medida y durante cuánto tiempo se gestó en el vientre de la Virgen el cuerpo de Cristo; y por último, cómo pueden permanecer los accidentes sin la sustancia en la Eucaristía. Pero esto no es nada. Hay otros temas sólo dignos de grandes teólogos, que ellos llaman iluminados, y que cuando surgen, los trastornan. Éstos son: ¿hay un instante en la generación divina? ¿Hay varias filiaciones en Cristo? ¿Es posible la proposición: Dios Padre odia al Hijo? ¿Dios podría haber tomado la fonna de mujer, de diablo, de calabaza, de guijarro? En ese caso, ¿de qué modo la calabaza podría haber predicado, hacer milagros y ser crucificada? Si Pedro hubiese consagrado mientras el cuerpo de Cristo estaba en la cruz, ¿qué habría consagrado? Durante ese mismo momento, ¿a Cristo se lo podría llamar hombre? ¿Y podríamos comer o beber después de la resurrección? ¡Tan preocupados están ahora de su hambre y sed futuras!
Todavía quedan infinitas sutilezas, mucho más minuciosas, sobre nociones, relaciones, formalidades, quiddidades, ecceidades, que sólo los ojos de Linceo podrían captar, ya que percibían en la oscuridad cosas que nunca existieron. A éstas agréguense sus máximas, tan paradójicas, que las sentencias morales de los estoicos, conocidas vulgarmente como paradojas, nos parecen vulgares juegos de palabras. Como ejemplo tenemos la siguiente: Es un delito menor matar mil hombres que remendar una sola vez el zapato de un pobre en domingo. Y esta otra: Es preferible dejar que se hunda el mundo con todo lo que hay en él -como se dice comúnmente- que decir una nimia mentirita.
Los diferentes escolásticos discurren en estas tan minuciosas sutilezas. Te resultará más fácil salir del laberinto que del enredo mental de realistas, nominalistas, tomistas, albertistas, escotistas. Y sólo he nombrado a los principales. Tal erudición y tal complejidad de dificultades rigen en todas ellas que me imagino que los mismos apóstoles otra vez necesitarían del soplo del Espíritu Santo, si hoy tuvieran que discutir con la nueva generación de teólogos sobre estos asuntos.
Quizá San Pablo es el ejemplo, pero cuando afirma:
La fe es anticipo de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven, su razonamiento es poco escolástico. Del mismo modo, si su caridad es notable, aparece como poco dialéctico cuando la define y la divide en la primera a los Corintios, 6.13. También es verdad que los apóstoles consagraban la Eucaristía con piedad, pero preguntados sobre el término a qua y el término ad quem, sobre la transustanciación, cómo el mismo cuerpo puede estar en lugares diferentes -cuál es la diferencia del cuerpo de Cristo en el cielo, en la cruz y en la Eucaristía-, en qué momento se realiza la transustanciación -ya que la oración consagratoria está compuesta por palabras separadas en el tiempo-, no creo que habrían podido responder con la misma inteligencia que los escotistas cuando discurren y definen estos temas.
Los apóstoles conocieron a la madre de Jesús, pero ¿a alguno de ellos se le ocurrió comprobar, tan filosóficamente como nuestros teólogos, cómo se vio liberada de la mancha de Adán? Pedro recibió las llaves de manos de Aquél que no las hubiera entregado a quien no mereciera su confianza. Ahora bien, dudo que alguna vez comprendiera y menos llegara a concebir la sutileza que supone tener la llave de la ciencia sin poseer la ciencia. Los apóstoles bautizaban por todos lados, pero nunca se les ocurrió explicar el motivo formal, material, eficiente y final del bautismo. Tampoco dijeron nada sobre su carácter deleble e indeleble. Es verdad que veneraban pero en espíritu y en verdad, según el dicho evangélico: Dios es espíritu. Y quienes lo veneran deben hacerlo con espíritu y verdad.
Sin embargo, no aparece en ningún lugar que les fuera revelado que se deba venerar con igual devoción que al mismo Cristo a una imagencita mediocre pintada a carbón en la pared, con tal de que tenga dos dedos abiertos, larga cabellera, y una aureola con tres rayos que salen del cogote. ¿Quién, que no haya machacado no menos de treinta y seis años estudiando la fisica y la metafisica de Aristóteles y de Escoto, podría tener en cuenta semejantes detalles?
Los apóstoles insisten en la gracia de manera similar, pero nunca diferencian entre gracia actual y gracia santificante. Alientan las buenas acciones sin separar entre opus operantis y opus operatum. Siempre están infundiendo la caridad, pero no distinguen la infusa de la adquirida, ni tampoco se preocupan si es accidente o sustancia, creada o increada. Aborrecen el pecado, pero estoy segura de que nunca podrían definir eso que llamamos pecado, si los escotistas no nos mentalizasen. No entiendo cómo San Pablo -cuya erudición es ejemplo de la de todos- pudo condenar las controversias, peleas, genealogías y logomaquias, como él mismo las llama, de haber entendido tales minucias. Todas las discusiones y polémicas de su tiempo hoy habría que considerarlas inocentes y ordinarias, comparadas con las sagacidades de nuestros maestros, más sutiles que las de Crisipo.
Nuestros teólogos no condenan, ya que son personas modestas, sino que tratan de interpretar piadosamente algo que los apóstoles pudieron escribir sin elegancia, poco académicamente. Y creo que lo hacen por el respeto debido tanto a la antigüedad como al nombre de los apóstoles. No sería justo pedirles consejos sobre asuntos de los cuales su mismo maestro no les había dicho ni una palabra. Pero si aparecen semejantes expresiones en el Crisóstomo, Basilio o Jerónimo, anotan al margen: inaceptable.
Los apóstoles refutaron a los filósofos paganos y judíos -obstinados por naturaleza- del mismo modo, pero lo hicieron más con el ejemplo de su vida, y con los milagros, que con silogismos. Efectivamente, nadie de aquellos a quienes se dirigían hubiera podido entender ni una de las cuestiones Quodlibetanas de Escoto. Por el contrario, hoy no hay pagano ni hereje que raudamente no se doblegue ante tan finas agudezas. A menos que se trate de gente tan torpe que no pueda entenderlas, o tan descarada que las silbe, o tan hábil en la esgrima que luche con espadas iguales, como de mago a mago. Lo cual sería como tejer y destejer la tela de Penélope.
Creo que los cristianos actuarían sensatamente si en vez de enviar esos grandes ejércitos contra turcos y sarracenos, que desde un tiempo a esta parte operan con diversa fortuna, mandasen allá, junto a la caterva de sofistas, a los gritones escotistas, a los tan testarudos ocamistas y a los esclarecidos albertistas. Les aseguro que presenciarían la lucha más divertida y una victoria nunca vista. Efectivamente, ¿a quién no le acosarían sus aguijones, por insensible que fuese? ¿Quién tan estúpido que no se rebele ante sus ataques? ¿Y quién tan lúcido que no sucumbiese en sus tinieblas tan densas?
Alguien quizá piense que estoy bromeando. No me sorprende, entre los mismos teólogos hay personas más sabias que no soportan lo que ellos llaman frívolos sofismas de teólogos. Otros encuentran como una forma de sacrilegio condenable y la peor clase de herejía hablar de cosas tan santas -más dignas de reverencia que de explicación- con una lengua tan insolente. Tampoco aceptan que se las discuta con argumentos profanos propios de paganos, se las defina con tanta arrogancia y se manche la divina majestad de la teología con términos y principios tan triviales e incluso impropios.
No obstante, ellos siguen contentos consigo mismos, felicitándose mutuamente. Día y noche ocupados con estas encantadoras vaciladas, no tienen ni un momento de ocio para dedicarse a leer, aunque sea una vez, el Evangelio o las cartas de San Pablo. Y mientras desperdician el tiempo en estas pomposas tonterías de escuela, creen que sustentan con sus argumentaciones a la Iglesia -que de otro modo se derrumbaría-, lo mismo que, según los poetas, Atlas sostiene sobre sus hombros el Universo.
Por último, pueden sospechar cuán felices son cuando modelan y remodelan según su antojo los pasajes más complicados de la Escritura, como si fuesen de arcilla. Cuando procuran que sus conclusiones, aceptadas por algunos escolásticos de antemano, valgan más que las leyes de Solón y se antepongan a los decretos escritos. O cuando a sí mismos se constituyen jueces del mundo y pretenden anulación si algo no concuerda con sus conclusiones explícitas o implícitas. Dictaminan como si fueran un oráculo: esta proposición es escandalosa; ésta, poco respetuosa; ésta huele a herejía; ésta suena mal. En resumen: ni el bautismo, ni el Evangelio, ni Pablo o Pedro, ni San Jerónimo, San Agustín, ni el mismo santo Tomás, el aristotélico por excelencia, pueden convertir a un hombre en cristiano sin que los doctos den su aprobación. ¡Sus juicios son tan lúcidos! ¿Quién hubiera imaginado, si esos sabios no lo hubieran establecido, que no era cristiano quien dijera estas dos frases: orinal, apestas, el orinal apesta; y éstas: hervir en una olla y ¿hervir la olla? ¿Quién habría librado a la Iglesia de tan terrible oscuridad de errores -que por otro lado nadie hubiese detectado- si ellos no los hubieran publicado con el sello de las escuelas? Y al hacer esto, ¿no son totalmente, completamente, felices? Describen al infierno con tantos detalles y tan vivamente que se diría han pasado varios años en aquel lugar. Otras veces, dan rienda suelta a su imaginación e inventan nuevas esferas añadiendo al final una más extensa y hermosa, por si los bienaventurados no tienen suficiente espacio para pasear, celebrar un banquete o jugar a la pelota confortablemente.
Sus mentes están tan atiborradas e hinchadas con éstas y otras mil estupideces parecidas, que creo que ni el mismo cerebro de Júpiter estaba tan saturado cuando pidió el hacha de Vulcano para poder dar a luz a Palas Atenea. Entonces, no se extrañen que aparezca en las discusiones públicas su cabeza cubierta cuidadosamente con el birrete, porque de lo contrario, les reventaría. Frecuentemente, yo misma me suelo burlar de ellos, porque se creen más teólogos cuanto más tosco y grosero es su lenguaje. Farfullan de tal modo que solamente un tartamudo puede entenderlos, y a lo que el vulgo no llega a entender llaman sutileza. Proclaman que no es digno de la grandeza de la Escritura someterse a las leyes de la gramática. Privilegio llamativo el de los teólogos, el de poder hablar incorrectamente, aunque este privilegio lo compartan con muchos zapateros remendones. Por último, presumen ser unos semidioses cuando alguien los llama nuestros maestros con devoción casi religiosa, que es para ellos lo que el Tetragrammaton para los judíos.
Por lo tanto, no es lícito escribir Magister Noster sino en letras mayúsculas. Y si alguien cambia el orden y dice Noster Magister, inmediatamente arruina todo el prestigio de los teólogos.
LIV
Parecida a la felicidad de éstos es la felicidad de quienes así mismos comúnmente se designan religiosos y monjes. Los dos nombres son indudablemente falsos, ya que la mayoría de ellos viven alejados de la religión, y en todas partes a nadie se encuentra más. No imagino que hubiera gente más desgraciada que ellos, si yo no los auxiliara de muchas formas. Esta clase de hombres es tan mal vista que el simple encuentro casual con uno de ellos es considerado como señal de mala suerte; no obstante, ellos están muy conformes consigo mismos. En primer lugar, porque piensan que la mejor forma de piedad es estar tan alejados de la educación, al punto que no saben ni leer. Luego, cuando en la iglesia cantan los salmos, rebuznando como burros, repitiéndolos de memoria, sin entenderlos, creen que agradan los oídos de los coros celestiales. A su vez, algunos de ellos explotan su suciedad y mendicidad, pidiendo posadas, carruajes y barcos con gran perjuicio de los otros pobres. Así es como estos hombres tranquilos, mugrientos, ignorantes, ordinarios y desvergonzados pretenden ofrecernos la imagen de los apóstoles.
¿Hay algo más divertido que ver cómo todo lo hacen por obediencia, como si se guiaran por unas leyes matemáticas que sería sacrílego transgredir? Por ejemplo, miden el número de nudos del calzado, el color del cíngulo, la clase de colores del hábito, la largura de la correa, la forma y la capacidad de la cogulla, cuántos dedos de ancha la tonsura, cuántas horas de sueño. ¿Quién no ve la desigualdad en esa supuesta igualdad, con tanta variedad de cuerpos y de aptitudes? Gracias a estas pequeñeces, no sólo se creen superiores a los demás, sino que se desprecian unos a otros. Hombres que hacen profesión de caridad apostólica declaran la guerra a quienes llevan el hábito más o menos ceñido, o de un color un poco más oscuro. Verás a algunos tan austeros en su obediencia religiosa que sólo visten por fuera un cilicio, y por debajo finísima lana milesia; por el contrario, otros por fuera visten de lino, y de lana debajo. También verás a otros a quienes horroriza el simple contacto del dinero, como si se tratara de un veneno, pero no se privan del vino y de las mujeres.
En resumen, todos ellos se esfuerzan por vivir su propia vida, sin preocuparse por parecerse a Cristo, y sí por diferenciarse de los demás. Por lo tanto, ponen gran parte de su felicidad en los nombres que los distinguen. Unos se complacen en llamarse los del cordón (franciscanos) y entre éstos los hay recoletos, menores, mínimos, observantes. Otros se llaman benedictinos, bernardos, brigidenses, agustinos, guillermistas y jacobitas, como si no alcanzase con ser cristianos. La mayoría de ellos creen tanto en sus ceremonias y pequeñas tradiciones que piensan que un cielo es poca recompensa para sus grandes méritos. No se percatan que Cristo, repudiando todo esto, sólo se fijará en si han cumplido su único precepto, el de la caridad. Un fraile le mostrará su pobrecito vientre, hinchado con toda clase de peces; otro derramará a sus pies cien sacos de salmos, y otro le enumerará miles de ayunos, y contará que se muere de hambre por no haber hecho más que una sola comida al día. Asimismo otro le presentará tal cantidad de ceremonias, que no alcanzarán siete barcos para transportarlas. Éste se gloriará de haber vivido sesenta años sin que sus manos tocaran el dinero, pero con dos pares de guantes. Aquél tendrá la cogulla tan sucia y llena de grasa, que ni un marinero la querría usar. Uno recordará que durante más de once lustros ha vivido como una esponja sin moverse de su sitio. Otro mostrará la ronquera de su voz de tanto cantar; otro, el embrutecimiento causado por la soledad, y otro, por último, su lengua atascada por llevar silencio.
Sin embargo, Cristo interrumpirá esta sucesión interminable de merecimientos, para decir: ¿de dónde sale esta nueva raza de judíos? Sólo reconozco un mandamiento como mío, y es el único que no he oído. Ya hace mucho tiempo que prometí el reino de mi Padre, sin ambigüedades y sin acudir al velo de las fábulas, pero no a la cogulla, a los rezos, o abstinencias, sino a las obras de caridad. No reconozco a hombres que están tan complacidos de sus obras, esos que quieren aparecer más santos que yo. ¡Qué se vayan a vivir al cielo de los abraxianos si quieren, o que se hagan construir un nuevo cielo por aquéllos que prefieren sus tradiciones a mis mandamientos! Cuando oigan esto y adviertan que simples marinos y cocheros van por delante de ellos, ¿imaginan con qué cara se mirarán unos a otros? Sin embargo, por ahora son felices, gracias a las esperanzas que yo en ellos suscito.
Nadie se anima a despreciar a este tipo de gente, sobre todo a los mendicantes, por apartados que estén del mundo. De todos conocen todos los secretos a partir de eso que llaman confesiones. Saben que no les está permitido revelarlos a no ser cuando beben y quieren divertirse con anécdotas graciosas, pero siempre sin mencionar nombres, y dejando los hechos a la sospecha. Pero que nadie se atreva a molestar a este enjambre de zánganos, porque la venganza será inmediata y cumplida en sus sermones. Insinúan y aluden tan astutamente al enemigo, que nadie deja de reconocer, sólo quien no sepa de qué va. Y no dejarán de ladrar hasta que les tiren a la boca un pedazo.
¿Se imaginan a un comediante o charlatán de feria que pueda equipararse con ellos en la retórica de sus sermones? Resulta ridículo y totalmente hilarante verlos imitar las reglas de los maestros de la retórica. ¡Cielos! ¡Cómo gesticulan! ¡Qué cambios de voz! ¡Qué tonos! ¡Qué manera de alardear! ¡Qué de contoneos de un lado para otro del público! y todo lleno de gritos. Este estilo de oratoria se transmite de un frailecito a otro, como si se tratara de un arcano. Yo no soy una iniciada en él, pero basándome en suposiciones, diré algo.
Empiezan con una invocación, fórmula tomada de los poetas. Luego, si quieren hablar de la caridad, empiezan su introducción por el Nilo de Egipto. O si quieren recordar el misterio de la cruz con toda naturalidad se remontan a Bel, el dragón babilónico. Cuando quieren discurrir sobre el ayuno, empiezan por los doce signos del zodíaco. Y cuando encaran el asunto de la fe, empiezan a declamar largamente sobre la cuadratura del círculo. Yo misma pude oír cierta vez a un loco egregio -miento, quería decir a un sabio- que quiso explicar el misterio de la Trinidad en un sermón muy memorable. Desplegando las dotes extraordinarias de su saber y queriendo adular los oídos de los teólogos, ensayó un nuevo método: empezó con las letras del alfabeto, las sílabas y la oración, para pasar después a tratar de la relación del nombre con el verbo y del adjetivo con el sustantivo. Sus oyentes estaban extremadamente perdidos, al punto de que algunos iban susurrándose al oído aquel verso de Horacio: ¿A qué viene tanta pretensión?. Por último, finalizó afirmando que el símbolo de la Trinidad está expresado patentemente en nociones de la gramática de tal modo que ningún matemático podría trazar una figura en la arena tan claramente. Ocho meses de esfuerzos costó el sermón a este eminente teólogo, al punto de que hoy mismo está más ciego que un topo, efectivamente, porque la agudeza de la vista la amontonó en la punta del cerebro. No obstante, a nuestro hombre no le afecta mucho la pérdida de la vista; sigue pensando que para tan gran gloria fue poco precio.
También pude oír una vez a un octogenario tan teólogo, que hubieran creído que era la reencarnación del mismísimo Escota. Intentando explicar el nombre de Jesús, comprobó con admirable sagacidad que todo lo que se podía decir de él ya aparecía en las letras de su nombre. Deducía un símbolo evidente de la Trinidad divina del hecho de que en latín el nombre de Jesús tiene tres casos solamente. El primer caso (Jesús) termina en s; el segundo (Jesum), en m; y el tercero (Jesu) en u, lo que implica un misterio prodigioso: según estas tres letras, Jesús es lo sumo, lo medio y lo último. Analizando matemáticamente estas letras escondían un enigma todavía más profundo. Dividió la palabra Jesús en dos partes iguales, dejando en el medio la s. Luego comprobó que esta letra era igual a la hebrea que se pronuncia syn. En escocés syn significa, me parece, pecado. Así, era indudable que Jesús era quien quitaba los pecados del mundo. Este tan novedoso exordio dejó a los oyentes tan embobados, principalmente, a los teólogos ahí presentes, que casi quedan como de piedra, como Niobe. Sin embargo, a mí me hizo reír, aconteciéndome un poco como a aquel Príapo de madera de higuera que tuvo la mala suerte de ser testigo de las nocturnas hechicerías de Canidia y Sagana. Y no sin razón, ya que ¿cuándo Demóstenes pensó en griego y Cicerón en latín un exordio como éste? Estos oradores creían deshonesto un exordio extraño al tema -cuestión que los mismos porqueros perciben sin otra maestra que la misma naturaleza-. No obstante, nuestros sabios presuponen que su preámbulo -como lo llaman- será más logradamente retórico cuanto menos relación tenga con el tema por tratar, de manera que el oyente, sorprendido, piense para sí: ¿pero adónde quiere llegar éste?
Como exposición, en tercer lugar, ofrecen entretanto una interpretación veloz de un pasaje evangélico, cuando en realidad su objeto principal debería ser éste. En cuarto lugar, en un apresurado cambio de personaje, plantean una cuestión teológica que a veces no tiene nada que ver ni con el cielo ni con la tierra. Ahora bien, están persuadidos de que esto también es otra prueba de su arte. Justamente, en este momento es cuando, frunciendo su teológico entrecejo, bombardean los oídos de los oyentes con nombres tan sonoros como sabios solemnes, sabios sutiles, sabios sutilísimos, sabios seráficos, sabios santos y sabios irrefutables. Y también es ahora cuando vomitan silogismos mayores y menores sobre la muchedumbre ignorante, conclusiones, corolarios y divagaciones estúpidas, así como mentiras súper escolásticas.
Finalmente, aparece el quinto acto de este drama, en el cual es mejor que un artista se supere así mismo. Aquí es donde relatan cualquier fábula tonta y ridícula supongo tomada del Espejo de la historia o de las Gestas de los Romanos, interpretándolas de un modo alegórico, tropológico y analógico. Y arrojan de esta forma su sermón, monstruo que ni Horacio mismo pudo concebir cuando escribió aquel verso Humano capiti, etcétera. A no sé quién oyeron decir que las palabras iniciales de la oración deben ser circunspectas y muy discretas. Por esto empiezan tan suavemente su discurso que ni ellos oyen su propia voz, como si valiera la pena pronunciar lo que nadie entiende. También oyeron que las emociones se motivan por el uso frecuente de las exclamaciones, por eso, sin que a veces sea necesario, de un modo de hablar pausado, repentinamente pasan a gritar estrepitosa y frenéticamente. Uno juraría que nuestro hombre necesita un poco de eléboro, como si levantar la voz en un momento u otro del discurso no fuese importante. Y además, como han oído decir que el sermón se debe ir calentando a medida que avanza, después de recitar las partes introductorias de una forma pausada, imprevistamente lanzan un chorro de voz incluso en asuntos insignificantes, para terminar exhaustos hasta caer sin aliento. Por último, han aprendido que la risa se encuentra en los tratados de retórica, y por esto, sin duda, se esfuerzan por aparecer chistosos y graciosos. Pero chistes, Afrodita amada, de tanta gracia y tan ocurrentes como el asno tocando la lira; a veces recurren a la ironía, pero es tan ingenua que cosquillea más que lastima, y nunca son más serviles que cuando están preocupados por dar impresión de que hablan con el corazón en la mano. Al oír su discurso uno juraría que han recibido lecciones de charlatanes de feria, que son muy superiores a ellos. Se parecen realmente tanto que nadie podría distinguir si han aprendido la retórica unos de otros.
Y, no obstante, todavía hay gente que gracias a mí, se deslumbra oyéndolos, como si fuesen nada menos que Demóstenes y Cicerón. Esos son los mercaderes y mujercitas, cuyos oídos seducen con particular interés. Los mercaderes, si se los sabe halagar, suelen repartir algunas migajas de sus mal adquiridos bienes. Y las mujeres son especialmente devotas de los frailes, entre otros muchísimos motivos, porque cuando andan tramando algo contra sus maridos, lo confian al seno de los frailes.
Me imagino que advierten lo mucho que me debe esta clase de personas que, con sus gestos extravagantes, sus gritos y estupideces imponen una especie de tiranía sobre los mortales, y se creen un nuevo San Pablo y San Antonio.
LV
Ya complacidamente abandono a estos bufones que tan mal disimulan mis favores, como pésimos impostores de la piedad. Deseaba meterme un poco con los reyes y cortesanos, quienes lealmente me rinden culto, con esa ingenuidad que uno anhela de personas de noble cuna. ¿Puede haber vida más triste y despreciable que la suya, si tan sólo tiene media onza de sentido común? Nadie que quiera ser un verdadero rey creería que vale la pena conseguir el poder gracias a la mentira o al parricidio, teniendo en cuenta el peso que se echa sobre sus hombros. Quien toma las riendas del gobierno se debe entregar a los asuntos del Estado, no a los suyos propios, y sólo debe pensar en el bienestar de su pueblo. No se puede desviar ni un poco de las leyes que él mismo ha promulgado y de las cuales es ejecutor, y personalmente debe garantizar la integridad de los magistrados y funcionarios. Expuesto a las miradas de todos puede ser o astro benigno que, con su integridad, trae la máxima satisfacción a los problemas humanos, o trompeta de muerte que causa la ruina total. No son tan conocidos ni tan terminantes en sus efectos los vicios de otros hombres. Sin embargo, el lugar del soberano es tal que si se aparta lo más levemente del camino recto, su mal ejemplo se extiende como un flagelo a mucha gente. Infinidad de posibilidades le proporciona el mismo oficio de rey que lo apartan del recto camino, por ejemplo, los placeres, la libertad que tiene, la adulación, el lujo, todo esto obligándolo a esforzarse y a tomar precauciones que le impidan apartarse lo más mínimo de sus obligaciones. En resumen, y para no hablar de complots, odios y otros peligros y temores, debe considerar que sobre su cabeza está aquel verdadero rey que pronto le debe preguntar por sus acciones más mínimas y tanto más severamente cuanto mayor haya sido el poder ejercido.
Entonces, señalo que si el gobernante ponderase éstas y otras muchas cosas -e, indudablemente, las consideraría si tuviese buen juicio- no podría conciliar el sueño ni comer con tranquilidad. Sin embargo, abandonan con mi ayuda todos estos cuidados a los dioses, viven una vida de apatía y no reciben en audiencia a nadie que no les diga cosas agradables, para no preocuparse. A sí mismos se convencen de que cumplen con honestidad su función de príncipes yendo habitualmente de caza, criando hermosos caballos, vendiendo magistraturas y prefecturas en provecho propio, y siempre maquinando nuevos métodos para reducir el dinero de los ciudadanos, y engrosar su propio fisco. Y todo lo hacen con la debida forma, alegando pretextos que encubran el abuso por injusto que sea, bajo la capa de equidad. En el justo momento, saben adular al pueblo, para obtener de alguna manera el favor popular. Represéntense al príncipe, como esos que por ahí vemos hoy: hombre ignorante en leyes, enemigo del progreso del pueblo, dedicado a sus propios placeres, rodeado de satisfacciones, hostil a la cultura, a la libertad y a la verdad, atento a todo menos a los asuntos del país, ya que mide todas las cosas desde sus gustos y caprichos. Corónenlo con un collar de oro, símbolo y conjunto de todas las virtudes; agréguenle una corona, adornada con piedras preciosas, que le indica que está por encima de los demás en todas las virtudes heroicas. Asimismo, procúrenle el cetro, símbolo de la justicia y de un limpio corazón. Y por último, vístanlo de la púrpura como emblema de su esmerada entrega a su pueblo. Si el príncipe ahora cotejara toda esta parafernalia con su vida, estoy segura de que quedaría avergonzado ante sus mismos atributos. Y temería que un perspicaz observador transformara esta trágica fastuosidad en risa y burla.
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