Índice de Elogio de la estupidez de Erasmo de Rotterdam | Anterior | Biblioteca Virtual Antorcha |
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SALUDO A MARTÍN DORP
Segunda parte
Sin embargo, éste no es el problema real, y tú lo sabes muy bien. Son mis palabras o mi lenguaje lo que molesta a los oídos piadosos. Pero ¿por qué no se molestan también cuando oyen hablar a San Pablo de la locura de Dios y de la locura de la cruz? ¿Por qué no convocan a Santo Tomás? Escribe del éxtasis de San Pedro que en su piadosa locura comenzó el sermón de los tabernáculos. Por locura entiende la dicha santa y extática de Pedro; y sus palabras se cantan en las iglesias. Entonces, ¿por qué no citan una de mis propias oraciones en que yo aludía a Cristo como operador de ensalmos y encantamientos?
San Jerónimo llama a Cristo samaritano, aunque era judío. San Pablo también lo llama pecado -algo más fuerte que pecador- y además maldición. Pero si se entiende la intención con que San Pablo lo escribió, ciertamente es un piadoso homenaje. De forma similar, si alguien quisiera llamar a Cristo ladrón, adúltero, borracho o hereje, ¿no se taparían sus oídos los piadosos? Pero si lo hace con un lenguaje adecuado, y si su razonamiento lleva, digamos, como de la mano a entender cómo Cristo venció por la Cruz y devolvió a su Padre el cuerpo maltratado por las dentelladas del infierno; cómo conquistó para sí a la sinagoga de Moisés, como la mujer de Uría, para que de ella pudiese nacer un pueblo pacífico; cómo ebrio con el mejor vino de la caridad se entregó libremente por nosotros; cómo introdujo una nueva forma de enseñanza, tan alejada al mismo tiempo de los postulados de los sabios y de los no sabios; ¿cómo -sigo preguntando- puede ofenderse alguien, especialmente, cuando en las Sagradas Escrituras encontramos reiteradamente cada una de las palabras utilizadas en su buen sentido? Esto me recuerda que en Chiliades llamé a los apóstoles silenos. Efectivamente, dije que Cristo mismo fue una especie de sileno. Así, habría sido inaceptable que cualquier crítico prejuicioso se hubiese despachado con una interpretación impertinente, ya que cualquier persona equilibrada y piadosa, si lee lo escrito por mí, rápidamente, percibirá el aspecto alegre.
Realmente me asombra que tus amigos no hayan advertido el cuidado con que me expresé y la cautela que puse para medir mis palabras. Esto es lo que yo escribí: Pero ya que estoy en la piel de león, autoríceseme a decir lo siguiente: la felicidad que buscan los cristianos con tanto esfuerzo no es más que una especie de locura e insensatez. No se ofendan por las palabras, mejor busquen su sentido. ¿Notas cómo desde el principio, cuando la Estupidez se pone a discutir sobre algo tan sagrado, aligero el tono con el proverbio de vestir una piel de león?
Y no me refiero solamente a la locura o estupidez, sino a determinada especie de estupidez y locura, para que se entienda que quiero significar una piadosa estupidez y una feliz locura, acorde con la distinción que he intentado hacer. No contento con esto agrego determinada, para que quede claro que hablo figurativa, no literalmente. Aún no contento, me cuido de cualquier ofensa que pueda surgir de la dificultad misma de las palabras, pidiendo que se preste más atención a lo que digo que a cómo lo digo. Así, se hace constar expresamente en las palabras iniciales de mi razonamiento. Y después, cuando expongo el tema, ¿uso palabras que no sean piadosas y prudentes y, de hecho, más reverentes de lo que conviene al personaje de la Estupidez? En esta parte preferí olvidar por un momento la consistencia antes de arruinar la dignidad del tema. Preferí ofender a la retórica antes que injuriar a la piedad. Por último, al terminar mi exposición, para no enojar a nadie, ya que hice hablar a un personaje cómico como la Estupidez sobre un tema tan sagrado, me excusé con estas palabras: Pero me he olvidado de quien soy y me he pasado de la raya. Si he dicho algo con exagerada arrogancia o desparpajo, recuerden que ha sido la Estupidez la que les ha hablado, que encima es mujer.
Puedes advertir que he sido siempre muy cauteloso para evadir aquello que fuese ofensivo. Pero las orejas de algunos están abiertas sólo a proposiciones, conclusiones y derivaciones, y no prestan atención a esto. ¿Acaso yo no pretendía evitar equívocos con el prólogo del libro? Estoy seguro de que conformará saberlo a cualquier lector sin prejuicios. Pero ¿qué hacer con ésos que no quieren conformarse, tanto por su natural terquedad, tanto porque son tan obtusos que no comprenden lo que los podía conformar? Simónides decía que los de Tesalia eran demasiado obtusos para poderlos engañar, y aquí tenemos gente demasiado estúpida para poderla tranquilizar. Y no debe extrañar que haya temas falseados si alguien se empeña en alterarlos. Si alguien lee las obras de San Jerónimo con esa intención, topará con cientos de lugares que se prestan a una interpretación equivocada. Y hay partes que pueden calificarse de heréticas entre los más cristianos de todos los sabios de la Iglesia, por no mencionar ahora a Cipriano, Lactancio, y otros.
Por último, ¿dónde se ha oído que un ensayo humorístico esté sometido al examen teológico? Si tal es la costumbre, ¿por qué no se hace lo mismo con todos los escritos y artificios de los poetas modernos? Encontrarán en ellos una infinidad de obscenidades y mucho de paganismo. Pero al no estar catalogados como obras serias, ningún teólogo se preocupa por ellos.
No obstante, no quisiera cubrirme con un ejemplo como éste. No querría haber escrito nada, incluso en broma, que pudiera ofender la piedad cristiana en ningún sentido. Sólo pido que alguien quiera entender lo que he escrito, alguien honesto y abierto, que esté dispuesto a comprender sin prejuicios que lo guíen a una interpretación errada. Sin embargo, si tuviese que considerar primero a quienes no tienen capacidad y juicio, a quienes nunca han estado en contacto con las bellas letras -más bien infectados como están de una teoría limitada y confusa- y por último, a quienes se oponen a cualquiera que sabe lo que ellos no saben, dispuestos como están a deformar todo lo que llega a su conocimiento, así sólo se podría estar seguro de no caer en la calumnia no escribiendo nada.
A su vez, existe mucha gente que hace estas imputaciones falsas por la simple ambición de ganar reputación, ya que nada es tan vano como la ignorancia unida con el propio saber. Y así, cuando su ansia de fama no puede quedar satisfecha por medios honestos, en vez de una vida oscura prefieren imitar al joven de Esopo que buscaba llamar la atención prendiendo fuego a los faros más célebres del mundo. Como no pueden publicar nada digno de leerse, se dedican a agujerear las obras de los hombres célebres.
No estoy entre éstos, obviamente, porque soy nada. Y mi opinión sobre la Estupidez es tan insignificante que nadie necesita creer que estoy aburrido de ella. Para nada me sorprende que esa clase de personas que acabo de describir extraiga varios puntos de una extensa obra y los presente como vergonzosos, insolentes, sacrílegos o herejes; evidentemente errores que introducen ellos y que no están ahí.
Mucho más conciliador y mucho más acorde con la rectitud cristiana sería apoyar y estimular la actividad de hombres eruditos. Y si se cae en el error, no tenerlo en cuenta o interpretarIo con benevolencia antes que adoptar una postura hostil hacia puntos criticables, considerándose como informador profesional más que como teólogo. Todo mejoraría si pudiéramos enseñar o aprender uniendo nuestras fuerzas -en ftase de San Jerónimo-, si pudiéramos debatir en el ámbito de las letras sin agraviarnos mutuamente.
Es notable que para este tipo de personas no hay término medio. Pueden encontrar en algunos de los autores que leen cualquier pretexto para defender incluso el más grueso de los errores que llega a su conocimiento. En cambio, otros tienen tantos prejuicios que no se puede decir nada con suficiente discreción que escape a sus estridentes acusaciones. ¡Sería mucho mejor que en vez de rasgar las vestiduras a otros y a sí mismos, perdiendo su tiempo y haciéndolo perder a otros, aprendiesen griego y hebreo, o al menos, latín! El conocimiento de estas lenguas es tan importante para entender las Sagradas Escrituras que me parece una torpe irreverencia que alguien presuma del título de teólogo sin conocerlas.
Mi querido Dorp, por eso te pido -y seguiré pidiéndote como vengo haciéndolo- que por tu propio beneficio completes tus estudios con el aprendizaje del griego. Tienes una inteligencia increíble. Tienes un estilo firme y enérgico, y tu palabra fluye abundante. Es muestra de un espíritu prolífico y generoso en ideas. No sólo estás en la flor de la vida, sino también en la plenitud de tus facultades y acabas de terminar tu carrera exitosamente. Si a tan destacado comienzo agregaras el remate del griego, te aseguro que podría prometerme a mí mismo y a los demás algo que ningún teólogo no ha alcanzado hasta ahora.
Quizá consideres que todo saber humano no vale nada comparado con el amor de la piedad verdadera y creas que puedes alcanzar esa sabiduría más rápidamente por la transformación en Cristo. También quizá puedas pensar que aquello que vale la pena entender se comprende mejor a la luz de la fe que por los libros de los hombres, y yo puedo compartir tu opinión. Sin embargo, creo que te equivocas completamente si supones que el mundo de hoy puede entender mejor la teología sin el conocimiento de las lenguas, principalmente la que nos ha transmitido la mayor parte de las Sagradas Escrituras.
Mi única intención es persuadirte de esto. ¡Mi deseo es tan grande como mi amor por ti y mi preocupación por tus estudios! Y tú sabes lo que te quiero, y el cuidado que tengo por tus estudios no tiene límites. Pero si no me crees, escucha al menos las razones de alguien lo bastante amigo para pedirte que hagas la prueba. Aguantaré cualquier insulto con tal que aceptes que mi consejo era amistoso y desinteresado. Si en algo aprecias mi amor por ti, si crees que debes algo a nuestra patria común -o a lo que no me atrevería a llamar mi saber o, por lo menos, a mi ardua preparación en las letras o a mi edad, ya que por los años podría ser tu padre- haz que mi deseo se cumpla y deja que mi disposición o mi buena voluntad te persuada, si es que no pueden hacerlo mis argumentos.
Has elogiado con frecuencia mi elocuencia. Entonces, no lo creeré si ahora no te persuado. Si lo hicieres, los dos seríamos felices: yo por haber dado el consejo y tú por haberlo aceptado. Y si bien eres el más querido de los amigos, serás aún más querido, porque he hecho que te aprecies más a ti mismo. Si fallo, temo que a medida que vayas avanzando en edad y en experiencia llegues a estimar el consejo que te di y a condenar tu actitud actual. Y en fin, como ocurre habitualmente, te darás cuenta de tu error cuando sea demasiado tarde. Podría darte los nombres de grandes personalidades que tuvieron que empezar a aprender el griego como niños cuando ya peinaban canas, porque entonces se dieron cuenta de que toda erudición es manca y ciega sin él.
Me he extendido mucho sobre este asunto. Volviendo a tu carta, noto que crees que el único camino que me queda para clamar la antipatía de los teólogos y recuperar su favor anterior es hacer una especie de arrepentimiento y encomio de la sabiduría en oposición a mi elogio de la estupidez. Me aconsejas y me pides que lo haga. Mi querido Dorp, sabes que soy hombre que no desprecia a nadie más que a sí mismo y que no desea tanto como estar en paz con todo el mundo y que para esto no titubearía en lanzarme en aventura semejante si imaginara que tiene éxito. Lejos de desaparecer cualquier tipo de hostilidad surgida entre un puñado de personas llenas de prejuicios y sin educación, pienso que aumentaría más. Es mejor dejar que duerman los perros y no remover esta Camarina. Sería más prudente -no quiero equivocarme- dejar que el tiempo termine con este problema.
Ahora paso a la segunda parte de tu carta. Elogias excesivamente mi cuidado en la restauración del texto de San Jerónimo y me exhortas a que lleve adelante la obra. Bueno, espoleas a un caballo fogoso, pero lo que yo necesito no es tanto ánimo como ayuda, porque el trabajo es muy arduo.
Sin embargo, no quiero que después me creas si ahora no digo la verdad: a tus teólogos tan enfadados por la Estupidez, no les complacería la edición de San Jerónimo. Y no éstarán mucho mejor dispuestos hacia Basilio, Crisóstomo o Gregorio Nacianceno, que lo están hacia mí, aunque su hostilidad hacia mí es ilimitada. No obstante, en los momentos de más desesperación no dudan en insultar incluso a estos genios del saber. Las buenas letras les aterran y son temibles por su despotismo. Déjame aclararte que esto no es un juicio precipitado mío.
Cuando abordé la obra y comenzaban a correr noticias de ella, determinados sujetos que pretenden ser eruditos serios y se consideran célebres teólogos corrieron a implorar al impresor por todo lo más sagrado que no incluyera ni una palabra griega o hebrea. Estas lenguas estaban llenas de un gran peligro, no ofrecían ninguna ventaja y sólo servían para satisfacer la curiosidad de los hombres. Anteriormente, mientras estuve en Inglaterra, tuve la ocasión de comer con un franciscano, seguidor de Scoto -primero de ese nombre-, popularmente estimado como sabio y, en su opinión, conocedor de todo lo que hay que saber.
Cuando le comenté lo que estaba haciendo con el texto de San Jerónimo, su temor a que pudiese haber algo en los libros de este autor que los teólogos no entendieran es indescriptible con palabras. Lo cierto es que su ignorancia era tal que me asombraría que pudiera entender tres líneas seguidas de las obras de San Jerónimo. Este simpático fraile llegó a decirme que si tenía algún problema con mi introducción a San Jerónimo, ya la había aclarado el bretón en su comentario.
Mi querido Dorp, ¿qué se puede hacer con teólogos como éste? ¿O qué se puede esperar de ellos sino que un buen médico les cure su cerebro? Y no obstante, es esta clase de hombres quienes más vociferan en la reunión de los teólogos y los únicos que hacen afirmaciones de Cristianismo. Los espanta lo que creen un mal y un peligro mortal: lo que San Jerónimo y Orígenes mismo en su ancianidad lograron con tanto trabajo para poder ser teólogos verdaderos. Y San Agustín siendo ya obispo y de edad avanzada lamenta en sus Confesiones que siendo joven no hubiera querido aprender algo tan útil para la interpretación de las Sagradas Escrituras. Si hay peligro, no temo correr ese riesgo buscado por hombres de tanta sabiduría. Si es cuestión de curiosidad, no quiero ser más santo que Jerónimo. Y quienes sostienen que no hizo más que por curiosidad que juzguen por sí mismos el servicio que le prestan.
Está vigente aún un antiguo decreto pontificio sobre el nombramiento de sabios para enseñar algunas lenguas en las universidades. No obstante, que yo sepa no hay tal provisión para la enseñanza de la sofistica o de la filosofia de Aristóteles. Aparte de las dudas que los decretos presentan sobre la licitud de aprenderla o no. Y son muchos y grandes los autores que sospechan de estas materias como tema de estudio. Entonces, ¿por qué despreciar la orden pontificia y entregarnos a lo que está recomendado dudosamente o desaconsejado positivamente?
Y sin embargo, Aristóteles padece el mismo destino que las Sagradas Escrituras. Por todos lados encontramos a Némesis, lista para vengarse de nuestro desprecio por las lenguas. Y aquí también los teólogos se entregan a sueños y fantasías, generándose curiosas anomalías, de manera que se exceden en unos puntos y no alcanzan en otros. A esos teólogos extraordinarios se debe que de todos los escritores que San Jerónimo cita en su Catálogo, apenas si sobrevive alguno, por la sencilla razón de haber escrito lo que nuestros maestros no pueden comprender. A ellos debemos la corrupta y defectuosa condición en que actualmente encontramos a San Jerónimo, a fin de que otros tengan que trabajar más arduamente para restaurar sus palabras, que lo hiciera él al escribirlas.
Ahora voy a la tercera parte de tu carta con respecto al Nuevo Testamento. Y me pregunto qué es lo que te pasó y hacia dónde apuntaba tu inteligencia, siempre tan perspicaz. No tienes por qué creer que yo haya realizado cambios, excepto ahí donde el sentido podía ser más claro en el texto griego. Y no dejarás de aceptar que hay lagunas en la versión que usamos llamada generalmente Vulgata. Te parece sacrílego hacer correcciones en algo que ha sido confirmado por la aprobación de tantos siglos y de tantos concilios de la iglesia. Mi querido Dorp, si tú, con todo tu saber, crees tener razón, ¿puedes explicarme por qué las citas de Jerónimo, Agustín y Ambrosio frecuentemente varían del texto que usamos nosotros? ¿Por qué Jerónimo critica y corrige palabra por palabra muchos de los pasajes que aparecen aún en nuestra versión? ¿Qué harías tú frente a tal consenso de pruebas: cuando los textos griegos que Jerónimo cita presentan lectura distinta, cuando los textos latinos brindan la misma lectura y cuando el sentido se aplica mejor al contexto general?
Creo que no puedes desconocer esto y seguir tu propio texto, que puede estar viciado por los errores del copista. Nadie dice que todo lo que hay en la Escritura sea mentira -ésta es tu conclusión- y nada de esto tiene que ver con la discusión personal entre Agustín y Jerónimo. Pero la verdad exige -y esto lo ve hasta el más ciego-- que hay reiteradamente pasajes que han sido mal traducidos por inexperiencia o descuido del traductor. Y repetidamente una lectura verdadera y fiel ha sido viciada por copistas sin preparación -algo que vemos ocurre todo el tiempo- o a veces incluso alterada por escribas medio conscientes de lo que hacen.
Por lo tanto, ¿quién arma una mentira, el hombre que corrige y restaura estos textos o quien acepta un error pudiendo corregirlo? Principalmente, tratándose de algo característico de textos adulterados en que un error crea otro. Agréguese que las correcciones hechas por mí se refieren primordialmente a matices de un pasaje más que a su significado real, aunque se dan continuamente pasajes en que los matices cambian casi todo el significado, con lo que a veces todo el pasaje se tergiversa. En casos como éstos, ¿acaso Agustín, Ambrosio, Hilario y Jerónimo no hubiesen apelado a las fuentes griegas? Y aparte de que esta práctica ya ha sido sancionada por decretos eclesiásticos, ¿se puede saber a qué viene ahora tu indiscreción, tratando de refutar o más bien adulterar el argumento con sutilezas?
Afirmas que en su tiempo los textos griegos eran más confiables que los latinos, pero que la situación ha cambiado ahora, y que por lo mismo deberíamos confiar en los escritos de aquéllos que no están de acuerdo con la enseñanza de Roma. No puedo creer que ésta sea tu opinión. ¿En serio? Entonces, ¿no debemos leer las obras de quienes no tuvieron la fe cristiana? ¿Por qué se brinda tanta autoridad a Aristóteles, pagano que nunca tuvo que ver con la fe? Los judíos no aceptan la enseñanza de Cristo. ¿Acaso los profetas y los salmos, escritos en su lengua, no tienen ningún sentido para nosotros?
Te pido que me señales los puntos en que los griegos discrepan de las creencias latinas ortodoxas. No encontrarás nada que tenga su origen en las palabras del Nuevo Testamento o haga referencia a ellas. La discusión entre ambos se apoya en la palabra hipóstasis, en la procesión del Espíritu Santo, en las ceremonias de la consagración, la pobreza de los sacerdotes y el poder del romano pontífice. Ninguna de ellas se apoya en textos deformados. ¿Qué opinarías al encontrar la misma interpretación en Orígenes, Crisóstomo, Basilio y Jerónimo? Indudablemente, nadie ha tergiversado los textos griegos, incluso en su tiempo. ¿Alguien ha encontrado un solo pasaje en que los textos griegos hayan sido adulterados? ¿Por qué deberían hacerlo cuando no los usan para defender sus creencias? Asimismo, tenemos el testimonio de Cicerón, no muy amigo de los griegos, pero que siempre acepta que los textos griegos fueron más confiables que los que poseemos. Sus mismos caracteres, los acentos y la dificultad de escribir el griego no permiten cometer tantas faltas, y se pueden corregir más fácilmente.
Cuando insistes en que no debería apartarme de la Vulgata, reconocida por tantos concilios, actúas como uno de esos teólogos populares que siempre dan autoridad eclesiástica a todo lo que ha venido a ser de uso común. No obstante, ¿puedes nombrar un solo concilio en que haya sido aprobada esta versión? ¿Quién la podrá aprobar cuando nadie conoce su autor? Que no fue San Jerónimo, lo confirman sus mismos prólogos. Pero en el caso de que la aprobara cualquier concilio, ¿se negaría a permitir cualquier corrección de acuerdo con las fuentes griegas? ¿Significaría aprobar todos los errores que se hubieran colado de diversas maneras? Aprobamos esta versión aunque no conocemos a su autor. No permitimos cambio alguno aun cuando los más depurados textos griegos tengan una lectura distinta o Crisóstomo, Basilio, Atanasio o Jerónimo hayan leído algo distinto que se ajuste mejor al sentido de los Evangelios, aunque en los demás aspectos tengamos en alta estima su autoridad. A su vez, ponemos el sello de nuestra aprobación sobre cualquier error o alteración, sobre cualquier adición u omisión, que hubiera surgido por cualquier medio: por ignorancia o suposición de cualquier copista, o por su incompetencia, embriaguez o negligencia. A nadie concedemos permiso para cambiar el texto una vez aceptado. Te parecerá una declaración ridícula. Pero habrá algo parecido a esto si te empeñas en traer un concilio que me impida realizar la tarea que me he propuesto.
Por último, ¿qué decir si vemos que hay diferencias, incluso en las copias de esta versión? ¿Podría realmente un concilio aprobar estas contradicciones, previendo sin duda las alteraciones que distintas manos habían de hacer? Mi querido Dorp, ojalá los romanos pontífices encontraran tiempo para formular saludables declaraciones sobre estos puntos que permitieran restaurar las nobles obras de los grandes autores, y preparar y editar sus ediciones expurgadas.
No obstante, no quisiera tener como miembros de esta asamblea a ésos que se dicen teólogos, indignos de tal título y cuya única finalidad es dar un estatus oficial a su propio saber. ¿Pero es que hay algo en su ciencia que no sea superficial y vago? De vencer estos tiranos, todo el mundo se vería obligado a rechazar las mejores autoridades y a considerar sus estúpidas afirmaciones como de inspiración divina. Aunque es tal la falta de verdadera ciencia que, mientras no adquieran una mayor apreciación, preferiría ser un simple artesano que el mejor entre ellos. Son personas que no quieren cambios en un texto, por miedo a desvelar su ignorancia. Son ellos quienes se enfrentan a mí con la falsa autoridad de los concilios y exageran la seria crisis de la fe cristiana.
Esparcen rumores sobre el peligro de la Iglesia -que suponen soportan con sus espaldas, aunque harían mejor tirando de una carreta- y otras desgracias al oído de la muchedumbre ignorante y supersticiosa que los considera teólogos legítimos y está pendiente de sus labios. Temen que cuando citan mal la Escritura -y lo hacen constantemente-, alguien los enfrente con la autoridad de la verdad en griego o hebreo, y entonces aparezca que los llamados oráculos no son más que vagos y estúpidos.
San Agustín, que fue un gran hombre y un gran obispo, no desechó aprender de un niño de un año. Pero individuos como éstos prefieren traer confusión antes que aparecer como ignorantes de cualquier detalle en relación con el conocimiento absoluto, aunque en esto no noto nada que concierna a la rectitud de la fe cristiana. Si lo hubiese, sería un motivo más para mis trabajos.
Evidentemente, no puede haber riesgo de que nadie abandone a Cristo por haber oído que algún pasaje de las Sagradas Escrituras ha sido tergiversado por un copista ignorante o medio dormido, o interpretado erróneamente por algún traductor. Hay otros motivos para esta contingencia, pero prefiero no decir nada aquí de ellos.
Se revelaría un espíritu cristiano mucho mayor si cada persona apartara sus razones y contribuyera francamente al bien común, apartando su orgullo para aprender lo que no sabe y aflojando su vanidad para enseñar lo que sabe. Si hay algunos con pocas letras para poder enseñar o demasiado orgullosos para estar dispuestos a aprender, son pocos y pueden ser ignorados. Nuestro interés se centra más bien en aquellos que tienen buenas cualidades o, en todo caso, son prometedores. Alguna vez mostré mis anotaciones, sin revisar y todavía calientes de la fragua -como quien dice-, a ciertos hombres sin prejuicios, a célebres teólogos e ilustres obispos. Todos ellos afirmaron que incluso estas notas elementales les fueron muy iluminadoras para su comprensión de las Escrituras.
Posteriormente, me dices que Lorenzo Valla emprendió este trabajo antes que yo. Lo sé, pero fui yo el primero en leer su Notas sobre el Nuevo Testamento. También conozco los comentarios de Jacques Lefévre a las cartas de San Pablo. ¡Y ojalá que sus respectivos trabajos hubiesen hecho innecesarios mi propia decisión! Efectivamente, Valla merece los mejores elogios, si bien se deben atribuir más a su retórica que a su teología. Se sabe que en su trabajo sobre las Sagradas Escrituras se concentró en comparar los textos griegos con los latinos. Aunque también es verdad que un buen número de teólogos no han leído seguido el Nuevo Testamento. No obstante, no estoy de acuerdo con él en sus conclusiones en varios puntos, especialmente aquéllos que se refieren a la teología.
Jacques Lefévre estuvo escribiendo sus comentarios, mientras yo preparaba mi trabajo, y lamento que incluso en nuestras conversaciones más íntimas ninguno de los dos mencionara lo que estábamos haciendo. No lo supe hasta que su obra fue impresa. Admiro muchísimo su trabajo, aunque tampoco con él estoy de acuerdo en varios puntos. Lo siento, ya que me gustaría identificarme con un amigo como él en todos los aspectos. Sin embargo, la verdad está por encima de la amistad, particularmente en relación a las Sagradas Escrituras.
No obstante, me pregunto por qué quieres contraponerme a estos dos autores. ¿Acaso intentas disuadirme de una tarea que consideras que ya ha sido realizada? Sin embargo, es evidente que tuve buenos motivos para realizar esta obra aun cuando lo hiciera después de tan grandes hombres. ¿O quieres señalar que los mismos teólogos desaprueban sus actividades? Personalmente no entiendo cómo Lorenzo pudo generar un resentimiento tan prolongado. Y por lo que sé de Lefévre, por todo el mundo se lo elogia.
¿No has notado que yo intento hacer algo distinto? Lorenzo sólo anotó determinados pasajes, sin profundizar y como de pasada, según la expresión vulgar. Por su parte, Lefévre sólo ha publicado comentarios a las cartas de San Pablo, que traduce según su parecer, también agregando notas sobre los asuntos en discusión.
Mi trabajo ha sido traducir el Nuevo Testamento de los textos griegos, enfrentándolos, para una fácil verificación. He agregado notas separadas del texto en que compruebo, en parte con ejemplos y en parte con argumentos de teólogos primitivos, que en mi versión no he cambiado nada sin el cuidado debido. Espero que mi trabajo de traducción merecerá confianza y que mis correcciones no puedan cambiarse fácilmente. ¡Ojalá que mi cuidadoso trabajo obtenga su éxito!
En cuanto a mis relaciones con la Iglesia, no dudaría dedicar mi humilde trabajo a cualquier obispo o cardenal, o incluso a cualquier romano pontífice, con tal que sea como el que ahora tenemos. Por último, aunque ahora me desanimas de su publicación, estoy seguro que tú también te alegrarás cuando la obra esté en la calle, dado el gozo que has demostrado por aprender y sin el cual es imposible un verdadero juicio sobre estos temas.
Mi querido Dorp, te has hecho acreedor de una doble gratitud por este último servicio -la de los teólogos de quienes te has hecho portavoz, y la mía, por haberme comprobado claramente tu afecto en el tono amistoso de tu reproche-. Tú, a tu vez, estoy seguro que tomarás bien mi explicación sincera. Y si eres sensato como lo eres, estarás más dispuesto a oír mi consejo, que sólo deseo tu interés, que el de otros que sólo aspiran atraer hacia sí un talento nacido para cosas más altas, pero que sólo quieren fortalecer su opinión arrastrando a tan distinguido líder. Que elijan un mejor partido, si pueden; pero si no pueden, tú mismo puedes elegir el mejor. Si no puedes hacer de ellos mejores hombres, como espero lo intentas tú, al menos espero que ellos no te hagan peor. Seguro que habrás de defender mi causa ante ellos con la misma firmeza con que los defendiste ante mí. Y los calmarás, en la medida de lo posible, haciéndoles ver que actúo como actúo sin ninguna intención de ofender a quienes no comparten mi saber, sino con el interés del bien de la comunidad. Es algo que quedará expuesto a cualquiera que haga uso de él, si así lo quiere, sin obligar a nadie a que lo acepte. También diles que si alguien se presenta con la capacidad o el deseo de ofrecer mejor dirección que yo, seré el primero en abandonar y destruir mi obra y en adoptar su modo de pensar.
Mis mejores deseos para Juan Desmarais. Hazle leer esta defensa de la Estupidez, a propósito del comentario sobre ella que le dedicó mi amigo Lijster. Recuérdame con afecto ante el doctísimo Nevio y ante mi querido amigo Nicolás de Beveren, preboste de San Pedro. Sé el afecto que te une al abad Menard, y conociéndote como te conozco, no dudo de tu sinceridad. Esto hace que también yo lo quiera y lo respete y no quisiera olvidar su honorable mención en mis obras en la primera oportunidad.
Un fuerte abrazo de despedida para ti, mi amigo, el más querido de los mortales.
Amberes, año de 1515.
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