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A manera de prólogo
En mi pasado viaje que realice de Italia a Inglaterra, no quise perder tiempo en conversaciones superficiales y de poco valor. Fue mi deseo permitir a mi pensamiento el reflexionar sobre nuestros intereses comunes, y así, disfrutar del recuerdo de los sabios y amables amigos que había dejado en la Isla. Y entre ellos, mi querido Moro, tú ocupabas el primer lugar; ya que tu recuerdo ha quedado en mi marcado, igual o más que cuando gozaba de tu compañía. Y te puedo jurar que nada me gusta más que una amistad como la tuya.
Sin embargo, me di cuenta de que algo tenía que hacer, aunque las condiciones no fuesen las idóneas para una seria reflexión.
Fue entonces que busque distraerme intentando el Encomio de la estupidez (En sí, aunque este trabajo ha pasado a la historia con el título de Elogio a la locura, lo correcto sería utilizar este título de Encomio de la estupidez. Anotación de Chantal López y Omar Cortés).
Tal vez me preguntes: ¿qué diosa te metió en la cabeza tal idea?
Pues bien, te diré, al igual que tu apellido Moro, pareciese estar ligado al vocablo griego moría, en realidad estás lejísimos de su significado. Así, me pareció que un juego de palabras te caería bien, puesto que, si no me equivoco, te agrada ese tipo de humor en que está presente el talento y la sutileza.
Tampoco me has de negar que en las cosas de la vida diaria te agrada emparentarte a Demócrito. Tu original y perspicaz ingenio te aleja de lo común. Sin embargo, tus finos y cordiales modales tienen la extraña habilidad de facilitarte la amistad de todos los hombres y divertirte con ellos.
Por lo tanto, no puedo dudar el que recibirás con alegría este pequeño escrito, con agrado. De igual manera, tampoco dudo que estarás dispuesto a defenderlo. Te lo dedico; es tuyo, y no mío. Y ello aunque estoy seguro que no faltarán los criticones que se apresurarán a reprobarlo. Habrá quien diga que mis pequeñeces son bastante superficiales para un teólogo. Otros, de seguro, juzgarán que el sarcasmo se apiada poco del decoro cristiano, y gritarán que estamos resucitando la Comedia Antigua o a Luciano, y que, por ende, nos burlamos y ofendemos todas las cosas.
Sin embargo, y es bueno tenerlo en cuenta, aquellos que se sientan ofendidos por la superficialidad y la burla que digan percibir, bueno sera que piensen que yo no soy el creador de este género; antes, pero mucho antes que yo, igual hicieron famosos autores en el pasado. Hace mucho tiempo que Homero se carcajeó, en la Batracomiornaquia; Virgilio en su Mosquito y la Salsa de Ajo; Ovidio en La nuez. Se tiene conocimiento que Polícrates realizó el elogio del tirano Busiris, haciendo lo mismo su crítico Isócrates; Glauco engrandeció la injusticia; Favorino levantó por los cielos a Tersites y a las fiebres cuartanas. Sinesio hizo múltiples alabos de la calvicie y Luciano de las moscas y de los parásitos. Séneca llegó al extremo de burlarse del emperador Claudio en la Apoteosis, y lo mismo hizo Plutarco en su diálogo con Grilo y Ulises. Luciano y Apuleyo escribieron de manera burlona sobre el burro. Y también hubo quien, de cuyo nombre no me acuerdo, nos transmitio la última voluntad y testamento del cochinito Grunnius Corocoa. Esto último lo señalo basándome en lo dicho por San Jerónimo.
Asi, si les parece que me he divertido jugando a las damas, o cabalgando en mi escoba, me da lo mismo. ¿No es obviamente más injusto dejar que cada uno se divierta como quiera y se critique a los estudiosos, sobre todo, cuando la burla puede llevar a algo serio? ¿Acaso no pueden permitir las bromas que cualquier lector que no sea tonto aproveche los argumentos oscuros y caprichosos de personas que conocemos? Tal cosa sucede con quienes no dejan de proclamar pomposamente las excelencias de la retórica o de la filosofia, o del que defiende a un príncipe, y del que hace apología de la guerra contra el turco.
También, hay quienes adivinan el futuro, o bien se enroscan en una serie de disparatadas discusiones partiendo la lana de las cabras.
Ciertamente no hay nada más superficial que tratar las cosas serias en broma; pero, de igual manera, nada es más divertido que tratar los temas superficiales y banales de manera que parezca que no lo son. La gente puede, opinar lo que quiera. Sin embargo, si mi amor propio no me engaña, mi elogio de la tontería no ha sido tan vano.
Ahora pasaré ha contestar acerca de la ironía que se me atribuye. Yo afirmo que el ingenio siempre ha disfrutado de libertad para entrometerse con la vida de los hombres; claro está, siempre que se mantenga dentro de límites razonables. Por lo tanto, realmente me sorprende la hipersensibilidad de algunos hombres, a quienes ofende todo lo que no sean alabanzas. También se da el caso de gente con un sentido religioso tan viciado que soportan más las blasfemias contra Cristo que el más ligero chiste sobre el Papa o el príncipe, sobre todo si, por tal chiste, creen amenazado su pan de cada día. Entonces yo pregunto: criticar la vida de los hombres ¿es un sarcasmo o más bien advertencia o consejo? ¿No practico yo la autocrítica sobre mis muchas faltas? Por tanto, cuando no se excluye a ningún hombre, es claro que se censuran todos los vicios y no los de un solo individuo. Quien se ofende por haber sido criticado, está evidenciando su culpabilidad, o, por lo menos, sus temores. Es en este sentido que San Jerónimo se manifestó con más libertad y sarcasmo, incluso a veces mencionando nombres. En cambio, yo he buscado evitar el citar nombres, aplacando mi pluma de tal modo que cualquier lector perspicaz puede advertir que mi propósito es más bien agradar que ofender. En ningún momento me he propuesto imitar el ejemplo de Juvenal, que se complace en revolver la oculta cloaca de los vicios; más bien he tratado de mostrar los aspectos risibles que los reprochables. Si alguien no acepta estas razones, que sepa que es un honor ser criticado por la estupidez. Así, si la hemos dejado hablar, había que darle la oportunidad de hacerlo con prudencia. Pero ¿para qué digo esto a un abogado tan destacado como tú, que podría defender perfectamente las causas no tan nobles?
Adiós, distinguidísimo Moro, y defiende tu Estupidez con pasión.
En el campo, 9 de junio de 1508.
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