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NOTA PRELIMINAR DEL AUTOR (1)
El Discurso Preliminar de la Enciclopedia ha sido recibido con una indulgencia que no hace sino suscitar mi gratitud y mi celo, sin cerrarme los ojos en cuanto a lo que falta en esta obra. Ya he advertido, y nunca lo repetiré demasiado, que M. Diderot es el autor del Prospectus de la Enciclopedia, que termina este Discurso y constituye una parte esencial del mismo. A él pertenece también el cuadro o sistema figurado de los conocimientos humanos, así como la explicación de este cuadro. Con su autorización, he unido ambos al Discurso, porque forman con él un mismo cuerpo, y porque yo no habría sabido hacerlos tan bien.
Aunque el éxito de la obra ha sido muy superior a su mérito y a mis aspiraciones, he tenido la fortuna o tal vez la desgracia de sufrir pocas críticas. Se me han hecho algunas puramente literarias, y a las cuales me creo dispensado de contestar. ¿Qué me importa, en efecto, que se estime todo lo que se quiera la Retórica de los colegios, la multitud de escritores latinos modernos, la prosa de Despréaux, de Rousseau, de La Fontaine, de Corneille y de tantos otros poetas; que se considere con el P. Le Cointe a un tal Virgilio (obispo, fraile o sacristán) como un hombre malísimo por haber tenido razón pese al papa Zacarías; que se pretenda que varios teólogos de la Iglesia romana no han hecho esfuerzos reiterados por erigir en dogmas opiniones absurdas y perniciosas (tales como las de la infalibilidad del papa y la de su poder sobre el temporal de los reyes); que se me reproche, en fin, hasta los elogios que he hecho de algunos grandes hombres de nuestro siglo, la mayor parte de los cuales no tienen conmigo relación alguna, y que la intriga, la ignorancia o la imbecilidad se esfuerzan en desacreditar u oscurecer? Aunque el Discurso Preliminar de la Enciclopedia no tuviera otro mérito que el de haber celebrado a esos autores ilustres, este mérito será de algún valor a los ojos de la posteridad, si es que los menguados productos de mi pluma llegan hasta ella. La posteridad me agradecerá que haya tenido el valor de ser justo, pese a la envidia, a la camarilla, a los pequeños talentos, a sus panegiristas, a sus Mecenas.
Se me han hecho otros reproches mucho más graves; su importancia no me permite pasarlos en silencio, pero, por otra parte, su injusticia me exime de hablar de ellos en el tono de una apología seria. Porque ¿qué se puede contestar a un crítico que me acusa de haber buscado en la formación de la sociedad, antes que en hipótesis arbitrarias, no la esencia, sino las nociones del bien y del mal; de no haber examinado cómo un hombre nacido y abandonado en una isla desierta se formaría las ideas de virtud y de vicio, es decir, cómo un ser imaginado por la fantasía se enteraría de sus deberes hacia unos seres desconocidos; de haber pensado con arreglo a la experiencia, la historia y la razón, que la noción de los vicios y de las virtudes morales ha precedido en los paganos al conocimiento del verdadero Dios; de haber eximido al hombre de sus deberes hacia el Ser Supremo, por más que yo hable en varias ocasiones de estos deberes; de haber considerado los cuerpos como causa eficiente de nuestras sensaciones, por más que yo haya dicho expresamente que los cuerpos no tienen ninguna relación con nuestras sensaciones: de haber creído que la espiritualidad del alma y la existencia de Dios eran verdades lo bastante claras como para no exigir pruebas muy cortas; de no haber hablado con bastante extensión de la religión cristiana, de la que podía incluso no hablar en absoluto, puesto que es de un orden superior al sistema enciclopédico de los conocimientos humanos; de haber degradado la religión natural diciendo que el conocimiento que nos da de Dios y de nuestros deberes es muy imperfecto; de haber degradado al mismo tiempo la revelación, por haber atribuido a los teólogos la facultad de razonar; de haber, en fin, admitido con M. Pascal (que debiera sin embargo ser una gran autoridad para mi adversario) verdades que, sin ser opuestas, se dirigen unas al corazón y otras al entendimiento? Tales son las objeciones que no se ha avergonzado de hacerme un periodista quizá más ortodoxo que lógico, y seguramente más malintencionado que ortodoxo. Para contestar a ellas, basta con exponerlas y decir a mi nación lo que decía al pueblo romano aquel labrador acusado de maleficio: veneficia mea, quiritet, haec sunt.
Hay que reconocer que si, en el siglo en que vivimos, el tono de irreligión no cuesta nada a algunos escritores, nada cuesta a otros el reproche de irreligión. Sed cristianos, se podría decir a estos últimos, pero a condición de que lo seáis lo bastante para no acusar con demasiada ligereza a vuestros hermanos de no serlo.
Sólo me quedan unas palabras que decir sobre esta obra. Algunas personas han dado en difundir, verdad es que sordamente y sin pruebas, que el plan de la misma lo había sacado yo de las obras del canciller Bacon. Una breve aclaración sobre esta imputación permitirá al lector juzgar. Este Discurso consta de dos partes: la primera tiene por objeto la genealogía de las ciencias, y la segunda es la historia filosófica de los progresos del espíritu humano desde el renacimiento de las letras. En esta última parte no hay una sola palabra que pertenezca al gran hombre al que me acusan de copiar. La exposición y el detalle del orden genealógico de las ciencias y de las artes, que forma casi por entero la primera parte, no tiene más de Bacon que la segunda. Sólo he tomado, al final de esta primera parte, algunas de sus ideas, muy pocas, sobre el orden enciclopédico de los conocimientos humanos, que no hay que confundir, como lo he demostrado, con la genealogía de las ciencias; a estas ideas que Bacon me ha suministrado, y que yo no he disimulado deberle, he añadido otras muchas que creo me pertenecen, y que son relativas a ese mismo orden enciclopédico. De modo que lo poco que he sacado del canciller de Inglaterra cabe en algunas líneas de este Discurso, como es fácil comprobar echando una ojeada al árbol enciclopédico de Bacon (2), y, cosa que no debe olvidarse, he tenido buen cuidado de advertir expresamente de eso poco que le debo. A esto se reduce el supuesto plagio que se me reprocha; pero este Discurso ha tenido la suerte de hacer fortuna: por fuerza habían de procurar quitármelo.
En fin, otras muchas personas bien intencionadas han asesorado a M. Diderot sobre la fabricación de pizarras, sobre forjas, fundición ...
Como la mayor parte de estas personas estaban ausentes, no hemos podido disponer de sus nombres sin su consentimiento.
He aquí lo que teníamos que decir sobre esta inmensa colección. Se presenta con todo lo que puede suscitar el interés por ella: la impaciencia que se ha mostrado por verla aparecer; los obstáculos que han retrasado su publicación, las circunstancias que nos han obligado a encargarnos de la misma; el celo con que nos hemos entregado a este trabajo, como si lo hubiéramos elegido nosotros; los elogios hechos a la empresa por los buenos ciudadanos; las ayudas innumerables de toda especie que hemos recibido; la protección que el gobierno nos debe y parece dispuesto a otorgamos; enemigos tanto débiles como poderosos que han procurado, aunque en vano, ahogar la obra antes de que naciera; finalmente, autores sin camarilla y sin intriga que no esperan de sus esfuerzos otra recompensa que la satisfacción de haber merecido bien de la patria. No comparamos este Diccionario con otros; reconocemos de buen grado que todos nos han sido útiles, y nuestro trabajo no consiste en desacreditar el de nadie. Al público que lee le incumbe juzgarnos; creemos que hay que distinguirlo del que habla.
Notas
(1) De las ediciones de 1759 y 1763.
(2) Este árbol del canciller Bacon va impreso al final del Discurso. Invitamos al lector a hacer la comparación. No debe confundirse con el Discurso Preliminar de la Enciclopedia el sistema figurado que va al final del mismo, y que hemos reconocido taxativamente que ha sido sacado en gran parte del canciller Bacon, aunque haya diferencias considerables.
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