Índice del libro Discurso preliminar de la Enciclopedia de Jean Le Rond D´AlembertNota preliminar del autorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Discurso preliminar de la enciclopedia

Primera parte

La Enciclopedia que presentamos al público es, como su título indica (1), obra de una sociedad de hombres de letras. Si no figurásemos entre ellos podríamos asegurar que todos ellos son favorablemente conocidos y dignos de serlo. Pero sin querer adelantar un juicio que corresponde a los sabios pronunciar, nos incumbe al menos el deber de evitar ante todo la objeción que más puede perjudicar al éxito de tan gran empresa. Declaramos, pues, que no hemos incurrido en la temeridad de asumir solos un peso tan superior a nuestras fuerzas, y que nuestra función de editores consiste principalmente en poner en orden materiales cuya parte más considerable nos ha sido suministrada. Ya habíamos hecho expresamente la misma declaración en el cuerpo del Prospectus (2), pero acaso hubiera debido ir a la cabeza. Con esta precaución, hubiéramos al parecer contestado de antemano a multitud de gentes no letradas, e incluso a algunas gentes de letras, que nos han preguntado cómo dos personas podían tratar de todas las ciencias y de todas las artes, y que, no obstante, habían reparado en el Prospectus, puesto que se han dignado honrarlo con sus elogios. Así, pues, el único medio de evitar radicalmente que reaparezca su objeción, es emplear en destruirla las primeras líneas de nuestra obra. Este comienzo va, pues, destinado únicamente a aquellos de nuestros lectores que no juzguen oportuno ir más lejos. A los demás les debemos una explicación mucho más extensa sobre la formación de la Enciclopedia: la encontrarán a continuación de este Discurso; pero esta explicación, tan importante por su naturaleza y por su materia, requiere unas previas reflexiones filosóficas.

La obra que iniciamos (y que deseamos concluir) tiene dos propósitos: como Enciclopedia, debe exponer en lo posible el orden y la correlación de los conocimientos humanos; como Diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, debe contener sobre cada ciencia y sobre cada arte, ya sea liberal, ya mecánica, los principios generales en que se basa y los detalles más esenciales que constituyen el cuerpo y la sustancia de la misma. Estos dos puntos de vista, de Enciclopedia y de Diccionario razonado, determinarán, pues, el plan y la división de nuestro Discurso preliminar. Vamos a considerarlos, a seguirlos uno tras otro, y dar cuenta de los medios por los cuales hemos tratado de cumplir este doble objeto.

A poco que se haya reflexionado sobre la relación que los descubrimientos tienen entre ellos, es fácil advertir que las ciencias y las artes se prestan mutuamente ayuda, y que hay por consiguiente una cadena que las une. Pero si suele ser difícil reducir a un corto número de reglas o de nociones generales cada ciencia o cada arte en particular, no lo es menos encerrar en un sistema unitario las ramas infinitamente variadas de la ciencia humana.

El primer paso que tenemos que dar en este intento, es examinar, permítasenos la palabra, la genealogía y la filiación de nuestros conocimientos, las causas que han debido darles origen. y los caracteres que los distinguen; en una palabra, remontarnos al origen y a la generación de nuestras ideas. Independientemente de las ayudas que obtendremos de este examen para la enumeración enciclopédica de las ciencias y de las artes, no podrían faltar al frente de un Diccionario razonado de los conocimientos humanos.

Se pueden dividir todos nuestros conocimientos en directos y reflexivos. Los directos son los que recibimos inmediatamente sin ninguna operación de nuestra voluntad; que, encontrando abiertas, por decirlo así, todas las partes de nuestra alma, entran en ella sin resistencia y sin esfuerzo. Los conocimientos reflexivos son los que el entendimiento adquiere operando sobre los directos, uniéndolos y combinándolos.

Todos nuestros conocimientos directos se reducen a los que recibimos por los sentidos de donde se deduce que todas nuestras ideas las debemos a nuestras sensaciones. Este principio de los primeros filósofos ha sido durante mucho tiempo considerado como un axioma por los escolásticos; para que le rindieran este honor, bastaba con que fuera antiguo, y hubieran defendido con parejo calor las formas sustanciales o las cualidades ocultas. En consecuencia, esta verdad fue tratada, en el renacimiento de la filosofía, como las opiniones absurdas, de las cuales se la habría debido distinguir; fue proscrita con estas opiniones, porque no hay nada tan peligroso para lo verdadero y que tanto lo exponga a ser desconocido como la alianza o la vecindad con el error. El sistema de las ideas innatas, seductor en varios aspectos, y más impresionante acaso porque era menos conocido, sucedió al axioma de los escolásticos; y, después de reinar mucho tiempo, conserva aún algunos adeptos; tanto le cuesta a la verdad recuperar su puesto cuando la han arrojado de él los prejuicios o el sofisma. En fin, desde hace bastante poco tiempo, se reconoce casi generalmente que los antiguos tenían razón, y no es este el único punto en el que comenzamos a acercarnos a ellos.

Nada más indiscutible que la existencia de nuestras sensaciones; así, pues, para probar que son el principio de todos nuestros conocimientos, basta con demostrar que pueden serlo; pues, en buena filosofía, toda deducción basada en hechos o verdades reconocidas es preferible a la que se apoya sólo en hipótesis, aunque ingeniosas. ¿Por qué suponer que tengamos de antemano nociones puramente intelectuales, si, para formarlas, no necesitamos más que reflexionar sobre nuestras sensaciones? La explicación en que vamos a entrar hará ver que estas nociones no tienen, en efecto, otro origen.

Lo primero que nuestras sensaciones nos enseñan, y que ni siquiera se distingue de las mismas, es nuestra existencia; de donde se deduce que nuestras primeras ideas reflexivas deben recaer sobre nosotros, es decir, sobre este principio pensante que constituye nuestra naturaleza, y que no es diferente de nosotros mismos. El segundo conocimiento que debemos a nuestras sensaciones es la existencia de los objetos exteriores, entre los cuales debe ser incluido nuestro propio cuerpo, puesto que nos es, por decirlo así, exterior incluso antes de que hayamos discernido la naturaleza del principio que piensa en nosotros. Estos objetos innumerabIes producen en nosotros un efecto tan poderoso, tan continuo y que nos une de tal modo a ellos, que, pasado un primer instante en el que nuestras ideas reflexivas nos llaman a nosotros mismos, nos vemos obligados a salir de nosotros por las sensaciones que nos asedian desde todas partes y que nos arrancan de la soledad en que permaneceríamos sin ellas. La multiplicidad en estas sensaciones, el acuerdo que advertimos en su testimonio, los matices que en ellas observamos, los afectos involuntarios que nos hacen sentir, comparados con la determinación voluntaria que preside nuestras ideas reflexivas, y que no opera sino sobre nuestras sensaciones mismas; todo esto produce en nosotros una inclinación insuperable a asegurar la existencia de los objetos a los que referimos esas sensaciones, y que nos parecen ser la causa de las mismas; inclinación que muchos filósofos han considerado obra de un Ser superior y el argumento más conveniente de la existencia de esos objetos. En efecto, no habiendo ninguna relación entre cada sensación y el objeto que la ocasiona, o al menos al cual la referimos, no parece que se pueda encontrar, mediante el razonamiento, paso posible de una a otro; no hay más que una especie de instinto, más seguro que la razón misma, que pueda obligarnos a franquear tan gran intervalo, y este instinto es tan vivo en nosotros, que, aunque supusiéramos por un momento que subsistiría mientras los objetos exteriores dejaran de existir, estos mismos objetos resucitados de pronto no podrían aumentar la fuerza de aquel instinto. Juzguemos, pues, sin vacilar, que nuestras sensaciones tienen, en efecto, fuera de nosotros, la causa que les suponemos, puesto que el efecto que puede resultar de la existencia real de esta causa no podría diferir en modo alguno del que experimentamos, y no imitemos a esos filósofos de que habla Montaigne, que, interrrogados sobre el principio de las acciones humanas, inquieren todavía si existen hombres. Lejos de pretender proyectar nieblas sobre una verdad reconocida hasta por los escépticos cuando no disputan, dejemos a los metafísicos preclaros el cuidado de desarrollar el principio; a ellos incumbe determinar, si ello es posible, qué gradación observa nuestra alma en este primer paso que da fuera de sí misma, impulsada, por decirlo así, y a la vez retenida por innumerables percepciones que por una parte la llevan hacia los objetos exteriores y que por otra parte, que no pertenece propiamente más que a ella, parecen circunscribirle un espacio estrecho del que no le permiten salir.

De todos los objetos que nos afectan con su presencia, la existencia de nuestro propio cuerpo es lo que más nos impresiona, porque nos pertenece más íntimamente; pero, apenas sentimos la existencia de nuestro cuerpo, advertimos la atención que exige de nosotros para eludir los peligros que lo rodean. Sujeto a mil necesidades, y extremadamente sensible a la acción de los cuerpos exteriores, pronto sería destruido si no nos cuidáramos de su conservación. No es que todos los cuerpos exteriores nos hagan experimentar sensaciones desagradables: algunos parecen compensarnos por el placer que su acción nos procura. Pero es tal la desdicha de la condición humana, que el dolor es en nosotros el sentimiento más vivo; el placer nos afecta menos que el dolor, y casi nunca basta a consolarnos de él. En vano algunos filósofos sostenían, conteniendo sus gritos en medio de los sufrimientos, que el dolor no era un mal; en vano otros ponían la suprema ventura en la voluptuosidad, a la que no dejaban de negarse por miedo a las consecuencias: todos ellos habrían conocido mejor nuestra naturaleza si se hubieran contentado con limitar a la exención del dolor el soberano bien de la vida presente, y con reconocer que, sin poder alcanzar ese soberano bien, nos era permitido solamente acercarnos más o menos a él en proporción a nuestros cuidados y a nuestra vigilancia. Reflexiones tan naturales impresionarán infaliblemente a todo hombre abandonado a sí mismo y libre de los prejuicios, sea de educación, sea de estudio; esas reflexiones serán la secuela de la primera impresión que reciba de los objetos, y pueden ser incluidas entre esos primeros movimientos del alma, preciosos para los verdaderos sabios y dignos de ser observados por ellos, pero desdeñados o rechazados por la filosofía ordinaria, cuyos principios desmienten casi siempre.

La necesidad de preservar nuestro propio cuerpo del dolor y la destrucción nos hace examinar entre los objetos exteriores los que pueden sernos útiles o nocivos, para buscar los unos y evitar los otros. Pero apenas comenzamos a recorrer estos objetos, descubrimos entre ellos un gran número de seres que nos parecen enteramente semejantes a nosotros, es decir, cuya forma es cabalmente parecida a la nuestra y que, por lo que podemos juzgar a primera vista, parecen tener las mismas percepciones que nosotros: todo nos lleva, pues, a pensar que tienen también las mismas necesidades que nosotros experimentamos y, por consiguiente, el mismo interés en satisfacerlas; de donde resulta que debemos encontrar mucha ventaja en unirnos con ellos para buscar en la Naturaleza lo que puede conservarnos o perjudicarnos. La comunicación de las ideas es el principio y la base de esta unión, y requiere necesariamente la invención de los signos; tal es el origen de la formación de las sociedades con el que han debido nacer las lenguas.

Este comercio que tantos poderosos motivos nos inducen a establecer con los otros hombres dilata en seguida la extensión de nuestras ideas y nos las origina muy nuevas para nosotros, y muy distantes, según toda apariencia, de las que hubiéramos tenido por nosotros mismos sin tal ayuda. A los filósofos corresponde juzgar si esta comunicación recíproca, unida a la semejanza que advertimos entre nuestras sensaciones y las de nuestros semejantes, no contribuye mucho a fortificar esa inclinación invencible que tenemos a suponer la existencia de todos los objetos que nos impresionan. Limitándome a mi tema, observaré únicamente que el agrado y la ventaja que encontramos en comercio tal, ya en comunicar nuestras ideas a los otros hombres, ya en juntar las suyas a las nuestras, debe inducirnos a estrechar cada vez más los lazos de la sociedad comenzada y a hacerla lo más útil para nosotros que sea posible. Pero como cada miembro de la sociedad procura así aumentar para sí mismo la utilidad que saca de ese comercio y tiene que combatir en cada uno de los otros miembros parejo afán, no todos pueden tener la misma parte en las ventajas, aunque todos tengan el mismo derecho a ellas. De suerte que un derecho tan legítimo es en seguida infringido por ese bárbaro derecho de desigualdad llamado ley del más fuerte, cuyo uso parece confundirnos con los animales, y del que sin embargo es tan difícil no abusar. Así, la fuerza, que la Naturaleza da a ciertos hombres, y que sin duda no debieran emplear sino en el apoyo y protección a los débiles, es por el contrario el origen de la apresión de éstos. Pero cuanto más violenta es la opresión, con más impaciencia la soportan, porque se dan cuenta de que nada ha debido someterlos a ella. De aquí la noción de lo injusto y, por consiguiente, del bien y del mal moral, cuyo principio han buscado tantos filósofos y que la voz de la Naturaleza, que resuena en todo hombre, hace oír hasta en los pueblos más salvajes. De aquí también esa ley natural que encontramos dentro de nosotros, fuente de las primeras leyes que los hombres han debido formular: incluso sin el concurso de esas leyes, es a veces bastante fuerte, si no para suprimir la opresión, al menos para reducirla a ciertos límites. De esta manera, el mal que padecemos por los vicios de nuestros semejantes produce en nosotros el conocimiento reflexivo de las virtudes opuestas a esos vicios, conocimiento precioso del que nos hubieran privado tal vez una unión y una igualdad perfectas.

Por la idea adquirida de lo justo y de lo injusto, y, en consecuencia, de la naturaleza moral de las acciones, llegamos naturalmente a examinar cuál es en nosotros el principio que actúa, o, lo que es lo mismo, la sustancia que quiere y que concibe. No es necesario profundizar mucho en la naturaleza de nuestro cuerpo y en la idea que tenemos del mismo para conocer que no podría ser esta sustancia, puesto que las propiedades que observamos en la materia no tienen nada de común con la facultad de querer y de pensar: de donde resulta que ese ser llamado Nosotros está formado de dos principios de diferente naturaleza, tan unidos, que entre los movimientos del uno y los afectos del otro reina una relación que no podríamos ni suprimir ni alterar y que los mantiene en una servidumbre recíproca. Esta esclavitud tan independiente de nosotros, unida a las reflexiones que nos vemos obligados a hacer sobre la naturaleza de los dos principios y sobre su imperfección, nos eleva a la contemplación de una Inteligencia omnipotente a la que debemos lo que somos y que exige por consiguiente nuestro culto; el reconocimiento de su existencia no requiere otra cosa que nuestro sentimiento interior, aun cuando no se uniera a él el testimonio universal de los demás hombres.

Es, pues, evidente que las nociones puramente intelectuales del vicio y de la virtud, el principio de la necesidad de las leyes, la espiritualidad del alma y la existencia de Dios y nuestros deberes hacia él, en una palabra, las verdades de las que tenemos la necesidad más perentoria y más indispensable, son fruto de las primeras ideas reflejas que nuestras sensaciones ocasionan.

Por muy interesantes que sean estas primeras verdades para la parte más noble de nosotros mismos, el cuerpo al que ésta va unida nos vuelve en seguida a él por la urgencia de satisfacer necesidades que se multiplican sin cesar. Para la conservación del cuerpo hay que prevenir los males que lo amenazan o remediar los que padece. Esto lo procuramos por dos medios: por nuestros descubrimientos particulares y por los de los demás hombres, que podemos aprovechar mediante nuestro comercio con nuestros semejantes. De aquí han debido nacer, en primer lugar, la agricultura, la medicina y, finalmente, todas las artes más absolutamente necesarias. Han sido al mismo tiempo nuestros conocimientos primitivos y la fuente de todos los demás, incluso de aquellos que parecen muy distantes por su naturaleza; esto hay que desarrollarlo más detalladamente.

Los primeros hombres, ayudándose mutuamente con sus luces, o sea con sus esfuerzos reunidos o separados, llegaron, acaso en bastante poco tiempo, a descubrir una parte de los usos en los que podían emplear el cuerpo. Ávidos de conocimientos útiles tuvieron que comenzar por prescindir de toda especulación ociosa, luego considerar rápidamente unos tras otros a los diferentes seres que la Naturaleza les presenta, combinándolos, por decirlo así, materialmente por sus propiedades más sobresalientes y palpables. A esta primera combinación ha tenido que suceder otra más compleja, pero siempre relativa a sus necesidades, y que ha consistido principalmente en un estudio más profundo de algunas propiedades menos sensibles, en la alteración y la descomposición de los cuerpos y en los usos que de ellos pueden obtenerse.

No obstante, cualquiera que sea el camino que los hombres de que hablamos hayan podido seguir movidos por un fin tan interesante como es el de su propia conservación, la experiencia y la observación de este vasto universo les ha hecho conocer pronto obstáculos que sus grandes esfuerzos no han podido vencer. El entendimiento, acostumbrado a la meditación y deseoso de sacar fruto de ella ha debido encontrar entonces una especie de recurso en el descubrimiento, únicamente curioso, de las propiedades de los cuerpos, descubrimiento que no tiene límites. En efecto, si un gran número de conocimientos agradables bastara para consolarnos de la privación de una verdad útil, podría decirse que el estudio de la Naturaleza, cuando nos niega lo necesario, sirve al menos con profusión a nuestros placeres: es algo superfluo que suple, aunque muy imperfectamente, lo necesario. Por otra parte, en el orden de nuestras necesidades y de los objetos de nuestras pasiones, el placer ocupa uno de los primeros lugares, y la curiosidad es una necesidad para quien sabe pensar, sobre todo cuando este inquieto deseo está animado por una especie de contrariedad por no poder lograr entera satisfacción. Debemos, pues, gran número de conocimientos agradables a nuestra desdichada impotencia para adquirir los que nos serían más necesarios. Hay otro motivo que nos sostiene en tal trabajo; si la utilidad no es su objeto, puede ser al menos su pretexto. Nos basta con haber hallado a veces una ventaja real en ciertos conocimientos, en los que al principio no la habíamos sospechado, para autorizarnos a considerar susceptibles de sernos útiles algún día todas las exploraciones de pura curiosidad. He aquí el origen y la causa de los progresos de esa vasta ciencia llamada en general Física o estudio de la Naturaleza, que comprende tantas partes diferentes: la agricultura y la medicina, que han dado, principalmente, origen a la Física, ya no son actualmente sino ramas de la misma. De suerte que, aunque las más esenciales y las primeras de todas, han ocupado un lugar más o menos distinguido según que hayan sido más o menos eclipsadas por las otras.

En este examen que hacemos de la Naturaleza, en parte por necesidad, en parte por diversión, observamos que los cuerpos tienen un gran número de propiedades, pero en su mayoría unidas de tal manera en un mismo sujeto, que para estudiarlas cada una más a fondo, nos vemos obligados a considerarlas por separado. Por medio de esta operación de nuestra inteligencia pronto descubrimos propiedades que parecen pertenecer a todos los cuerpos, como la facultad de moverse o permanecer quietos y las de comunicarse el movimiento, fuente de los principales cambios que percibimos en la Naturaleza. El examen de estas propiedades, y sobre todo de la última, nos hace descubrir bien pronto, con la ayuda de nuestros propios sentidos, otra propiedad de la que aquéllas dependen: la impenetrabilidad, o sea, esa clase de fuerza por la cual cada cuerpo excluye del lugar que ocupa a todo otro cuerpo, de forma que dos cuerpos aproximados lo más posible no pueden ocupar un espacio menor que el que ocupaban estando separados. La impenetrabilidad es la propiedad principal que nos hace distinguir los cuerpos de las partes del espacio indefinido donde los imaginamos colocados; así al menos nos lo hacen juzgar nuestros sentidos y si nos engañan sobre este punto, es un error tan metafísico, que ni nuestra existencia ni nuestra conservación tienen que temerle, y en el que reincidimos continuamente, como sin querer, debido a nuestra manera ordinaria de concebir. Todo nos conduce a considerar el espacio como el lugar de los cuerpos, si no real, al menos supuesto; en efecto, gracias al concurso de las partes de este espacio consideradas como penetrables e inmóviles, llegamos a formamos la idea más clara posible del movimiento. Nos vemos, pues, como naturalmente obligados a distinguir, al menos por el intelecto, dos clases de extensión, una de las cuales es impenetrable, y otra constituye el lugar de los cuerpos. De suerte que, aunque la impenetrabilidad entre necesariamente en la idea que nos formamos de las partes de la materia, como es una propiedad relativa, o sea de la que no nos formamos idea si no es examinando dos cuerpos juntos, nos acostumbramos en seguida a considerarla como independiente de la extensión, y a considerar ésta separadamente de la otra.

Por esta nueva consideración, ya no vemos los cuerpos sino como partes figuradas y extensas del espacio; punto de vista el más general y el más abstracto desde el cual pudiéramos contemplarlos. Pues la extensión en la que no distinguiéramos partes figuradas no sería más que un cuadro lejano y oscuro en el que todo se nos escaparía, porque nos sería imposible discernir nada en él. El color y la forma, propiedades siempre inherentes a los cuerpos, aunque variables para cada uno de ellos, nos sirven en cierto modo para destacarlos del fondo del espacio; incluso basta, a este respecto, una de estas dos propiedades, y, para considerar los cuerpos en la forma más intelectual, preferimos la figura al color, sea porque la figura nos es más familiar, conocida a la vez por la vista y por el tacto, sea porque es más fácil considerar en un cuerpo la forma sin el color que el color sin la forma; sea, en fin, porque la forma sirve para fijar más fácilmente y de una manera menos vaga las partes del espacio.

Henos, pues, en el punto de determinar las propiedades de la extensión, simplemente en tanto que figurada. Tal es el objeto de la Geometría, que para llegar a ello más fácilmente, considera en primer lugar la extensión limitada por una sola dimensión, luego por dos y finalmente por tres dimensiones que constituyen la esencia del cuerpo inteligible, o sea de una parte del espacio terminada en todos sentidos por límites intelectuales.

Así, pues, mediante operaciones y abstracciones sucesivas de nuestro intelecto, despojamos la materia de casi todas sus propiedades sensibles para no considerar en cierto modo más que su fantasma; y se debe notar en primer lugar que los descubrimientos a que nos lleva esta investigación no pueden menos de ser muy útiles siempre que no sea necesario tener en cuenta la impenetrabilidad de los cuerpos; por ejemplo, cuando se trate de estudiar su movimiento, considerándolos como partes del espacio, figuradas, móviles y distantes unas de otras.

Como el examen que hacemos de la extensión figurada nos presenta gran número de combinaciones posibles, es necesario inventar algún medio que nos haga más fáciles estas combinaciones; y como consisten principalmente en el cálculo y la relación de las diferentes partes de que imaginamos formado el cuerpo geométrico, esta investigación nos conduce en seguida a la Aritmética o ciencia de los números. No es otra cosa que el arte de encontrar de una manera abreviada la expresión de una relación única que resulte de la comparación de otras varias. Las diferentes maneras de comparar estas relaciones dan las diferentes reglas de la Aritmética.

Por otra parte es muy difícil que, reflexionando sobre estas reglas, no advirtamos ciertos principios o propiedades generales de las relaciones por medio de los cuales podemos, expresando estas relaciones de una manera universal, descubrir las diferentes combinaciones que se pueden hacer. Los resultados de estas combinaciones, reducidos a una forma general, no serán en efecto sino cálculos aritméticos indicados y representados por la expresión más simple y más breve que pueda admitir su estado de generalidad. La ciencia o el arte de designar así las relaciones es lo que se llama Algebra. De modo que, aunque no haya propiamente cálculo posible si no es mediante los números, ni más tamaño mensurable que la extensión (pues sin el espacio no podríamos medir exactamente el tiempo) , llegamos, siempre generalizando nuestras ideas, a esa parte principal de las matemáticas, y de todas las ciencias naturales, que se llama Ciencia de las magnitudes en general; ella es el fundamento de todos los descubrimientos que se pueden hacer sobre la cantidad, es decir, sobre todo lo que es susceptible de aumento o disminución.

Esta ciencia es el punto más lejano a donde puede conducirnos la contemplación de las propiedades de la materia, y no podríamos llegar más lejos sin salir completamente del universo material. Pero tal es la marcha del intelecto en sus operaciones: después de generalizar sus percepciones hasta el punto de no poder descomponerlas más, vuelve en seguida sobre sus pasos, recompone de nuevo estas mismas percepciones, y con ellas va formando, poco a poco y gradualmente, los seres reales que son el objeto inmediato y directo de nuestras sensaciones. Estos seres, inmediatamente relativos a nuestras necesidades, son también los que más nos importa estudiar; las abstracciones matemáticas nos facilitan el conocimiento de los mismos, pero sólo son útiles limitándonos a ellos.

Por eso, habiendo en cierto modo agotado mediante las especulaciones geométricas las propiedades de la extensión figurada, comenzamos por devolverle la impenetrabilidad que constituye el cuerpo físico y que era la última cualidad sensible de que la habíamos despojado. Esta nueva consideración implica la de la acción recíproca de los cuerpos, pues los cuerpos no actúan más que en tanto que son impenetrables; y de aquí se deducen las leyes del equilibrio y del movimiento, objeto de la Mecánica. Extendemos nuestras investigaciones hasta el movimiento de los cuerpos animados por causas motrices desconocidas, con tal de que la ley según la cual actúan estas causas sea conocida o la demos por tal.

Ya de lleno en el mundo corporal, advertimos en seguida el uso que podemos hacer de la Geometría y de la Mecánica para adquirir sobre las propiedades de los cuerpos los conocimientos más variados y profundos. Este es, aproximadamente, el modo en que han nacido todas las ciencias llamadas físico-matemáticas. Se puede poner en primer lugar la Astronomía, cuyo estudio, después del de nosotros mismos, es el más digno de nuestro esfuerzo por el magnífico espectáculo que nos ofrece. Uniendo la observación al cálculo, iluminando el uno con el otro, esta ciencia determina con una exactitud digna de admiración las distancias y los movimientos más complicados de los cuerpos celestes, e incluso las fuerzas mismas que producen o alteran estos movimientos. Por eso se la puede considerar justamente como la aplicación más sublime y más segura de la Geometría y de la Mecánica reunidas, y sus progresos como el monumento más incontestable de las victorias que puede obtener con sus esfuerzos el espíritu humano.

No es menor el uso de los conocimientos matemáticos en el examen de los cuerpos terrestres que nos rodean. Todas las propiedades que observamos en estos cuerpos tienen entre ellos relaciones más o menos sensibles para nosotros: el conocimiento o el descubrimiento de estas relaciones es casi siempre el único fin que nos es dado conseguir, y el único, por consiguiente, que debiéramos proponernos. No es, pues, mediante hipótesis vagas y arbitrarias como podemos esperar conocer la Naturaleza, sino mediante el estudio reflexivo de los fenómenos, la comparación que hagamos de los unos con los otros, el arte de reducir en todo lo posible un gran número de fenómenos a uno solo que puede ser considerado como el principio de una ciencia. En efecto, cuanto más se disminuya el número de principios de una ciencia, tanto mayor extensión se les da, puesto que estando necesariamente determinado el objeto de una ciencia, los principios aplicados a este objeto serán tanto más fecundos cuanto menos numerosos. Esta reducción, que, por otra parte, los convierte en más fáciles de captar, constituye el verdadero espíritu sistemático, que no hay que confundir con el espíritu de sistema, con el cual no siempre coincide. Más adelante hablaremos de esto detalladamente.

Pero a medida que el objeto que se estudia es más o menos difícil y más o menos vasto, la reducción de que hablamos es más o menos penosa, y tenemos más o menos derecho a exigirla de aquellos que se dedican al estudio de la Naturaleza. El imán, por ejemplo, uno de los cuerpos más estudiados y sobre el que se han hecho descubrimientos tan sorprendentes, tiene la propiedad de atraer al hierro, de comunicarle su virtud, de orientarse hacia los polos del mundo, con una variación sometida a su vez a ciertas reglas, y que resulta tan sorprendente como lo sería una dirección más exacta; la propiedad, en fin, de inclinarse formando un ángulo más o menos grande con la línea horizontal según el lugar de la Tierra en que esté colocado. Todas estas singulares propiedades, que dependen de la naturaleza del imán, dependen verosímilmente de cierta propiedad general que las origina, que hasta ahora nos es desconocida y que quizá nos lo siga siendo durante mucho tiempo. A falta de este conocimiento y de las luces necesarias sobre la causa física de las propiedades del imán, sería indudablemente una tarea muy digna de un filósofo reducir, si ello fuera posible, todas estas propiedades a una sola, mostrando la relación que existe entre ellas. Pero por lo mismo que tal descubrimiento sería tan útil al progreso de la física, tememos que escape a nuestros esfuerzos. Lo mismo digo de otros muchos fenómenos cuyo encadenamiento pertenece quizá al sistema general del mundo.

Sólo un recurso nos queda en esta investigación tan penosa aunque tan necesaria y a la vez tan agradable: reunir la máyor cantidad de hechos que nos sea posible, colocarlos en el orden más natural y relacionarlos con otros hechos principales de los cuales los primeros son consecuencia. Y si nos atrevemos a elevarnos más, que sea con esa prudente circunspección que tan bien le sienta a una visión tan débil como la nuestra.

Tal es el plan que tenemos que seguir en esa extensa parte de la física llamada Física general y experimental. Se diferencia de las ciencias fisicomatemáticas en que no es más que un compendio razonado de experiencia y observaciones, mientras que aquéIlas, mediante la aplicación de los cálculos matemáticos a la experiencia, deducen a veces de una sola y única observación un gran número de consecuencias estrechamente ligadas por su exactitud a las verdades geométricas. Así, un solo experimento sobre la reflexión de la luz da lugar a toda la Catóptrica, o ciencia de las propiedades de los espejos; un solo experimento sobre la refracción de la luz nos da la explicación matemática del arco iris, la teoría de los colores y toda Dióptrica, o ciencia de las propiedades de las lentes cóncavas y convexas; de una sola observación sobre la presión de los fluidos provienen todas las leyes del movimiento y del equilibrio de los cuerpos; en fin, una experiencia única sobre la aceleración de los cuerpos que caen hace descubrir las leyes de su caída sobre planos inclinados y las del movimiento del péndulo.

Hay que reconocer sin embargo que los geómetras abusan a veces de esta aplicación del álgebra a la física. A falta de experiencias adecuadas que les sirvan de base a su cálculo, se permiten las hipótesis que más se acomodan a la verdad, pero a veces muy distantes de lo que existe realmente en la Naturalela. Se ha querido reducir a cálculo el arte de curar; y al cuerpo humano, esa máquina tan complicada, la han tratado los médicos algebristas como tratarían la máquina más simple o la más fácil de descomponer. Es cosa singular el ver cómo esos autores resuelven de un plumazo los problemas de hidráulica y de estática en los que los más grandes geómetras se han estancado toda su vida. En cuanto a nosotros, más prudentes o más tímidos, contentémonos con considerar la mayor parte de estos cálculos y de estas suposiciones vagas como ejercicios intelectuales a los cuales la Naturaleza no está obligada a someterse, y concluyamos que la única verdadera manera de filosofar en física consiste en la aplicación del análisis matemático a la experiencia, o en la observación iluminada por el espíritu del método, ayudada a veces por conjeturas cuando éstas pueden ofrecernos puntos de vista, pero severamente exenta de toda hipótesis arbitraria.

Detengámonos un momento aquí y echemos una ojeada al espacio que acabamos de recorrer. En él observaremos dos límites, donde se encuentran, por así decirlo, concentrados casi todos los conocimientos ciertos que nuestras luces naturales pueden alcanzar. Uno de estos límites, aquel del que hemos partido, es la idea de nosotros mismos, que conduce a la idea del Ser omnipotente, y de nuestros principales deberes. El otro es esa parte de las matemáticas que tiene por objeto las propiedades generales de los cuerpos, de la extensión y del tamaño. Entre estos dos términos tenemos un intervalo inmenso, en el que la Inteligencia suprema parece haber querido burlarse de la curiosidad humana, tanto por las innumerables nieblas que sobre él ha proyectado, como por algunos rayos de luz que parecen brillar acá y allá para atraernos. Podría compararse el universo con ciertas obras de una oscuridad sublime cuyos autores, descendiendo a veces a la altura del que los lee, tratan de persuadirle de que entienden casi todo. ¡Felices nosotros, pues, si, metidos en este laberinto, no perdemos el verdadero camino! Pues si no, los relámpagos destinados a conducirnos a él no servirían sino para desviarnos más aún.

Por lo demás, estamos muy lejos de que baste a satisfacer todas nuestras necesidades el pequeño número de conocimientos ciertos en los que podemos confiar, y que están, si así puede decirse, relegados a los dos extremos del espacío de que hablemos. La naturaleza del hombre, cuyo estudio es tan necesario, es un misterio impenetrable para el hombre mismo, cuando sólo la razón lo ilumina, y los más grandes genios, a fuerza de pensar sobre una materia tan importante, lo único que consiguen a veces es saber un poco más que el resto de los hombres. Lo mismo puede decirse de nuestra existencia presente y futura, de la esencia del Ser al que se la debemos, y de la clase de culto que nos exige.

Nada tan necesario, pues, como una Religión revelada que nos instruya sobre tantos objetos diversos. Destinada a servir de suplemento al conocimiento natural, nos muestra una parte de lo que nos estaba oculto, pero se limita a lo que nos es absolutamente necesario conocer. Lo otro está cerrado para nosotros y, a lo que parece, lo estará siempre. Algunas verdades que hay que creer, unos cuantos preceptos que hay que cumplir: a esto se reduce la Religión revelada; sin embargo, a favor de las luces que ha comunicado al mundo, el pueblo mismo está sobre muchas cuestiones interesantes, más firme y decidido que lo estuvieron nunca las sectas filosóficas.


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