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Discurso preliminar de la Enciclopedia
Cuarta parte
Las Bellas Artes están tan unidas a las bellas letras, que el mismo gusto que cultiva las unas lleva también a perfeccionar las otras. En la misma época en que nuestra literatura se enriquecía con tantas bellas obras, Poussin pintaba sus cuadros, y Puget hacía sus estatuas; Le Sueur pintaba el claustro de los Cartujos, y Lee Brun las batalIas de Alejandro; en fin, Quinault, creador de un nuevo género, ganaba la inmortalidad con sus poemas líricos, y Lulli daba a nuestra música naciente sus primeros rasgos.
Hay que reconocer, sin embargo, que el renacimiento de la pintura y de la escultura fueron mucho menos rápidos que el de la poesía y el de la música, y la razón no es difícil de comprender. Desde que se comenzó a estudiar las obras de los antiguos de toda clase, las obras maestras de la antigüedad, que habían escapado en gran número a la superstición y a la barbarie, impresionaron a los artistas esclarecidos; no se podía imitar a los Praxiteles y a los Fidias más que haciendo exactamente lo que ellos hacían; y el talento no tenia más que mirar bien: así, Rafael y Miguel Ángel no tardaron mucho en elevar su arte a un punto de perfección que no ha sido superado desde entonces. En general, siendo el objeto de la pintura y de la escultura más bien cosa de los sentidos, estas artes no podían menos de preceder a la poesía, porque los sentidos tuvieron que ser afectados por las bellezas sensibles y palpables de las estatuas de la antigüedad, antes que la imaginación percibiera las bellezas intelectuales y fugitivas de los antiguos escritores. Por otra parte, cuando aquella comenzó a descubrirla, la imitación de esas mismas bellezas, imperfecta por su servidumbre y por la lengua extranjera que utilizaba, no pudo menos de perjudicar a los progresos de la imaginación misma. Imagínese por un momento a nuestros pintores y a nuestros escultores privados de la ventaja que tenían de trabajar la misma materia que los antiguos: si hubiesen perdido, como nuestros literatos, mucho tiempo en buscar y en imitar mal esta materia, en lugar de pensar en emplear otra, para imitar las obras mismas objeto de su admiración, sin duda hubieran recorrido un camino mucho menos rápido y todavía estarían buscando mármol.
En cuanto a la música, ha debido llegar mucho más tarde a cierto grado de perfección, porque es un arte que los modernos han tenido que crear. El tiempo ha destruido todos los modelos que los antiguos habían podido dejarnos en este género, y sus escritores, al menos los que nos quedan, no nos han trasmitido sobre la música más que conocimientos muy oscuros o historias más propias para maravillarnos que para instruirnos. Por eso, varios de nuestros sabios, impulsados quizá por una especie de amor a la propiedad, han pretendido que nosotros hemos llevado este arte mucho más lejos que los griegos, pretensión que la falta de monumentos hace tan difícil de apoyar como de destruir, y que sólo muy débilmente puede ser combatida por los prodigios, verdaderos o supuestos, de la música antigua. Tal vez fuera permitido conjeturar con alguna verosimilitud que aquella música era por completo diferente de la nuestra, y que si la antigua era superior por la melodía, la armonía da a la moderna ciertas ventajas.
Seríamos injustos si, con motivo de la explicación en que acabamos de entrar, no reconociéramos lo que debemos a Italia; de ella hemos recibido las ciencias que después han fructificado tan abundantemente en toda Europa; a ella debemos sobre todo las artes y el buen gusto, de las que nos ha proporcionado un gran número de modelos inimitables.
Mientras que las artes y las bellas letras estaban en alza, la filosofía estaba muy lejos de igual progreso, al menos en cada nación tomada en su conjunto; no resurgió hasta mucho más tarde. No es que, en el fondo, sea más fácil sobresalir en las bellas letras que en la filosofía; en todos los géneros es igualmente difícil alcanzar la superioridad. Pero la lectura de los antiguos debía contribuir más rápidamente al adelanto de las bellas letras y del buen gusto que al de las ciencias naturales. Las bellezas literarias no requieren, para ser sentidas, una larga contemplación, y como los hombres sienten más que piensan, deben, por la misma razón, juzgar lo que sienten antes de juzgar lo que piensan. Por otra parte los antiguos no eran, ni mucho menos, tan perfectos como filósofos cuanto como escritores. En efecto, aunque en el orden de nuestras ideas las primeras operaciones de la razón preceden a los primeros esfuerzos de la imaginación, ésta, cuando ha dado los primeros pasos, va mucho mas de prisa que aquélla: tiene la ventaja de trabajar sobre objetos que ella misma crea, mientras que la razón, obligada a limitarse a los que tiene ante ella y a detenerse a cada instante, se agota, con demasiada frecuencia, en búsquedas infructuosas. El universo y las reflexiones son el primer libro de los verdaderos filósofos, y los antiguos lo habían sin duda estudiado; era, pues, necesario hacer lo mismo que ellos; no se podía suplir este estudio con el de sus obras, la mayor parte de las cuales habían sido destruidas, y las pocas que quedaban, mutiladas por el tiempo, no podían darnos sobre una materia tan vasta más que nociones muy inciertas y muy alteradas.
La escolástica, que constituía toda la supuesta ciencia de los siglos de ignorancia, perjudicaba también a los progresos de la verdadera filosofía en este siglo de luz. Desde un tiempo que pudiéramos llamar inmemorial, se tenía la convicción de poseer en toda su pureza la doctrina de Aristóteles, comentada por los árabes y alterada por mil adiciones absurdas o pueriles, y ni siquiera se pensaba en asegurarse de si, esta filosofía bárbara era realmente la de aquel gran hombre: tal respeto se tenía por los antiguos. Así muchos pueblos nacidos y afianzados en sus errores por la educación se creen tanto más sinceramente en el camino de la verdad, cuanto que ni siquiera se les ha ocurrido plantearse sobre esto la menor duda. Por eso, en el tiempo en que varios escritores, rivales de los oradores y de los poetas griegos, avanzaban al lado de sus modelos, o incluso los rebasaban quizá la filosofía griega, aunque muy imperfecta, no era ni siquiera bien conocida.
Tantos prejuicios, que una ciega admiración por la antigüedad contribuía a mantener, parecían afianzarse más aún por el abuso que algunos teólogos se permitían hacer de la sumisión de los pueblos. Se había permitido a los poetas cantar en sus obras a las divinidades del paganismo, porque se tenía, con razón, la certeza de que los nombres de estas divinidades no podían ser ya más que un juego del que no había nada que temer. Si, por una parte, la religión de los antiguos que animaba todo abría un vasto campo a la imaginación de los espíritus creadores, por otra, los principios de la misma eran demasiado absurdos para que se temiera que alguna secta de innovadores resucitara a Júpiter y a Plutón. Pero se temía, o parecía temerse, los golpes que podía asestar al cristianismo una razón ciega. ¿Cómo no se veía que no era de temer un ataque tan débil? Enviado del cielo a los hombres, la veneración tan justa y tan antigua que los pueblos le rendían había sido garantizada para siempre por las promesas de Dios mismo. Por otra parte, por absurda que pueda ser una religión (reproche que sólo la impiedad puede hacer a la nuestra), no son nunca los filósofos quienes la destruyen: incluso cuando enseñan la verdad, se limitan a mostrarla sin obligar a nadie a conocerla; semejante poder corresponde únicamente al Ser Todopoderoso; son los hombres inspirados los que iluminan al pueblo y los entusiastas quienes lo extravían. El freno que necesariamente hay que poner a la licencia de estos últimos, no debe perjudicar a esa libertad tan necesaria a la verdadera filosofía, y de la cual la religión puede sacar las mayores ventajas. Si el cristianismo da a la filosofía las luces que le faltan, sólo a la gracia corresponde someter a los incrédulos, y a la filosofía le está reservado el derecho de reducirlos al silencio; y para asegurar el triunfo de la fe, los teólogos de que hablamos no tenían más que recurrir a las armas que se hubiera querido emplear contra ella.
Pero entre estos mismos hombres, algunos tenían un interés mucho más real en oponerse al avance de la filosofía. Falsamente persuadidos de que las creencias de los pueblos son mucho más seguras si se ejercen sobre objetos diferentes, no se contentaban con exigir para nuestros misterios la sumisión que merecen, sino que trataban de erigir en dogmas sus opiniones particulares; y eran estas opiniones mismas, más que los dogmas, las que querían poner a seguro. Con ello habrían dado a la religión el golpe más terrible, si ésta fuera obra de los hombres, porque era de temer que, una vez reconocidas como falsas sus opiniones, el pueblo, que no discierne nada, tratase de la misma manera las verdades con las que habían tratado de mezclarlas.
Otros teólogos de menor fe, pero también peligrosos, se sumaban a los primeros por otros motivos. Aunque la religión esté únicamente destinada a regular nuestras costumbres y nuestra fe, la creían hecha para explicarnos también el sistema del mundo, es decir, lo que el Todopoderoso ha dejado expresamente a nuestra discusión. No se hacían la reflexión de que los libros sagrados y las obras de los Santos Padres, hechos para mostrar al pueblo y a los filósofos lo que hay que practicar y creer, no debían hablar otra lengua que la del pueblo sobre cuestiones indiferentes. Sin embargo, venció el despotismo teológico o el prejuicio. Un tribunal que llegó a ser poderoso en el sur de Europa, en las Indias, en el Nuevo Mundo, y en el que la fe no ordena creer, ni la caridad aprobarlo, y que más bien la religión reprueba, aunque esté formado por ministros suyos, y cuyo nombre no ha podido Francia acostumbrarse a pronunciar sin terror, condenó a un célebre astrónomo por haber sostenido el movimiento de la Tierra y lo declaró hereje; casi lo mismo que, varios siglos antes, la condenación por el Papa Zacarías de un obispo por no haber pensado como San Agustín sobre los Antípodas, y por haber adivinado su existencia seiscientos años antes de que Cristóbal Colón los descubriera. Así, el abuso de la autoridad espiritual, unida a la temporal, obligaba al silencio a la razón, y poco faltó para que se prohibiera pensar al género humano.
Mientras que adversarios poco instruidos o mal intencionados hacían abiertamente la guerra a la filosofía, ésta se refugiaba, por así decirlo, en las obras de algunos grandes hombres que, sin tener la peligrosa ambicíón de arrancar la venda de los ojos a sus contemporáneos, preparaban de lejos, en la sombra y en el silencio, la luz que debía alumbrar al mundo poco a poco y por grados insensibles.
A la cabeza de estos ilustres personajes, debemos colocar al inmortal canciller de Inglaterra, Francisco Bacon, cuyas obras, tan justamente apreciadas y, sin embargo, más estimadas que conocidas, merecen nuestra lectura más que nuestros elogios. Considerando los sanos puntos de vista y la amplitud de este gran hombre, la multitud de materias de que su inteligencia se ha ocupado, la valentía de su estilo, que une en toda su obra las imágenes más sublimes a la más rigurosa exactitud, estamos por considerarle el más grande, el más universal y el más elocuente de los filósofos. Bacon, nacido en el seno de la noche más oscura, se dio cuenta de que la filosofía no existía aún, pese a que muchos se jactasen de dominarla; porque, cuanto más grosero es un siglo, tanto más cree saber. Comenzó, pues, por considerar de una manera general los diversos objetos de todas las ciencias naturales; dividió estas ciencias en diferentes ramas, haciendo de ellas la enumeración más exacta posible; examinó lo que se sabía sobre cada uno de estos objetos, e hizo el catálogo inmenso de lo que quedaba por descubrir: ésta es la finalidad de su admirable obra: De la dignidad y del desarrollo de los conocimientos humanos. En su Nuevo órgano de las ciencias, perfecciona las ideas que había dado en la primera obra, las desarrolla y demuestra la necesidad de la física experimental, en la que no se pensaba todavía. Enemigo de sistemas, considera a la filosofía como una parte de nuestros conocimientos, la cual debe contribuir a mejorarnos o a hacernos más felices; parece limitarla a la ciencia de las cosas útiles y recomienda, en todo, el estudio de la Naturaleza. Sus otros escritos siguen el mismo plan; todos, hasta sus títulos, revelan al hombre de genio, el espíritu que lo ve todo en grande. Recoge hechos, compara experiencias, indica muchas que se deben hacer; invita a los sabios a estudiar y a perfeccionar las artes, que considera como la parte más elevada y más esencial de la ciencia humana; expone con noble sencillez sus conjeturas y sus pensamientos sobre los diferentes objetos dignos de interesar a los hombres; y hubiera podido decir, como aquel anciano de Terencio: Nada humano me es ajeno. La ciencia de la Naturaleza, la moral, la política, la economía: todo parece caer bajo la jurisdicción de este espíritu luminoso y profundo. Y no se sabe qué es más de admirar, si la riqueza que proyecta sobre todos los temas que trata, o la dignidad con la que habla. Sus escritos pueden muy bien compararse con los de Hipócrates sobre la medicina, y seguramente no serían menos admirados ni menos leídos si el cultivo de la inteligencia fuese tan caro a los hombres como la conservación de la salud. Pero sólo las obras de los jefes de secta pueden tener cierta resonancia; Bacon no se contaba entre ellos, y la forma de su filosofía se oponía a tal cosa: era demasiado cuerdo para asombrar a nadie. La escolástica, que dominaba en su tiempo, no podía ser derrotada más que por opiniones audaces y nuevas, y no parece que un filósofo que se contentaba con decir a los hombres: He aquí lo poco que habéis aprendido, mirad lo que os queda por saber, esté destinado a hacer mucho ruido entre sus contemporáneos. Hasta nos atreveríamos a hacer algunos reproches al canciller Bacon por haber sido quizá demasiado tímido, si no supiéramos con qué continencia y, por decirlo así, con qué superstición, se debe juzgar a un genio tan sublime. Aunque confiese que los escolásticos han debilitado las ciencias con sus minuciosas cuestiones y que la inteligencia debe sacrificar el estudio de los seres generales al de los objetos particulares, parece, sin embargo, por el empleo tan frecuente que hace de los términos de la escuela, incluso a veces de los principios de la escolástica, y por divisiones y subdivisiones cuyo uso estaba entonces tan de moda, haber mostrado un miramiento y una deferencia un tanto excesivos hacia el gusto que dominaba en su siglo. Este gran hombre, después de haber roto tantos grilletes, estaba todavía retenido por algunas cadenas que no alcanzaba o no se atrevía a romper.
Declaramos aquí que debemos principalmente al canciller Bacon el árbol enciclopédico de que ya hemos hablado, y que se encontrará al final de este Discurso. Lo habíamos confesado en varios lugares del Prospectus; lo reconocemos de nuevo, y no desperdiciaremos ninguna ocasión de repetirlo. Pero no hemos creído que debíamos seguir punto por punto al gran hombre que reconocemos aquí como nuestro maestro. Si no hemos colocado, como él, la razón después de la imaginación, es porque hemos seguido en el sistema enciclopédico el orden metafísico de las operaciones del espíritu, más bien que el orden histórico de sus progresos desde el renacimiento de las letras, orden que el ilustre canciller de Inglaterra tenía quizá a la vista hasta cierto punto cuando estaba haciendo, como él dice, el censo y la enumeración de los conocimientos humanos. Por otra parte, siendo el plan de Bacon diferente del nuestro y habiendo adelantado mucho las ciencias desde entonces, no debe extrañar que hayamos tomado a veces un camino diferente.
Así, además del cambio que hemos introducido en el orden de la distribución general, y cuyas razones hemos expuesto ya, en ciertos aspectos hemos llevado más lejos las divisiones, sobre todo en la parte de matemática y de física particular; por otra parte nos hemos abstenido de extender hasta el mismo punto que él la división de ciertas ciencias que él sigue hasta las últimas ramas. Estas ramas, que deben propiamente entrar en el cuerpo de nuestra Enciclopedia, no habrían hecho más, a nuestro juicio, que cambiar bastante inútilmente el sistema general. Inmediatamente después de nuestro árbol enciclopédico se encontrará el del filósofo inglés; éste es el medio más corto y más fácil de hacer distinguir lo que nos pertenece de lo que hemos tomado de él.
Al canciller sucedió el ilustre Descartes. Este hombre extraordinario, cuya fortuna ha cambiado tanto en menos de un siglo, poseía todo lo que hacía falta para transformar la faz de la filosofía: una imaginación poderosa, una inteligencia muy consecuente, conocimientos sacados de sí mismo más que de los libros, mucho valor para combatir los prejuicios más generalmente admitidos, y ninguna clase de dependencia que le obligara a tratarlos con miramiento. Por eso experimentó en vida lo que suele ocurrir a los hombres que toman un ascendiente demasiado pronunciado sobre los demás. Tuvo algunos entusiastas y muchos enemigos. Sea porque conociera a su nación, o porque simplemente desconfiaria de ella, se había refugiado en un país enteramente libre para meditar allí más a sus anchas. Aunque pensara mucho menos en conseguir discípulos que en merecerlos, la persecución fue a buscarlo hasta su retiro, sin que pudiera librarle de ella la vida retirada que allí hacía. A pesar de toda la sagacidad que había empleado para demostrar la existencia de Dios, lo acusaron de negarla unos ministros que quizá no creían en ella. Atormentado y calumniado por extranjeros, y bastante mal acogido por sus compatriotas, fue a morir a Suecia, seguramente bien lejos de esperar el brillante éxito que sus opiniones alcanzarían un día.
Se puede considerar a Descartes como geómetra o como filósofo. Las matemáticas, a las que parece haber prestado bastante poca atención, constituyen hoy, sin embargo, la parte más firme y la menos discutida de su gloria. El álgebra, creada en cierto modo por los italianos y prodigiosamente desarrollada por nuestro ilustre Viete, recibió de Descartes nuevos enriquecimientos. Uno de los más considerables es su método de las indeterminadas, artificio muy ingenioso y muy sutil que luego se ha podido aplicar a gran número de investigaciones. Pero lo que ha inmortalizado sobre todo el nombre de este gran hombre es la aplicación que hizo del álgebra a la geometría, una de las ideas más vastas y afortunadas que el intelecto humano haya concebido jamás, y que será siempre la clave de las más profundas investigaciones, no solamente en la geometría sublime, sino en todas las ciencias fisicomatemáticas.
Como filósofo, ha sido quizá igualmente grande, pero no tan afortunado. La geometría, que, por su naturaleza, debe siempre ganar sin perder, no podía menos, manejada por un genio tan grande, que hacer progresos muy sensibles y visibles para todo el mundo. La filosofía se encontraba en una situación muy diferente, en ella había que comenzarlo todo, y sabido es lo que cuestan los primeros pasos en toda cosa. El simple mérito de darlos, dispensa de darlos grandes. Si Descartes, que nos ha abierto el camino, no llegó tan lejos como sus sectarios creen, las ciencias le deben mucho más de lo que pretenden sus adversarios. Nada más que su método hubiera bastado para inmortalizarlo; su Dióptrica es la más grande y la más bella aplicación que se había hecho de la geometría a la física; en fin, en sus obras, incluso en las menos leídas actualmente, brilla por doquier el genio inventor. Si juzgamos sin parcialidad esos torbellinos que hoy son casi ridículos, convendremos, me atrevo a afirmarlo, que en aquel momento no se podía imaginar nada mejor. Las observaciones astronómicas que han servido para destruirlos eran todavía imperfectas o faltas de comprobación; nada más natural entonces que suponer un fluido que transportaba los planetas; no había más que una larga serie de fenómenos, de razonamientos y de cálculos, y, por consiguiente, sólo una larga serie de años podía hacer renunciar a una teoría tan seductora. Tenía además la singular ventaja de explicar la gravitación de los cuerpos por la fuerza centrífuga del torbellino mismo; y yo no temo afirmar que esta explicación del peso es una de las más bellas y más ingeniosas hipótesis que la filosofía imaginara nunca. Tanto que, para abandonarla, ha sido preciso que los físicos se vieran arrastrados, como a pesar suyo, por la teoría de las fuerzas centrales y por experimentos hechos mucho tiempo después. Reconozcamos, pues, que Descartes, obligado a crear una física completamente nueva, no pudo crearla mejor; que ha sido preciso, por decirlo así, pasar por los torbellinos para llegar al verdadero sistema del mundo, y que, si se equivocó sobre las leyes del movimiento, al menos fue el primero en adivinar que tenía que haberlas.
Su metafísica, tan ingeniosa y tan nueva como su física, ha tenido aproximadamente la misma suerte, y puede también justificarse con las mismas razones, pues es tal la fortuna de este gran hombre, que, después de haber tenido sectarios innumerables, hoy no tiene casi más que apologistas. Sin duda se equivocó al admitir las ideas innatas; pero si retuvo de la secta peripatética la única verdad que ésta enseñaba sobre el origen de las ideas por los sentidos, acaso hubieran sido más difíciles de desarraigar los errores que, aliados a esta verdad, la deshonraban. Descartes se atrevió al menos a enseñar a las buenas cabezas a sacudirse el yugo de la escolástica, de la opinión, de la autoridad; en una palabra, de los prejuicios y de la barbarie, y, con esta rebelión cuyos frutos recogemos hoy, ha hecho a la filosofía un servicio más esencial quizá que todos los que ésta debe a los ilustres sucesores de Descartes. Puede considerársele como un jefe de conjurados que ha tenido el valor de sublevarse el primero contra un poder despótico y arbitrario, y que, preparando una revolución resonante, echó las bases de un gobierno más justo y más feliz que él no pudo ver instaurado. Si acabó por creer explicarlo todo, al menos comenzó por dudar de todo; y las armas de que nos servimos para combatirlo no dejan de pertenecerle porque las volvamos contra él. Por otra parte, cuando las opiniones absurdas son inveteradas, es necesario a veces, para desengañar al género humano, reemplazarlas por otros errores, cuando no se puede hacer cosa mejor. La incertidumbre y la vanidad del entendimiento son tales que tiene siempre necesidad de una opinión para agarrarse a ella: es como un niño al que hay que presentarle un juguete para quitarle un arma peligrosa; ya dejará por sí mismo ese juguete cuando llegue al uso de razón. Engañando así a los filósofos, o a los que creen serIo, se les enseña al menos a desconfiar de sus luces, y esta disposición es el primer paso hacia la verdad. Por eso Descartes fue perseguido en vida, como si hubiera venido a traérsela a los hombres.
Apareció Newton, en fin, a quien había preparado el camino Huyghens, y dio a la filosofía una forma que parece debe conservar. Este gran genio vio que ya era hora de desterrar de la física las conjeturas y las hipótesis vagas, o al menos de no tenerlas más que en lo que valían, y que esta ciencia debía estar únicamente sometida a las experiencias y a la geometría. Quizá con este propósito comenzó por inventar el cálculo del infinito y el método de las progresiones, cuyas aplicaciones, tan extensas en la geometría misma, lo son todavía más para determinar los efectos complicados que se observan en la Naturaleza, donde todo parece realizarse como por progresiones infinitas. Las experiencias del peso y las observaciones de Képler hicieron descubrir al filósofo inglés la fuerza que mantiene a los planetas en sus órbitas. Enseñó a la vez a distinguir las causas de sus movimientos y a calcularlos con una exactitud que sólo hubiera podido exigirse del trabajo de varios siglos. Creador de una óptica completamente nueva, dio a conocer la luz a los hombres descomponiéndola. Lo que pudiéramos añadir al elogio de este gran filósofo estaría por debajo del testimonio universal que hoy se rinde a sus casi innumerables descubrimientos y a su genio, a la vez vasto, exacto y profundo. Habiendo enriquecido a la filosofía con gran cantidad de bienes reales, sin duda ha merecido todo su reconocimiento; pero quizá ha hecho más por ella enseñándole a ser prudente y a contener dentro de justos límites esa especie de audacia que las circunstancias habían obligado a Descartes a darle. Su Teoría del Mundo (pues no quiero decir su sistema), es hoy tan generalmente admitida que se comienza a disputar al autor el honor de la invención, porque se empieza por acusar a los grandes hombres de engañarse y se acaba por tratarlos de plagiarios. Yo cedo, a los que todo lo encuentran en los libros antiguos, el placer de descubrir en estas obras la gravitación de los planetas, aunque no esté en ellas; pero aun suponiendo que los griegos tuvieran la idea de la gravitación, lo que no era en ellos más que un sistema arriesgado y fantástico, en manos de Newton se convirtió en una demostración; esta demostración, que sólo a él pertenece, constituye el mérito real de su descubrimiento, y la atracción sin tal apoyo sería una hipótesis como tantas otras. Si a algunos escritores célebres se les ocurriera predecir sin ninguna prueba que algún día se llegará a hacer oro, ¿tendrían derecho nuestros descendientes, con el pretexto de esa predicción, a pretender arrebatar la gloria de la gran obra al químico que la hubiera realizado? Y el invento de las lentes, ¿pertenecería menos a sus autores porque algunos autores antiguos no hubieran creído imposible que ampliáramos un día la esfera de nuestra vista?
Otros sabios creen hacer a Newton un reproche mucho más fundado acusándole de haber llevado a la física las cualidades ocultas de los escolásticos y de los antiguos filósofos. Pero, ¿están bien seguros los sabios de que hablamos de que esas dos palabras, vacías de sentido en los escolásticos y destinadas a designar un ser del que ellos creían tener idea, fuesen en los antiguos filósofos otra cosa que la expresión modesta de su ignorancia? Newton, que había estudiado la Naturaleza, no presumía de saber más que ellos sobre la causa primera que produce los fenómenos; pero no empleó el mismo lenguaje por no alborotar a unos contemporáneos que no hubieran dejado de atribuirle una idea que no era la de él. Se contentó con demostrar que los torbellinos de Descartes no podían explicar el movimiento de los planetas; que los fenómenos y las leyes de la mecánica se unían para echarlos por tierra; que hay una fuerza por la cual los planetas se atraen unos a otros, y cuyo principio nos es enteramente desconocido. No rechazó el impulso; se limitó a pedir que se utilizara más acertadamente de lo que se había hecho hasta entonces para explicar los movimientos de los planetas: sus deseos no se han cumplido aún, y acaso no se cumplan en mucho tiempo. Después de todo, ¿qué daño hubiera hecho a la filosofía dándonos lugar a pensar que la materia puede tener propiedades que no sospechábamos, y sacándonos de la ridícula confianza en que estamos de conocerlas todas?
En cuanto a la metafísica, parece ser que Newton no la había desdeñado enteramente. Era demasiado gran filósofo para no darse cuenta de que ella es la base de nuestros conocimientos y que sólo en ella hay que buscar nociones claras y exactas de todo; por las obras de este profundo geómetra, parece ser incluso que había llegado a formarse tales nociones sobre los principales objetos de que se había ocupado. No obstante, bien porque él mismo estuviera poco satisfecho de los progresos que, en otros aspectos, había hecho en la metafísica, bien porque creyera difícil dar al género humano luces muy satisfactorias o muy extensas sobre una ciencia demasiado a menudo incierta y contenciosa, bien, en fin, porque temiera que, a la sombra de su autoridad, se abusara de su metafísica como se había abusado de la de Descartes para sostener opiniones peligrosas o erróneas, el caso es que se abstuvo, casi en absoluto, de hablar de ella en los escritos suyos que nos son más conocidos, y lo que él pensaba sobre los diferentes objetos de esta ciencia no podemos apenas averiguarlo más que en las obras de sus discípulos. Asl, como en este punto no ha ocasionado ninguna revolución, nos abstendremos de considerarlo en tal aspecto.
Lo que Newton no se atrevió a hacer, o acaso no pudo hacer, Locke lo emprendió y lo realizó con éxito. Puede decirse que creó la metafísica como Newton había creado la física. Concibió que las abstracciones y las cuestiones ridículas que se habían discutido hasta entonces, y que habían constituido como la sustancia de la filosofía, eran la parte que había de proscribir especialmente. Buscó, y encontró, en esas abstracciones y en los abusos de los signos las causas principales de nuestros errores. Para conocer nuestra alma, sus ideas y sus afectos, no estudió los libros, porque lo hubieran instruido mal: se conformó con internarse profundamente en sí mismo, y, después de haberse contemplado, por decirlo así, mucho tiempo, no hizo otra cosa, en su Tratado del entendimiento humano, que presentar a los hombres el espejo en que él se había mirado. En una palabra, redujo la metafísica a lo que debe ser en realidad: la física experimental del alma, una física muy diferente de la de los cuerpos, no solamente por su objeto, sino por la manera de enfocarlo. En ésta se pueden descubrir, y muchas veces se descubren, fenómenos desconocidos; en la otra, los hechos, tan antiguos como el mundo, existen igualmente en todos los hombres: tanto peor para los que creen verlos nuevos. La metafísica razonable, como la física experimental, sólo puede consistir en reunir con cuidado todos estos hechos, en reducirlos a un cuerpo, en explicar los unos por los otros, distinguiendo los que deben ocupar el primer lugar y servir como de base. En una palabra, los principios de la metafísica, tan sencillos como los axiomas, son los mismos para los filósofos y para el pueblo. Pero lo poco que esta ciencia ha adelantado en tanto tiempo demuestra cuán raro es aplicar acertadamente esos principios, sea por la dificultad que implica semejante trabajo, sea quizá también por la natural impaciencia que impide limitarse a ellos. No obstante es todavía bastante corriente en nuestro siglo, pues gustamos de prodigarlo todo, pero, ¡qué pocas personas existen que sean dignas de este nombre! ¡Cuántas hay que sólo lo merecen por el desdichado talento de oscurecer con mucha sutileza ideas claras y de preferir, en las nociones que se forman, lo extraordinario a lo verdadero, que es siempre sencillo! Después de esto, no es de extrañar que la mayor parte de los llamados metafisicos se tengan en tan poca estimación unos a otros. Yo no dudo que, sin tardar mucho, este título sea una injuria para nuestros buenos ingenios, de la misma manera que el nombre de sofista, que sin embargo significa sabio, envilecido en Grecia por quienes lo llevaban, fue rechazado por los verdaderos filósofos.
Concluyamos, de toda esta historia, que Inglaterra nos debe el nacimiento de esta filosofía que hemos recibido de ella. Tal vez hay más distancia de las formas esenciales a los torbellinos, que de los torbellinos a la gravitación universal, así como hay quizá mayor intervalo entre el álgebra pura y la idea de aplicarla a la geometría que entre el pequeño triángulo de Barrow y el cálculo diferencial.
Tales son los principales genios que el espíritu humano debe considerar como sus maestros, y a quienes Grecia hubiera elevado estatuas, aunque, para hacerles sitio, hubiera tenido que derribar las de algunos conquistadores.
Los límites de este Discurso preliminar nos impiden hablar de varios filósofos ilustres que, sin proponerse campos tan amplios como los que acabamos de mencionar, no han dejado de contribuir mucho con sus trabajos al adelanto de las ciencias y, por decirlo así, han levantado una punta del velo que nos ocultaba la verdad. Entre éstos figuran: Galileo, a cuyos descubrimientos astronómicos tanto debe la geografía, así como la mecánica por su teoría de la aceleración; Harvey, al que hará inmortal el descubrimiento de la circulación de la sangre; Huyghens, al que ya hemos nombrado, y que, por sus obras llenas de fuerza y de talento, tanto bien ha merecido de la geografía y de la física; Pascal, autor de un tratado sobre la cicloide, que debe ser considerado como un prodigio de sagacidad y de penetración, y de un tratado del equilibrio de los líquidos y del peso del aire que nos ha abierto una ciencia nueva: genio universal y sublime cuyos talentos nunca echaría bastante en falta la filosofía si no hubiera servido a la religión; Malebranche, que tan bien ha señalado los errores de los sentidos y que ha conocido los de la imaginación como si la suya no le hubiera engañado muchas veces; Boyle, el padre de la física experimental; otros varios, en fin, entre los cuales deben ocupar lugar distinguido los Vesalio, los Sydenham, los Boerhaave, y numerosos anatómicos y físicos célebres.
Entre estos grandes hombres hay uno cuya filosofía, hoy muy bien acogida y muy combatida en el norte de Europa, nos obliga a no pasarlo por alto: el ilustre Leibniz. Aunque sólo le cupiese la gloria o siquiera la duda de haber compartido con Newton la invención del cálculo diferencial, merecería, por este título, una mención de honor, pero queremos considerarle principalmente por su metafísica. Como Descartes, parece haber reconocido la insuficiencia de todas las soluciones que hasta entonces se habían dado a los problemas más elevados sobre la unión del cuerpo y el alma, la Providencia, la naturaleza de la materia; parece que tuvo incluso hasta la ventaja de exponer con más fuerza que nadie las dificultades que se pueden suscitar sobre estos problemas; pero, menos prudente que Locke y Newton, no se contentó con formular dudas, sino que trató de disiparlas, y, en este sentido, no ha sido más afortunado que Descartes. Su principio de la razón suficiente, muy bello y muy justo en sí, no parece sernos muy útil a seres tan poco esclarecidos como nosotros sobre las razones primeras de todas las cosas; sus mónadas prueban, a lo más, que supo ver mejor que nadie que es imposible formarse una idea clara de la materia, pero no parecen capaces de dárnosla; su armonía preestablecida parece añadir otra dificultad a la opinión de Descartes sobre la unión del cuerpo y el alma; y, en fin, su sistema del optimismo es quizá peligroso por su pretendida ventaja de explicarlo todo. Este gran hombre parece haber aportado a la metafísica más agudeza que claridad; pero, cualquiera que sea la manera de enjuiciar este artículo, no se puede negar la admiración que merece la grandeza de sus opiniones sobre todas las cosas, la extensión prodigiosa de sus conocimientos, y, sobre todo, el espíritu filosófico con que ha sabido esclarecerlos.
Terminaremos con una observación que no parecerá sorprendente a los filósofos. Estos grandes hombres no cambiaron en vida la faz de las ciencias. Ya hemos visto por qué Bacon no fue jefe de su secta; dos razones hay que añadir a las que ya hemos dado. Este gran filósofo escribió varios de sus trabajos en el retiro al que sus enemigos le habían forzado, y el daño que hicieron al hombre de Estado no pudo menos de perjudicar al autor.
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