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CAPÍTULO VIGÉCIMO SÉPTIMO
La contradicción entre la fe y el amor
Los sacramentos hacen ver la contradicción entre el idealismo y el materialismo, y entre el subjetivismo y el objetivismo que constituyen la esencia más intrínseca de la religión. Pero los sacramentos no son nada sin la fe y el amor. Por eso, la contradicción existente en los sacramentos no conduce a la contradicción entre la fe y el amor. La esencia secreta de la religión es la esencia del ser divino con el humano, pero la forma de la religión, o sea la esencia consciente y manifiesta de la misma, es la diferencia entre aquellos dos seres. Dios es el ser humano, pero la conciencia lo representa como otro ser distinto. El amor es aquel factor que manifiesta la esencia oculta de la religión; la fe, en cambio, es aquel factor que constituye su forma consciente. El amor identifica al hombre con Dios y a Dios con el hombre; por eso también identifica al hombre con el hombre. En cambio, la fe separa a Dios del hombre, y por eso también al hombre del hombre; porque Dios no es otra cosa sino el concepto genérico místico de la humanidad, y por eso la separación de Dios de los hombres, significa la separación del hombre de sí mismo, o sea la disolución del vinculo común. Mediante la fe la religión se pone en contradicción con la moral. la inteligencia, el sencillo sentido de verdad del bombre; en cambio, por el amor se opone nuevamente a esta contradicción. La fe aisla a Dios, lo convierte en un ser especial y distinto; el amor generaliza; convierte a Dios en un ser común, cuyo amor es idéntico con el amor al hombre. La fe desune al hombre en su interior consigo mismo, y en consecuencia también en el exterior; pero el amor sana las heridas que produce la fe en el corazón del hombre. La fe convierte a la fe en Dios en una ley: el amor es libertad, ella ni siquiera condena al ateo, porque el amor mismo es ateo, pues niega aunque no sea teóricamente, pero sí prácticamente, la existencia de un Dios especial opuesto al hombre.
La fe distingue entre lo que es verdad y lo que es mentira y reclama para sí solamente la verdad. La fe tiene una verdad determinada y especial que por lo tanto, necesariamente, está unida con la negación en cuanto a su contenido. La fe es en su naturaleza exclusiva. Solamente una es la verdad, solamente uno es Dios, solamente uno al cual pertenece el monopolio de la filiación divina; todo lo demás es una nada, es error, es estupidez. Jehová es el Dios verdadero, todos los demás dioses son dioses inútiles.
La fe tiene algo especial para sí, se apoya en una revelación especial de Dios, no ha llegado a lo que tiene por una vía común, no por el camino que está abierto para todos los hombres sin diferencia alguna. Lo que a todos es accesible es algo común pero que por eso mismo no representa ningún objeto especial de la fe. Que Dios es el Creador pueden conocerlo todos los hombres por la naturaleza; pero lo que es este Dios en persona para sí mismo, es una cuestión especial de la gracia, es un contenido de una fe especial. Por eso mismo, o sea porque ha sido manifestado en manera especial, también el objeto de esta fe es una fe especial. El Dios de los cristianos es también el Dios de los paganos; pero, sin embargo, hay una gran diferencia, la misma diferencia existe entre yo en calidad de persona amiga para el amigo y entre yo en calidad de persona ajena para un extraño que sólo me conoce desde muy lejos. Dios, como objeto de los cristianos, es muy distinto objetivamente para los paganos. Los cristianos conocen a Dios en persona, cara a cara. En cambio, los paganos saben sobmente -y casi es ésto una concesión demasiado grande- lo que es Dios, pero no quién es Dios. Por eso los paganos se dedicaron también a la idolatría. La igualdad de los cristianos y de los paganos ante Dios es, por lo tanto, una igualdad muy vaga; lo que tienen los paganos de común con los cristianos y viceversa -si es que queremos ser tan liberales para establecer algo que tengan en común-, no es lo cristiano propiamente dicho, ni es lo que constituye la fe. En lo que los cristianos son cristianos, en eso no son precisamente diferentes de los paganos (1); pero lo son por su conocimiento especial de Dios; luego, su distintivo característico es Dios. La característica especial es la sal que da recién el gusto para el ser común. Un ser es lo que es, por lo que es especialmente; sólo quien me conoce en forma especial y personal, me conoce verdaderamente. Luego, el Dios especial, el Dios personal, éste es Dios, éste es desconocido tanto para los paganos como para los infieles en general, pero no para los cristianos. Por cierto, está él destinado también a los paganos, pero en forma indirecta, sólo cuando ellos dejan de ser paganos, cuando se convierten en cristianos. La fe limita y embrutece al hombre: le quita la libertad y la capacidad de apreciar debidamente lo que es distinto de él. La fe está limitada a sí misma. El dogmático filosófico y en general científico, se limita debido a la determinación exacta de su sistema. Pero esta limitación teórica tiene, por más ligada e ilimitada que sea, un carácter libre, porque de por sí el terreno de la teoría es libre dado que aquí solamente deciden el objeto, la causa, la inteligencia. Pero la fe hace especialmente de su causa un objeto de la conciencia, del interés, del instinto de felicidad; porque su objeto mismo es un ser especial, personal, que requiere el reconocimiento, y que de este reconocimiento hace depender la beatitud.
La fe da al hombre una sensación especial de honor y de egoísmo. El creyente se encuentra distinguido ante todos los demás hombres y elevado sobre el hombre natural, se conoce como una persona de distinción, en la posesión de derechos especiales; los creyentes son aristócratas, los infieles plebeyos. Dios es esta diferencia personificada, esa preferencia de los infieles ante los infieles (2). Pero como la fe representa el propio ser como otro, el creyente coloca su honor no directamente de sí mismo, sino en esta otra persona. La conciencia de su preferencia es la conciencia de esta persona, el sentimiento de sí mismo lo tiene en esta otra personalidad (3). Así como el sirviente se siente a sí mismo en la dignidad de su amo, y cree ser más que un hombre libre e independiente, siendo de un rango menor que su amo, así también procede el creyente (4). El desmiente todos los méritos propios para dejar exclusivamente a su amo el honor del mérito; pero sólo porque este mérito finalmente le aprovecha a él, porque en el honor de su señor satisface su propia sensación de honor. La fe es altiva. Pero se distingue de la altivez natural por el hecho de que transfiere la sensación de su preferencia, o sea su orgullo, a otra persona que lo ha distinguido a él, a otra persona que es, en realidad, su propio ser oculto, su instinto de felicidad personificada y satisfecha; porque esta personalidad no tiene otras determinaciones que las que aquello que es el benefactor, el redentor, el salvador; luego son determinaciones en que el creyente sólo se refiere a sí mismo, a su propia beatitud eterna. En una palabra, tenemos aquí el principio característico de la religión en el sentido de que ella transforma el activo natural en pasivo. El pagano se eleva, el cristiano se siente elevado. El cristiano transforma en un objeto del sentimento y de la sensibilidad lo que es para el pagano un objeto de la actividad propia. La humildad del creyente, es una altivez invertida -pero altivez que no tiene la apariencia, o sea las características exteriores de la altivez. El cristiano se siente distinguido; pero esta distinción no es el resultado de su actividad, sino un producto de la gracia; él ha sido distinguido; pero él no tiene mérito de ello. En general, no hace de sí mismo un objeto de su propia actividad, sino un objeto de Dios.
La fe es esencialmente una fe determinada. Dios es en esta determinación sólo el Dios verdadero. Este Dios es Cristo, el verdadero y único profeta. el Hijo Unigénito de Dios. Y estas determinaciones las debes creer, a no ser que quieras perder la beatitud. La fe es imperante (5). Es, por lo tanto, necesaria, y constituye la esencia de la fe, que es fijada como dogma. El dogma sólo expresa lo que la fe quería decir en un principio, o, por lo menos, pensaba. El hecho de que, una vez que el dogma fundamental ha sido establecido, surgen de allí cuestiones especiales, que entonces, nuevamente, deben ser decididas en forma dogmática. Que de allí resulta una multitud molesta de dogmas, es por cierto una fatalidad, pero no anula la necesidad de que la fe sea fijada en dogmas, a fin de que cada uno sepa, determinadamente, lo que debe creer y cómo debe adquirirse su beatitud. Lo que hoy día se rechaza hasta desde el punto de vista del cristianismo creyente como una aberración, como un malentendido, lo que se lamenta como una exageración, es nada más que el resultado de la esencia intrínseca de la fe. La fe es, según su naturaleza, limitada y encadenada, porque trátase en la fe tanto de la propia felicidad como del honor de Dios mismo. Pero, así como nos preocupamos de dar el honor debido a una persona de rango superior, así procede también la fe. El apóstol Pablo no piensa en otra cosa sino en la gloria, el honor, el mérito de Cristo. La determinación dogmática, exclusiva y escrupulosa, es una característica de la esencia de la fe. Por cierto la fe es liberal en las comidas y en otras cosas indiferentes para ella, pero de ninguna manera con respecto a los objetos de la fe. Quien no está en favor de Cristo está en contra de Cristo; lo que es no cristiano, es anticristiano. ¿Pero qué es lo cristiano? Esta cuestión debe ser exactamente determinada, no puede ser dejada al arbitrio de cada uno. Si el contenido de la fe se encuentra hasta en libros, que tienen su origen en diferentes autores, si se encuentra este contenido en forma casual, y en expresiones contradictorias, entonces la limitación y determinación dogmáticas son una necesidad exterior. Sólo al dogma eclesiástico debe el cristianismo su conservación.
Sólo es una falta de carácter, es la creyente no creencia de los tiempos modernos, que se esconde detrás de la Biblia, oponiendo las expresiones bíblicas a las determinaciones dogmáticas para librarse, mediante la arbitrariedad que se encuentra en la exégesis de las barreras de la dogmática. Pero la fe ya ha desaparecido, se ha vuelto indiferente, cuando las determinaciones de la fe son sentidas como barreras. Es solamente la indiferencia religiosa bajo la apariencia de la religiosidad, que convierte la Biblia, que según su naturaleza y su origen es indeterminada, en una medida exclusiva de la fe, y que, bajo el pretexto de creer solamente lo esencial, no cree nada, lo que merece el nombre de la fe, por ejemplo, poniendo en lugar del Hijo de Dios determinado de la Iglesia, la determinación vaga de un hombre sin pecado, el cual, como ningún otro, podría atribuirse el nombre del Hijo de Dios, en una palabra, de un hombre al cual uno no se atreve a llamarle hombre ni Dios. En efecto, que esto es solamente el indiferentismo religioso, que se esconde detrás de la Biblia, se ve por el hecho de que se consideran las cosas de la Biblia, que contradicen al actual punto de vista de la ciencia, como no obligatorias, y hasta se las niega por no cristianas y hasta se declaran acciones que son cristianas y que necesariamente constituyen una consecuencia de la fe, como por ejemplo, la separación que debe haber entre los fieles y los infieles.
La Iglesia ha condenado con entera razón a las demás sectas y a los infieles en general (6); porque esta condenación está basada en la esencia de la fe. La fe aparece, por lo pronto sólo como una separación inofensiva entre los fieles y los infieles; pero esta separación es sumamente crítica. Los fieles tienen a Dios en su favor, los infieles lo tienen en su contra y en esto reside el motivo de la exigencia de abandonar el estado de la infidelidad. Lo que tiene a Dios en su contra es una nada, es condenado; porque lo que tiene a Dios en su contra está también a su vez en contra de Dios. La creencia es sinónima de ser humano; la no creencia de ser malo. La fe limita y atribuye todo a la mentalidad. Para la fe los infieles son no creyentes por ser malos (7), son enemigos de Cristo. La fe asimila, por lo tanto, solamente a los creyentes; en cambio, condena a los infieles. Ella es buena para con los fieles, pero mala para con los infieles. En la fe hay un principio malo.
Es solamente el egoísmo, la vanidad de los cristianos, lo que les hace ver la astilla de la fe de los puebos no cristianos, pero no ven las vigas en su propia fe. Sólo la forma de la diferencia religiosa de la fe es, entre los cristianos, otra que entre los demás pueblos. Son solamente diferencias climatéricas o diferencias del temperamento del pueblo las que fundamentan la diversidad. Un pueblo belicoso o en general un pueblo exaltado, demostrará, naturalmente, su diferencia religiosa por acciones bélicas. Pero la naturaleza de la fe como tal es, en todos los pueblos, la misma. En su esencia, la fe condena y rechaza. Toda la bendición, todo lo que es bueno, lo reclama para sí y para su Dios, así como el amante lo hace con la amada; pero toda la maldición, todo lo malo, lo atribuye a la incredulidad. Bendito, agradable a Dios, candidato de la eterna felicidad es el creyente; pero maldito, condenado por Dios, rechazado por los hombres es el infiel; porque lo que Dios rechaza, el hombre no puede aceptar; sería esto una crítica del juicio divino. Los mahometanos matan a los infieles con fuego y espada, los cristianos con las llamas del infierno. Pero las llamas del infierno se manifiestan también ya en este mundo para iluminar la noche del mundo infiel. Así como los fieles ya aquí gozan las alegrías celestiales, así también arden ya aquí las llamas del fuego eterno, por lo menos en momentos de entusiasmo religioso (8). El cristianismo no impone persecuciones de los herejes y menos todavía la conversión por las armas. Pero en cuanto la fe condena, produce necesariamente una mentalidad de la cual han surgido las persecuciones de herejes. Amar a un hombre que no cree en Cristo, sería un pecado contra Cristo, sería amar al enemigo de Cristo (9). Lo que Dios, lo que Cristo no ama, esto no debe amar tampoco el hombre; su amor sería una contradicción con la voluntad divina, luego significaría un pecado. Dios ama por cierto a todos los hombres, pero sólo cuando y porque son cristianos o por lo menos pueden serio y quieren serio. Ser cristiano significa ser amado por Dios; no ser cristiano significa ser odiado por Dios, ser un objeto de la ira divina (10). Luego el cristiano sólo debe amar al cristiano, al otro sólo como a un objeto cristiano; sólo debe amar lo que la fe santifica y bendice. La creencia es el bautismo del amor. El amor al hombre como hombre, sólo es un amor natural. El amor cristiano es un amor sobrenatural y santificado; pero el amor cristiano ama solamente lo que es cristiano. La frase: amad a vuestros enemigos se refiere sólo a los enemigos personales, pero no a los enemigos públicos, los enemigos de Dios, los enemigos de la fe, los infieles. Quien ama al hombre, niega a Cristo; quien no cree en Cristo, niega a su Señor y Dios; la fe anula los vínculos naturales de la humanidad, pues pone en lugar de la unidad general y natural, una unidad particular.
No se objete que la Biblia dice: No juzguéis a fin de que no seáis juzgados. Por lo tanto, no se objete el hecho de que la fe deje a Dios tanto el juicio como la condena. También estos y semejantes pronunciamientos sólo valen para el derecho privado cristiano, pero no en el derecho estadual cristiano; ellos pertenecen solamente a la moral, no a la dogmática. Ya significa una indiferencia religiosa el referir semejantes pronunciamientos al terreno de la dogmática. La diferencia entre el infiel y el hombre es un fruto de la humanidad moderna. Para la fe el hombre sólo se considera según su creencia; la diferencia esencial entre el hombre y el animal consiste para la fe solamente en la creencia religiosa. Sólo ella comprende en sí todas las virtudes que atraen al hombre el beneplácito de Dios; pero Dios es la medida, su complacencia es la forma cómo debe ser el hombre reconocido por Dios. Donde se hace una diferencia entre el hombre y el creyente, ya hay una separación de la fe; allí ya vale el tambre por sí solo independientemente de su creencia. Por eso la fe sólo es una fe verdadera y sincera allí donde triunfa la diferencia religiosa. Si la diferencia religiosa se mitiga, también la misma fe se vuelve indiferente y no tiene carácter. Sólo en casos de por sí indiferentes la fe puede ser liberal. El liberalismo del apóstol Pablo tiene como suposición la aceptación de los artículos fundamentales de fe. Donde interesan en primer término los artículos fundamentales de la fe, se forma la diferencia entre lo esencial y lo no esencial. En el terreno de lo que no es esencial, no hay ninguna ley; allí sois libres. Pero sólo bajo la condición de que concedáis a la fe su derecho, la fe os dará derechos y libertades.
Sería por lo tanto equivocado creer que la fe dejara el juicio a Dios. Sólo le deja el juicio moral con respecto a la fe, sólo el juicio sobre la realidad moral de la misma, o sea sobre la sinceridad o no sinceridad de la fe de los cristianos. La fe sabe cuáles estarán a la izquierda y cuáles a la derecha de Dios. Sólo no lo sabe con respecto a las personas; pero que únicamente los fieles serán los herederos de la felicidad eterna, está fuera de cualquier duda (11). Pero también prescindiendo de eso: el Dios que difiere entre los fieles y los infieles, que condena y que recompensa, no es otra cosa sino la misma fe. Lo que Dios condena, lo condena la fe y viceversa. La fe es un fuego que devora sin contemplaciones de ninguna clase a todo lo que le es contrario. Este fuego de la fe, considerado como un ser objetivado, es la ira de Dios o, lo que es lo mismo, el infierno, porque el infierno tiene lógicamente su razón de ser en la ira de Dios. Pero este infierno lo tiene la fe en sí mismo, en sus sentencias de condena. Las llamas del infierno son solamente las chispas de la mirada iracunda con que mira la fe a los infieles.
Por eso la fe es, en su esencial parcial. Quien no está en favor de Cristo, está en contra de él. La fe sólo conoce enemigos o amigos, no hay ante ella imparcialidad; sólo está imbuída de sí misma. La fe es en su esencia intolerante -digo en su esencia porque con la fe siempre está ligada la manía de que su causa es la causa de Dios, su honor el honor de Dios. El Dios de la fe no es otra cosa sino el ser subjetivado de la fe, la fe que es objeto para sí misma. Por eso se identifica también en el alma religiosa y en la conciencia religiosa la causa de la fe con la causa de Dios. Dios toma parte a su favor; el interés de los fieles es el interés intrínseco de Dios mismo. Quien os toca a vosotros -así dice el libro del profeta Sacharja- toca la pupila del Hijo de Dios (12). Lo que hiere la fe hiere a Dios, lo que niega la fe niega a Dios.
La fe no conoce ninguna otra diferencia que aquella que existe entre el servicio de Dios y la idolatría. Sólo la fe da honor a Dios; la infidelidad le quita a Dios lo que a él le pertenece. La infidelidad es una injuria contra Dios, es un crimen de lesa majestad. Los paganos adoran a los demonios; sus dioses son diablos. Yo digo que lo que sacrifican los paganos, lo sacrifican a los diablos y no a Dios. Yo no quiero que vosotros tengáis relación con el diablo. I. Corintios 10, 20. Pero el diablo es la negación de Dios; el odio a Dios, no quiere que haya Dios. De la misma manera la fe es ciega contra lo bueno y lo verdadero que hay también en la idolatría; y así ella ve en todo lo que no sirve a su Dios, es decir, a sí misma, idolatría y en la idolatría sólo una obra del diablo. Por eso la fe debe ser negativa también en sus sentimientos frente a esta negación de Dios: es, por lo tanto, en su esencia, indiferente contra lo que es contrario, y en general contra lo que no coincide con ella. Su tolerancia sería una intolerancia para con Dios, el cual tiene el derecho de una tiranía absoluta. Nada debe existir de lo que no reconoce a Dios ni a la fe. Que en el nombre de Jesús doblen su rodilla todos los que están en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, y que todas las lenguas confiesen que Jesucristo es el ser en honor de Dios el Padre. (13). Por eso exige también la fe un más allá, un mundo donde ella no tiene oposición alguna o donde esta oposición por lo menos existe para glorificar el egoísmo de la fe triunfante. El infierno dulcifica las alegrías de los feligreses beatos. Vendrán ellos, los elegidos, para contemplar las torturas de los infieles y ver sus dolores, y no serán movidos a compasión, sino que, al contrario, al contemplar los sufrimientos innumerables de los infieles, darán ellos gracias a Dios embargados de alegría sobre su propia salvación (14).
La fe es lo contrario del amor. El amor reconoce hasta en el pecado todavía la virtud, y hasta en el horror la verdad. Sólo desde aquel tiempo en que, en lugar del poder de la fe se ha colocado el poder de la unidad natural y verdadera del género humano, el poder de la inteligencia y de la humanidad, se ve también en el politeísmo una verdad, o por lo menos se trata de explicar con razones naturales y humanas, lo que la fe sólo deriva del diablo. Por eso es también el amor sólo idéntico con la inteligencia, pero no con la fe; porque así como es la inteligencia, así es el amor, de una naturaleza libre y universal, mientras que la fe tiene una naturaleza limitada y cohibida. Sólo donde la inteligencia reúne también un amor general, la inteligencia misma no es otra cosa sino el amor universal. La fe ha inventado al infierno, no el amor ni la inteligencia. Para el amor es el infierno una abominación y para la inteligencia es una estudipez. Sería imposible ver en el infierno sólo una aberración de la fe, una fe equivocada. El infierno se encuentra también ya en la Biblia. La fe, en general, se parece a sí misma en todas partes del mundo, por lo menos la fe positivamente religiosa, la fe en el sentido en que aquí se toma y debe tomarse, a no ser que se quiera convertir los elementos de la inteligencia y de la instrucción con la fe -una mezcla en que por cierto el carácter de la fe ya no puede distinguirse.
Por eso, si la fe no contradice al cristianismo, no le contradicen a éste tampoco su mentalidad, que resulta de la fe, ni tampoco las acciones que resultan de esa mentalidad. Todos los actos, todos los sentimientos que contradicen al amor, a la humanidad, y a la inteligencia, coinciden con la fe. Todos los horrores de la historia de la religión cristiana acerca de los cuales nuestros fieles dicen que no han venido del cristianismo, han surgido, sin embargo, de él, porque provinieron de la fe. La negación de este hecho es hasta una consecuencia necesaria de la fe; porque la fe se atribuye sólo lo que es bueno, pero todo lo que es malo lo atribuye a la inferioridad o a la verdad de la fe verdadera o al hombre en general. Pero precisamente en el hecho de que la fe niega que el cristianismo tenga culpa alguna en lo malo, tenemos la prueba decisiva de que ella es realmente la causante de todo eso, porque tenemos allí el testimonio de su limitación, parcialismo e intolerancia debido a la cual sólo es buena para consigo misma y para sus adeptos; en cambio, es mala e injusta contra todo lo demás y contra todas las demás. Lo bueno que los cristianos han hecho, lo han hecho según la fe, no el hombre, sino el cristiano, o sea la misma fe; pero lo malo que han cometido los cristianos no lo ha hecho el cristiano, sino el hombre. Las acciones malas del cristianismo, corresponden, por lo tanto, a la esencia de la fe, tal cual como ya está pronunciada en el documento más antiguo y más sagrado del cristianismo, en la Biblia. En cuanto alguno os predique un evangelio distinto del que habéis recibido, sea maldito (15) Gálatas 1, 9. No tiréis en el mismo yugo ajeno con los infieles. Porque ¿qué puede tener de común la justicia con la injusticia? ¿Qué tiene de común la luz con la oscuridad? ¿Cómo coincide Cristo con Belial? ¿O cómo puede tener el fiel participación alguna con un infiel? ¿Qué tiene que ver el templo de Dios con el de los dioses? Vosotros, en cambio, sois el templo de Dios vivo así como dice Dios: Yo quiero vivir e imperar entre ellos y quiero ser su Dios y ellos deben ser mi pueblo. Por eso segregaos y separaos de aquellos, dice el Señor, y no toquéis nada de lo que es impuro, entonces os recibiré. 2. Corintios 6. 14-17. Y cuando el señor Jesucristo se revele en el cielo juntamente con sus ángeles poderosos rodeado de llamas de fuego, para entregar a su venganza los que no reconocen a Dios y para que aquellos que no obedecieron al evangelio de nuestro Señor Jesucristo sufran penas y maldición eterna lejos de la faz del Señor y de su poder glorioso, cuando venga para que sea glorificado en medio de sus santos, admirado de todos los fieles 2. Tes. 1. 7-10. De tal modo Dios ha amado al mundo, que entregó a su propio Hijo Unigénito, a fin de que todos los que creen en él no se pierdan, sino que tengan la verdad eterna. Juan 3, 16. Cada espíritu que no confiesa que Cristo ha venido en carne no es de Dios; es el espíritu del anticristo. 1. Juan, 4. 2, 3. ¿Quién es mentiroso a no ser aquel que niega que Jesús era el Cristo? Este es el anticristo que niega al Padre y al Hijo. 1, Juan 2. 22. Quien trasgrede una ley y no queda en la doctrina de Cristo no tiene Dios; quien queda en la doctrina de Cristo, tiene a ambos, al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros y no os predica su doctrina, no lo recibáis en vuestra casa ni le saludéis. Porque quien le saluda, participa en sus malas obras. 2. Juan. 9-11. Así habla el Apóstol del amor. Pero el amor que él celebra es sólo el amor fraternal cristiano. Dios es el salvador de todos los hombres, pero especialmente de los fieles. 1 Tim. 4. 10. Este especialmente es muy significativo. Hagamos bien a todo el mundo, pero más que a nadie a los correligionarios. Galatos 6. 10. Este más que nadie, es también significativo. Evita a un hombre hereje cuando ha sido amonestado una y otra vez y sepa que es malo y pecaminoso y se ha condenado a sí mismo (16) Tito 3, 10, 11. Himeneo y Fileto han echado a perder la fe de varios; por eso los he entregado al diablo, a fin de que sean castigados y que no blasfemen más I Tim 1 20; 2. Tim. 2.17.18. Todas estas son citas que invocan los católicos hoy todavía para demostrar que la intolerancia de la Iglesia para con los herejes es apostólica. Si alguien no quiere a Nuestro Señor Jesucristo, sea anatema. 1. Coro 16. 22. Quien cree en el Hijo, tiene la vida eterna. Quien no cree en el Hijo, no verá la vida eterna, sino que la ira de Dios caerá sobre él (17) Juan 3. 36. Y quien escandaliza a uno de los pequeñuelos que creen en mí, será mejor para él que le fuera colgada una piedra molar en su cuello y que fuera tirado al mar. Marcos. 42; Mateo 18.6. Quien cree y se hace bautizar, será beato; pero quien no cree será condenado Marcos. 16. 16. La diferencia entre la fe tal como se expresa, ya en la Biblia, y la fe como se presenta en tiempos posteriores, es sólo equivalente a la diferencia entre la semilla y la planta. En la semilla no se ve tan claramente todo lo que en la planta madura salta a la vista; y sin embargo la planta ya se encuentra en el germen o en la semilla. Pero lo que salta a la vista, esto, naturalmente, los sofistas no quieren reconocerlo; sólo se aferran a la diferencia entre la existencia desarrollada y no desarrollada; la unidad entre ambas no la reconocen.
La fe pasa a ser necesariamente odio, y el odio se convierte en persecución, donde la influencia de la fe no encuentra resistencia y no fracasa frente a un poder ajeno a la fe, como ser al poder del amor, de la humanidad, de la justicia. La fe se eleva necesariamente por encima de las leyes morales naturales. La doctrina de la fe es la doctrina de los deberes contra Dios -el deber supremo es la fe. Cuanto más alto esté Dios por encima del hombre, tanto más altos están también los deberes para con Dios. Y necesariamente los deberes contra Dios, entran en colisión con los deberes humanos. Dios no solamente es creído y representado como el ser común, el padre de los hombres, el amor -semejante fe es la fe del amor-; también representado como un ser personal, como ser en sí. Por eso, como Dios en calidad de un ser en sí se separa de la esencia del hombre, así se separan también los deberes para con Dios de los deberes para con los hombres -separándose en los sentimientos en igual forma la fe de la moral y del amor (18). Que nadie diga que la fe en Dios sea la fe en el amor, en el bien, y que, por lo tanto, la fe sea una expresión de sentimientos buenos. En el concepto de la personalidad desaparecen las determinaciones morales; se convierten en cosa secundaria, en meros accidentes. La cosa principal es el sujeto, el divino yo. El amor a Dios mismo es santo, un amor hacia un ser personal, no moral, sino amor paternal. Innumerables canciones piadosas sólo están llenas del amor hacia el Señor; pero en este amor no se ve ni una chispa de un sentimiento o idea moral elevada.
La fe es para sí misma lo más sublime, porque su objeto es una personalidad divína. Por eso hace depender la eterna felicidad de sí misma, no del cumplimiento de deberes generales y humanos. Pero lo que tiene por consecuencia la eterna felicidad, esto se convierte, en el sentido del hombre, necesariamente en una cosa principal. Por eso, así como intrínsecamente la moral está subordinada a la fe, así puede y debe allí subordinarse y hasta sacrificarse a esta fe exteriormente y prácticamente. Es necesario que haya acciones en que la fe se presente diferente y hasta en forma contradictoria con respecto a la moral -acciones que moralmente son malas, pero según la fe loables, porque sólo tienen por fin el interés verdadero de la fe. Toda la salvación está en la fe; por eso todo depende de la salvación por la fe. Si la fe está en peligro, está en peligro también la eterna felicidad y el honor de Dios. Por eso la fe tiene una posición privilegiada cuando tiene por objeto el fomento de sí misma; porque es ella, en el sentido riguroso de la palabra, el único bien para el hombre, así como Dios mismo es el único ser bueno; por eso el primero y más alto mandamiento es la fe (19).
Precisamente porque no hay ninguna relación natural e intrínseca entre la fe y los sentimientos morales, más bíen la esencia de la fe requiere que ella sea indiferente para con los deberes morales (20), que sacrifica el amor hacia los hombres al honor de Dios, precisamente por eso se exige que la fe tenga por consecuencia buenas obras y que se manifieste por las obras del amor. La fe indiferente hacia el amor, o sea la fe sin amor, contradice a la inteligencia, al sentimiento de la justicia en el hombre, al sentimiento moral al cual el amor se impone directamente como una ley y como una verdad. Por eso la fe se limita de por sí, y en contradicción con su esencia, a la moral: una fe que no se manifieste por el amor, no es una fe verdadera. Pero esta limitación no proviene de la misma fe. Es el poder y el amor independientes de la fe los que les imponen estas leyes; porque la cualidad moral se convierte en un signo característico de la fe verdadera. La verdad de la fe se hace depender de la verdad moral -una relación que en el fondo contradice a la fe.
En efecto, la fe beatifica al hombre; pero es cierto también que no le proporciona ningunos sentimientos verdaderamente morales. Si corrige al hombre, si tiene por consecuencia sentimientos morales, entonces proviene esto de una convicción intrínseca independiente de la fe religiosa, de la convicción de la verdad absoluta de la moral. Sólo es la moral que le dice a los creyentes: Tu fe es una nada si no te hace bueno; pero no lo dice la fe. Por cierto, la certeza de la eterna felicidad, el perdón de los pecados, la redención de todos los castigos, pueden ser un estímulo para el hombre de proceder bien. El hombre que cree esto, tiene todo, es beato (21); se hace indiferente para con los dones de este mundo; ninguna envidia, ninguna ambición, ningún sensualismo pueden ligarlo; todo lo que es terrenal desaparece ante el aspecto de la divina gracia y de la eterna beatitud. Pero las obras buenas no provienen de los sentimientos de la misma virtud. Ni el amor mismo ni el objeto del amor o sea el hombre, que es la base de toda moral, es el incentivo de sus buenas acciones. No, él no hace el bien por el bien, ni por el hombre, sino por Dios, por gratitud hacia Dios, que ha hecho todo por él, y por el cual, a su vez, él debe hacer todo lo que está en su poder. El suprime el pecado, porque ofende a Dios, a su Salvador, a su Señor y benefactor (22). El concepto de la virtud es aquí el concepto del sacrificio recompensador. Dios se ha sacrificado por el hombre; pero éste a su vez se sacrifica por Dios. Cuanto más alto el sacrificio, tanto mejor la acción. Cuanto más alto contradice al hombre, a la naturaleza, cuanto más alta la abnegación, tanto más grande la virtud. Y este concepto puramente negativo del bien, lo ha realizado y perfeccionado especialmente el catolicismo. Su concepto moral más sublime es el del sacrificio -de ahí el alto significado de la negación del amor sexual, de la virginidad. El castigo, o más bien la virginidad, es la virtud característica de la fe católica -es la virtud más trascendental y fantástica, la virtud de una fe sobrenatural-; es para la fe la virtud más alta pero en sí no es ninguna virtud. Por eso la fe convierte en una verdad lo que según su contenido no es ninguna; quiere decir, que no tiene sentido de la virtud, necesariamente tiene que degradar la virtud verdadera porque eleva una virtud puramente aparente, porque no es guiada por ningún otro concepto que por el de la negación, de la contradicción con la naturaleza del hombre.
Pero aunque las acciones contradictorias al amor cometidas durante la historia de la religión cristiana estén conformes con el cristianismo, y que por eso los adversarios del cristianismo tengan razón al inculparle las crueldades dogmáticas de los cristianos, ellos sin embargo se equivocan con respecto al cristianismo, porque el cristianismo no es solamente una religión de la fe, sino también del amor, no sólo obliga a creer sino también a amar. Los actos de la barbarie y del odio con respecto a los herejes, corresponden y contradicen al mismo tiempo al cristianismo. ¿Cómo es posible esto? Por cierto lo es porque el cristianismo sancionó a la vez los actos provenientes del amor y los actos provenientes de la fe sin amor. Si el cristianismo hubiera tenido como ley solamente la fe, sus adeptos tendrían razón, y no sólo podrían inculpar las crueldades de la historia de la religión cristiana, entonces los reproches de los infieles serían justificados sin restricción alguna. El cristianismo no ha dado curso libre al amor, no se ha elevado al punto de vista de que el amor sería la ley absoluta. No ha tenido esta libertad ni ha podido tenerla porque es una religión -y por eso el amor está sometido a la dominación de la fe. El amor es sólo una doctrina esotérica, la fe en cambio una doctrina esotérica del cristianismo- el amor es sólo la moral. pero la fe es la religión de la religión cristiana.
Dios es el amor. Este lema es el lema supremo del cristianismo. Pero la contradicción de la fe y del amor ya está contenida en esta frase. El amor sólo es un predicado. Dios el sujeto. ¿Pero qué es este sujeto en su oposición al amor? Yo debo preguntar y diferenciar de esta manera necesariamente. La necesidad de esta distinción sería destruída si se dijera a la inversa: El amor es Dios; el amor es el absoluto. En la frase, Dios es el amor, es el sujeto, la oscuridad detrás de la cual se esconde la fe; el predicado es la luz que ilumina el sujeto que de por sí es oscuro. El amor solo no llena mi espíritu: yo dejo un lugar abierto para mis faltas. En el predicado yo hago funcionar el amor, en el sujeto la fe contra el amor, al representarme a Dios como sujeto, en oposición al predicado. Es por eso necesario que yo pronto pierda la idea del amor, pronto la idea del sujeto, pronto sacrifique a la deidad de Dios la personalidad del amor, pronto sacrifique a la personalidad de Dios el amor. La historia del cristianismo ha confirmado bastante esta contradicción. Especialmente el cristianismo ha celebrado el amor como deidad esencial tan entusiastamente, que en este amor desapareció por completo la personalidad de Dios. Pero al mismo tiempo sacrificó en la misma alma a la majestad de la fe el amor. La fe insiste en la independencia de Dios; el amor la elimina. Dios es amor, significa que Dios es nada en sí; quien ama renuncia a su independencia egoística; él convierte lo que ama en lo esencial de su existencia. Pero al mismo tiempo, mientras que me hundo en la profundidad del amor, surge la idea del sujeto y destruye la armonía entre el ser divino y humano, la que ha sido profunda por el amor. La fe se presenta con sus pretensiones y concede al amor sólo tanto como le corresponde a un predicado cualquiera, en el sentido común y general. La fe no deja que el amor obre libre e independientemente; se convierte en la esencia, en el fundamento. El amor de la fe es solamente una figura retórica, una ficción poética de la fe -es la fe en éxtasis. Cuando la fe vuelve en sí, ha desaparecido el amor.
Forzosamente debo yo practicar esta contradicción teórica también en mi vida. Forzosamente; porque el amor en el cristianismo es manchado por la fe, no es libre, no es comprendido en el sentido verdadero de la palabra. Un amor limitado por la fe es un amor falso (23). El amor no conoce otra ley sino la de sí mismo; es divino por sí mismo; no necesita de la consagración por parte de la fe; sólo puede ser fundamentado por sí mismo. El amor que está ligado a la fe, es, en cambio, un amor falso, un amor que contradice al concepto del amor, es decir que se contradice a sí mismo, es un amor aparente, porque esconde en sí el odio de la fe; sólo es bueno mientras no se lesiona la fe. Por eso, en esta contradicción consigo mismo, se le ocurren, para retener la apariencia del amor, los sofismas más diabólicos, tales como Agustín los reproduce en su apología de las persecuciones de los herejes. El amor es limitado por la fe; por eso él no encuentra que los actos del odio que permite la fe sean una contradicción consigo misma; éste amor interpreta los actos de odio, efectuados por la fe, como actos de amor. Y necesariamente encara en semejantes contradicciones, porque ya de por sí es una contradicción, que el amor puede ser limitado por la fe. Cuando el amor soporta semejante barrera, ha renunciado a su independencia, a su propio juicio, a su propio criterio y medida; está sin remedio entregado a los mandamientos de la fe.
Aquí tenemos un nuevo ejemplo de que muchas cosas que no están escritas literalmente en la Biblia, sin embargo están contenidas en ella según el principio. Encontramos en la Biblia las mismas contradicciones que encontramos en Agustín y en el catolicismo en general; sólo que aquí se encuentran pronunciadas en forma más determinante, y que tienen una existencia más llamativa y que por eso mismo indigna. La Biblia condena por la fe, e indulta por el amor. Pero sólo conoce un amor fundado en la fe. Luego, existe aquí también un amor que maldice, un amor inseguro, un amor que no me da ninguna garantía de que no se convierta un día en odio: pues si no reconozco los artículos de la fe, estoy fuera del alcance y del reino del amor, soy un objeto de la maldición, del ifierno, de la ira de Dios, para el cual la existencia de los infieles es un escándalo, una espina en el ojo. El amor cristiano no ha vencido al infierno porque no ha superado la fe. El amor es de por sí ateo: pero la fe es sin amor. El amor es ateo porque no conoce cosa más divina que sí mismo, porque sólo cree en sí mismo como verdad absoluta.
El amor cristiano es por eso un amor especial porque se llama cristiano y porque lo es. Pero la universalidad está en la esencia del amor. Mientras que el amor cristiano no renuncia a la cristiandad, mientras que no convierte al amor en la ley suprema, mientras tanto es un amor que ofende a la veracidad -porque es precisamente amor lo que suprime la diferencia entre el cristianismo y el llamado paganismo- es un amor que, debido a su carácter especial, contradice a la esencia del amor, es un amor anormal, sin amor, que por eso mismo ya hace mucho que se ha convertido en un objeto de la ironía. El amor verdadero se basta a sí mismo: no necesita de ninguna tutela especial ni de ninguna autoridad. El amor es la ley universal de la inteligencia y de la naturaleza, que no es otra cosa sino la realización de la unidad de la especie por vía de los sentimientos. Si este amor debe ser fundado en el nombre de una persona, entonces esto solamente es posible si se ligan con esta persona imaginaciones irreligiosas, ya sean de carácter especulativo, ya sean de carácter religioso. Pero con la irreligiosidad se une siempre el sectarismo, el particularismo y con el partkularismo el fanatismo. El amor sólo puede fundarse en la unidad de la especie, de la inteligencia, en la naturaleza de la humanidad: pero sólo entonces es un amor profundo, protegido en el principio, asegurado y libre, porque se funda en el origen del amor del cual proviene también el amor de Cristo. El amor de Cristo también era un amor derivado. No nos ha amado por sí mismo, a raíz de su propio poder, sino en fuerza de la naturaleza de la humanidad. Si el amor se funda en una persona, entonces este amor es un amor especial que sólo alcanza hasta donde alcanza también el reconocimiento de esta persona: es un amor que no se funda en su propio terreno y sólo en el amor. ¿Acaso debemos amarnos porque Cristo nos ha amado? Semejante amor sería un amor afectado e imitado. ¿Acaso podemos amarnos sólo cuando amamos a Cristo? ¿Es acaso Cristo la causa principal del amor? ¿No es el motivo de su amor la unidad de la naturaleza humana? ¿No es semejante amor un amor quimérico? ¿Puedo yo sobrepasar la esencia de la especie? ¿Puedo yo amar algo más sublime que la humanidad? Lo que Cristo ennobleció era el amor; lo que él era lo ha recibido del amor sólo en calidad de préstamo; no era propietario del amor como lo hacen creer las imaginaciones irreligiosas. El concepto del amor es un concepto independiente que no se deduce recién de la vida de Cristo; al contrario, yo reconozco esta vida solamente porque encuentro que coincide con la ley, con el concepto del amor.
Históricamente se ha demostrado esto por el hecho de que la idea del amor no sólo vino con el cristianismo, penetrando mediante él en la conciencia de la humanidad, que no es de ninguna manera sólo cristiana. Las ideas del amor acompañan las crueldades del Imperio romano. El imperio de la política, que reunía a la humanidad en una forma contradictoria a su concepto, debía descomponerse. La unidad política es una unidad forzosa. El despotismo de Roma debía dirigirse hacia su interior, debía destruirse a sí mismo. Pero precisamente debido a esta miseria de la política el hombre se libró enteramente del lazo de la política que ahogaba su corazón. En lugar de Roma se colocó el concepto de la humanidad y con ello, en lugar del concepto de la dominación, el concepto del amor. Hasta los judíos habían mitigado su espíritu sectario y religioso lleno de odio debido al principio humanitario de la cultura griega. Filo celebra el amor como virtud suprema. El concepto de la humanidad exigía que las diferencias nacionales fueran disueltas. El espíritu pensador ya había vencido hacía mucho las separaciones civiles y políticas de los hombres. Por cierto, Aristóteles distingue al hombre del esclavo y coloca al esclavo como hombre en pie de igualdad con el amo, admitiendo hasta amistad entre ambos. Hubo esclavos que hasta llegaron a ser filósofos. Epiteto, el esclavo, era estoico; también lo era Marco Aurelio, el emperador. De esta manera la filosofía ha unido a los hombres. Los estoicos (24), enseñaban que el hombre no había nacido por sí mismo, sino por los demás, es decir, por el amor -una palabra que dice infinitamente mucho más que la famosa palabra del emperador Marco Aurelio, que impone el amor del enemigo. El principio práctico de los estoicos es, a este respecto, el principio del amor. El mundo es para ellos una ciudad común, los hombres son ciudadanos de esta ciudad. Especialmente Séneca celebra, con las expresiones más sublimes, al amor, la clemencia, la humanidad, sobre todo para con los esclavos. De este modo el rigorismo político, y la estrechez patriótica habían desaparecido. Un fenómeno especial de estas tendencias humanitarias, la más popular y por eso religiosa aparición de este nuevo principio, era el cristianismo. Lo que en otra parte se formó por el camino de la ilustración, esto mismo se pronunció aquí como sentimiento religioso, como objeto de la fe. Por eso el cristianismo convirtió una unidad general en una especial poniendo, empero, el amor hacia la causa de la fe, en contradicción con el amor general. La unidad no fue llevada hasta su origen. Las diferencias nacionales desaparecieron, pero en su lugar se coloca ahora la diferencia de la fe. la oposición entre cristiano y no cristiano, que era mucho más intensa y más profunda también que la oposición nacional.
Cualquier amor fundado en un fenómeno especial contradice, como ya se ha dicho, a la esencia del amor, que no permite barreras y vence todo particularismo. Debemos amar al hombre por el hombre. El hombre es por eso objeto del amor, porque es un ser capaz de la inteligencia y del amor. Es ésta la ley de la especie, la ley de la inteligencia. El amor debe ser un amor inmediato; hasta existe sólo como amor inmediato. En cambio si intercalo entre el otro y yo, la imaginación de una individualidad en que la especie ya ha tenido su realización, cuando yo precisamente por el amor debo realizar la especie, entonces anulo la esencia del amor, estorbo la unidad por la imaginación de un tercero fuera de nosotros; porque entonces el otro sólo me es objeto del amor porque tiene semejanza o comunidad con este tercero, y no me lo es por sí mismo, o sea por su esencia. Se presentan aquí todas las contradicciones que tenemos en la personalidad de Dios, donde el concepto de la personalidad se afirma en la conciencia y en los sentimientos por sí mismo, sin las cualidades que la hacen una personalidad amable y venerable. El amor es la esencia subjetiva de la especie así como la inteligencia es su existencia objetiva. En el amor, en la inteligencia, desaparece la necesidad de una persona intermediaria. Cristo no es otra cosa sino una imagen bajo la cual se impuso a la conciencia del pueblo la unidad de la especie. Cristo amó a los hombres: él quería hacer felices a todos sin diferencia de sexo, edad, estado, nacionalidad. Cristo es el amor de la humanidad hacia sí misma como hacia un cuadro -según la naturaleza desarrollada de la religión- o como hacia una persona, pero una persona que como objeto de la religión sólo tiene el significado de un cuadro, sólo es una persona ideal. Por eso se expresa el amor como característico de sus discípulos. Pero este amor, como ya se ha dicho, no es otra cosa sino la realización de la unidad de la especie por los sentimientos. La especie no es una mera idea: ella existe en los sentimientos, en la energía del amor. Es la especie la que produce en mí el amor. Un corazón admirable es el corazón de la especie. Luego es Cristo, como conciencia del amor, la conciencia de la especie. Todos debemos ser uno en Cristo. Cristo es la conciencia de nuestra unidad. Luego, quien ama al hombre por el hombre mismo, quien se eleva al amor de la especie, al amor universal que corresponde a la esencia de la especie (25), es cristiano, es el mismo Cristo. Hace lo que Cristo hizo y lo que Cristo hizo de sí mismo. Luego, donde la conciencia de la especie se forma como especie, allí desaparece Cristo, sin que su esencia verdadera perezca; porque era el representante, la imagen de la conciencia de la especie.
Notas
(1) Si yo quiero ser cristiano, debo creer y hacer lo que otra gente no cree ni hace, Lutero. (T. XVI, pág. 569).
(2) Celso hace el reproche a los cristianos de que ellos se vanagloriaban de ser los primeros después de Dios. (Orígenes: Adv. Cels. ed. Hoeschelius. Aug. Vind. 1605, pág. 182).
(3) Soy orgulloso y vanidoso debido a mi eterna felicidad y perdón de los pecados pero, ¿por qué razón? Por el honor y la vanagloria ajenas, es decir, del Señor Cristo, Lutero. (T. 11, pág. 344). Quien se vanaglorie del Señor. (I. Kor. I, 31).
(4) Un ex ayudante del general ruso Munich dijo: Cuando yo era su ayudante, me sentía más grande que ahora, que soy el que manda.
(5) Los hombres, por ley divina, están obligados a buscar la fe verdadera. Ante todos los demás mandamientos de la ley, Dios ha colocado la fe verdadera diciendo: Oye Israel, el Señor nuestro Dios, es un único Señor. Con ello se excluye el error de aquellos que sostienen que es indiferente para la salvación del hombre el hecho de saber con qué fe él sirve a Dios.
(6) Para los creyentes que tienen todavía fervor y carácter, el hereje es igual al infiel, al ateo.
(7) Ya en el Nuevo Testamento está ligado con el concepto de la infidelidad el de la desobediencia. La malicia principal es la infidelidad, Lutero. (T. XIII, pág. 647).
(8) Hasta Dios mismo no ahorra el castigo de los que blasfeman, de los infieles y de los herejes, no castigándolos más tarde, sino que a menudo, hasta los castiga en esta vida, en bien de la cristiandad y para fortificar la fe. Así por Ejemplo el hereje Cerinthum, el hereje Arium. (Ver Lutero. T. XIV, pág. 13).
(9) Quien tiene el espíritu de Dios, que se acuerde de la frase (Psalm. 139, 21): Pues odio, Señor, a los que te odian a ti, Bernardo. (Epist. 193 ad magist. Ivonem Card.).
(10) Quien niega a Cristo, es negado por Cristo, Cipriano. (Epist. 193 ad magist. Ivonem Card.).
(11) Il y a, dice Jurieux (T. 4. Papisme c. II), un príncipe dangereux que les Esprits forts de ce Siecle essayent d'etablir, c'est que les Erreurs de creance de quelque nature qu'elles soyent ne damnent pas; porque es imposible que uno que cree que haya una sola fe verdadera (Ephes. 4, 5) y que sabe cuál es esa fe verdadera, no sepa cuál sería la fe no verdadera y cuáles sean los herejes y cuáles no. (La imagen de Cristo, Tomás Beutzen Pastom, 1692, pág. 57). Nosotros juzgamos y condenamos -dice Lutero en su discurso de mesa con respecto a los que querían volver a bautizar a las personas- con el evangelio, que dice: ¡Quien no cree está condenado. Por eso nosotros debemos estar seguros de que ellos se equivocan y que son condenados!
(12) El ha citado la parte más tierna del cuerpo humano para que nosotros veamos que Dios, del mismo modo, es ofendido por la menor ofensa de sus santos, como el hombre por la menor lesión de sus pupilas, (L. VIII. De gubern Dei). Tan cuidadosamente vigila Dios los caminos de los santos, que ni siquiera tropiezan con una piedra, Calvin. (Inst. Rel. chr. Lib. 1, c. 17, sect. 6).
(13) Philipper 2, 10, 11. Cuando se oye el nombre de Jesucristo, deben asustarse todos aquellos que en el cielo y en la tierra son infieles y ateos, Lutero. (T. XVI, pág. 322). El cristiano se vanagloria de la muerte de los paganos porque así glorifica a Cristo, Divus Bernardo. (Sermo exhorto ad. Milites Templi.).
(14) Petrus Lomb. lib. IV, disto 50, C. 4. Esta frase no es de ninguna manera una manifestación del mismo Pedro Lombarda. Pues este hombre es demasiado modesto, tímido y dependiente de las autoridades del cristianismo como para hacer una aseveración de esta clase. No, esta frase es un dicho general, una expresión característica del amor cristiano y creyente. La doctrina de algunos padres eclesiásticos, como por ejemplo de Orígenes, de Gregario de Niza, de que los castigos de los condenados terminarían, no radica en la doctrina cristiana eclesiástica, sino en el platonismo. Por eso la doctrina de la terminación de los castigos del infierno ha sido rechazada no solamente por la Iglesia Católica, sino también por la protestante (Augsh. Konfess. Art. 17). Un ejemplo precioso de la estupidez exclusiva y llena de odio contra la humanidad que demuestra el amor cristiano es también la cita de Buddeus que se encuentra en Strauss (Christi Glaubenst., II. Bd., pág. 547) y según la cual no los niños de todos los hombres sino exclusivamente los niños de los cristianos participan de la gracia divina y de la beatitud si mueren sin ser bautizados.
(15) Fugite, abhorrete hunc doctorem. (Huid y abominad de semejante maestro). Pero, ¿por qué debo huirle? Porque la ira de Dios es decir la maldición de Dios, se descarga sobre su cabeza.
(16) Necesariamente resulta de ello también un espíritu como lo expresa, por ejemplo, Cipriano. Si los herejes en todos lados son llamados enemigos y anticristos, si son designados como gente que hay que evitar, gente perversa y condenada por sí misma, ¿por qué no debieran, aquellos que según el testimonio del apóstol son condenados por sí mismos, no ser condenados por nosotros? Epist. 74. (Edit. cit.).
(17) El lugar de Lucas (9, 56) cuyo sinónimo se encuentra en Juan, (3, 17) recibe, por lo tanto, su complemento y rectificación en la frase 18, que sigue en seguida: Quien cree en él, no será juzgado; pero quien no cree ya lo está.
(18) La fe no es por cierto sin buenas obras. Hasta es imposible, según la expresión de Lutero, hacer una diferencia entre las buenas obras y la fe, así como es imposible separar la iluminación del fuego. Pero sin embargo -y hasta es la cosa principal- pertenecen las buenas obras no al artículo de la justificación ante Dios, es decir, uno es justificado ante Dios y beato sin las obras, solamente por la fe. Luego, la fe es expresamente separada de las obras buenas: sólo la fe vale ante Dios, no la obra buena; sólo la fe causa la beatitud, no la virtud; sólo la fe tiene, por lo tanto, un significado substancial; la virtud, en cambio, solo un significado accidental, es decir, sólo la fe tiene significado religioso y autoridad religiosa, no la moral. Como se sabe, sostienen algunos que las obras, no sólo no eran necesarias, sino hasta perjudiciales para la eterna felicidad. Es esto muy exacto.
(19) Ver con respecto a esto, por ejemplo J. H. Boehmer, Jus Eccles. Lib. V, Tít. VII, párrafo 32, 34.
(20) Placetta de Fide dice: No hay que buscar la verdadera causa para la inseparabilidad de la fe y de la piedad en la naturaleza de la cosa misma. Hay que buscarla, si no me equivoco, únicamente en la voluntad de Dios. El tiene razón y piensa como nosotros si a aquella unidad (es decir, de la santidad o del ánimo piadoso y virtuoso con la fe) la hace depender de la disposición de la voluntad de Dios. Tampoco esta idea es nueva, sino que coincide más con nuestros teólogos antiguos, J. A. Ernesti. (Vindiciae arbitrii div. Opuse. Theol. p. 297). Si alguien sostiene que aquel que no sea cristiano y que tenga la fe sin el amor, sea condenado, Concil. Trid. (Sess. VI. De justif. can. 28).
(21) Ver con respecto a esto, Lutero, T. XIV, pág. 286.
(22) Por eso las buenas obras deben seguir a la fe como acciones de gracias hacia Dios. (Apologia de la confesión de Augsburgo, articulo 3). ¿Cómo puedo yo entonces recompensar tus actos de amor? Sí, hay algo que te es agradable cuando yo domino y apago los instintos de la carne a fin de que no puedan acumular nuevos pecados sobre mi corazón. Cuando los pecados me invitan, entonces sé qué hacer, una mirada hacia la cruz de Jesús, extingue todos los encantos del pecado. Libro de canciones de las Hermandades Evangélicas.
(23) La única limitación que no contradice a la esencia de amor es la autolimitación del amor por la razón, por la inteligencia. El amor que repudia la ley y la severidad de la inteligencia, es, teóricamente, un amor falso y prácticamente pernicioso.
(24) Así también los peripatéticos; pero ellos fundaron el amor, también el amor hacia todos los hombres, no en un principio especial y religioso, sino en un principio natural, es decir, general y razonable. (Sobre el estoicismo ver Epiktet, Mark Aurel y Séneca en Kroners Taschenausgabe. H. S.).
(25) El amor activo es y debe naturalmente ser siempre un amor espacial, limitado, es decir, dirigido hacia el prójimo. Y sin embargo es, según su naturaleza, un amor universal; pues ama al hombre por el hombre, o sea al hombre en nombre de la especie. En cambio, el amor cristiano es, como cristiano, según su naturaleza exclusiva.
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