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De la garantía del mínimum.
El primero de los derechos es el de nutrirse; el de comer cuando se tiene hambre. Este derecho, negado en la civilización por los filósofos, fue consagrado por Jesucristo en estas palabras:
¿No habéis vosotros nunca leido lo que hizo David en la necesidad en que se vió cuando estuvo acosado del hambre, asi él como los que le acompañaban?
¿Cómo entró en la Casa de Dios en tiempo de Abiathar, principe de los sacerdotes, y comió los panes de la proposición, de que no era licito comer sino a los sacerdotes, y dió de ellos a los que le acompañaban? (San Marcos II, 25, 26).
Jesús, con esas palabras, consagra el derecho de coger, cuando se tiene hambre, lo necesario allá donde se encuentra. Y este derecho impone al cuerpo social el deber de asegurar al pueblo un minimun de mantenimiento.
Puesto que la civilización le despoja del primer derecho natural, el de la caza, pesca, cosecha y pasto, le debe una indemnización. Mientras ese deber no sea reconocido no existe pacto social recíproco; no habrá más que una liga de opresión, liga de la minoría que posee, contra la mayoría, falta de lo necesario, y que por esta razón tiende a reasumir el quinto derecho, formando clubs o ligas inferiores para desposeer a los monopolizadores.
Dios ha condenado al hombre a ganar su pan con el sudor de la frente; pero no nos condenó a ser privados del trabajo de que depende nuestra subsistencia. Podemos, pues, invocando los derechos del hombre, invitar a la Filosofía y a la Civilización a no privamos del recurso que Dios nos dejó a mal ir como castigo, y a que nos garanticen por lo menos el género de trabajo que más nos agrade como derecho.
El trabajo es un derecho acumulativo, resultante de los cuatro derechos cardinales: caza, pesca, cultivo y pasto, que tienden a garantizamos esa industria activa que nos rehusa la civilización, o que sólo nos concede en condiciones irrisorias, como la del trabajo tributario, cuyo producto es para el amo y no para el obrero.
No tendremos la equivalencia de esos cuatro derechos cardinales, sino en un orden social en el cual el pobre pueda decir a sus compatriotas, a su Falange natal: He nacido en esta tierra; reclamo mi admisión en todos los trabajos y la garantía de gozar del fruto de mi labor; exijo el adelanto de los instrumentos necesarios para ejercer mi trabajo y la subsistencia en compensación del derecho al robo que me ha otorgado la naturaleza. Todo armónico tendrá, por arruinado que esté, el derecho de usar este lenguaje en su país natal, y su demanda será plenamente acogida.
Sólo a este precio la humanidad gozará verdaderamente de sus derechos; pero en el estado actual ¿no es un insulto al pobre asegurarle derechos a la soberanía, cuando sólo pide el derecho de trabajar para recreo y placer de los ociosos?
Hemos pasado, pues, siglos discurriendo sobre los derechos del hombre, sin pensar en reconocerle el más esencial: el del trabajo, sin el cual no son cosa alguna los otros.
Si la clase obrera, si los pobres no son felices en el socialismo, lo turbarán por medio de la malevolencia, el robo, la rebelión; semejante orden fracasará en su objeto, que es el de asociar la pasión y lo material, conciliar caracteres, gustos, instintos y desigualdades.
Como encargada de la Contabilidad, la Regencia hace a cada socialista pobre el adelanto de vestido, subsistencia y alojamiento por un año. No se corre riesgo alguno por ello, pues sábese que los trabajos que por atracción y placer ejercitará el pobre han de producir la suma de los adelantos hechos; y que después de practicado el inventario la Falange deberá algo aún a la clase pobre, a la cual haya hecho ese adelanto del mínimun que comprende:
La subsistencia en las mesas de tercera a razón de cinco comidas por día;
Un vestido decente además de los uniformes de trabajo y parada, así como todos los útiles de trabajo agrícola y manufacturas;
El alojamiento individual de un gabinete con alcoba, y el acceso a las salas públicas, a las fiestas de tercera clase y a los espectáculos en palcos de tercera.
Pero la primera condición es inventar y organizar un régimen de atracción industrial. Sin esto, ¿cómo soñar en garantir al pobre un mínimun? Sería habituarlo a la holganza. Persuadido fácilmente de que el mínimun es una deuda y no un socorro, concluiría por permanecer en la ociosidad, como han advertido ya en Inglaterra, donde la partida de 150 millones para ayudar a los indigentes, no sirve, según los observadores, sino para aumentar su número; tanta verdad es que la civilización sólo es un círculo vicioso aun en los actos más laudables. Necesitaría el pueblo no limosnas, sino un trabajo bastante atractivo para que la multitud quisiera consagrarle hasta los días y las horas destinadas al ocio.
Si la política supiera poner en juego este resorte, el mínimun sería asegurado de hecho por la cesación absoluta de la ociosidad. Sólo restaría proveer a los enfermos o achacosos, fardo bien ligero y bien insensible para el cuerpo social, si llegaba a ser opulento, y la industria atractiva lo libraba de la ociosidad y del trabajo perezoso, casi tan estéril como aquélla.
Cualquiera que fuera ese bienestar, el pueblo volvería a caer muy pronto en el separatismo, si se multiplicaba sin límites, como el populacho de la civilización en esos hormigueros humanos de Inglaterra, Francia, Italia, China, Bengala, etc.; será preciso, pues, descubrir un medio que sirva de garantía al acrecentamiento sin límite de la población.
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