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XI
Del lujo y del ahorro.
Las formas y dirección del lujo varían según los períodos sociales. En la barbarie, cuarto período, el adorno es corporal; un argelino va atestado de oro; parece un Creso, pero si se visita el interior de su barraca, se la encuentra peor amueblada que la habitación de un artesano civilizado. En la civilización, por el contrario, se despliega todo el lujo en edificios, muebles, festines y tren, resultando un clvilizado a veces peor vestido que su lacayo.
Es evidente, pues, que el lujo cambia de forma y dirección, según los períodos, y que, pasando del quinto o civilización a los más elevados sexto, séptimo y octavo, el lujo podía tomar una dirección completamente diferente de la que le dan las costumbres civilizadas.
El lujo de la Armonía o período octavo es corporativo; cada cual se dedica a hacer resaltar los grupos y series que favorece. Se ve un germen de esas tendencias en algunas corporaciones actuales; a veces un coronel opulento gasta su dinero con objeto de que se distinga su regimiento por la música o por los adornos, etc., y ese jefe será acaso bastante descuidado en el adorno de su persona a pesar de emplear buena suma en adornar a un millar de sus inferiores.
Toda Corporación es orgullosa. Nuestras costumbres han hecho del orgullo un vicio capital; las series pasionales lo convertirán en una virtud capital, una virtud cívica, de la cual recogerán, entre otras ventajas, la emulación de los industriales y la perfección de los productos.
Si nuestras corporaciones civilizadas repugnan hasta la apariencia de pobreza, puede asegurarse que las de la Armonía repugnarán hasta la apariencia de medianía. La regencia de una Falange facilita a cada grupo todo lo necesario a la gran limpieza; pero los sectarios ricos añaden a ello lo que les place, según su generosidad y amor propio.
Lúculo es capitán del grupo de los bigardones sabios y Escarrón de los morenos. Estos dos rivales hacen en competencia las mismas locuras que un príncipe. Hacen construir a sus grupos respectivos carros y carrozas más brillantes y aparatosas que nuestras decoraciones teatrales. Cada uno hace construir a sus expensas, en el centro de las filas de cerezos, un pabellón cuantioso, en vez del sencillo cobertizo que la regencia les había suministrado.
De ahí que una secta o serie apasionada sea siempre suntuosa en adornos y trenes, ya en el trabajo, ya en las paradas. Se aceptan tales presentes de los sectarios opulentos, no como favor, sino como liberalidad, que pone de relieve la corporación o rama industrial en rivalidad con las de otras falanges.
Tal emulación tiene lugar entre toda clase de series. Basta que un hombre opulento haga resaltar una para arrastrar a esa lucha de amor propio a las de todos los cantones vecinos que querrán rivalizar entre sí, ya en lujo, bien en aseo o perfección. Esta manía se apoderará en el orden armónico de todos los hombres de fortuna y llevará el lujo a los trabajos y a los talleres, hoy antipáticos por la pobreza, la grosería y la suciedad.
Este fausto del trabajo será una semilla industrial, puesto que contribuirá a apasionar del ejercicio de la industria productiva a los hijos como a los padres. Entonces cada cual, en vez de emplear su superfluo en construir soberbias quintas de recreo individual, inútiles en la Armonía, gastará en construcción de hermosos talleres, cocheras, etc., para sus sectas favoritas.
Este efecto, general en el mecanismo de las series, da al lujo una dirección productiva. El lujo en la Armonía se lleva sobre el trabajo útil, sobre las ciencias, las artes y notablemente sobre la cocina. El lujo concurre, con una multitud de otros vehículos, a convertir esas funciones en atractivas, tanto para el niño como para el adulto. El niño en la tierna edad gozará recorriendo todos los talleres de su Falange, iniciándose en todos sus trabajos en cada taller mínimo, en los cuales adquirirá destreza, vigor y conocimientos prácticos, a fin de llegar a convertirse, por rico que sea, en productor tan apto para la ejecución de los trabajos como para dirigirlos.
El lujo de los armónicos es casi nulo en varias ramas en que empleamos nosotros inútilmente sumas inmensas. Para alojar a Lúculo tuvo necesidad Roma de un espléndido palacio. En la Armonía le sería preciso contentarse con tres o cuatro piezas, ya que en este nuevo orden las relaciones por series son demasiado activas para que se tenga tiempo de residir en su habitación.
Cada uno está sin cesar en los seristorios o salas públicas, en los talleres, en la huerta o en los establos, no quedándose en casa sino en caso de enfermedad o de visita; basta entonces un dormitorio y un gabinete. Así el más rico no tiene más de tres piezas.
Las cortesías de los armónicos difieren en absoluto de las nuestras. No se hacen visitas inútiles que ocuparían un tiempo precioso; bastante se ven todos a las horas de comer, en los grupos industriales, en la Bolsa y en las veladas festivas. Un forastero va a ver a sus amigos en las reuniones de trabajo. ¿Queréis hacer a Lúculo una visita aduladora? Id a encontrarlo en medio de los cerezos en el grupo de que es capitán, en el campo donde se halla su función y traje de trabajo; al fin de la sesión almorzaréis o merendaréis con él y su grupo en el magnífico pabellón que ha hecho construir a sus expensas y en cuyo frontis ha hecho grabar el grupo:
Ex munificentia Luculli, Cerasorum clarísimi sectatoris.
Allí es donde despliega su fausto y le gusta hacerse admirar y que se admiren los cultivos de los queridos colegas que preside.
Así, pues, las costumbres y la política de la Armonía tienden a aportar sobre la industria productiva, todo el brillo, todo el apoyo del lujo que hoy no se dirige más que hacia las funciones improductivas y deja los cultivos y los talleres en la más antipática miseria.
La política de los armónicos es por completo opuesta a nuestras ideas mercantiles, que bajo pretexto de dar de comer al obrero, provocan el desperdicio y los cambios de modas. En la Armonía, el obrero, el labrador y el consumidor son un solo y el mismo personaje, que no tiene interés alguno en protegerse a sí mismo, como en la civilización, en la cual cada uno tiende a provocar esas conmociones industriales causadas por los cambios de moda, y a fabricar malas telas y malos muebles, a fin de aumentar el consumo, de doblarlo, y enriquecer a los comerciantes a costa de la masa y de la riqueza real.
Se calculará en la Armonía, que los cambios de moda, las calidades defectuosas y la confección imperfecta causarían una pérdida de 500 francos anuales para el individuo, porque el más pobre de los armónicos tiene en su guardarropa vestidos para todas las estaciones y usa habitualmente de muebles y útiles de trabajo y placer que son de calidad fina.
No se calcula así en la civilización, porque esta sociedad, en industria como en todo, está sujeta a la duplicidad o guerra interna. Su industria es una verdadera guerra civil del productor contra el ocioso, que se esfuerza por llevar a la perdición, y del comerciante contra el cuerpo social a quien excita por medio del fraude. La ciencia que aplaude este conflicto semeja a un amo que excitase a sus criados para que rompieran mucha vajilla y muebles en bien de los fabricantes. Mientras que el interés del individuo no se combine con el de la masa, resulta todo demencia política.
Refutemos un extraño sofisma de los economistas que pretenden que el aumento ilimitado de trabajo manufacturero es un acrecentamiento de riqueza; de donde se deduce que si se consiguiese que todos los individuos gastasen anualmente cuatro veces más trajes, el mundo social obtendría una cuádruple riqueza en trabajo manufacturero.
No hay nada de eso. Su cálculo es falso sobre ese punto como sobre el deseo de acrecentamiento ilimitado de la población o carne de cañón. La riqueza real en la Armonía se funda:
En el mayor consumo posible en variedad de comestibles;
En el menor consumo posible en variedad de vestidos y muebles.
La variedad aplicada a uno y otro consumo exige el máximum de una parte y el mínimum de otra, puesto que toda la Armonía debe establecerse por juego directo e inverso de resortes.
Este principio se ha ocultado a los economistas civilizados, quienes, asimilando las manufacturas a los cultivos, han creído que el exceso de fabricación y consumo de telas era síntoma de acrecentamiento de riqueza. La Armonía especula sobre este punto en sentido contrario; quiere en vestidos y mobiliario la variedad infinita pero el menor consumo.
Cuando yo estaba poco versado en cálculo de atracción y comenzaba a equilibrar la dosis y los resultados en cada rama industrial, me sorprendió mucho el reconocer que, en estricto análisis, existía poca atracción en el trabajo fabril, y que el orden socialista, al crear estímulos agrícolas en dosis ilimitadas, no desarrollaba más que una insignificante cantidad de estímulos manufactureros. Esto me pareció inconsecuente y contradictorio; pero a poco comprendía que, según el principio de las atracciones proporcionadas a los destinos, Dios había debido restringir el atractivo de la fabricación en razón a la excelencia de los productos de la industria socialista que eleva a la extrema perfección toda manufactura, de suerte que el mobiliario y el vestido obtienen una elevación prodigiosa: se hacen eternos.
Un calzado hecho por un zapatero perfecto de París, será deteriorado sin falta, al cabo de un mes; y debe ser así, porque ese zapatero comprometería su arte si calzase a gentes vulgares que van a pie. El mismo calzado de los talleres de la Falange estará en buen estado al cabo de diez años porque se habrán llenado dos condiciones desconocidas en el orden actual: la excelencia de material y confección, y la oportunidad del uso y conservación.
Esos detalles, nimios en apariencia, se tornan sublimes cuando se considera que pueden asegurar una economía anual de cuatrocientos mil millones sobre los vestidos y de dos billones sobre el conjunto de los desperdicios que tendrían los armónicos si no especulasen sobre las economías combinadas.
Entre ellos, la economía es de buen tono por influencia del juego combinado de los cuatro tonos. Los armónicos, aunque generosos y suntuosos, son apasionados por los ahorros que nosotros desdeñamos, como recoger y enderezar un alfiler y guardar una cerilla. Os prodigarán ios manjares delicados y os tratarán de vándalo si tiráis el hueso de una cereza o la corteza de una manzana.
Entre nosotros, al escribir a un ministro, se ha convenido, por especulación fiscal, en que debe hacerse en papel de gran tamaño, cuyas tres cuartas partes son inútiles; y el ministro contesta en forma parecida. Entre los armónicos, al contrario; al escribir un ministro, la honradez exigirá que emplee el menor papel posible; suponer otra cosa, sería ofender al ministro suponiéndolo indiferente a las pequeñas economías que son en ese orden prendas de la felicidad social, no solamente por contribuir a la economía anual de dos billones, sino para el equilibrio de las funciones y las atracciones. Romperíase este equilibrio si un consumo excesivo de objetos fabriles distrajese al pueblo de las faenas agrícolas y redujese las horas del trabajo de cultivo para aumentar las del trabajo manufacturero, cuyo estímulo es limitado en dosis, mientras que la atracción agrícola es ilimitada.
En un orden en que los vínculos afectuosos existirán entre todas las clases, ha de verse a los potentados mismos dar el tono de esa economía en el vestir que ahora llamamos espíritu sórdido, y que es el verdadero espíritu divino, cuya primera propiedad es la economía de los resortes. Dios no malgasta un átomo en el mecanismo del universo y por todas partes donde hay ausencia de economía general, puede deducirse que hay ausencia del espíritu de Dios.
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