Índice de Las fuerzas morales de José Ingenieros | Capítulo X | Capítulo XII | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Capítulo 11
Historia, progreso, porvenir
I. De la historia.
83. La historia viva es una escuela de renovación. Nada hay estable, ni inmóvil, ni eterno, en lo humano. Todo punto del pasado fue palestra de hombres que anhelaron demoler, transmutar o construir, inspirándose en ideales y pasiones que forman la movediza trama de la historia viva. De mentira y convencionalismo es, en cambio, la urdimbre de la historia muerta, olimpo de fetiches embalsamados por los que medran de exhibirlos a la veneración de los ignorantes. Aquélla alimenta una tradición de incesantes rebeldías contra dogmatismos opresores; ésta alinea una tradición de fantasmas que decoran los panteones de la posteridad.
La justa comprensión del pasado enseña a militar en el presente y a prever el porvenir. La historia viva de una raza se compone de victorias y derrotas, triunfando hoy la infamia y mañana la justicia, encendiéndose pueblos enteros en una fe común o riñendo a muerte sus facciones por credos inconciliables, de cuyo trágico chocar cobran realidad las aspiraciones de los hombres mejores. La historia muerta es monumento erigido sobre el barro de la falsía para honrar bajo una misma cúpula al redentor y al tirano, al héroe y al bandido, al corruptor y al apóstol, sumando en una apolegética todo lo que fue, nivelando cumbres y abismos.
Es cualidad primaria del historiador la probidad, pues si sola no basta, todas las demás son estériles sin ella; tanto más repulsiva es la mentira cuanto mayor prolijidad se advierte en su disfraz erudito. Es de alabar, sin duda, el sutil esclarecimiento de controvertidas minuciosidades, que pueden ser útiles claves de algún episodio del pasado inmenso; pero más loable es el valor de calificar y medir, enseñando a venerar varones ejemplares y a aborrecer bastardas medianías. En la historia viva los servidores de un despotismo no son iguales a los rebeldes que lo combatieron, ni se confunden los que medraron del error con los que inquirieron la verdad, ni se asemejan los que lucraron de ocultar sus principios con los que sufrieron por serles fieles. Miente toda historia muerta que tiene igual sanción para los mártires y para los verdugos, para los que han muerto en las hogueras y para los que las encendieron, para las víctimas y para los sicarios, como si el patriotismo de la posteridad fuese el Jordán de los peores. La historia sin sentido moral es una máquina de necedades; rebaja a los dignos justificando a los miserables.
84. Cada generación debe repensar la historia. Los hombres envejecidos se la entregan corrompida, acomodando los valores históricos al régimen de sus intereses creados; es obra de los jóvenes transfundirle su sangre nueva, sacudiendo el yugo de las malsanas idolatrías. La historia que de tiempo en tiempo no se repiensa, va convirtiéndose de viva en muerta, reemplazando el zigzagueo dramático del devenir social con un quieto panorama de leyendas convencionales.
Serpentean en todo suceso fuerzas contradictorias cuya valuación es función primordial de la historia viva. Lo que en su hora contuvo gérmenes vitales merece el culto de los jóvenes y de los pueblos viriles; lo que fue resistencia de algo que pujaba por no morir sólo halla adhesión entre los ancianos y las razas decaídas. Conviene que la juventud venere lo mejor del pasado, lo digno de ejemplificar el presente; pero más conviene que sepulte las tradiciones regresivas que en su tiempo fueron dañinas y hoy serían peores, si apartaran a la juventud de su misión renovadora.
Es fuerza escudriñar el ayer para inquirir cuáles virtudes son dignas de cultivarse mañana; pero desear su continuación integral es absurdo, pues sobrevivirían también sus vicios, empeorados por el tiempo. En la historia de los pueblos toda parálisis es signo de muerte y toda restauración es un apagamiento; de las cenizas nada renace, ni costumbres ni instituciones. Las ruinas, emocionantes para el artista y evocadoras para el sabio, son yermos testigos de grandezas pretéritas que nunca podrán resucitar; refugiarse en ellas es sepultarse en vida.
Rinda culto la juventud de nuestros pueblos a los grandes hombres que lucharon por la emancipación política, por el ascenso ético, por la justicia social, manteniendo la continuidad del espíritu renovador en el curso de la historia. Nació la conciencia revolucionaria con el anhelo de la independencia, triunfó derribando el feudalismo colonial, fue enriquecida por obra de pensadores y estadistas, renació en cada nueva generación y fue el núcleo de ideales sin cesar integrados por las minorías ilustradas. Ame la juventud ese pasado en marcha y subraye admirativamente sus valores en la historia de los pueblos nuevos. Pero sólo será justa si al mismo tiempo reprueba a cuantos obstruyeron la obra secular, pues los que fueron ayer sus enemigos lo son también hoy y mañana lo serán por fuerza.
85. Todo tiempo futuro será mejor. Si lo pasado fue lo único posible, podrá concederse que acaso fuera lo mejor en su tiempo; pero como siempre y doquiera la realidad social varía, legítimo es que lo venidero sea mejor que lo precedente, en función de las variaciones sociales por venir. Suponer que variando las condiciones puede permanecer invariante lo condicionado, equivale a creer que en la era actual podrían seguir viviendo las extinguidas faunas del terciario.
Revelan agotamiento los que declaman las excelencias del pasado y tiemblan de ira ante la iconoclastia juvenil, como si el infortunio de encanecer acrecentara méritos y estableciera preeminencias. La vejez sólo es respetable por la cantidad de juventud que la precedió; cada nueva generación debe amar a los viejos que en su tiempo supieron ser jóvenes y admirarlos si acometieron empresas dignas de admiración, sin que ello obligue a nada para con los que envejecieron desperdiciando su vida. Deliran los seniles que miran su senectud como un título para dar consejos a los jóvenes que no se los piden; quien no supo pensar los problemas de hace medio siglo mal podría estar capacitado para comprender los actuales o sospechar los futuros.
Si Ía actitud optimista frente a la vida exige fe en la perfectibilidad social, toda quimera generosa, insurgente clarinada, libertador anuncio, merece tener un eco romántIco en cada generación que anhela agregar un capítulo a la historia viva. Pensar en lo que vendrá es picar espuela hacia ello y cooperar a su advenImIento; solo honran a su pueblo los que nada omitieron para elevarlo al rango de los mejores.
II. Del progreso.
86. La variación social es obra activa de minorías pensantes. El progreso no resulta del querer de las masas, casi siempre conformistas, sino del esfuerzo de grupos ilustrados que las orientan. Los ideales comunes, representados por la conciencia social, no son igualmente sentidos por todos los miembros de una sociedad; solamente son claros y firmes en los núcleos admiradores, que prevén el ritmo del inmediato devenir. La capacidad de iniciar las variaciones necesarias, presionando la voluntad social, suele ser privilegio de hombres selectos que se anticipan a su tiempo. Todo progreso histórico ha sido y sera obra de minorías revolucionarias que reemplazan a otras minorías, ante la inercia pasiva de los más, obedientes por igual a cualquiera de los vencedores.
Cada variación implica un desequilibrio de los intereses creados y tiende hacia un nuevo estado de equilibrio; el proceso de sustitución se acompaña de crisis que implican un transitorio desorden, condición preliminar al advenimiento de un orden nuevo. En el devenir social sólo merece el nombre de revolución tal cambio de régimen que importe hondas transformaciones de las ideas o radicales desplazamientos de los intereses coexistentes en la sociedad; no es lícito confundir su gesta palingenésica con los motines o turbulencias que convulsionan la vida del Estado político.
El desequilibrio de un régimen se inicia por insurgencias individuales no exentas de peligro, por cuanto importan un desacato al conformismo convencional; si esas variaciones corresponden al devenir efectivo, los ideales nuevos que las inspiran encuentran ecos centuplicadores, clarean espíritus, ensamblan voluntades, hasta que la minoría renovadora adquiere capacidad para presionar a la mayoría neutra y quita al fin el contralor del Estado a la minoría enmohecida ya por la rutina.
87. La herencia social es pasiva resistencia de inconscientes mayorías. Las fuerzas de variación tienen su enemigo militante en las minorías conservadoras, detrás de las cuales actúa su aliado invisible, indeterminado, anónimo, cien veces más poderoso, doscientas más eficaz: los hábitos sedimentados en la rutina de las mayorías, que de una en otra generación, de uno en otro siglo, heredan, amalgamados por el tiempo, ciertos caracteres que obstruyen la adquisición de otros nuevos.
La inercia mental de los más obra como peso muerto frente al variar de la realidad y a los ideales que interpretan su ritmo. El conformismo nace de los hábitos que acomodan la voluntad a la menor resistencia; toda variación que altere el actual estado de equilibrio perturba esos hábitos y plantea dificultades imprevistas que reclaman un nuevo esfuerzo de adaptación. En el orden social la rutina representa acomodaciones ya automáticas, opuestas a cualquier renovación que exija actividades inteligentes; las mayorías amorfas nunca desean los cambios que promueven las minorías pensantes, porque para ellas todo cambio es trabajo presente cuyos beneficios ulteriores no sospechan. Son, por ende, enemigas del progreso, sin perjuicio de aprovechar más tarde los cambios realizados por el exclusivo esfuerzo ajeno.
Los hombres viejos son personalmente refractarios a toda novelería, como las viejas castas lo son en la sociedad y los pueblos viejos en el mundo. Esclerosado ya su armazón ideológico, siguen viviendo en los límites más próximos a la inercia y toda variación amengua sus posibilidades vitales.
La desherencia es indispensable en toda renovación y ésta sólo es posible en la justa medida en que aquélla se realiza. El lastre hereditario enmohece los cerebros y permite que opiniones históricamente inactuales sigan teniendo partidarios; anchas masas humanas profesan creencias que otrora fueron ideales y hoy son ya supersticiones.
Mientras la mentalidad social no se purgue de residuos ancestrales no pueden arraigar en ella las ideas nuevas que son su negación. Los ciclos de la historia son para los pueblos como los cambios de estación para los árboles; conviene podar las ramas secas para que rompa la gemación con más pujanza.
88. El progreso es un resultado de la lucha entre la variación y la herencia. Lo que resiste a morir se opone a lo que necesita nacer. Los hombres y las instituciones achacosas son obstáculo al devenir de hombres e instituciones viriles. Lo ya inadaptable estorba a toda nueva adaptación.
Se realiza un progreso particular cada vez que el variar logra una victoria sobre lo heredado; y el progreso, en general, es la serie de victorias obtenidas por la inteligencia sobre el hábito, por el ideal sobre la rutina, por el porvenir sobre el pasado.
La historia enseña que toda crisis revolucionaria deja un saldo favorable al progreso, aunque generalmente inferior a las esperanzas que la precedieron. Los ideales de la minoría pensante rebajan su ley al ser incorporados a la experiencia social, perdiendo en intensidad lo que ganan en extensión; al tomar contacto con la mayoría pasiva que los acata, sólo consiguen modificarla a precio de la propia modificación, mediante un intercambio recíproco en que la herencia limita parcialmente la variación.
No es uniforme, aunque continuo, el ritmo del progreso; altérnanse períodos de afiebrada renovación con fases de estabilidad relativa, que por contraste parecen reacciones, aunque son momentos menos acelerados de un mismo devenir. En los primeros todo tiende a variar originalmente, adaptándose a los cambios operados en la realidad social; reina un clima ético propicio al florecimiento de la genialidad y a la expansión de las minorías idealistas. Durante las segundas se enmohecen las ideas y los sentimientos, predominando en las costumbres lo que tiene más raigambre ancestral; el ambiente es adecuado al medrar de los medianos y las mayorías sin ideales prestan su hombro al tradicionalismo conservador.
Ningún progreso sería posible en las instituciones si las fuerzas activas que lo determinan necesitaran para actuar el consentimiento de las masas pasivas; es función propia de éstas resistirlo y no lo ignoran los conservadores al ampararse en su consentimiento. Los más altos problemas de filosofía política giran en torno de la voluntad atribuída a mayorías que no tienen ninguna, pues se limitan a servir a quien detenta la máquina del poder. Negar a minorías activas y pensantes el derecho de imponer sus ideales a mayorías que los ignoran, los temen o los rechazan, es ignorar toda la historia pasada y proscribir todo progreso futuro.
III. Del porvenir.
89. Lo presente es pasado o porvenir. La estabilidad discontinua es ilusoria abstracción; todo lo que llega a nuestra conciencia es continuo, se sucede, dura, deviene. Cuando en lo que pasa ante nuestros ojos creemos percibir una forma estable, ya ha dejado de ser; en la línea espacial que objetiva el concepto del tiempo, el presente es un punto sin dimensiones que separa lo inmediato pasado de lo inmediato venidero, lo que se hunde en la memoria y lo que se prevé en la imaginación. Nada es actual, nada cabalga la hipotética arista en que se intersectan el plano de lo que fue y el de lo que será. Se vive en continuo porvenir y quien viviera del pasado y en el presente, habría dejado de vivir.
En la más breve ilusión del presente refunden los hombres una pequeña parte del pasado y del porvenir más próximos, la que su conciencia no logra aún distinguir como recuerdo y la ya actualizada por la inmediata previsión. Un segundo o un día parecen presente al individuo; un año o una generación, a la sociedad. No es creíble, por ello, que exista un presente real, pues en lo que dura el creerlo ya ha sobrevenido el porvenir.
En la vida social suele hablarse de un presente relativo, pero aun así cada generación vive un minuto fugaz de un tiempo sin límite conocido. Nada comienza ni termina con ella; su obra es tender un puente y pasar, para que en el punto de llegada sobrevenga otra a renovar su esfuerzo.
Toda acción actual sería energía perdida para la sociedad si no tendiera a finalidades venideras; y, en rigor, todo lo que se quiere para el presente sólo puede realizarse en el porvenir. Se comprende, en suma, que el llamado espíritu conservador, cuando intenta conservar el pasado que ya no existe, sólo actúa para retardar el porvenir que deviene contra su deseo.
Se vive en un futuro continuo y toda ligadura del pasado es una atenuación de posibilidades; cuanto más han insumido los ancianos en su memoria y los pueblos en su tradición, tanto menos se revela su vitalidad creadora y fecunda para plasmar el porvenir. Sólo puede afirmar que ha vivido una generación que deja a la que vendrá más de lo que recibió, de la precedente; no merecen cosechar la mies de hoy los que no siembran la simiente de mañana.
90. Los forjadores del porvenir son inactuales. Viven en el tiempo más que en el espacio, porque al primero corresponde lo que deviene y al segundo lo que es; no se ensanchan en el hoy, se alargan hacia el mañana.
En vez de aplicarse a usufructuar lo que ya es, obran en la dirección de lo que va siendo; son audaces arquitectos de culturas en que otros se moverán como forzados locatarios. En el presente relato viven en función de lo futuro, pensándolo, predicándolo, amasándolo sin reposar jamás; en las ciencias, en las artes, en la acción, marchan a la avanzada de sus contemporáneos; prolongándose imaginariamente hasta la etapa inmediata del humano mudar sin término.
Si un pueblo es vital y tiene un destino histórico que cumplir, un ciclo que recorrer, sus grandes hombres lo prevén y lo interpretan, anticipándose con el pensamiento a la realidad que otros alcanzarán a vivir. La palabra del precursor empuja a muchos, como si fuera ala puesta en el talón de cuantos pueden marchar. En vano los que nada piensan ni hacen para el porvenir le mostrarán las manos listas para lapidarle, que ésa es la prueba crucial del genio; si lo es de verdad, forjarán sin desmayo, centuplicando el esfuerzo cada vez que se duplique la resistencia.
Un pueblo que acorta el paso ha cesado virtualmente de vivir; se encierra en lo que es y contempla lo que ha sido, renunciando a las posibilidades de ser más o mejor. Los hombres representativos de sus ciencias y de sus artes se desorientan, pierden el rumbo, tantean fuera del sendero, siguen creyéndose videntes cuando ya son estrábicos; en vano intentan probar caminos, pues cambiar el derrotero no es seguir adelante, ni basta cambiarlo para adelantar.
Los pueblos que siguen una vida ascendente confían más en los proyectistas audaces que en los guardianes de museos; cuando esa confianza reina en la conciencia social los visionarios del porvenir culminan, como acero atraído hacia la cumbre por el imán de lo que vendrá.
91. Los pueblos sin juventud no tienen porvenir. Todo lo que es viviente, nace, crece y muere: los hombres, las generaciones, los pueblos, las razas, las especies. El supersticioso teorema de la inmortalidad humana ha inspirado el corolario de la ilusoria estabilidad social, como si en toda la realidad pasada no advirtiéramos el sucederse de juventud y vejez, grandeza y decadencia, formación y muerte.
Los pueblos viejos, como los hombres, se envanecen de su pasado y desdeñan a los que, por jóvenes, nada parecen ser en el presente, aunque todo pueden devenir en el futuro. La exigüidad del pasado es, precisamente, el tesoro de los pueblos jóvenes, capaces de ser núcleos de nuevas culturas; su destino está en defenderse de todo senil tradicionalismo que intente envenenar las fuentes vivas que acrecerán el cauce de su venidera grandeza.
La juventud de los pueblos nuevos debe vivir en tensión hacia el porvenir, con más esperanzas que recuerdos, con más ensueños que leyendas. Mire con ojo amigo a las viejas estirpes que le ofrecieron de sus ubres las savias iniciales; pero no olvide que si es provechoso heredar algunas fuerzas vitales aún capaces de obrar, nada hay más funesto que apuntalar derrumbamientos de culturas decrépitas y repensar supersticiones de agonizantes abuelos.
Un cambio en el equilibrio de las relaciones humanas se está operando en el mundo, con más presteza que la habitual. Todas las ventajas están a favor de los pueblos nuevos, de las razas en formación, de las culturas incipientes. Donde los intereses creados son todavía adventicios, será más fácil librarse de ellos, con un fuerte sacudir de hombros.
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