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Capìtulo 5
Inquietud, rebeldía, perfección
I. De la inquietud.
29. La inquietud espiritual revela gérmenes de renovación. Insatisfecha del pasado o anhelosa del porvenir, cada generación presiente el ritmo de lo que vendrá y anuncia la posibilidad de algo mejor, aunque no acierte a definirlo en precisos ideales. Frente al quietismo de los rutinarios la inquietud es vida y esperanza.
Los portavoces de la moral quietista, destinada a obstruir todo espíritu de progreso, contemplan el universo como una obra armónica; de ello infieren que la vida humana se desenvuelve en la mejor de las formas posibles, en el más perfecto de los mundos. Ese rancio optimismo de envejecidos metafísicos, que llevaría a mirar como grandes bienes las guerras y las epidemias, el dolor y la muerte, ha merecido críticas risueñas, jamás contradichas eficazmente.
La moral meliorista, presupuesto necesario de todos los que tienen ideales, opone al quietismo abstracto la creencia activa en la perfectibilidad; su optimismo no significa ya simple satisfacción frente a lo actual, sino confianza en la posibilidad de perfecciones infinitas. Lo existente no es perfecto en sí, pero marcha hacia un perfeccionamiento; para el hombre, en particular, se traduce en dignificación de su vida. Todo lo humano es susceptible de mejoramiento; es natural el devenir de un bien mayor, mensurable por el conjunto de satisfacciones en que los hombres hacen consistir la felicidad.
Afirmar que vivimos en una sociedad perfecta implica prescribir a los jóvenes una mansedumbre de siervos. De esa premisa escéptica partieron en todo tiempo los más hipócritas defensores de los intereses creados; mirar el inestable equilibrio actual como un orden definitivo, implica desconocer que en toda sociedad existen desarmonías eliminables por una perfección ulterior.
Cada nueva generación reconoce la existencia de injusticias reparables y afirma con su rebeldía que no hay orden social preestablecido, sino relaciones humanas destinadas a variar en el devenir. Su moral optimista no mira hacia atrás, sino hacia adelante; no es para corazones seniles, que ya no pueden perfeccionar el ritmo de sus latidos. El espíritu conservador es pasiva aquiescencia de los viejos al mal presente. El destino de los pueblos florece en manos de los jóvenes que saben sentir la inquietud de bienes venideros.
30. Todo esfuerzo renovador deja un saldo favorable para la sociedad. La lluvia que fecunda el surco no cuenta sus gotas ni teme caer en exceso; aunque una generación sólo realice una parte mínima de sus ideales, esa parte justifica sobradamente la totalidad de su esfuerzo. Renovarse o morir, dijeron en su tiempo los renacentistas; renovarse o morir, repita siempre la juventud que entra a vivir en un mundo sin cesar renovado. Ésa, y ninguna otra, será la fórmula de los hombres y de los pueblos que aspiren a tener un porvenir mejor que su pasado.
La inquietud de saber más, de poder más, de ser más, renueva al hombre incesantemente. Cuando ella cesa, deja él de vivir, porque envejece y muere. La personalidad intelectual es función, no es equilibrio; tiende a una integración permanente, enriquecida sin cesar por una experiencia que crece y un sentido crítico que la rectifica. Renovarse es prueba de juventud funcional, revela aptitud para expandir el yo más íntimo, sin apartarse de sus caminos hondamente trazados; lo que es muy distinto del variar con la moda, que sólo denuncia ausencia de ideas propias y pasiva adhesión a las ajenas. La incapacidad de perfeccionar su ideología permite sentenciar el envejecimiento de un pensador: implica la declinación de esas aptitudes asimiladoras e imaginativas que ensanchan el horizonte elevando los puntos de vista.
En la sociedad, como en el hombre, la inquietud de renovación es la fuerza motriz de todo mejoramiento; cuando ella deja de actuar, las sociedades se envilecen, marchando a la disolución o a la tiranía. El progreso es un resultado de la inquietud implícita en todo optimismo social; la decadencia es el castigo de las épocas de escéptico quietismo.
31. Lo bueno posible se alcanza buscando lo imposible mejor. Dice la Historia que ninguna juventud ha visto íntegramente realizados sus ensueños; la práctica suele reducir sus ideales, como si la sociedad sólo pudiera beber muy diluída la pura esencia con que aquélla embriaga su imaginación. Es cierto; pero dice, también, que en las exageraciones de los ilusos y utopistas están contenidas las realizaciones que, en su conjunto; constituyen el progreso efectivo. ¡Alabados sean los jóvenes que equivocándose como ciento auguran un beneficio igual a uno! ¡Alabados los que arrojan semillas a puñados, generosamente, sin preguntarse cuántas de ellas se perderán y sólo pensando en que la más pequeña puede ser fecunda!
Para el perfeccionamiento humano son inútiles los tímidos que viven rumiando tranquilamente, sin arriesgarse a tentar nuevas experiencias; son los innovadores los únicos eficaces, descubriendo un astro o encendiendo una chispa. Podrá ser más cómodo no equivocarse nunca que errar muchas veces; pero sirven mejor a la humanidad los hombres que, en su inquietud de renovarse, por acertar una vez aceptan los inconvenientes de equivocarse mil.
Los quietistas aconsejan dejar a otros la función peligrosa de innovar, reservándose el pacífico aprovechamiento de los resultados; los epicúreos de todos los tiempos han resuelto la cuestión según su temperamento. Pero los inquietos renovadores de las ciencias, de las artes, de la filosofía, de la política, de las costumbres, son los arquetipos selectos, las afortunadas variaciones de la especie humana, necesarias para revelar a los demás hombres alguna de las formas innumerables que incesantemente devienen.
La juventud es, por definición, inquieta y renovadora; la virilidad misma sólo se mide por la capacidad de renovar las orientaciones ya adquiridas. Cuando se apaga, cuando se miran con temor las Ideas y los métodos que marcan el sendero del porvenir, podemos asegurar que el hombre comienza a envejecer. Y si el quietismo se convierte en odio sordo, en suspicacia hostil a toda renovación, debemos mirarlo como un signo de irreparable decrepitud.
II. De la rebeldìa.
32. Rebelarse es afirmar un nuevo ideal. Tres yugos impone el espíritu quietista a la juventud: rutina en las ideas, hipocresía en la moral, domesticidad en la acción. Todo esfuerzo por libertarse de esas coyundas es una expresión del espíritu de rebeldía.
La sociedad es enemiga de los que perturban sus mentiras vitales. Frente a los hombres que le traen un nuevo mensaje, su primer gesto es hostil; olvida que necesita de esos grandes espíritus que, de tiempo en tiempo, desafían su encono, predicando verdades vitales.
Todos los que renuevan y crean son subversivos: contra los privilegios políticos, contra las injusticias económicas, contra las supersticiones dogmáticas. Sin ellos sería inconcebible la evolución de las ideas y de las costumbres, no existiría posibilidad de progreso. Los espíritus rebeldes, siempre acusados de herejía, pueden consolarse pensando que también Cristo fue hereje contra la rutina, contra la ley y contra el dogma de su pueblo, como lo fuera antes Sócrates, como después lo fue Bruno. La rebeldía es la más alta disciplina del carácter; templa la fe y enseña a sufrir, poniendo en un mundo ideal la recompensa que es común destino de los grandes perseguidos: la humanidad venera sus nombres y no recuerda el de sus perseguidores.
Siempre ha existido, a no dudarlo, una conciencia moral de la humanidad, que da su sanción. Tarda a veces, cuando la regatean los contemporáneos; pero llega siempre, y acrecentada por la perspectiva del tiempo, cuando la discierne la posteridad.
33. El espíritu de rebeldía emancipa de los imperativos dogmáticos. Creencias que el tiempo ha transformado en supersticiones, siguen formando una atmósfera letal que impide el desenvolvimiento de la cultura humana. En cada momento de la historia se yergue heroico contra ellas el espíritu de rebelión, que es crítica, libre examen, iconoclastia.
Atrincherarse en tradiciones significa renunciar a la vida misma cuya continuidad se desenvuelve en constante devenir. La obsecuencia al pasado cierra la inteligencia a toda verdad nueva, aparta de la felicidad todo elemento no previsto, niega la posibilidad misma de la perfección, ¿Por qué -preguntó el filósofo- seguiremos bebiendo aguas estancadas en pantanos seculares, mientras la naturaleza nos ofrece en la veta de sus rocas el chorro de fuentes cristalinas, que pueden apagar nuestra sed infinita de saber y de amor? Las aguas estancadas son los dogmas consagrados por la tradición; las fuentes de roca son las fuerzas morales que siguen manando de nuestra naturaleza humana, incesantes, eternas. Esas fuerzas rebeldes nunca han dejado de brotar; viven, crean todavía, cada vez mejores. Renunciar a ellas, como quiere el tradicionalismo, es decir ¡alto! a la vida misma; es decir ¡no! a los ideales de la juventud.
El espíritu de rebeldía es la antítesis del dogma de obediencia, que induce a considerar recomendable la sujeción de una voluntad humana a otras humanas voluntades. En ese inverosímil renunciamiento de la personalidad, la obediencia no es a un ser sobrenatural, sino a otro hombre, al Superior. Ilustres teólogos han dado de ella una explicación poco mística y muy utilitaria, mirándola como uno de los mayores descansos y consuelos, pues el que obedece no se equivoca nunca, quedando el error a cargo del que manda. Este dogma lleva implícito un renunciamiento a la responsabilidad moral; el hombre se convierte en cosa irresponsable, instrumento pasivo de quien le maneja, sin opinión, sin criterio, sin iniciativa.
34. La rebeldía intelectual es eterna y creadora. La leyenda personifica en Satanás al ángel denunciador de las debilidades y corrupciones de la humanidad; y es Satanás en la poesía de Carducci el símbolo más puro del libre examen, del derecho de crítica, de todo lo que significa conciencia rebelde a la cuadriculación previa del pensamiento humano.
No es admisible ninguna limitación al derecho de buscar nuevas fuentes que fertilicen la vida. Obra de bienhechora rebeldía es descubrirlas, afirmarlas, aprovecharlas para el porvenir, impregnando la educación, ajustando a ellas la conducta de los hombres. La sabiduría antigua, hoy condensada en dogmas, sólo puede ser respetable como punto de partida y para tomar de ella lo que sea compatible con las nuevas creencias; pero acatarla como inflexible norma de la vida social venidera, como si fuese un término de llegada que estamos condenados a no sobrepasar, es una actitud absurda frente al eterno mudar de la naturaleza.
El arte y las letras, la ciencia y la filosofía, la moral y la política, deben todos sus progresos al espíritu de rebeldía. Los domesticados gastan su vida en recorrer las sendas trilladas del pensamiento y de la acción, venerando ídolos y apuntalando ruinas; los rebeldes hacen obra fecunda y creadora, encendiendo sin cesar luces nuevas en los senderos que más tarde recorre la humanidad.
Juventud sin espíritu de rebeldía, es servidumbre precoz.
III. De la perfección.
35. En todo lo que existe actúan fuerzas de perfección. La perfectibilidad se manifiesta como tendencia a realizar formas de equilibrio, eternamente relativas e inestables, en función del tiempo y del espacio. Nada puede permanecer invariable en un cosmos que incesantemente varía; cada elemento de lo inconmensurable tiende a equilibrarse con todo lo variable que lo rodea. En esa adecuación a la armonía del todo consiste la perfección de las partes. El sistema solar varía en función del universo; el planeta, en función del sol que lo conduce; la humanidad, en función del planeta que habita; el hombre, en función de la sociedad que constituye su mundo moral. La más imprecisa nebulosa, la estrella más brillante, las cordilleras y los océanos, el roble y la mariposa, los sentimientos y las ideas, lo que conocemos y lo que concebimos entre la vía láctea y el átomo, está en perpetuo perfeccionamiento. La muerte misma es palingenesia renovadora; sólo nos parece quietud y estabilidad porque suspende funciones que, en una parte mínima de lo real, llamamos vida.
Esa perfectibilidad incesante, al ser inteligida por la mente humana, engendra creencias aproximativas acerca de la perfección venidera: se concibe como futuro lo mejor de lo presente, lo susceptible de variar en función de nuevas condiciones de equilibrio, lo que sobrevivirá selectivamente en formas siempre menos imperfectas. Los ideales son hipótesis de perfectibilidad, simples anticipaciones del eterno devenir.
Toda perfección en el mundo moral se concibe en función de la sociedad, sacudiendo la herrumbre del pasado, desatando los lazos del presente. Una visión de genio, un gesto de virtud, un acto de heroísmo, son perfecciones que se elevan sobre las ideas, los sentimientos y las costumbres de su época; no pueden pensarse sin inquietud, ni pueden actuarse sin rebeldía.
36. La perfectibilidad es privilegio de la juventud. Sólo puede concebir una futura adecuación funcional la mente plástica y sensible al devenir de la realidad; sólo en los hombres nace el sentimiento de perfección, como deseo que invita a creer y como esperanza que Impulsa a obrar. El anhelo temprano de lo mejor dignifica la personalidad: la concepción meliorista de la vida impide al joven acomodarse a los intereses creados y lo pone en tensión hacia el porvenir.
La perfectibilidad es educable, como todas las aptitudes. El hábito de la renovación mental, extendiendo la curiosidad a lo infinito que nos rodea, observando, estudiando, reflexionando, puede prolongar la juventud en la edad viril. El hombre perfectible, si considera incompleta su doctrina o insegura su posición, busca fórmulas nuevas que superen el presente, en vez de cerrar los ojos para volver a los errores tradicionales. La juventud, cuando duda, rectifica su marcha y sigue adelante; la vejez, incapaz de vencer el obstáculo, desiste y vuelve atrás.
En todos los campos de actividad el deseo de perfección impone deberes de lucha y de sacrificio; el que dice, enseña o hace, despierta la hostilidad de los quietistas. No afrontan ese riesgo los hombres moralmente envejecidos; han renunciado a su propia personalidad, entrando en las filas, marcando el paso, vistiendo el uniforme del conformismo. Si son capaces de esfuerzo, será siempre contra los ideales de la nueva generación, aunándose en defensa de los intereses creados y sintiéndose respaldados por el complejo aparato coercitivo de la sociedad.
Amar la perfección. implica vivir en un plano superior al de la realidad inmediata, renunciando a las complicidades y beneficios del presente. Por eso los grandes caracteres morales se han sentido atraídos por una gloria que emanara de sus propias virtudes; y como los contemporáneos no podían discernirla, vivieron imaginativamente en el porvenir, que es la posteridad.
37. Camino de perfección es vivir como si el ideal fuese realidad. Fácil es mejorarse pensando en un mundo mejor; está cerca de la perfección el que se siente solidarizado con las fuerzas morales que en su rededor florecen. Es posible acompañar a todos los que ascienden, sin entregarse a ninguno; se puede converger con ideales afines sin sacrificar la personalidad propia. No es bueno que el hombre esté solo, pues necesita la simpatía que estimula su acción; pero es temible que esté mal acompañado, pues las imperfecciones ajenas son su peor enemigo. Hay que buscar la solidaridad en el bien, evitando la complicidad en el mal.
El hombre perfectible sazona los más sabrosos frutos de su experiencia cuando llega a la serenidad viril, si el hábito de pensar en lo futuro le mantiene apartado de las facciones henchidas de apetitos. En todo tiempo fue de sabios poner a salvo los ideales de la propia juventud, simplificando la vida entre las gracias de la Naturaleza, propicias a la meditación. Que en la hora del ocaso es dulce la disciplina iniciada por Zenón, renovada por Séneca y Epicteto, practicada por Marco Aurelio, cumbres venerables de la Stoa ejemplar cuyo ideal cantó Horacio en versos inmortales. Y fácil es, como desde una altura, abarcar a las nuevas generaciones en una mirada de simpatía, no turbada por la visión de sus pequeños errores.
Quien tiende hacia la perfección procura armonizar su vida con sus ideales. Obrando como si la felicidad consistiera en la virtud, se adquiere un sentimiento de fortaleza que ahuyenta el dolor y vence la cobardía. Todos los males resultan pequeños frente al supremo bien de sentirse digno de sí mismo. La santidad es de este mundo; entran a ella los hombres que merecen pasar al futuro como ejemplos de una humanidad más perfecta.
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