Índice de Las fuerzas morales de José IngenierosCapítulo VCapítulo VIIBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 6

Firmeza, dignidad, deber

I. De la firmeza.

38. Rectilíneo debe ser el servicio de un ideal. Quien ha concebido un arquetipo de verdad o de belleza, de virtud o de justicia, sólo puede acercársele resistiendo mil asechanzas que le desvían. La vida ascendente exige una vigilancia de todas las horas; el favor y la intriga conspiran contra la dignidad de la juventud, apartándola de sus ideales mediante fáciles prebendas. Toda concesión, en el orden moral, produce una invalidez; todo renunciamiento es un suicidio.

Avergüénzate, joven, de torcer tu camino cediendo a tentaciones indignas. Si eres artesano evita enlodazarte recibiendo cosa alguna que no sea compensación de tus méritos; si eres poeta, no manches la túnica de tu musa cantando en la mesa donde se embriagan los cortesanos; si eres sembrador, no pidas la protección de ningún amo y espera la espiga lustrosa que al encantamiento de tus manos rompe el vientre de la tierra; si eres sabio, no mientas; si eres maestro, no engañes. Pensador o filósofo, no tuerzas tu doctrina ante los poderosos que la pagarían sobradamente: por tu propia grandeza debes medir tu responsabilidad y ante la estirpe entera tendrás que rendir cuenta de tus palabras. Sea cual fuere tu habitual menester -hormiga, ruiseñor o león-, trabaja, canta o ruge con entereza y sin desvío: vibre en ti una partícula de tu pueblo.

No imites al siervo que se envilece para aumentar la ración de su escudilla. Desprecia al corruptor y compadece al corrompido. Desafía, si es necesario, el encono y la maledicencia de ambos, pues nunca podrán afectar lo más seguramente tuyo de ti: tu personalidad. Ninguna turba de domésticos puede torcer a un hombre libre. Es como si una piara diese en gruñir contra el chorro de una fuente dulce y fresca: el agua seguiría brotando sin oír y, al fin, los mismos gruñentes acabarían por abrevar en ella.

Algo necesita cada hombre de los demás: respeto. Debe conquistarlo con su conducta. No es respetable el que obra contra el sentir de la propia conciencia; todos respetan al que sabe jugar su destino sobre la carta única de su dignidad.

39. La firmeza es acero en la palabra y diamante en la conducta. La palabra es sonora cuando es clara; todos la oyen si la pasión la caldea y a todos contagia si inspira confianza. La autoridad moral es su eco, la multiplica. Más vale decir una palabra transparente que murmurar mil enmarañadas. Los que tienen una fe o una ideología desdeñan a los retóricos y a los sofistas; nunca se construyeron templos con filigranas, ni se ganaron batallas con fuegos artificiales.

Cuando es imposible hablar con dignidad, sólo es lícito callar. Decir a medias lo que se cree, disfrazar las ideas, corromperlas con reticencias, hacer concesiones a la mentira hostil, es una manera hipócrita de traicionar el propio ideal. Las palabras ambiguas se enfrían al ir de los labios que las pronuncian a los oídos que las escuchan; no engañan al adversario que en ellas desprecia la cobardía, ni alientan al amigo que descubre la defección.

De la palabra debe pasar la firmeza a la conducta. No se cansaban los estoicos de recordar el gesto firme del senador Helvidio Prisco. Pidióle un día Vespasiano que no fuera al Senado, para que su austera palabra no perturbara sus planes.

-Está en vuestras manos quitarme el cargo, pero mientras sea senador no faltaré al Senado.

-Si vais -repuso el emperador-, será para callar vuestra opinión.

-No me pidáis opinión y callaré.

-Pero si estáis presente no puedo dejar de pedírosla.

-Y yo no puedo dejar de decir lo que creo justo.

-Pero si lo decís os haré morir ...

-Los dos haremos lo que está en nuestra conciencia y depende de nosotros. Yo diré la verdad y el pueblo os despreciará. Vos me haréis morir y yo sufriré la muerte sin quejarme. ¿Acaso os he dicho que soy inmortal? ...

Graba este ejemplo en tu memoria, artesano, poeta, sembrador o filósofo. Probable es que no puedas imitarlo en grado heroico, pero no lo olvides en tu habitual escenario. Haz de él un mandamiento de tu credo. Piensa que el porvenir de tu pueblo está en el temple moral de sus componentes.

40. El que duda de sus fuerzas morales está vencido. Manos que tiemblan no pueden plasmar una forma, apartar un obstáculo, izar un estandarte. La confianza en las fuerzas morales debe ser integral para actuar con eficacia. La vida es lucha incesante para los caracteres firmes, pues los intereses creados reclaman complicidad en la rutina común. No puede resistir quien teme ceder.

Firme es el hombre que sabe corregir sus juicios reflexionando sobre la experiencia propia o la ajena; voluble el que sigue las últimas opiniones que escucha, o acepta por temor las que otros le imponen. Firmeza es virilidad lúcida, distinta de la ciega testarudez; tan grande es la excelencia del que sabe querer porque ha pensado, como pequeña la miseria del que se obstina en mantener decisiones no pensadas.

La firmeza puesta al servicio de una causa justa alcanza al heroísmo cuando contra ella se adunan los domesticados y los serviles. En toda lucha por un ideal se tropieza con adversarios y se levantan enemigos; el hombre firme no los escucha ni se detiene a contarlos. Sigue su ruta, irreductible en su fe, imperturbable en su acción. Quien marcha hacia una luz no puede ver lo que ocurre en la sombra.

Nada deben los pueblos a los que anteponen el inmediato provecho individual al triunfo de finalidades sociales, más remotas cuanto más altas; todo lo esperan de jóvenes capaces de renunciar a bienes, honores, vida, antes que traicionar la esperanza puesta en cada nueva generación.

II. De la dignidad.

41. Los jóvenes sin derrotero moral son nocivos para la sociedad. La incomprensión de un posible enaltecimiento los amodorra en las realidades más bajas, acostumbrándolos a venerar los dogmatismos envejecidos. Su personalidad se amolda a los prejuicios, su mente adhiere a las supersticiones, su voluntad se somete a los yugos. Pierden la posesión de su yo, la dignidad, que permite abstenerse de la complicidad en el mal.

Se envilece a la juventud aconsejándole el fácil camino de las servidumbres lucrativas. No presten oído los jóvenes a esas palabras de tentación y de vergüenza. Quien ame la grandeza de su pueblo debe enseñar que el buen camino suele resultar el más difícil, el que los corazones acobardados consideran peligroso. No merecen llamarse libres los que declinan su dignidad. Con temperamentos mansos se forman turbas arrebañadas, capaces de servir pero no de querer.

La dignidad se pierde por el apetito de honores actuales, trampa en que los intereses creados aprisionan a los hombres libres; sólo consigue renunciar a los honores el que se siente superior a ellos. La gacetilla fugaz escribe sobre arena ciertos nombres que suenan con transitorio cascabeleo; los arquetipos de un pueblo son los que anhelan esculpir el propio en los sillares de la raza.

42. No es digno juntar migajas en los festines de los poderosos. Si jóvenes, deshonran su juventud, la traicionan, prefiriendo la dádiva a la conquista. En toda actividad social, arte, ciencia, fórmanse con el andar del tiempo caucus de hombres que han llegado. Desean mantener las cosas como están, oponiéndose a cuanto signifique renovación y progreso; son los enemigos de la juventud, sus corruptores. Todo ofrecen a cambio de la adulación y del renunciamiento, sinecuras en la burocracia, rangos en las academias. Aceptar es complicarse con el pasado. Juventud que se entrega es fuerza muerta, pierde el empuje renovador.

La burocracia es una podadera que suprime en los individuos todo brote de dignidad. Uniforma, enmudece, paraliza.

No puede existir moralidad en la nación mientras los hombres se alivianen de méritos y se carguen de recomendaciones, acumulándolas para ascender, sin más anhelo que terminar su vida en la jubilación. Una casta de funcionarios es la antítesis de un pueblo.

Donde los parásitos abundan, se llega a mirar con desconfianza la iniciativa y parece herejía toda vibración de pensamiento, vigor de músculo o despliegue de alas. No se emprende cosa alguna sin el favor del Estado, convirtiendo al erario en muleta de lisiados y paralíticos. Las andaderas son disculpables para los niños y los enfermos; el adulto que no puede andar solo, es un inválido.

Libres son los que saben querer y ejecutar lo que quieren; nunca hacen cosa alguna que les repugne ni intentan justificarse culpando a otros de sus propios males. Esclavos son los que esperan el favor ajeno y renuncian a dirigirse por sí mismos, incurriendo en mil pequeñas vilezas que carcomen su conciencia.

43. La independencia moral es el sostén de la dignidad. Si el hombre aplica su vida al servicio de sus propios ideales, no se rebaja nunca. Puede comprometer su rango y perderlo, exponerse a la detracción y al odio, arrostrar las pasiones de los ciegos y la oblicuidad de los serviles; pero salva siempre su dignidad. Nunca se avergüenza de sí mismo, meditando a solas.

El que cifra su ventura en la protección de los poderosos vive desmenuzando su personalidad, perdiéndola en pedazos, como cae en fragmentos un miembro gangrenado. Su lengua pierde la aptitud de articular la verdad. Aprende a besar la mano de todos los amos y, en su afán de domesticarse, él mismo los multiplica.

Para seguir el derrotero de la dignidad debe renunciarse a las cosas bastardas que otorgan los demás; todas tienen por precio una abdicación moral. El mayor de los bienes consiste en no depender de otros y en seguir el destino elaborado con las propias manos.

Joven que piensas y trabajas, que sueñas y amas, joven que quieres honrar tu juventud, nunca desees lo que sólo puedas obtener del favor ajeno; anhela con firmeza todo lo que pueda realizar tu propia energía. Si quieres hincar tu diente en una fruta sabrosa, no la pidas; planta un árbol y espera. La tendrás, aunque tarde; pero la tendrás seguramente y será toda tuya, y sabrá a miel cuando la toquen tus labios. Si la pides, no es seguro que la alcances: acaso tardes en obtenerla mucho más que si hubieras plantado el árbol, y, en teniéndola, tu paladar sentirá el acíbar de la servidumbre a que la debes.

III. Del deber.

44. Las fuerzas morales convergen al sentimiento del deber. La personalidad sólo es coherente y definida en quien llega a formularse deberes inflexibles, que impliquen un pacto rectilíneo con los mandatos de la dignidad. Sin ser ley escrita, el sentimiento del deber es superior a los mandamientos reveladores y a los códigos legales: impone el bien y execra el mal, ordena y prohibe. Refleja en la conciencia moral del individuo la conciencia moral de la sociedad; en su nombre juzga las acciones, las conmina o las veta.

El deber no es una vana premisa dogmática de viejas morales teológicas o racionales. Más que eso, mejor que eso, es toda la moral efectiva, toda la moral práctica: un compromiso entre el individuo y la sociedad. Nace y varía en función de la experiencia social; con ella se encumbra o se abisma. En la medida que la justicia va consagrando los derechos humanos surgen los deberes que son su complemento natural y les corresponden como la sombra al cuerpo. Puesto que los hombres no viven aislados, es deber de cada uno concurrir a todo esfuerzo que tienda al mejoramiento de su pueblo, desempeñando con eficacia las funciones apropiadas a sus aptitudes. El hombre que elude el deber social es nocivo a su gente, a su raza, a la humanidad.

En los jóvenes que no deshonran su juventud, los deberes son el reflejo de los ideales sobre la conducta; cuanto más intensa es la fe en un ideal, más imprescindible es el sentimiento que compele a servlrlo.

45. El deber es un corolario de la vida en sociedad. Si la moral es social, los deberes son sociales. Quimérica es toda noción de un deber que no se refiera al hombre y a su conducta efectiva; el deber trascendental, divino o categórico, ha sido una hipótesis ilegítima de las antiguas morales especulativas. En todas las razas y en todos los tiempos existió el sentimiento del deber, pero manifestado concretamente en deberes variables con la experiencia social, distintos en cada época y en cada sociedad, perfectibles como la moralidad misma. Han aumentado simultáneamente los derechos reconocidos por la justicia y los deberes impuestos por la solidaridad. Reducir el deber a un mandamiento sobrenatural o a un concepto de la razón, importa substraerlo a la sanción real de la sociedad y relegarlo a sanciones hipotétlcas e indeterminadas.

Ignorando el origen social del deber, no lo pudieron definir los estoicos, aun concibiendo magníficamente la perfección humana; por desconocer ese origen dieron los dialécticos en construir, con genio admirable, absurdas doctrinas del deber absoluto. Absurdas, como todo lo que contradice la naturaleza. Si la justicia fuese perfecta en la sociedad, podría concebirse el deber absoluto; pero esa hipótesis no ha sido efectivamente realizada en ninguna sociedad, ni es posible cosa alguna inmutable en una realidad que eternamente varía. La injusticia ha existido y existe, creando el privilegio, que es violación del derecho. De ello no se infiere que no ha existido el deber, ni que debe existir respetando la injusticia.

El sentimiento del deber, si absoluto en la conciencia del individuo, es relativo a la justicia de la sociedad. Donde es violado el derecho. tórnase menos imperativo; cuando todos los derechos son respetados, cada hombre se inclina a cumplir sus deberes. Ninguna fuerza coercitiva puede imponer normas de conducta contrarias a la propia conciencia moral. La obligación del deber sólo reconoce la sanción de la justicia.

46. La obediencia pasiva es la negación del deber. El hombre que dobla su conciencia bajo la presión de ajenas voluntades ignora el más alto entre todos los goces, que es obrar conforme a sus inclinaciones; se priva de la satisfacción del deber cumplido por el puro placer de cumplirlo. La obediencia pasiva es domesticidad sin crítica y sin control, signo de sumisión o de avilantez; el cumplimiento del deber implica entereza y valentía, cumpliéndolo mejor quien se siente capaz de imponer sus derechos.

Afirmar que el deber es social no significa que el Estado o la Autoridad pueden imponer su tiranía al individuo. El sentimiento del deber es siempre individual y en él se refleja la conciencia moral de la sociedad; pero cuando el Estado o la Autoridad no son la expresión legítima de la conciencia social puede consistir el deber en la desobediencia, aun a precio de la vida misma. Así lo enseñaron con alto ejemplo los mártires de la independencia, de la libertad, de la justicia. Cuando la conciencia moral considera que la autoridad es ilegítima, obedecer es una cobardía y el que obedece traiciona a su sentimiento del deber. Acaso sea ésta la única falla de Sócrates en la cárcel, si hemos de creer en la letra de su platónico diálogo con Criton, donde el respeto a la ley impone la obsecuencia a la injusticia.

La sociedad y el individuo se condicionan recíprocamente. Por el respeto a la justicia medimos la civilización de la primera; por la austeridad en el deber valoramos la moralidad del segundo. La fórmula de la justicia social es garantizar al hombre todos sus derechos; la fórmula de la dignidad individual es cumplir todos los deberes correspondientes. Los pueblos nuevos deben perseguir ese equilibrio ideal. Quien siempre habla de nuestros derechos, sin recordarnos nuestros deberes, traiciona a la justicia; pero mancilla nuestra dignidad quien predica deberes que no son la consecuencia natural de los derechos efectivamente ejercitados.

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