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Capítulo 7
Mérito, tiempo, estilo
I. Del mérito.
47. El rango sólo es justo como sanción del mérito. No van siempre juntos, ni guardan armónica proporción. El rango se recibe, es adventicio y su valor fluctúa con la opinión de los demás, pues necesita la convergencia de sanciones sociales que le son extrínsecas; el mérito se conquista, vale por sí mismo y nada puede amenguarlo, porque es una síntesis de virtudes individuales intrínsecas. Cuanto mayor es la inmoralidad social, más grande es su divorcio; el mérito sigue siendo afirmación de aisladas excelencias; el rango se convierte en premio a la complicidad en el mal.
Los jóvenes que olvidan esos distingos viven genuflexos, rindiendo homenaje al rango ajeno para avanzar el propio; empampanándose de cargos y de títulos medran más que resistiendo con firmeza la tentación de la domesticidad. Cegados por bastos apetitos llegan a creer, al fin, que los funcionarios de más bulto son los hombres de mayor mérito y se acostumbran a medirlos por el número de favores que pueden dispensar.
El mérito está en ser y no en parecer; en la cosa y no en la sombra. Construir una doctrina, arar un campo, crear una industria, escribir un poema, son obras cuajadas de mérito, nimban de luz la frente y en ella encienden una chispa de personalidad: nebulosa, astro, estrella.
El mérito del pensador, del sabio, del energeta, del artista, es el mismo en la cumbre o en el llano, en la gloria o en la adversidad, en la opulencia o en la miseria. Puede variar el rango que los demás le conceden; pero si es mérito verdadero sobrevive a quienes lo otorgan o niegan, y crece, y crece, prolongándose hacia la posteridad, que es la menos injusta de las injusticias colectivas.
48. La servidumbre moral es precio del rango injusto. En las generaciones sin ideales se advierte una sorda confabulación de mediocridades contra el mérito. Todos los incapaces de crear su propio destino conjugan sus impotencias y las condensan en una moral burocrática que infecta a la sociedad entera. Los hombres aspiran a ser medidos por su rango de funcionarios; el culto cuantitativo de la actitud suplanta el respeto cualitativo de la aptitud.
Cuando el mal es hondo, como ocurre entre los diplomáticos de profesión, adquiere la inmoralidad estructura de sistema; los individuos se miden entre sí según su jerarquía, como fichas de valor diverso en una mesa de juego. El hábito de ver tasar a los demás por los títulos que ostentan, despierta en todos un obsesivo anhelo de poseerlos y hace olvidar que el Estado puede usar en su provecho la competencia individual, pero no puede conferirla a quien carece de ella. En el engranaje de la burocracia no es necesariamente economista el profesor de economía política, ni astrónomo el director de observatorio, ni historiador el archivero, ni escritor el secretario, como tampoco es fuerza que sea estadista el gobernante. Las más de esas personas, respetadas por su rango, ruedan al anonimo el día mismo en que lo pierden; en esa hora se mide la vanidad de su destino por el empeño con que sus domésticos alaban a los nuevos amos que los sustituyen.
El hombre que se postra ante el rango de fetiches pomposos, logra hacer carrera en el mundo convencional a que sacrifica su personalidad; lo merece. Su destino es frecuentar antesalas para mendigar favores, perfeccionando en protocolos serviles su condición de siervo.
Desdeñe la juventud esos falsos valores creados por la complicidad en el hartazgo. Burlándose de ellos, el hombre libre es un amo natural de todos los necios que los admiran. Respetando la virtud y el mérito, antes que el rango y la influencia, aprenderán los jóvenes a emanciparse de la servidumbre moral.
49. El mérito puede medirse por las resistencias que provoca. Toda afirmación de la personalidad suscita un erizamiento de nulidades; los jóvenes que alienten ideales deben conocer esos peligros y estar dispuestos a vencerlos. En el campo de la acción y del arte, del pensamiento y del trabajo, el mérito vive rodeado de adversarios; la falta de éstos es inapelable testimonio de insignificancia.
Aspero es todo sendero que se asciende sin cómplices; los que no pueden seguirlo conspiran contra el que avanza, como si el mérito ofendiera por el simple hecho de existir. La rebeldía de los caracteres firmes humilla a los que se adaptan con blandura de molusco; la originalidad de los artistas que crean subleva a los académicos cautelosos; el verbo nuevo de los sabios desconcierta a los glosadores de la rutina común. Todos los que se han detenido son enemigos naturales de los que siguen andando.
Sobresalir es incomodar; las medianías se creen insuperables y no se resignan a celebrar el mérito de quien las desengaña. Admirar a otros es un suplicio para los que en vano desean ser admirados. Toda personalidad eminente mortifica la vanidad de sus contemporáneos y los inclina a la venganza.
El anhelo de acrecentar los propios méritos obliga a vivir en guardia contra infinitos enemigos imperceptibles; de cada inferioridad humillada manan sutiles ponzoñas, de cada émulo rezagado parte una flecha traidora. Los jóvenes que sueñan una partícula de gloria deben saber que en su lid sin término sólo tienen por arma sus obras; el mérito está en ellas y triunfa siempre a través del tiempo, pues la envidia misma muere con el hombre que la provoca. Por eso tener ideales es vivir pensando en el futuro, sin acomodarse al azar de la hora presente; para adelantarse a ésta, es menester vivir desorbitados, pues quien se entrega a la moda que pasa, envejece y muere con ella. Si el mérito culmina en creaciones geniales, ellas son de todos los tiempos y para todos los pueblos.
II. Del tiempo.
50. Valorizando el tiempo se intensifica la vida. Cada hora, cada minuto, debe ser sabiamente aprovechado en el trabajo o en el placer. Vivir con intensidad no significa extenuarse en el sacrificio ni refinarse en la disipación, sino realizar un equilibrio entre el empleo útil de todas las aptitudes y la satisfacción deleitosa de todas las inclinaciones. La juventud que no sabe trabajar es tan desgraciada como la que no sabe divertirse.
Todo instante perdido lo está para siempre; el tiempo es lo único irreparable y por el valor que le atribuyen puede medirse el mérito de los hombres. Los perezosos viven hastiados y se desesperan no hallando entretenimiento para sus días interminables; los activos no se tedian nunca y saben ingeniarse para centuplicar los minutos de cada hora. Mientras el holgazán no tiene tiempo para hacer cosa alguna de provecho, al laborioso le sobra para todo lo que se propone realizar.
El estéril no comprende cuándo trabaja el fecundo ni adivina el ignorante cuándo estudia el sabio. Y es sencillo: trabajan y estudian siempre, por hábito, sin esfuerzo. Descansan de ejecutar, pensando; descansan de pensar, ejecutando. Al conversar aprenden lo que otros saben; al reír de otros aprenden a no equivocarse como ellos. Aprenden siempre, aun cuando parece que huelgan, porque de toda actividad, propia o ajena, es posible sacar una enseñanza y ello permite obrar con más eficacia, pues tanto puede el hombre cuanto sabe.
El tiempo es el valor de ley más alta, dada la escasa duración de la vida humana. Perderlo es dejar de vivir. Por eso, cuanto mayor es el mérito de un hombre, más precioso es su tiempo; ningún regalo puede hacer más generoso que un día, una hora, un minuto. Quitárselo, es robar de su tesoro; gran desdicha es que lo ignoren los holgazanes.
51. Cada actividad es un descanso de otras. El organismo humano es capaz de múltiples trabajos que exigen atención y voluntad; la fatiga producida por cada uno de ellos puede repararse con la simple variación del ejercicio. Solamente el conjunto de fatigas parciales produce una fatiga total que exige el reposo completo de las actividades conscientes: el sueño.
No necesita el hombre permanecer inactivo, mientras está despierto. Del trabajo muscular se descansa por el ejercicio intelectual; de las tareas del gabinete, por la gimnasia del cuerpo; de las faenas rudas, por la delectación artística; de la actividad sedentaria, por los deportes. Es innecesario reparar una fatiga parcial por el reposo total, renunciando a otras actividades independientes de esa fatiga; el sentimiento de pereza y el hábito de la holgazanería son insuficiencias vitales muy próximas a la enfermedad.
El hombre sólo tiene conciencia de vivir su vida durante la actividad voluntaria y en rigor nadie vive más tiempo del que ha vivido conscientemente; las horas de pasividad no forman parte de la existencia moral. Nada hay, por eso, que iguale el valor del tiempo. El dinero mismo no puede comparársele, pues éste vuelve y aquél no; en una vida se pueden rehacer diez fortunas, pero con diez fortunas no se puede recomenzar una vida.
Cada hora es digna de ser vivida con plenitud; cada día el hombre debiera preguntarse si ha ensanchado su experiencia, perfeccionado sus costumbres, satisfecho sus inclinaciones, servido sus ideales. Estacionarse mientras todo anda, equivale a desandar camino. La pasividad, en los jóvenes, es signo de prematuro envejecimiento.
Aprovechando el tiempo se multiplica la dicha de vivir y se aprende que las virtudes son más fáciles que los vicios; aquéllas son un perfeccionamiento de las funciones naturales y éstos son aberraciones que las desnaturalizan.
52. La accion fecunda exige continuidad en el esfuerzo. Toda actividad debe tener un propósito consciente: no hacer nada sin saber para qué, ni empezar obra alguna sin estar decidido a concluirla. Sólo llega a puerto el navegante que tan seguro está de su brújula como de su vela.
La brevedad del vivir impide realizar empresas grandes a los que no saben disciplinar su actividad. Descontando la adolescencia y la vejez, no llega a durar treinta años la vida viril y fecunda; de ese libro que tiene escasas tres decenas de hojas, el tiempo arranca una cada año. A menos que se renuncie a hacer cosas duraderas, conviene regatear los minutos, pues las obras persisten en relación al tiempo empleado en pensarlas y construirlas. Los jóvenes que se fijan un derrotero deben reflexionar sobre la angustia del plazo; hay que empezar temprano, jamás holgar, no morir pronto. Con eso y meditando las aptitudes que Salamanca no presta, pueden realizarse empresas dignas de sobrevivir a su autor.
Los tipos representativos de la humanidad han sido hombres que supieron contar sus minutos con tanto escrúpulo como el avaro su dinero. Todo el que persigue una finalidad vive con la obsesión de morir sin haberla alcanzado; pocos logran su objeto, siendo toda vida corta y largo todo arte. Pero al llegar la edad en que las fuerzas fallan sólo pueden esperar serenamente la muerte los que aprovecharon bien su tiempo; si no alcanzaron su ideal en la medida que se proponían, les satisface la certidumbre de que, con medios iguales, hubiera sido imposible acercárseles más.
III. Del estilo.
53. Hay estilo en toda forma que expresa con lealtad un pensamiento. Las artes son combinaciones de gestos destinados a objetivar adecuadamente los modos de pensar o de sentir; cuando la forma expresa lo que debe y nada más que ello, tiene estilo. No basta, en arte alguno, poseer concepciones originales; es necesario encontrar la estructura formal que fielmente las interprete.
Todo ritmo de pensamiento humano que alcanza expresión adecuada crea un estilo. Cada característica intelectual, de un pueblo o de una época, es sentida con más intensidad por hombres originales que le dan forma y renuevan la técnica de la expresión; en torno de ellos los imitadores se multiplican y forman escuela, hasta que la sociedad siente su influencia, adapta a ella su gusto y surge una moda. Seguir una escuela es la manera infalible de no tener estilo personal; entregarse a una moda es el método más eficaz para carecer de originalidad. En cualquier arte, sólo puede adquirir estilo propio quien repudia escuelas y desdeña modas, pues unas y otras tienden a poner marcos prestados a las inclinaciones naturales.
No se adquiere estilo glosando la forma ajena para expresar las ideas propias, ni torciendo la expresión propia para adular los sentimientos ajenos. Estilo es afirmación de personalidad; el que combina palabras, colores, sonidos o líneas para expresar lo que no siente o no cree, carece de estilo, no puede tenerlo. Cuando el pensamiento no es íntimo y sincero la expresión es fría y amanerada; se rumian formas ya conocidas, se retuercen, se alambican, procurando en vano suplir la ausente virilidad creadora con estériles artifícios.
El arte de escribir, particularmente, carece de excelencia mientras se preocupa de acariciar el oído o de engañar la razón con sofísticas oblicuas. Una máxima de Epicteto, desnuda, sin adverbios pomposos ni adjetivos sibilinos, tiene estilo y deja una impresión de serena belleza nunca igualada por los retorcidos discursos que abundan en las épocas del mal gusto; sobra, en la simple sentencia, la adecuación inequívoca de la forma al contenido, realizando una armonía que nunca alcanzan las prosas torturadas para disimular la oquedad. El más noble estilo es el que transparenta ideales hondamente sentidos y los expresa en forma contagiosa, capaz de transmitir a otros el propio entusiasmo por algo que embellece la vida humana: salud moral, firmeza de querer, serenidad optimista.
54. La corrección preceptiva es la negación del estilo original. En todas las artes, el tiempo acumula reglas técnicas que constituyen su gramática y permiten evitar las más frecuentes incorrecciones de la expresión; cualquier hombre de inteligencia mediana puede aprenderlas y aplicarlas, sin que por ello adquiera capacidad de expresar en forma propia su pensamiento. A nadie dan estilo las estéticas ni las retóricas que reglamentan la expresión, haciéndola tanto más impersonal cuanto más perfecta. Los modelos y los cánones sólo enseñan a expresarse correctamente, sin que la corrección sea estilo. Las academias son almácigos de mediocridades distinguidas y oponen firmes obstáculos al florecer de los temperamentos innovadores. La adquisición de estilo personal suele comenzar cuando se violan cánones convencionales del pensamiento y de la expresión. En cada arte o género exísten normas de corrección, pero no hay arquetipos de estilo, pues todo nuevo pensar requiere una nueva expresión; las formas que el tiempo ha consagrado como clásicas fueron en su tiempo rebeldías contra las de épocas precedentes. Hablar de estilo, en sí, es abstraer de todos los estilos individuales su común carácter de creación, omitiendo las diferencias que tipifican a cada uno y sin las cuales ninguno existiría. El estilo es lo individual, lo que no se aprende de otros, lo que permite reconocer al autor en la obra sin necesidad de que la firme. Por eso hay tanto estilo en la expresión de un artista como carácter en su personalidad; y siendo síntesis de su mente toda, vibrante en la expresión integral, no puede ser forma sin ser antes pensamiento. La técnica correcta es una cualidad que embellece la obra, como la ornamentación al monumento, sín que por eso tenga valor propio fuera de la obra misma. La corrección es anónima, no eleva aunque impida descender; rara vez requiere verdadero talento. Un ejercicio suficiente permite escribir, dibujar o construir con corrección; es un adiestramiento físico y para él no se requiere más ingenio que para poner diez centros seguidos tirando al blanco. Muchos profesores eximios conocen las intimidades de la preceptiva y poseen la técnica correcta de su arte; son, sin embargo, banales prosistas, pintores o músicos, sln personalidad y sin estilo, por falta de ideas y sentimientos originales. En cambio, sin corrección técnica, suelen resultar admirables las formas en que dicen un Dante o un Pascal, porque su estilo expresa una nueva orientación de ideas o de sentimientos, imposible de remendar con mosaicos de palabras. 55. La originalidad se revela en todas las formas de expresión. Es raro que un hombre de genio culmine excelentemente en varias artes o géneros; pero si lo hace, como Leonardo o Goethe, lo mismo tendrá estilo en la pintura y en la poesía, en la novela y en la ciencia, poniendo su marca a todo lo que pasa por sus manos, pensándolo más hondo, expresándolo más justo. Es común, sin embargo, que se circunscriba a un arte o género, acentuando su estilo en una forma única de expresión. A las dos grandes categorías mentales, la apolinea y la dionisíaca, corresponden dos tipos de estilo, dos idiomas diferentes, rara vez armonizados en un mismo pensador. El uno es lógico y habla a la inteligencia; el otro es afectivo y habla al sentimiento. El estilo que anhela expresar la verdad se estima por su valor lógico; su claridad es transparente, sus términos precisos, su estructura crítica. Es el lenguaje de las ciencias. Por su valor estético es eficaz el estilo que expresa la belleza; su fuerza es emocional, figurados sus términos, lírica su estructura. Es el lenguaje de las artes. Es raro que los valores lógicos y los valores estéticos culminen igualmente en un estilo. A la concepción general de altos problemas suele llegarse por un solo camino; fácilmente el esteta aprende a interpretar la belleza en consonancia con la verdad, y el lógico rara vez consigue caldear la verdad con el fuego de la belleza. Acaso una educación especial permitiera desenvolver con paralela intensidad las aptitudes críticas y las imaginativas; pero los que en su juventud lo consiguen, acaban prefiriendo un camino, el del arte o el de la ciencia, acentuando en su expresión las características del estilo estético o del lógico. Una verdad expresada en teoremas puede ser comprendida por toda inteligencia educada, pero mejor se comprendería si vistiera formas embellecidas de armonía y acaloradas de entusiasmo. Sensible es que la brevedad del humano vivir sea obstáculo a la formación de un estilo integral en que se combinen los más altos valores lógicos y estéticos, la verdad más diáfana con la más emocionante belleza. La perfección ideal del estilo, en todas las artes, consiste en adecuar la expresión al pensamiento, de tal manera que la transparencia de las ideas no sea empañada cuando las subraye el latir del corazón.Índice de Las fuerzas morales de José Ingenieros Capítulo VI Capítulo VIII Biblioteca Virtual Antorcha