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Capítulo 8
Bondad, moral, religión
I. De la bondad.
56. No hay bondad sin tensión activa hacia la virtud. La disciplina mansa, la condescendencia pasiva, la sumisión resignada, son simples formas de incapacidad para el mal; el hipócrita que obra bien por simple miedo a lo coerción social es peor que el malo desembozado, pues sin librarse de su maldad la complica de cobardía. Ese conformismo negativo suele dar al hombre el bienestar en la servidumbre; sólo virtudes positivas, militantes, pueden acrecer la propia felicidad y multiplicar la ajena.
Obediencia no es bondad. La excesiva domesticación paraliza en el hombre las más loables inclinaciones, cierra a la personalidad sus más originales posibilidades. El respeto a los convencionalismos injustos corrompe la conciencia moral y convierte a cada uno en cómplice de todos. Los caracteres débiles acaban obrando mal por no contrariar la maldad de los demás.
Es perpetua lucha obrar bien entre malvados. Sería fácil proceder conforme a la propia conciencia si la común hipocresía no conspirase contra el hombre recto, tentándole de cien maneras para conseguir su complicidad en el mal. La mayor vigilancia es pequeña contra las redes invisibles tendidas en todas partes por los intereses creados.
Es despreciable el juicio de los malos, aunque ellos sean los más. El bueno es juez de sí mismo, y se siente mejor cuanto más grande es la hostilidad que le rodea; sabe que cada gesto suyo es un reproche a los que no podrían imitarle. Los hombres de conciencia turbia temen la amistad de los caracteres rectilíneos; huyen de ellos, como alimañas de la luz. La bondad activa reacciona sembrando tantos bienes que al fin los malos se avergüenzan de sí mIsmos.
57. La bondad no es norma, sino acción. Un acto bueno es moralidad viva y vale más que cualquiera agatología muerta. El que obra bien traza un sendero que muchos pueden seguir; el que dice bien no puede encaminar a otros si obra mal. La humanidad debe más a los mudos ejemplos de los santos que a los sutiles razonamientos de los sofistas.
Si la bondad no está en la conducta, sobra en las opiniones. El hombre puede ser bueno sin el sostén de teorías filosóficas o de mandamientos religiosos, que son estériles patrañas en los doctores sin austeridad. Ninguna confianza merecen las buenas palabras de los que ejecutan malas acciones; sólo puede prescribir celo moral a los demás el que renuncia a pedir indulgencia para sí mismo.
El hombre puede abuenarse adquiriendo hábitos que le orienten hacia alguna virtud; el largo camino, sin desvíos ni término, hay que emprenderlo precozmente para acendrar la personalidad, sembrando en la conciencia el pudor de las malas acciones. El bueno se mejora al serlo, pues cada acto suyo marca una victoria sobre la tentación del mal: y mejora a los demás, educando con la inobjetable lógica del ejemplo.
Si generosa de favores ha sido con él la Naturaleza, más obligado está el hombre a vivir de manera transparente; es justo que la exigencia del bien sea inflexible para con los que descuellan, porque su mal obrar tiene más grave trascendencia. El que se encumbra está obligado a servir de modelo sin que el exceso de ingenio pueda justificar la más leve infracción moral: cuanto más espectable es la posición de un hombre en la sociedad, tanto más imperativos se tornan sus deberes para con ella.
58. Donde disminuye la injusticia aumenta la bondad. Hay hombres irremediablemente malos, pero son una infima minoría: los más obran mal compelidos a ello por las injusticias de la sociedad. El espectácuIo de vicios reverenciados y de virtudes escarnecidas perturba la conciencia moral de la mayoría, haciéndole preferir el camino del rango al del mérito. En una sociedad organizada sin justicia no resulta evidente que la conducta buena es de preferir siempre a la mala, pues lo refutan a menudo los beneficios inmediatos de la segunda.
Combatir la injusticia es la manera eficaz de capacitar a los hombres para el bien: ser bueno sería más fácil, y aun menos peligroso, cuando en todos los corazones vibrase la esperanza de que la bondad será alentada, no encontrando el mal atmósfera propicia. Se puede, entretanto, cultivar la bondad donde existe, sembrarla donde falta. Aunque el resultado inmediato fuera ilusorio, el esfuerzo de cada uno para abuenarse podría disminuir los obstáculos que dificultan el advenimiento de una justicia cada vez menos imperfecta. La ilusión misma es una fuerza moral y sentirse más bueno es mejorarse.
Con la bondad aumenta la propia dicha; el que no es bueno no puede creerse feliz. Pero es necesaria la bondad de todos para que sea completa la felicidad de cada uno, pues el que soporta la maldad ajena está condenado a sacrificarle alguna parte de su dicha. El problema individual de la conducta está implícito en el de la ética social, en cuanto la bondad se desenvuelve en función de la justicia.
II. De la moral.
59. La moralidad se renueva como la experiencia social. No se ciñe a principios quiméricos que pudieran suponerse demostrados una vez para siempre, pues en cada tiempo y lugar se coordinan diversamente las relaciones entre los hombres. Los criterios de obligación y sanción se vivifican sin cesar , regulando la adaptación del individuo a la sociedad y de ésta a la naturaleza, en un ritmo que varía a compás de la experiencia.
Una ética nueva no es una serie de normas originales, sino una nueva actitud frente a los problemas de la vida humana; determinar lo que puede hacer el hombre para su elevación moral, por cuáles medios, en qué medida, es más útil que teorizar sobre deberes imposibles y finalidades extrahumanas.
El eticismo afirma la preeminencia de los intereses morales en la vida social, prescindiendo de cualquier limitación tradicionalista o dogmática, pues la ética es un proceso activo que crea valores adecuados a cada ambiente. Ningún viejo catálogo de moralidad contiene preceptos universales o inmutables; sus cuerpos de mandamientos y sus sistemas de doctrinas sólo expresan el interés de castas que pretenden prolongar su influjo en el tiempo o dilatarlo en el espacio.
El sentimiento de una obligación moral no es categoría lógica ni mandamiento divino; existe como producto de la convivencia y engendra sanciones efectivas en la conciencia social. La vida en común exige la aceptación del deber por cada individuo y el respeto de sus derechos por toda la sociedad; en la medida en que se armonizan lo individual y lo social, condicionándose recíprocamente, la solidaridad reemplaza al antagonismo y la cooperación a la lucha.
En toda realidad social, según su coeficiente de experiencia, se elaboran ideales éticos que son hipótesis de futura perfección y difieren sin cesar de los que han servido en sociedades ya decaídas. Cada era, cada raza, cada generación, concibe diversamente las condiciones de la vida social y renueva en consecuencIa los valores morales.
60. Los dogmas son obstáculos al perfeccionamiento moral. Los hombres de cada época adaptan su personalidad a relaciones sociales que incesantemente se renuevan. Asisten a la transformación del mal en bien, del bien en mal; la moralidad y la inmoralidad son muy distintas en la Ilíada, en la Biblia y en el Corán. Frente a esa inestable realidad es absurdo concebir la permanencia de dogmas abstractos que se pretendan eternos y absolutos.
Los intereses morales de la humanidad son hoy muy diversos de los que inspiraron las éticas clásicas, compuestas de cánones muertos cuya función normativa se ha extinguido con el tiempo. Hoy no es ayer, ni mañana será hoy; no es admisible que fórmulas legítimas para algún momento del pasado puedan considerarse intransmutables en todo el infinito porvenir. Los dogmatismos tradicionaies son grillos que en vano pretenden paralizar la eterna renovación de los deberes y de los derechos.
La moralidad es savia que circula en las sociedades, condicionando la actividad recíproca de los individuos, sin cristalizarse en formularios, ni ajustarse a sentencias que limitan su devenir. El arquetipo ideal de conducta se integra a través de experiencias inagotables, que transmutan los juicios de valor, fundando la obligación y la sanción en cimientos adecuados a la cultura de cada sociedad.
No se piense, por esto, que renovar los valores morales implica arrevesarlos, considerando bien todo lo que antes fuera mal y viceversa; tan desatinada interpretación, que intimida a los mismos tradicionalistas que la inventan, sólo denuncia incomprensión, no siempre involuntaria. Podar un árbol no es abatirlo ni cortar sus raíces, sino despojarlo del seco ramaje que floreció en la anterior estación y ya estorba a su retoñar en la siguiente. Cada revisión de valores equivale a una poda del árbol de la experiencia moral, duradero como la humanidad pero cambiante como las sociedades humanas.
61. En cada renovación aparecen gérmenes de nueva moralidad. De tiempo en tiempo el contenido de la realidad social rompe los moldes formales de las instituciones, como la granada madura agrieta su corteza y muestra los granos vitales por la roja herida. Al transformarse las relaciones entre los individuos y su sociedad, va acentuándose la ineficacia normativa de la moral precedente y se produce una decadencia. Es vano esperar que ésta pueda remediarse apuntalando los preceptos que la engendraron. Los hombres nunca descubrieron en el pasado antídotos eficaces contra los males presentes; las normas viejas no pueden regular las funciones de la vida nueva.
Cada hombre joven debe buscar en torno suyo los elementos de renovación que incesantemente germinan, cultivándolos en sí mismo, alentándolos en los demás. La voluntad de vivir en continua ascensión y la energía para perseverar en el esfuerzo, exigen confianza en la dignidad propia y en la justicia social; quien logra fiar en ellas no necesita apoyarse en dogmatismos providenciales ni en preceptivas metafísicas.
La juvenctud es, de todas, la fuerza renovadora más digna de confianza; los hombres maduros son árboles torcidos que difícilmente se enderezan, y los ancianos no podrían destorcerse sin morir. Cada nueva generación contiene gérmenes de perfeccionamiento moral; ¡guay de los pueblos en que los viejos logran ahogar en la juventud los ideales y rebeldías que son presagio de renovación ulterior! Los que afirman la perennidad del orden moral presente conspiran contra su posible perfeccionamiento futuro.
III. De la religión.
62. Las creencias colectivas se idealizan en función de la cultura. La honda emoción del hombre ante los misterios de la Naturaleza dió origen a sentimientos religiosos, más tarde puestos al servicio del legítimo anhelo de perfección moral; aquella emoción y este anhelo, consolidados en muchos milenios de experiencia, parecen destinados a persistir en la humanidad, aunque variando de contenido y de forma. A medida que aumenta la cultura se plasman y extinguen mitos, nacen y mueren dogmas, se organizan y disgregan iglesias. La emoción ante el misterio aspira a depurarse de su contenido supersticioso, el anhelo de perfección moral se eleva a voluntad de ser mejor y de vivir entre hombres mejores; el sentimiento religioso, al idealizarse, conviértese en puro amor al deber, a la justicia, a la belleza, a la verdad.
Convirtiendo en función colectiva ese sentimiento, organizándolo, las religiones han tenido en sus comienzos un fin ético y han sido fuerzas eficientes de cohesión social, sin que a ello fueran obstáculo sus inevitables quimeras, debidas a la falsa explicación de lo desconocido por lo sobrenatural. Sólo más tarde, al constituirse en iglesias y ejercitar un poder temporal, han adquirido una estructura política y antepuesto los intereses materiales al fervor sentimental de sus orígenes. Al misticismo, rebeldía que afiebra las horas iniciales; ha seguido en las religiones el dogmatismo, osificación que apuntala intereses creados. Mientras los apóstoles creen recibir revelaciones y las narran en textos, los teólogos razonan para interpretar lo que no siempre creen y adaptarlo a las conveniencias de sus iglesias.
Frente a las religiones que envejecen y se materializan, el sentimiento místico sigue engendrando subversivas herejías, que puede el tiempo convertir en religiones nuevas; las actuales han sido heréticas de las precedentes, el cristianismo del judaísmo, el protestantismo del catolicismo, el unitarismo del protestantismo. En cada tiempo y lugar la herejía de los místicos ha sido un factor de progreso moral, ora desacatando los dogmas de las iglesias decadentes, ora afirmando la posibilidad de orientar el sentimiento hacia ideales éticos menos imperfectos.
En el devenir multisecular los pueblos se han apartado gradualmente de sus primitivas supersticiones, humanizando sus creencias y adaptándolas a condiciones sin cesar renovadas de la vida social. Los dogmas de las iglesias pueden considerarse tanto menos adecuados a los fines éticos cuanto más divino y sobrenatural se pretende su origen, pues el mejoramiento de la moralidad efectiva sólo es posible en los límites de lo humano y de lo natural.
63. La moralidad está en razón inversa de la superstición. Las religiones más supersticiosas son las menos morales, pues más atienden a la materialidad de las ceremonias que al contenido ético de la conducta. Lo mismo ocurre entre los adeptos de cada religión; la masa ignorante posee menor moralidad que las minorías cultas. El exceso de superstición excluye la primacía moral; son valores antiteticos.
Los elementos naturales del sentimiento religioso son permanentes. La emoción ante lo incomprendido suele sobrevivir a la pérdida de las creencias ancestrales, engendrando formas superiores de misticismo, desmaterializadas. Un dulce éxtasis optimista puede embargar a los que contemplan las armonías siderales, a los que buscan el unísono entre la mente humana y el infinito que la rodea: a los que ansían aumentar la felicidad entre los hombres. Las formas estéticas, morales, metafísicas o sociales del misticismo, son transmutaciones superiores del sentimiento religioso, libres de superstición y de dogmas.
El valor ético de la religiosidad no ha sido privilegio de ninguna iglesia determinada y las más bellas virtudes humanas no fueron gracia particular de cualquiera de los dioses. Todas las creencias, alguna vez inspiraron nobles ejemplos de conducta, que constituyen un patrimonio moral común a toda la humanidad.
Los pueblos que veneran más dioses no son los que practican más virtudes. Sólo después de adorar astros, animales, héroes, imágenes, aprende el hombre a elevar su veneración hasta ideales éticos. En todas las religiones la abundancia de las ofrendas y la crueldad de los sacrificios es signo de superstición, no de moralidad; las iglesias que manejan las unas y reglamentan los otros, son empresas en que la administración de los intereses temporales ha relegado a segundo plano las finalidades éticas.
64. La fe es pasión de servir un ideal. Es eterna y eternamente se renueva, porque no implica una creencia particular, sino un estado de conciencia que puede coexistir con todas. Los que aman apasionadamente un ideal demuestran fe si lo predican con firmeza o lo defienden con heroísmo.
La fe de los místicos es una fuerza para la acción, pero no es un método para llegar al conocimiento de la verdad. Un estado de ánimo que impulsa a creer apasionadamente es útil para obrar; pero como pasión que perturba el juicio, excluye la crítica y cristaliza la creencia, no es instrumento adecuado para investigar.
Por muchos senderos puede marcharse con igual fe, aunque persiguiendo distintos objetivos. No obra la fe de igual modo cuando adhiere a supersticiones muertas y cuando entusiasma por ideales vivos. Su intensidad puede ser la misma al servicio de la verdad o del error, pero no son iguales sus resultados; ora sostienen un pasado que se derrumba, ora construyen el porvenir que deviene.
El sentimiento religioso, expurgado de las supersticiones ancestrales, podrá convertirse, en hombres más cultos, en una pura aspiración moral que no contradiga a las verdades de su tiempo; perfeccionándose en función de la experiencia, inspirará el deseo de obrar moralmente, dignificando la vida individual y social.
Hora podrá llegar en que los hombres mejores no busquen la complicidad de utilitarios dioses, acaso inventados para consuelo de víctimas o para justificación de verdugos; la fe acentuará entonces las fuerzas morales que les impongan buscar en la sabiduría las fuentes insecables del deber y de la responsabilidad. Y cuando un hábito de siglos les haga mirar a lo alto, verán que un águila, el ideal, tiende sin cesar el ala hacia una estrella, sin alcanzarla nunca: la fe sobrevivirá a todas las supersticiones, compeliendo al hombre hacia la perfección moral, que es infinita.
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