Índice de Anarquismo de Miguel Gimenez IgualadaA manera de prólogo de Miguel Gimenez IgualadaSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERO, EL NOMBRE

En estos últimos tiempos, horribles tiempos de confusión de ideas y morales, de abandono de rumbos, como si se hubieran extraviado todos los juicios porque los cerebros nadasen en el caos, pocas veces he sido sacudido tan violentamente como al leer la declaración (confesión podría ser llamada) de uno que se llama anarquista, y que en seguida copio: ... quiérase o no, el equívoco de la palabra anarquista a secas sigue siendo uno de los mayores obstáculos con que tropezamos en la propaganda de nuestras ideas.

Muchas veces, muchas, he leído frases y juicios despectivos sobre el hombre anarquista, sobre la palabra anarquía y sobre anarquismo; pero siempre fueron juicios de gentes que tenían prevención hacia esas palabras por sentir horror hacia ciertas actividades de la mente y del hecho. El anarquista era ateo, irreverente, iconoclasta y negador absoluto de la autoridad, y las acciones a que se entregaba en virtud de sus conceptos de la vida, repugnaban tanto a los religiosos como a los políticos. Pero ahora, aunque la actitud no sea nueva (Malatesta y Fabri se llamaron indistintamente socialistas y anarquistas; Netlau abusó también de tal licencia; en el Movimiento Libertario Español se emplean ambos vocablos sin distinción, con lo que ayudan a confundir), no sólo recrudece la confusa indiferenciación, sino que se llega a afirmar que llamarse anarquista es un estorbo, o sea, que esa palabra causa un trastorno, un perjuicio, un mal. Indudablemente, es la primera vez que alguien se atreve a decir que para propagar las ideas anarquistas es un obstáculo llamarse anarquista, lo que sería igual a afirmar que para vender oro de ley no debe decirse que se vende oro, sino latón.

Yo comprendo que lo sea para algunos, y sé a ciencia cierta que lo es para muchos; pero sólo cabe hacerles una amigable invitación: aquellos a quienes les moleste o estorbe el nombre, que se lo quiten, que se lo borren. ¿Por qué han de llamarse anarquistas los socialistas? ¿Por qué han de continuar llamándoselo los que lo consideran como un estigma? ¿Por qué no han de poder tirarlo a la calle los que lo aguantan como un pesado fardo, y por qué han de continuar llevándolo a cuestas los que no pueden, no saben o no quieren ser lo que el nombre indica? Los que no pudieron ser nunca anarquistas, hicieron mal en llamárselo; los que, por repugnancia a la palabra, no quisieron serlo, cometieron crimen contra sí mismos al colocarse un nombre que consideraban pernicioso e indigno; los que no saben serlo por hallarse incapacitados para llevar a la práctica la severísima ética de no ejercer sobre ninguna criatura humana actos de gobierno, deben abandonarlo.

Los nombres indican lo que los individuos son, y quien voluntariamente acepta un nombre o se lo pone, haciendo que los demás lo llamen y conozcan por él, debe esforzarse en honrarIo, porque se honra al individuo honrando el nombre por el cual se le conoce, ya que tener nombre es tanto como tener crédito, puesto que en el nombre se refleja la persona, su moral y su fama.

Los que carecen de nombre forman la masa, que es tanto como oscuridad, montón informe, pues los que la componen carecen de nombre por carecer de luz. Masa, nombre colectivo cuando se refiere a conjunto de seres innominados de nuestra especie, es, a su vez, despectivo, porque repugna y hiere la sensibilidad del individuo, del nominado, del hombre. En la masa todo es pesantez: no tiene cerebro, ni víscera cordial.

Si no hubiera otra diferencia entre socialista y anarquista, bastaría saber que el socialista es el amigo y propagador de lo social (del conglomerado, del montón, de la masa), mientras que el anarquista es el gran amigo de la unidad hombre. El anarquista trabaja por la desintegración de la masa: quiere unidades humanas de verdadero valor, hombres de ideas limpias y refulgentes, cerebros que sean capaces de irradiar luz, por saber que sólo con hombres-hombres será posible vivir una vida armoniosa; el socialista necesita de la masa, sin la cual no viviría (la palabra nefanda es creación suya), porque desprecia a la unidad. Si pudiera, nos reduciría a todos a ceros humanos, tal y como hizo en Rusia y hace ahora en Cuba y en China.

El anarquista crea esencias de humanidad; primero, en sí, ayudando y estimulando a que los demás las creen en ellos y para ellos, porque no sólo intuye, sino que además sabe que las unidades humanas con brillante ética, no sólo no se dejan gobernar, pero que tampoco quieren gobernar, puesto que para él gobernar y prostituir son la misma cosa. Entre hombres libres no es posible el gobierno (esa actitud a-gubernamental tiene un nombre único y bien expresivo y sonoro: an-arquía); para que exista arquía es indispensable que haya masa, seres sin nombre, gentes que desconozcan la propia estimación. La labor anárquica -cultivo de valores humanos en los individuos de nuestra especie- es la de hacer sentir a todos el vehemente anhelo de elevarse a la hombría, pues cuando un hombre se eleva, cuando se siente excelso, no desciende jamás.

Hasta ahora posiblemente hubo necesidad de que el anarquista fuese el Gran Destructor, porque creyó que era útil nivelar el camino por donde habían de ir las generaciones que le siguieran; pero hoy debe trasponer con toda gallardía los linderos de la Destrucción para empezar a trabajar en los terrenos, todavía vírgenes, de la Creación. Sí, aunque parezca paradoja, todavía se mantienen en la más pura virginidad las nobilísimas acciones que nos pueden aproximar a los hombres, haciendo posible la concordia entre las criaturas de la especie humana; todavía la bondad es lo inédito. Y la bondad sólo el que ama al hombre puede plantarla en la tierra: el anarquista. Ya vemos si tiene una gran labor a realizar.

Pero para empezar esta gran labor, altamente moral y amorosa, de lo libérrimo contra lo rebañego, de la noble conducta contra la inconducta, de lo anárquico contra lo gubernamental, es preciso, primero, ostentar con orgullo el nombre de anarquista para saber quiénes y cuántos somos, quiénes, en este borroso y oscuro caos de apetitos de mando, se atreven a ser los Grandes Negadores de la Autoridad, porque sólo entre ellos aparecerán los Grandes Constructores de la Libertad que el mundo necesita, ya que no es un regalo de los dioses, sino que la engendran y paren los hombres. Por eso, es la hora de decir ¡presentes! los que no se avergüencen de llamarse anarquistas, y es también el momento de arrancarse el nombre los que lo consideren como un obstáculo.

Tirar el nombre es tanto como tirar al arroyo anhelos de mejoramiento y esperanzas de armonía humana, y recoger el nombre para levantarlo hasta la altura de la frente limpia y gritarlo al mundo al pasar por los labios, es tanto como declararse amoroso y virtuoso entre la podredumbre del ambiente y la fiereza de las costumbres.

Se confunden palabras, conceptos, acciones y morales llamándose indistintamente anarquista y socialista, anarquista y comunista, anarquista y colectivista, anarquista y libertario, como si todo fuera igual y lo mismo. Y no lo es. Ni las palabras son sinónimas, ni las acciones idénticas ni las morales semejantes. Si lo fueran, los hombres que de tan diferentes maneras se llaman, serían coincidentes. Y no coinciden porque piensan de diferente forma, no actúan de la misma manera ni observan la misma conducta.

El socialismo, el colectivismo y el comunismo son programas, sistemas; el anarquismo, atrevidisima concepción de vida libre, está por encima de todos los programas que sujetan la vida a una fórmula.

Cuando el socialismo, ei colectivismo y el comunismo no pasan de la esfera del pensamiento, no ofrecen peligro; pero el peligro existe cuando, por ser fórmulas elaboradas a priori quiérese, a fortiori, obligar a los hombres a que sujeten su vida al programa que algunos videntes trazaron, puesto que para obligar necesitan echar mano del aparato represor de los gobiernos.

Ni aun libertario y anarquista son palabras sinónimas. Libertario es el amigo de la libertad; acaso el que la siente, la pregona y quiere vivirla; pero anarquista es el creador de su libertad, pues la libertad no es un estado de naturaleza, sino concepción y creación del hombre.

En la línea ascensional de lo animal a lo humano, el primer peldaño lo ocupó el liberal, el que sintió y entrevió la posibilidad de vivir en libertad, gran avance de la mente en el caos ferozmente autoritario del hombre primitivo; el segundo lo ocupa el libertario, heredero del liberal; pero en la cúspide está el Creador, el hombre, el anarquista, el que yendo más allá y siendo algo más que naturaleza, crea libertad, nuevo componente que no estaba en el cosmos. Por debajo del liberal, primeras nobles inquietudes del hombre para alcanzar su libertad, está todo lo autoritario, incluido en ese fondo caótico el socialista.

Pongámonos un nombre claro, limpio y refulgente, porque es necesario que sepamos lo que somos y los que somos, y no nos avergoncemos de llevar el nombre que muchos pisan y otros tantos desprecian, si es que estamos dispuestos a honrarlo honrándonos. Anarquista es un bello nombre, el más bello nombre que puede sonar en labios humanos. Despreciado y sucio, podemos hacerlo luminoso si sabemos iluminarlo con la luz de nuestros más excelsos pensamientos, y dulce si logramos que tenga gusto a mieles porque sobre él destilemos los más exquisitos sentimientos de nuestro corazón.

Sí, sí, anarquista es bello nombre, tan bello, que decir anarquista es tanto como decir hombre que va tejiendo con su hermosa y limpia vida un bello poema de libertad.

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