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ANARQUISMO Y MISTICISMO
Sin duda porque dije en un capítulo, Lírica Anarquista, de mi libro Los caminos del hombre, que el cristianismo, a pesar de sus errores, seguía sosteniéndose porque sus poetas continuaban hablando de amor, alguien, que no me ha interpretado (posiblemente fuera yo el que no expresé con claridad mi pensamiento), ha dicho en una publicación que yo era un místico. Infinito le agradezco que se haya ocupado de mi persona y leído mis desgarbados escritos, pero me perdonará que deshaga el error que, vuelvo a repetir, quizá sea más mío que suyo.
No soy un místico, y, posiblemente, pocos anarquistas habrá menos apegados que yo al misticismo, pues podrán caer en él los que creen que anarquía es una idea salvadora, una especie de deidad; pero los que como yo consideran que es el hombre el creador de las ideas y, por consiguiente, el que las reforma y cambia, ése no puede ser nunca un místico, no podrá jamás abrazarse a una religión, porque los místicos se niegan a sí para aformar a Dios y lo que yo digo es que el hombre se afirme en sí y niegue a Dios, a todo Dios.
Yo digo que en humanidad lo que vale es el hombre y que los que se abrazan a las ideas con el mismo fervor conque los cristianos se abrazan a la cruz, son religiosos, y, aunque se llamen anarquistas, caen fácilmente en el fanatismo y en la intolerancia. Sólo entre esos creyentes pueden darse los místicos, porque sólo ellos creen que las ideas valen más que los hombres. Y ése es el religo.
Lo que he dicho y repetiré hasta el cansancio para que me oigan los sordos, es que debemos observar detenidamente los inmensos vuelos de los poetas místicos, debiendo esforzarnos en sobrepasarlos en potencia creadora y en vuelo lírico. Dijo San Bernardino de Laredo que la oración es vuelo del alma hacia Dios. Pues bien; el día que nuestro vuelo lírico vaya del hombre al hombre, y el sentimiento y la belleza que pongamos en nuestro amor fraternal sean superiores al sentimientó y belleza con que los místicos engalanaron su amor a Dios, el cristianismo, sobrepasado en belleza por nosotros, habrá sido vencido, y el humanismo, el anarquismo, bellísimo ideal de convivencia armoniosa y fraternal, no vencerá a los otros idealismos sino sobrepasándolos en belleza, para lo cual el anarquista debe ser no sólo el más humano entre los humanos, sino el más exquisito entre los exquisitos y el más fraterno entre los hermanos. Y lo que agrego con frecuencia a mis escritos es que con palabras huracanadas o groseras no se convence a nadie. Ríanse los que quieran reírse: la anarquía, concebida en virtud de uno de los mayores atrevimientos de la mente humana, seguirá siendo el ideal de unos cuantos, mientras otros se esfuercen en mantenerla en las tenebrosidades de la violencia. Es preciso, pues, hacerla resplandecer; y únicamente adquirirá ese brillo, si los que se dicen anarquistas llevan, cada uno y todos, unas vidas limpias, unas vidas sin mancha. Es el individuo anarquista el que deberá dar a conocer la anarquía como ideal único de fraternal armonía; pero para eso el pregonero o misionero tendrá que llevar una vida también única, en bondad, en belleza, en amor, en sabiduría, en modestia, porque lo soberbio y lo violento, que no son ni fueron jamás virtudes humanas, pueden triunfar -el triunfo de la violencia nos ha conducido a esta era atómica-, pero lo que no pueden hacer ni harán jamás será vidas armónicas. Y todavía está por probar que sea necesario presentar la belleza envuelta en suciedades.
El anarquista tiene que plantar en la tierra lo que nunca hubo: la lealtad al hombre, al individuo, su posible compañero y su real hermano. Porque se fue leal al Señor, a la patria, a la secta, al partido, al sindicato, pero nunca al hombre. Se aborreció lo natural y se fue esclavo de lo sobrenatural: de la idea. Y es que creer es tanto como vivir ciego, considerando que la luz exterior le guía (ciega es la fe), y gozando con vivir en oscuridad, porque la luz según todo creyente, no es luz suya, sino de Dios: de la secta o de la organización. Por eso tenemos que cambiar nuestra cultura, cambiar también la idea de lealtad. Si me soy leal a mí y no a Dios, veré la luz en mí y no en Dios, y al abandonar totalmente, absolutamente, esa idea de Dios podré empezar a amarme, a serme leal. De mi amor a mí brotará el amor al hombre, a lo humano, y de éste, el amor a la humanidad. Hace falta, pues, desterrar de la mente a todos los dioses para poder ser leal al hombre.
He dicho que la fe es ciega, y así lo han pregonado todos los místicos. No hay diferencia entre el fervoroso creyente en Dios y el fervoroso creyente en la Anarquía cuando ambos consideran que esas representaciones idelógicas que llenan sus mentes pueden realizar el milagro de hacer felicies a las criaturas. Esos dos entes que tienen fe en Dios o en la Anaarquía, perseguirán al hombre cuando no quiera reverenciar a esos dioses. Y es que la fe y el fanatismo se cultivan en todas las iglesias.
La fe es un abismo, y en ese abismo se pierden todos los místicos: los que aman a ese Ser extradimensional que llena el orbe; los que se sumergen en esa concepción de Sociedad que envuelve a seres y a cosas, y los que se pierden en ese orden nirvanal donde todo es deliquio, ya que los místicos del Socialismo tienen la misma fe ciega que San Juan de la Cruz.
A ningún místico le interesa el conocimiento de los hechos ni de los hombres, porque todos tienen bastante con su dios, con lo que quiero decir que todo místico se deshumaniza, se vuelve antihumano y contrahumano, porque lo humano, que es lo feo, le molesta y hiere (1) De ahí que el místico no pueda pensar, sino sólo creer. Si pensara, llegaría al conocimiento; pero él no busca el conocer, sino bañarse, hundirse, perderse en lo divino. Comprendamos por qué el místico no es, no puede ser generoso para con los humanos: el místico pide a Dios, quiere a Dios para que Dios lo ayude, sostenga y salve. El místico es, por lo tanto, el ser más pobre de la tierra, el que más auxilio necesita, explicándonos ahora por qué vive llorando y maldiciendo. Llora cuando cree que Dios no le dispensa los favores que le pide; maldice cuando mira a los hombres, porque cree que los pecados de éstos pueden arrebatarle la gracia divina.
Hay, pues, una diferencia bien notoria entre el místico y el humano (el anarquista). Los dos hablan de amor, los dos hablan de luz; pero el místico habla de amor a Dios y de luz divina, luz del cielo que desciende a él como una gracia, mientras que el hombre habla de amor al hombre y de luz propia, luz del entendimiento, creada por él y en él.
Como se ve, son dos posturas o dos posiciones diametralmente opuestas. El místico se vacía de todo lo terreno y humano para llenarse de cielo y de Dios; el hombre expulsa de sí toda idea de Dios para poder estar más pleno de sí. Por eso, el místico renuncia a él mismo, no quiere ser humano, porque según él, no siéndolo es como puede fundirse con Dios, haciéndose él también divino.
Por lo ligeramente expuesto podemos ver que en el místico todo es negación humana, siendo, por consiguiente, todos sus signos negativos para la armonía de los hombres. De ahí que en él todo sea anonadamiento; mientras que en el hombre todo es pujanza. Este quiere ser; aquél apetece no ser. Y el no ser no es ni humildad ni aun modestia humana, grandes virtudes de los hombres excelsos; el no ser ni querer ser es abandonar las potencias de sí, por considerarlas pobres o deformes, para recibir las maravillosas potencias de Dios.
De ahí que el místico rechace todo dato que le suministren los sentidos y aun todo trabajo de la mente, porque llega al conocimiento cuando se niega a conocer: por la fe.
Considera la Iglesia que el cuerpo no llega a Dios; pero sí el alma, el espíritu, lo que es de Dios y aun Dios mismo. Y como el cuerpo, incapacitado para la percepción de efluvios divinos, es por sí mismo despreciable, cuando las almas en éxtasis se ponen en comunicación con Dios, los cuerpos callan. Santa Teresa de Jesús dice cuando vuelve de sus arrobos, que no puede expresar la magnificencia del reino de Dios, y San Juan de la Cruz calla por saber que toda palabra es pobre para hablar de tantas maravillas. Lo místico, amor a Dios, se opone a lo hUmanno, amor al hombre; y se opone porque el místico desprecia la carne pecadora. En cambio, el hombre ama la bella carne porque en ella ve representada a la madre, a la esposa, al hijo.
El mayor desamparo en que el místico podría hallarse, el mayor vacío que podría sufrir sería el vacío de Dios. Estar sin Dios le horrorizaría. De ahí que al que el fervoroso creyente considera vacío de Dios, no le importe matado por creer que el mayor pecado es vivir ausente de la divinidad (2). El que niega a Dios es el mayor blasfemo: merece la hoguera. Sin embargo, la blasfemia humana es negar al hombre. Y quien lo niega, no merece la hoguera ni la muerte, castigos de todos los torquemadas, sino amor y enseñanza de amor, pues sólo envolviéndolo en los perfumes del amor humano puede llegar a amar y adquirir la hombría.
Según San Pablo, las criaturas son instrumentos y ocasiones del pecado, por lo cual gimen esperando ser libradas de esta servidumbre de corrupción. Con ese criterio, que es el de la Iglesia, ¿cómo pueden los cristianos llevar a cabo bellas obras de humana armonía, si al saber que sus cuerpos son instrumentos del pecado, o sea viles, se desprecian unos a otros entre sí y todos al género humano? Los que pueden realizarlas son los que sienten el gozo de vivir, los que experimentan el placer de su propia alegría de vivir, los que gustan con fruición las esencias de su propia vida viviendo sin dioses y en amor. Y si los místicos, cuando vuelven de sus éxtasis, aseguran que no pueden hablar porque la palabra es pobre para expresar las maravillas del reino de Dios, el hombre, creando nuevo lenguaje, nueva lírica anárquica, expresará sus sueños de armoniosa convivencia anárquica, despertando nuevos apetitos y nuevos anhelos de un vivir fraterno.
Podrá asegurar San Pablo que la sabiduría de este mundo, delante de Dios es locura, dando a entender que nada vale lo humano frente a Dios, y afirmar San Juan de la Cruz que para subir a Dios, para fundirse con Dios, alcanzando la perfección, es preciso vaciarse de todo lo humano, despojarse de todo lo humano, purificarse de todo lo humano, porque sólo cuando el individuo se vuelve no-humano es cuando puede alcanzar la perfección en Dios; pero a pesar de estas locuras místicas -el estudio del místico corresponde al psiquiatra-, el hombre avanza hacia el hombre tendiéndole las manos, no siendo ya su enemigo, sino queriendo ser su hermano. Y esta labor le toca acelerarla al anarquista, al nuevo hombre que nace en medio de este caos: al hombre humanizado.
Todos venimos de la misma raíz y todos somos ramas del mismo tronco; pero aunque todos deseemos también dar fruto y algunos lo hayan dado, no debemos escarnecer a los que no lo dan, sino, al contrario, cuando están dormidos deberemos poner entre sus hojas nuestra más bella flor para que al despertarse sientan la alegría de haber florecido.
No soy un místico porque no creo en Dios, en ningún Dios. Lo que yo digo y pregono es que debemos renacer a una nueva vida, bella y magnífica, aun en medio de este mundo tenebroso y corrompido, y por lo que yo me esfuerzo es por vivir en plena armonía con lo que pienso y digo: con mi compañera en el hogar; con los que como yo sufren, en el trabajo; con todos los hombres nobles y de buenas voluntades, en todos los momentos de mi vida.
Y a esta manera de pensar y de obrar no puede llamársele misticismo sino humanismo o anarquismo, que, para mí, son una y misma cosa.
Notas
(1) Por este fenómeno de retrogradación mística, de deshumanización, se han reído algunos anarquistas cuando hablamos del hombre, de la unidad humana. Y es que a ellos no les interesa tampoco el hombre sino la organización, a la que quieren que se someta todo. Y quien analice, llegará a la conclusión de que ese concepto no difiere en nada del concepto eclesiástico.
(2) Comparemos: lo mismo que al cristiano le sucede al fascista, y al comunista, y al socialista, y al sindicalista; y si a todos les sucede igual -analicemos serenamente el fenómeno- es porque se hallan vacíos del hombre y llenos de Dios. (Bien entendido que Dios es para ellos la secta, el partido o la organización a que pertenecen).
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