Índice de Anarquismo de Miguel Gimenez IgualadaAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LA VOLUNTAD DEL SER

Hay quien cree que sólo es fuerte el que ataca, el que se entrega a la guerra, y el que así cree o piensa, es porque desconoce la enorme fuerza humana que es necesario desarrollar para ser suave y dulce cuando todos guerrean. De ahí que los que mucho gritan, ignoren la fuerza de voluntad que se necesita para no blasfemar en medio de este permanente tumulto planetario.

Verdad que hay seres en los que domina por completo el instinto; pero también existen, y esto nos alegra, aquellos cuyo organismo es regulado por ellos a voluntad.

Con sólo comprobar esto hemos hecho una división en subhombres y hombres; en seres sin conciencia de sí, que son movidos por los huracanes de todas las desdichas, e individuos con conciencia que se mueven por propia voluntad; en temperamentales, temperamento irritado por cuanto les rodea, y en hombres serenos que analizan el medio en que viven para mejorarlo; en los que son juguete de todas las pasiones, y en los que las dominan; en los que, carentes de personalidad, permiten que otros dejen en sus carnes el imborrable sello de sus dedos, y en los que se atreven a ser escultores de su vida; en los que se abrazan a una doctrina y en los que dicen palabra nueva.

Sólo el hombre que ha adquirido conciencia de sí puede esmerarse en hacer bella y magnífica su personalidad, porque sólo él pone su voluntad a su propio servicio, trabajando con tesón para elevarse por encima de todas las pequeñeces y miserias, y sólo el que no se aprecia, el que carece de estimación propia, que es tanto, en ciertos casos, como carecer de la voluntad de ser, es el que se enreda en pequeñeces, tal y como si se envolviera en sus propias miserias.

¿Qué vale que se diga que el anarquista posee un ideal de belleza y de bondad, el más bello ideal de armonía y de convivencia fraternal, si no trabaja para que ese ideal sea realidad, si no crea belleza ni hace el bien? La especulación de la mente carece de valor cuando las manos permanecen quietas, y el pensamiento deja de ser fecundo cuando la conducta, la acción, no responde a la palabra. Pensar y hacer deben ir juntos, porque el pensador debe ser hacendoso.

No se puede negar que dentro del anarquismo ha habido y hay fuertes personalidades; pero también podemos asegurar que ha habido y hay voluntades debilísimas para hacer el bien. Tan no las hay que los más voluntariosos predican frecuentemente el mal, porque sus palabras van casi siempre envueltas en un torbellino de violencias, desconocedores, no sé si por falta de cultivo, de las exquisiteces y delicadezas que debe tener el tono humano. El día que el anarquista adquiera el conocimiento, y con éste la certeza, de que por muy hermosa que sea la sabiduría es más bella la bondad, se dedicará a ser bondadoso, y por ese solo hecho (hacer bondad) transformará el mundo, ya que no ha sido posible transformarlo hasta ahora, porque todos, o casi todos, estuvieron dedicados a rivalizar en violencia.

La religión tuerce la voluntad porque la dirige hacia un solo fin: la exaltación de Dios, y todo el que tuerza la voluntad humana aconsejando al individuo no ser humano, atenta contra la armonía universal porque prohibe la formación de unidades armoniosas que pongan su voluntad en crear armonía en sí, en su medio y en el mundo.

El que le diga al hombre: No seas. No esfuerces tu voluntad en tu propia realización humana, porque la finalidad de tu vida es fundirte con el Gran Todo, ése, llámese como se llame, es un religioso, ya que así hablan el cristiano, el mahometano y el socialista, aunque la entelequia del Gran Todo sea diferente para cada uno de ellos. El que se detenga un poco a pensar notará que quienes así hablan, aunque se atrevan a llamarse anarquistas, no son hombres libres.

Verdad que las ideas influyen grandemente en los caracteres, pero siempre que se posea la fuerza de voluntad para experimentarlas en uno mismo, pues si no se hace así, si no se practican, son como abstracciones sin valor, porque sólo son potencia cuando se asocian con la voluntad.

Sabe el avaro que su pasión es mala; sin embargo, carece de voluntad para dominarse y sigue acumulando aun a expensas de sus mismas comodidades y de su misma vida. Así, también saben ciertos anarquistas que es malo el autoritarismo y la violencia, y por falta de voluntad para el bien se dejan arrastrar por iracundias y por pasiones que les enturbian el raciocinio, convirtiéndolos en piedra de catapulta, y por creencias que les hacen perder el equilibrio moral. No ignoran, no, lo que es el bien; pero carecen de voluntad para hacerlo, por lo cual puede aplicárseles aquel refrán español no es lo mismo predicar que dar trigo, ya que si predican el bien, no saben vivirlo. Los que hablan de nobleza deben poseer ese noble sentimiento y hacerlo rector de todas sus acciones; pero si sólo se sabe hablar de acciones nobles sin ejecutarlas, la palabra y la idea carecen de virtualidad.

Naturalmente cuesta mucho trabajo -yo lo sé- dominarse, forjarse, irse haciendo como uno mismo quiere ser, porque hay que limar muchas asperezas y frenar muchos ímpetus para modelar su propio carácter, que no es hechura inconmovible de un dios, como algunos creen, sino producto de la propia voluntad de dominio de sí, de la autodeterminación de ser, del querer ser como a uno le place, ya que los que permiten que sus pasiones jueguen con ellos, carecen de carácter por carecer de personalidad. Por eso, los que no llevan en sí sentimientos emancipadores, no comprenderán nunca las reacciones psíquicas de los que los llevan porque los crean.

Hablar y obrar: esas dos palabras enlazadas deben imprimirlas los anarquistas sobre su corazón para demostrar la voluntad de hacer.

Los que gritan y vociferan creen que son ellos los que hacen; pero viven equivocados: la acción no está en la voz, en el destemplado rugido, en la palabra gruesa; la acción se produce cuando cerebro y sentimiento se deciden a trabajar, porque la acción no es grito sino trabajo.

Yo lucho todos los días contra lo que me entorpece el paso, lo que me prohibe avanzar, lo que se opone a que yo sea libre obrando libremente. Esta lucha diaria, constante, es la que mantiene despierto mi sentimiento de libertad, y para continuar esa lucha pongo en acción todas las potencias de mi ser, incluidas en ellas la voluntad, mi voluntad de ser libre y ser dulce, no de ser libre para ser grosero, no libre para actuar como un déspota. Quiero decir con esto que todos los días hago esfuerzos para conquistar mi libertad, habiendo llegado a la conclusión de que soy tan libre como puedo serlo.

Por eso me río cuando alguien se conforma con la palabra derecho, afirmando que tiene derecho a ser libre, porque entonces es que se conforma con una libertad abstracta no efectiva, es que no ha formado todavía su carácter, que no ha conseguido todavía su unicidad. Y no quiero decir que el hombre haya de ser inalterable, puesto que sería desconocer la verdad de que la vida, aun en su continuidad, es un constante cambio, sino que lo que deseo hacer ver es que no se puede actuar avanzando y retrocediendo, y volviendo a avanzar y a retroceder, negando y afirmando y volviendo a negar y a afirmar, pregonando hoy la guerra y mañana el amor y al otro día nuevamente la guerra como acción fecunda, exaltando hoy los valores del hombre y a poco los de la colectividad contra el hombre. Hay valores constantes que el anarquista debe descubrir y crear en sí, y cuando los descubre o crea, mantenerlos y perfeccionarlos. Entre esos valores figura el sentimiento de la dignidad. Por eso es necesario que el anarquista, para serlo, se cree su propio carácter, el que ha de ser como firme basamento para poder entregarse a acciones elevadas. Y acción elevada no es, no puede ser, me niego a creer que sea, la glorificación de la violencia, instinto de la animalidad y canción brutal de la bestia no humana.

Fascistas y comunistas, católicos y autoritarios en general pueden exaltar todos los más bajos instintos de la especie, ya que necesitan seres acéfalos en sus rebaños; pero el anarquista debe ser pregonero y hacedor de todo lo bello, noble y grande que pueda hacer.

¡Ah, cómo les gusta a algunos desenterrar cadáveres para saber lo que dijeron cuando fueron seres vivos!; pero, en cambio, ¡cuán poco se entretienen en echar una mirada al mundo que les rodea para ver, por sí, transcurrir la vida! De ahí resulta que hay muchos eruditos y pocos pensadores.

Para saber quién es uno cualquiera de tus amigos, podrás preguntarle qué hace, y si te contestase, como contestan casi todos, que lee y critica, su labor es estéril. No crea; no fecundiza su vida; no pare ni pensamientos ni acciones, porque gritar y arañar no es fecundar. Y éstos, y sólo éstos, los destructores, son los que afirman que destruir es crear, pues los creadores afirman lo contrario: que crear es traer algo nuevo a la vida, hacer al mundo el regalo de algo que no existía, ni en palabra ni en caricia.

Para la creación tiene una gran importancia el conócete a ti mismo, porque al conocimiento de sí sólo se llega tras un constante trabajo de observación, sabiendo entonces, y únicamente entonces, cómo se reacciona contra sí, cómo se modifica el temperamento y el carácter, qué fuerzas es preciso poner en juego para dominar los propios arrebatos, cómo se reacciona contra el medio, cómo se dulcifica el carácter o cómo lo tuercen las exasperaciones y los odios haciendo al hombre intratable por insociable. Quien no se conoce, no puede corregirse, no necesitando, por consiguiente, ejercitar su voluntad; pero quien se conoce, quien desea mejorarse, quien considera que a la vida armoniosa y hermosa que sueña sólo es posible llegar por un ininterrumpido mejoramiento de la persona, ése sí necesita poner en movimiento su voluntad, y la pone para cambiarse de algún modo o manera todos los días. De modo que se modifica el que quiere modificarse, el que sabe que de él depende ser hoy mejor que fue ayer y mañana mejor que es hoy. El que llega al conocimiento de sí sabe que su vida ha sido un permanente cambio, llevándole su razonamiento y su sabiduría a afirmar que seguirá cambiando: en pensamientos, en sentimientos, en acciones, en moral.

En cuanto al erudito, me da pena, no me asusta. Veo que ha realizado un trabajo inútil al acumular citas de autores a los que considera como autoridades, y cuya autoridad pongo yo en duda, lo que le exaspera. Así le veo poner cara de asombro cuando al citar a un personaje de la historia, le digo que lo que aquél afirma no es cierto para el momento presente, ya que el erudito cree que su autor predilecto habló para todos los hombres de todos los climas y de todos los tiempos. Y es que no se da cuenta de que la reforma interior, la propia, no puede acometerla nadie en beneficio de otro, sino que cada uno tiene que hacerla en beneficio propio, porque se puede, sí, tomar ciertas máximas ajenas como estimulantes, pero como la palabra no es acción, deberemos accionar descubriendo en nosotros los beneficios y bellezas de la virtud cuando nos hayamos convertido en virtuosos.

Hay algo que debe ser tenido muy en cuenta: se puede volver a la animalidad. Y vuelve irremisiblemente el que por no poner su voluntad en ejercicio para elevarse cada vez más, se deja adormecer por el ambiente. La pereza de pensar le prohibe avanzar, ya que le es más cómodo recibir la orden de moverse. Y éste es uno de los muchos perjuicios que causa a la vida el comunismo, todos los comunismos: que prohiben pensar, como lo prohibe la iglesia, como lo prohibe el falangismo español y lo prohibía el nazismo. Naturalmente, no necesita ejercitar su voluntad el que cree que Dios forma su carácter y le tiene ya destinado un puesto en la gloria; pero la necesita el descreído de todas las metafísicas, el que se considera fuerza en sí, el que sabe que sólo por su voluntad y esfuerzo puede mejorarse. Este, que es el que se sabe creador, el irreverente que no hace caso de las teorías fatalistas que tratan de paralizarlo, saltando por encima del viejo pesimismo, ejerce sobre sí su influjo, queriendo ser cada vez más armonioso y más bueno. Fijándonos detenidamente en él y estudiándolo con cariño, veremos a poco que profundicemos, que sólo él puede ser anarquista, porque sólo él puede llamarse hombre libre, pues no es hombre libre -no lo es ni puede serio- el que acepta para su vida la dirección de un Dios, sea el que fuere; ni lo es ni puede serio el que acepta como artículo de fe la palabra de Kant o de Kropotkin, porque la sujeción voluntaria a un hombre o a una doctrina, tomando su palabra como verdad inmutable, es inequívoco signo de esclavitud. El que cree que el conjunto de ideas morales expresadas por los mismos anarquistas, sus propios compañeros, determinan o deben determinar sus acciones, su conducta y hasta su vida misma, vale tanto para la libertad como el que se deja sugestionar o acepta el determinismo de las reglas morales de la Iglesia. Dentro de una teoría determinista de la vida no cabe la libertad de acción, puesto que el determinismo, considerado como fuerza actuante e ineludible, destruye todo sentimiento y aun toda idea de libertad individual, ya que frente a ese determinismo la libertad es esclava. No necesitaríamos esforzamos grandemente si tratásemos de formar una igualdad matemática con las palabras determinismo y predestinación, tan gratas a todos los que tienen miedo de ser por sí, de actuar por sí, de responsabilizarse ante sí, de cambiarse por su propia voluntad, pues éstos consideran que en la naturaleza existen fuerzas ineludibles, determinantes y predestinadoras. De esto -a lo que quiere dársele inútilmente un carácter científico-, no hay un paso de distancia al sino o al destino en que creían nuestros abuelos.

A la libertad se llega queriendo, no por predestinación ni determinismo de ninguna clase. Y llega, o, mejor, la conquista o la crea, el que trabaja por sí y para sí: el que quiere ser libre. Y de la misma manera se crea o adquiere la bondad, ya que no es mercancía que pueda comprarse ni de la que pueda hacemos regalo cualquier dios o cualquier organización. Sí, sí, la bondad también se crea, se va forjando cuando el individuo va desarrollando su propia facultad para hacer el bien. Porque creada esa facultad, libre es el individuo de hacer trabajar su taller de forja, del que salgan, sin determinación que no sea de su voluntad, acciones bondadosas que sean como preciadas joyas.

Posiblemente no sea bondadoso el que no quiere serlo (no sé si sería posible encontrar un hombre -sería esto un fenómeno- que conscientemente se niegue a hacer el bien), pero si se pudiera despertar el apetito de amor en el no amador, quizás el individuo quisiera amar y, por quererlo, pondría en movimiento todas las palancas de su ser para crear su propio instrumento: la facultad de amar y de hacer bien.

Verdad que recibimos de fuera ideas de bondad; pero esas ideas no nos sirven mientras no pasan a formar parte de nuestro caudal cultural y afectivo, en cuyo caso ya son ideas nuestras. Pero las ideas permanecen estáticas en nuestro cerebro mientras la voluntad no las pone en movimiento haciendo que actúen de acuerdo con nuestra facultad creadora de actos de bondad. Por esto, quien no crea en sí esas ideas de afecto, de ternura, de bondad, no puede llamarse humano aunque sea un sabio. El hombre afectuoso, que es el que ha creado en sí una idea-sentimiento de afecto, al actuarla, al ponerla en movimiento para hacerla efectiva, es el hombre por excelencia.

No hay ni un anarquista, no puede haberlo, que no tenga idea del bien, pero lo que en él lucha para no poner en práctica ese bien, que él no considera necesario, es lo que le queda como residuo de la fuerza animal, de predatorio, de fuerza antianárquica. Su voluntad para el bien y su idea del bien no forman pareja, y la idea del bien carece por sí sola de toda eficacia.

Las ideas-fuerza de Fouilleé, teoría aceptada y pregonada por Kropotkin, y cuyo precursor fue Proudhon al asegurar que la idea de justicia era, por sí, y en sí, una fuerza, es hipótesis falsa, total y completamente falsa. La idea necesita del sentimiento, y ambos de la voluntad para moverse y ser fecundos. Donde no hay voluntad todo es impotencia, aunque haya anidado la idea en un cerebro. Tenemos, pues, que ser dueños de nuestros actos, siéndolo antes de nuestras voliciones, y aún antes, si queremos ser los directores de nosotros mismos, tenemos que crear, con el carácter, la facultad de dirigirnos a voluntad, dominando nuestras pasiones, arrancando de nosotros lo que consideremos que no nos sirve para ser cordiales, determinando nuestras acciones y regulando nuestra vida. Es decir, dominando las ideas-fuerza de Fouillée y de Proudhon hasta reducirlas a nuestro vasallaje, pues si hemos negado en nuestro corazón a todos los dioses, no podemos aceptar, ni aun en nombre de la anarquía, otras fuerzas espirituales de las que tengamos que volvernos esclavos, puesto que según los creadores de tal teoría esas ideas-fuerza nos gobiernan aun contra nuestra voluntad. Y tenemos aquí otro nuevo determinismo -una especie de dios- y otra nueva debilidad.

Sólo iremos hacia el bien, queriendo, no siendo empujados, pues sólo así podremos trabajar con conciencia por la armonía humana y universal, ya que los que no quieren ser humanos, es decir, bondadosos, son antianárquicos por antiarmoniosos.

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