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VIOLENCIA
¿Podríamos afirmar con tanta gallardía como honradez, que respetándonos los hombres hasta el punto de no ejercer unos dominio sobre otros, podría encauzarse la humanidad, saliendo de este caos en que los gobernantes la han hundido? Sí, honradamente podemos afirmarlo, pues la práctica de imponerse unos a otros, pretendiendo que vivamos todos de manera antinatural por inhumana, produce constantes desequilibrios, ya que la humanidad (las criaturas que la componen) necesita salir de este marasmo en que se la obliga a vivir, para respirar a gusto en libertad. A los esfuerzos de los hombres para restablecer el equilibrio perdido llaman algunos fenómenos sociales, aunque la humanidad, que es una realidad, no tiene que ver nada con lo social, que es un concepto.
Yo no digo, ni quiero ni puedo decir que los hombres de gobierno, todos los hombres de gobierno, sean personas deshonestas y malvadas, porque ni debo ni quiero dividir a la humanidad en dos partes antagónicas: malos y buenos, gobernantes y gobernados. Por amor a mí mismo y a mi libertad, sentimiento mío, consubstancial con mi persona, declaro que no soy ni puedo ni quiero ser comunista, ni soy ni puedo ni quiero ser religioso, porque el comunismo exige, como la religión, que se crea en él y se viva y se obre de acuerdo con lo que ordenan sus códigos morales, y yo ni puedo ni quiero convertirme en voluntario esclavo; pero afirmo -lealtad obliga-, por haber convivido con algunos de ellos, que hay comunistas muy dignos y religiosos honorabilísimos. De modo que lo que digo es que el ejercicio del gobierno, del mando, seca el corazón, y que la costumbre de someter a otros contra su voluntad mella los mejores sentimientos humanos cuando no los descuaja. Por eso repito con frecuencia, haciendo sinónimas las palabras gobierno y dominio, que régimen de gobierno es igual a régimen de dominio, y que el ejercicio de dominar hombres, de imponerse a ellos, es perturbador tanto para los que dominan, que se convierten en entes pasivos de los regímenes que sirven, como para los dominados, a los que los dominadores transforman en cosas. Y si los convertidos en entes y los transformados en cosas perdieron sus atributos de hombria, no se hallan en condiciones de concertar con los demás hombres una convivencia armoniosa. El orgullo de los que se consideran superiores a los sometidos, su arrogancia, su altaneria, su soberbia, les obliga a ser despóticos, atrabiliarios, irrespetuosos con sus prójimos, y siempre y en todas sus manifestaciones, violentos. Y la violencia separa, no une; enemista, no suelda voluntades.
Viendo actuar a los violentos, aunque no sea más que a la ligera, se comprenderá que la violencia no se manifiesta en la criatura humana más que cuando uno trata de imponer a otro su conducta o su creencia. De ese querer imponerse nace, por lógica, la reacción natural a sacudir el yugo, y cuando uno insiste en oprimir y el otro en no querer ser oprimido, se produce un choque: explota la violencia que podríamos llamar libertadora, para sacudir la que llamaremos opresora. Y eso sucede en los hogares chocando unos hermanos con otros, en la calle al rechazar la preponderancia que un amigo pretende tener sobre su amigo, y entre los pueblos cuando, como aves de rapiña, unos gobernantes tratan de apoderarse del territorio de otros o imponerles creencia o tributo. La insurrección de diez o de cien hombres se fundamenta éticamente en las mismas causas que la insurgencia de un oprimido contra su opresor.
Cuando esa insurrección cunde y los insurreccionados ganan las calles con sus protestas y voceríos, los gobernantes llaman a los insurrectos gentualla, plebe, turba, sin tener en cuenta que esos indignos apelativos deberían ser ellos los que se los aplicasen, porque ellos fueron los que obligaron a los sometidos a ganar las calles, cansados ya de sumisiones y despojos. Y a eso es a lo que los socialistas llaman fenómenos sociales cuando ellos no ocupan el poder, e insurrección ilegal cuando son los gobernantes, que así son apreciadas las acciones según sean instigadores o sufridores de ajenas instigaciones, ya que en los vaivenes políticos unos sufren hoy las presiones e injusticias de otros, y éstos promueven mañana tumultos contra los que ayer los promovieron. En medio de esos vaivenes, sin apoyo, sufriéndolos a todos, se encuentran los llamados por unos y por otros gentualla cuando los amotinados no responden a sus fines políticos. Es decir, en medio de esos vendavales de odio, que desatan los hombres del poder o los que lo apetecen, sufriendo encontronazos, desprecios y ultrajes se hallan los hombres del trabajo, a los que todos hacen promesas y nadie cumple.
Hay quien asegura -un filósofo marxista, Marcuse- que el aumento de violencia en el mundo se debe a la tecnificación; pero eso sucedería cuando los técnicos gobernasen, cuando la tecnocracia se hubiera impuesto en el planeta, porque el hombre hubiera quedado sometido a los gobiernos formados por técnicos, y aun en tal caso no se debería culpar a la técnica que, por sí, no dice ni hace, sino a los técnicos, que no es cosa igual. El técnico, aliado del hombre de ciencia, cuando no su intérprete, no es violento ni como tal técnico necesita serlo; lo es cuando quiere imponer su criterio a otro, cuando quiere obligarlo a su manera de interpretar y hacer, en cuyo caso desaparece el técnico para dar paso al hombre atrabiliario y despótico. La técnica, como instrumento del hombre, puede ser y es un eficacísimo auxiliar suyo, pero sólo personalizando a la técnica, considerándola como un diablillo díscolo y maligno, puede decirse que la técnica hace al hombre violento. Han pasado los tiempos de los dioses y de los diablos y sólo en el hombre debemos buscar cuanto al hombre atañe, lo beneficie o lo perjudique.
¿Que la violencia aumenta? Es muy natural. ¿Que los jóvenes, descontentos, promueven disturbios y algaradas? Es de perfecta lógica. La violencia aumenta por haber aumentado antes la dominadora presión de los gobiernos, por haber cometido los gobernantes contra sus gobernados -leamos oprimidos- desmanes tras desmanes, por haber llevado a cabo contra las unidades humanas crímenes y más crímenes. Porque seamos francos y tengamos el valor de decirlo: ¿qué fueron esas dos últimas guerras universales, declaradas por unos gobernantes paranoicos, sino un monstruoso atentado contra la humanidad, puesto que el crimen alcanzó cifras que ensombrecen las mentes, ya que murieron más de cincuenta millones de jóvenes que se hallaban en la flor de la edad? Y el marxismo ¿qué es sino la opresión elevada a la máxima potencia? Desde que el marxismo se hizo sistema de gobierno, los gobernantes marxistas han cometido más atentados contra el género humano que cometieron antes de ellos todos los déspotas de la tierra. Así, resulta un pobre infeliz Iván el Terrible al comparado con Stalin, y el ario Atila un loco inofensivo cuando lo medimos con el ario Hitler. Y no sirve de disculpa afirmar que Hitler era un loco, pues si Stalin estaba en su sano juicio, la monstruosidad del ruso no la alcanza a concebir la mente humana, porque, según se asegura, durante su reinado hizo asesinar a treinta millones de infelices criaturas.
De modo que el socialismo, que es una exarcerbación del poder, no sólo no pudo resolver el problema de la armoniosa convivencia humana, sino que no podrá resolverlo jamás. Sin embargo, son estos hombres fríamente violentos los que hablan de paz, cuando no es posible hablar honradamente de ella si ese sentimiento de respeto que la engendra no tiene nido en las mentes de los hombres.
Y ahí, en ese esbozo ligerísimo, puede encontrar quien sepa buscar y quiera analizar, los fundamentos de la violencia actual. ¿No se escuchan hoy entre las ráfagas de las ametralladoras los quejidos de las criaturas que en Vietnam la guerra destroza y mata? ¿Y no llegan hasta nosotros los ronquidos que salen del fondo de la China milenaria, cuyos ochocientos millones de habitantes están sufriendo bajo la bota del endiosado Mao?
Dejemos de echar la culpa de nuestros males a imponderables, como lo es en este caso la técnica, y cantemos el mea culpa para que así estemos en condiciones de hacer también propósito de enmienda de arrancar de nuestras mentes toda idea de gobernar a otros y todo mal deseo de imponemos a hombres que son nuestros hermanos.
Porque ahí está el mal, todo el mal. Aunque mi hermano el Papa diga lo contrario.
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