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ANARQUISMO
Respeto a todos los hombres, a todos, hasta a los más protervos, ya que no me siento capaz de condenar y menos destruir a ningún ser humano. Pero si los respeto en su integridad personal, no así en sus ideas, porque esas ideas, aunque algunas floridas, son no pocas veces como anofeles que transmiten fiebres palúdicas. Sin embargo, hasta cuando tropiezo con hombres de ideas febricientes, mi palabra no es nunca pedrada, aunque tampoco pueda ser caricia. ¿Sé yo, acaso, los motivos por los cuales el llamado malvado hace mal a su prójimo? Lo que veo, lo que paladeo y gusto y siento es el mal, como cuando el ladrón me roba mi hacienda o mi libertad, que tanto valor tiene para mí una que otra. Porque me robaron mi hacienda no pocas veces, conozco el dolor que el robado siente, y porque sufrí en mis carnes al arrancarme mi libertad, no me es extraña la angustia de los que la pierden. ¿Cómo convertirme yo también en ladrón porque otros me robaron, si con mi robo produciría dolor a una criatura, aumentando el dolor que en el mundo existe?, ¿ni cómo poder ser juez, policía o verdugo arrancando a otro hombre su libertad o su vida, si a la gran angustia que hay en el mundo de los humanos, agregaría yo más angustia hasta llenar de oscuridad y desesperanza la vida de los otros? Porque no quiero robar a mi hermano hombre, soy honrado; porque no quiero arrancar a ninguna criatura humana su libertad, soy anarquista. Se hermanan, pues, en mí, porque yo así lo quiero, dos sentimientos, honradez y anarquismo. O mejor: los hermano yo porque son míos, nacidos de mi entraña, mis hijos. Con lo que quiero decir que anarquía es un sentimiento del hombre honrado que se niega en su corazón a hacer mal a su prójimo. ¿Sencillo? Sencillísimo, como todo lo hermoso que hace el hombre moral; como todo lo bello que el cerebro del hombre crea cuando piensa en él y en su hermano.
Sabida esta sencillísima verdad, ya no te asustarás, lector, como ayer te asustabas cuando oías hablar de anarquismo, porque ahora conoces que anarquismo vale como bondad, porque es bueno respetar al prójimo. E intuyes más: que cuando todos podamos, por honrados y dignos, ser bondadosos, viviremos también todos en anarquía, porque, ya lo sabemos, anarquismo es conducta honrada. Ni más, ni menos. Y es bastante, ya que tanto escasea la honradez.
Pero para que anarquismo sea exponente de buena conducta, que es conducta recta, noble y honrada, el anarquista, que es el que lo crea, tiene que ser un hombre florido, cabal, completo; un hombre en quien por su honradez confíen en él todos; un hombre que por su personal prestancia invite, sin palabras, a que los demás tengan una bien definida personalidad. Y por ello, porque el anarquista es una invitación constante al bien pensar, al bien hacer y al bien querer, como si fuera su más preciada joya, cuida con todo esmero su propia estimación, pues de su noble conducta es él el primero que con ella disfruta.
¡La estimación propia! Sólo los hombres nobles y buenos pueden estimarse, sólo ellos. Y porque se estiman, se observan y vigilan para no cometer nunca actos desdorosos, porque su mayor desventura sería para ellos considerarse indignos. Y si indignidad cometería quien se convirtiera en voluntario esclavo, en mayor aflicción se hallaría el que, aun sin proponérselo, redujera a algún hombre a esclavitud, y esclavizar es influir en otro hombre de tal manera que pierda su voluntad al no ejercitarla por cumplir ciegamente mandatos o designios de otro.
Y vamos viendo cómo anarquía no es confusión ni desorden ni desconcierto, sino, al contrario, claridad, orientación, arreglo, de modo que si los gobernantes condujeron el mundo humano al borde de este caos en que nos debatimos, son los anarquistas los únicos que pueden trabajar en honradez para que se vaya alejando de él al recobrar en libertad su perdida salud. Y son los únicos porque sólo ellos viven moralmente respetando a su prójimo, ya que se niegan a imponer a nadie su conducta o su idea.
¡Y hemos tropezado con el nudo del gran problema de la armonía humana: la imposición! Porque debemos decir nuestra palabra, lanzarla al viento, pregonarla, pero no imponerla, que toda imposición es ofensa que causa molestias y desazones, y toda desazón irrita y solivianta. Y el soliviantado no se halla en condiciones de aplacar iras.
Para no imponerse, el anarquista se ha dicho en su corazón: no quiero explotar (dominar) a criatura alguna. Así, cuando él solo no ha sido capaz de hacer algo que estaba más allá de sus fuerzas, ha buscado a otro hombre que, interesado también en su proyecto, se asociara con él. Y como le repugna explotar, tanto como ser explotado, con su socio, con su igual, con el hombre elegido, al que trata como a sí mismo, sin explotarlo y sin ser explotado, ha concertado un pacto de trabajo, que ha sido en no pocos casos pacto de vida.
Ahora bien, quien no quiere explotar, no compra el trabajo de otro hombre a bajo precio, y esa actitud es de alta moral; pero tampoco malbarata su trabajo a empresario alguno. O sea: ni compra hombres -quien compra el trabajo de otro, lo compra a él-, ni se vende. Es decir, considerando inmoral que un hombre trabaje para otro, como un esclavo, tiene igualmente por indigno esclavizarse él. Y no lo hace. Hará lo que necesite hacer, pero para sí, no para otro. De modo, que si a ese otro le es necesario trabajar para su subsistencia y no pudiera realizar su tarea, tendrá que asociarse con otro o con otros, pero en igualdad de condiciones, sin que ni el uno ni los unos sean los amos, ni el otro ni los otros los asalariados, porque el hombre que adquiere conciencia de sí ni paga ni recibe salario, ni se impone como dueño ni acepta imposición de dueño. Y hacia eso vamos. Porque a eso, convertido en realidad, se le llama anarquía.
Como ves, lector, la idea va desenvolviéndose, desarrollándose, pero conservando su claridad, su nitidez, pues en todo ves actuar al hombre, porque el anarquismo es, como atributo de la criatura, algo sencillo y limpio. Es decir, el anarquismo no habla, no dice, no establece reglas ni ordenanzas, sino que es -y nada más- la conducta honrada del hombre honrado, su manera de ser y de obrar. Y no pretende, ni desea ni quiere el anarquista que esa conducta se preestablezca, se ordene, se reglamente, porque entonces perdería su encanto al no poder obrar el hombre como mejor le cuadrase o se le ocurriera, y siempre habría de ocurrírsele obrar bellamente, gozando al ver la satisfacción retratada en el rostro del que recibió el beneficio.
Pero dirás en tanto vas leyendo que eso de no querer trabajar para otro ni de que otro trabaje para ti ni para mí, equivale a acabar con la civilización presente. Y no vas mal encaminado, no, aunque mi idea penetra todavía más en la hondura: acabar con la civilización presente, pero también con la cultura actual, ya que no se cultiva el ego, el hombre, que es lo que debe cultivarse. Si comparamos civilización y cultura, veremos que civilización es lo que está en la superficie, lo que pica e infecta, lo que desazona y perturba, como el ácaro; así se dice que hay civilización donde hay gobierno y códigos y cárceles, o sea donde se regulan y codifican los actos del vivir; mejor dicho: donde no existe la libre libertad de hacer. Cultura, en cambio, tiene más profunda raíz, porque se refiere a los actos del pensar y del querer: al arte, a la ciencia, al respeto, al amor. Personificándolas en hombres de los que todos tenemos noticias, podemos señalar a Napoleón como representante genuino de la civilización: oropel, bambolla, soberbia, crimen, y como digno exponente de la cultura a Einstein: sabiduría, modestia, humanismo. Por eso llamamos hombre culto no sólo al que cultiva su inteligencia, sino al que también cultiva sus sentimientos, en tanto que podemos llamar civilizado al que conoce el alfabeto y sabe llevar un traje con aire ciudadano.
Y vamos conociendo lo que es anarquismo porque vamos entablando relación personal con el hombre anarquista, que es serio, honrado, trabajador, parco, sobrio, mesurado, prudente, bondadoso, prendas personales tan estimables, que bien podríamos asegurar que son virtudes, pues si nos imaginamos a un hombre que careciese de ellas -seriedad, honradez, laboriosidad, parquedad, sobriedad, bondad, medida y prudencia-, ¿qué quedaría de él?
Pero volvamos a lo de civilización y cultura, porque he visto la perplejidad reflejarse en tu cara cuando te dije que había que acabar con ellas. Y te repito: acabar, sí, para empezar de nuevo, pues si civilizado puede ser solamente el cortés y pulido, y cultura es ciencia, arte, lealtad, conducta humana, porque es cultivo de la persona para estimularla a que sea cada día no sólo más sabia sino más bondadosa, tenemos que afirmar, aunque con pena, que ese cultivo no se hace ni en los liceos ni en las universidades, donde se enseña a los jóvenes unas cuantas cosas, pocas de las cuales les sirven para su ulterior vida, pero sí que en los que se llaman templos del saber se cultivan con todo esmero el orgulllo y la soberbia, cuyas más dilectas hijas son la jactancia y la fatuidad, considerando los que allí aprendieron esas asignaturas que por el hecho de haberIas aprendido tienen derecho a todos los honores y a todas las consideraciones y recompensas. Y a esa ansia de honores se le llama ambición, que busca el mando, y a ese deseo de recompensa, avaricia, que apetece dinero.
No piensan que por haber dedicado los días de su vida a adquirir conocimientos, son deudores de quienes por haber entregado su tiempo al trabajo, no lo tuvieron para aprender, pagando, en cambio, de sus pobres ingresos, tributo para que otros aprendieran, por lo que los educados no pueden, en justicia, sentirse acreedores de quienes no dispusieron de horas para adquirir conocimientos y pulimento, pero ni aun pan ni casa.
No es, como ves, un remiendo lo que necesita la vida, es un cambio radical, total, completo, porque es preciso cambiar antes que cosa alguna la mentalidad del hombre que sabe algo y, por saber, pretende que los menesterosos que poco o nada saben le rindan pleitesía.
Pero volvamos al trabajo.
Circuló por el mundo una sentencia que rezaba: El que quiera comer, que trabaje, y aunque el adagio causara pavor a los que vivían sin trabajar, por lo cual fueron enterrándolo para que se olvidase, su valor moral es innegable, y el hombre anarquista lo desenterró y lo hizo suyo, porque cuando alguien no trabaja, otro alguien tiene que trabajar para que coma el quídam que no trabaja, y si es inmoral que los quídam no trabajen, es inhumano que otros trabajen para que los quídam vivan, porque ese sistema de vivir unos a expensas de otros tiene su nombre, esclavitud, y los hombres no quieren ser ya esclavos.
Por eso decía que el individuo que se estima no debe trabajar para otro, porque el quídam o zángano que, como regalado, recibe el sustento, se convierte a poco en director, en gobernante, en amo que esclavizará cada momento más al que para él trabaja.
¿Que si eso sucediese sufriría la industria tal desequilibrio que la hundiría en el caos? Sí, claro que sí; caería en tal desorden que podría hundirse arrastrando a los industriales a tan temido caos; pero ¿puede eso importar mucho a los que con su trabajo sostienen la industria y no se benefician con elIa, porque ni se ilustran ni comen lo que necesitan? ¿Puede importarles mucho que la industria se hunda a los que bajan a las minas a extraer el mineral de hierro o el carbón y viven una vida que más parece de alimañas que de seres humanos, en tanto que los que se aprovechan de la riqueza que la mina rinde, viven señorialmente? Si quieren que la industria no se desequilibre, que los dueños de las grandes industrias, que explotan a millares de seres y atesoran millones de pesos, establezcan un pacto de trabajo, que ha de tener el valor de un pacto de vida, con los hombres que trabajan y han de ser sus socios y no sus explotados; que establezcan con los que trabajan y sufren un pacto de trabajo y de vida de tú a tú, de igual a igual, de hombre a hombre, para que todos trabajen y todos gocen y todos coman.
¿Que los dueños tienen más conocimientos porque estudiaron más y deben beneficiarse de esos derechos que les concede la cultura, disfrutando, como compensación a sus estudios, de privilegios? En primer lugar, debemos afirmar que la cultura no da derechos a nadie, pero que si de dar se ocupara, daría obligaciones, porque obligados deben sentirse los que gozaron de los beneficios de la cultura para con los que no disfrutaron de esos goces. Y se irán acabando, no ha de tardar mucho, esos privilegios, porque en lo sucesivo escuelas, liceos y universidades han de ser para todos, porque llegará el día en que tendrán que trabajar los ahora estudiantes antes de ir a estudiar, como estudiarán todos los que son ahora jornaleros después de trabajar. Y se acabarán los estudiantes puros, que se consideran seres privilegiados, como se acabarán los puros jornaleros, elevándose unos y otros a la humana jerarquía de hombres, pues se van despertando tan aceleradamente las conciencias que todos quieren alcanzar tan excelsa jerarquía. Para lograrlo, quieren tener también todos la propiedad en sus manos, porque los que la tienen, comen, visten y descansan en buena cama, en tanto que los que carecen de ella viven como ilotas.
Continúan existiendo actualmente los estamentos como en la Edad Media, aunque ahora se les llame clases, y es preciso que desaparezcan estamentos y clases para que en esta Tierra, que es la casa de todos, haya sosiego y paz, pues hemos llegado a tal situación de enemistad y odio, que lo mismo podemos ir hacia un derrumbe que hacia una resurrección, entendiendo por resurrección tomar el camino de la libertad, que es el de la moral, y, a la vez, el de la comprensión y el respeto, pues si no pudiéramos queremos, porque el amor necesita también de aprendizaje, que sepamos al menos respetarnos.
Y que los hombres del trabajo vayan formando conciencia de su hombría para negarse a ser por más tiempo obreros, palabra indigna que no nombra al hombre sino a su obra, porque ha de desaparecer el obrero para que en su lugar se levante la criatura humana, rica y culta, ya que puede haber más riqueza de la que hay, y más cultura de la que exista, porque cambiadas las universidades en verdaderos centros de docencia, para todos, se harán en ellas nuevos y verdaderos cultivos de hombría.
¿Cómo hacer eso, y más que ha de ocurrírseles a los hombres que vienen? Nadie puede saberlo, y menos resolverlo, pues sería ofender a los jóvenes y a los que todavía no han llegado, dar una solución a su vida como si ellos no tuvieran claro discernimiento.
Lo cierto y principal para que la humanidad enderece sus pasos hacia una verdadera paz, es que los hombres adquieran conciencia de sí, y demostrarán haberla adquirido cuando unos se nieguen a explotar a sus semejantes, pero más todavía cuando los explotados no permitan que nadie los explote.
¿Lo propiedad? ¡Bah! No es problema. Porque cuando nadie trabaje para nadie, el acaparador de la riqueza desaparece, como ha de desaparecer el gobierno cuando nadie haga caso a los que aprendieron cuatro cosas en las universidades y por ese sólo hecho pretenden gobernar a los hombres. Porque si en la tierra de los ciegos el tuerto es rey, en donde todos ven y juzgan y disciernen, el rey estorba. Y de lo que se trata es de que no haya reyes porque todos sean hombres. Las grandes empresas industriales las transformarán los hombres en grandes asociaciones donde todos trabajen y disfruten del producto de su trabajo. Y de esos tan sencillos como hermosos problemas trata el anarquismo y al que lo cumple y vive es al que se le llama anarquista. Así que ni el anarquista es un desorbitado ni el anarquismo es desorden y caos, pues los desorbitados son los que pretenden gobernar a los hombres haciéndolos esclavos, y desorden es esta situación de brutalidad y desenfreno, en la que crece una terrible e inhumana fiebre de crimen.
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