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CREER Y CREAR
Si nos entretenemos, aunque sólo sea ligeramente, en considerar las dos principales teorías que hablan de nuestros remotos orígenes, nos hallamos con la que sostiene que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, por lo cual fue, es y será inmodificable, puesto que no es posible modificar la obra del Supremo Hacedor, y con la que nos dice que el género humano es producto de una lentísima transformación sufrida por ciertas especies animales, sus antecesoras, en el curso de las edades. Es decir: según unos, el hombre es hijo de Dios; según otros, sus orígenes se remontan a las primeras manifestaciones de vida en el planeta. Su más lejana abuela conocida sería la amiba.
De estos dos conceptos derivan -obligatoria lógica- otros dos: la inmutabilidad del hombre y su transformación; o sea un fatalismo de ser como es en virtud de una aceptada aunque desconocida ley ultrapoderosa y, por lo tanto, incontrarrestable, y una actividad perennemente renovadora. El primer concepto cierra las puertas a toda esperanza de mejoramiento (el sino y el destino están ya trazados por la Suprema Sabiduría); quien posee pensamientos propios experimenta no sólo el goce de vivir, sino el placer de sentir y saber que puede mejorarse por su esfuerzo, cambiarse por su voluntad, perfeccionarse por la educación y afinar sus potencias y facultades por medio de un ejercicio perseverante.
La terrible lucha sostenida desde hace milenios en el seno de nuestra especie ha extraído sus fuerzas de esos dos opuestos conceptos: por el primero debemos permanecer estacionarios, tal y como Dios nos hizo; por el segundo necesitamos, para nuestro regocijo, satisfacer nuestras inquietudes. En un caso nos dirige y nos salva Dios, ya que él nos dio el ser para adorarle; en el otro nos salvamos nosotros, ya que poseemos lo necesario para hacer nuestra vida agradable y bella. O sea: por el primero no somos libres, no podemos ser libres, sujetos como nos hallamos a fuerzas extrafísicas que nos determinan y dominan; por el segundo sí somos libres, puesto que podemos crear nuestra libertad, creando, a nuestro agrado, nuestra propia manera de vivir.
Religión se llama el primer enunciado; anarquía se llama el segundo. En aquélla, que llena la vida del género humano, perturbándolo, el ser es una cosa de Dios; para el anarquista, Dios es menos que una cosa del ser, puesto que es sólo una asbtraccción, una lucubración, una fantasmagoría.
Y aquí nos tropezamos con la más grande de las paradojas: los que a sí mismos se llaman espiritualistas (Dios es el Espíritu puro), se conservan brutalmente pegados a la animalidad, mientras que los despreciados materialistas, los escarnecidos transformistas, llamados, con rencor, evolucionistas, que se enorgullecen de ser hijos de humildísimos protozoarios unicelulares, rompieron el cordón que los mantenía unidos a la animalidad, y, al crearse hombres, crearon lo humano.
La humanidad no ha podido ser creada por los espiritualistas, que ellos tuvieron bastante con crear el espíritu; la humanidad -ascensión de una parte de la especie- la creó el hombre con su esfuerzo. Todo lo espiritual es, por consiguiente, a-humano; todo lo humano es, por la misma aunque contraria causa, a-teo. En la casa de Dios no cabe el hombre; en la casa del hombre no puede vivir ese fantasma porque la realidad humana excluye la irrealidad divina. Son dos afirmaciones que niegan los signos contrarios: religión, que es religar, atar, sujetar, niega totalmente la libertad individual; anarquía, que es negación de toda fuerza impositiva y de toda obligatoria sumisión, significa libertad del individuo. Por lo tanto, lo teológico y lo humano se excluyen entre sí; y tan se excluyen, que en el curso del vivir, los partidarios de Dios han declarado siempre enemigo al individuo, destruyéndolo para que triunfase la idea de divinidad, porque la creencia, por ser ciega, es brutalmente feroz, ya que atribuye verdad a la que supone palabra dicha por algún dios hace diez mil años, y niega la verdad científica descubierta hoy por el hombre.
Creencia y creación son dos actos contrarios de la mente. El creyente puede ser sacerdote -y también verdugo-, el creador es siempre anarquista porque, por lo menos en el acto de crear, es siempre un hombre libre.
Y al llegar aquí me topo con quien asegura que creer y crear son actos iguales. Más: que para crear hace falta creer.
Quien cree en la felicidad futura, como cree quien afirma lo anterior, es, ni más ni menos, que el que cree en la gloria de Dios, pues creer es tener por cierta una cosa que no está comrobada o sea demostrada y en esa cosa improbada y hasta improbable, o sea irreal, no se puede creer, puesto que nadie puede asegurar, refiriéndonos a la felicidad, qué rumbo tomará la humanidad y si le interesará o no lo que hoy llamamos felicidad. Así, en la felicidad puede pensarse, imaginársela, pero no creer en ella, porque esa creencia se parecería a la Diosa Razón de los revolucionarios o la Gloria Celestial de los cristianos.
Siendo crear sinónimo de inventar, lo contrario de crear es creer, pues el que cree tiene ya todo el alimento que su cerebro en huelga necesita. O sea: no tiene necesidad de inventar y no inventa, no crea.
El arado no lo inventó ningún creyente en él, sino un necesitado de crear una herramienta que le ayudase a remover la tierra; el que andaba descalzo, sin importarnos ahora por qué procedimientos, inventó las sandalias, de las que derivaron los zapatos, encontrando que su invento, su creación le proporcionaba el placer de andar calzado, superior al de andar descalzo; y calzado o descalzo, pero con su cerebro alerta, el que tuvo que mover grandes pesos, inventó la rueda que, a lo mejor, fue en principio un tronco de árbol que lo echó a rodar; con la rueda ya en funciones, pudo inventar la máquina, y de la máquina fue a la imprenta, en la que imprimió un libro, fecha auroral de la humanidad. Se desorientaban los marinos en el mar por no tener horizontes que les sirvieran de referencia, y el nauta inventó la brújula. ¿Y quién podrá negar que fueron inventores Newton, Laplace y Darwin? ¿Y quién se atrevería a decir que Cervantes fue un creyente por el hecho de inventar, o sea crear, el Quijote? Decir que se lo dictó Dios, sólo se le ocurrió a Unamuno.
A creer sólo podemos darle una acepción verdadera y rotunda: creer es aceptar como verdad lo que el entendimiento humano no puede comprender. Y esa creencia es pura religión. Las demás acepciones de creer son indirectas, derivadas, puesto que el verbo creer que familiarmente se emplea en ciertas formas, puede muy bien ser cambiado por otro. Ejemplo: Creo que Juanito ha ido a la escuela, en cuya oración el verbo creo, que no afirma nada, como cuando se dice: creo en Dios, puede ser cambiado por: sospecho o me parece que Juanito ha ido a la escuela, de cuya sospecha ha sido desterrada la creencia. Lo mismo podemos suplantar ese creer con verbos como suponer, conjeturar, imaginar, entender, estimar, etcétera. Así creo pertinente que frenes tu lenguaje, puede transformarse en considero que, por tu bien, hables más comedidamente, y ello no iría en menoscabo de la claridad.
Y vamos desenterrando creencias, pues los creyentes se disfrazan de mil modos diversos. El que afirma que tiene fe en sus ideas, sean ellas las que fuesen, es un creyente que considera a sus ideas -que tendría que ser averiguado si eran suyas- superiores a él mismo. Y nada tendria que reprochársele si no se dijera hombre libre, aunque como veremos, no lo sea, puesto que dice: La fe, nuestra fe anarquista, es pasión ideológica, intenso querer que nos estimula a obrar ... Afirmando más adelante: Sin la fe, sin la llama del ideal, que se enciende más y más al chocar con otros ideales opuestos, se apagaría nuestra voluntad de pensar y hacer y hasta nuestro escaso saber. Y esto, aunque lo escribe un hombre que se llama anarquista, no es anarquismo.
Veámoslo:
En su sentido recto, que es sentido religioso, fe, primera de las virtudes teologales, es una luz y conocimiento sobrenatural con que sin ver se cree lo que Dios dice y la Iglesia propone. Así, tanto los teólogos como los filósofos aseguran que fe es creencia. Por eso, el hombre libre, el anarquista, no habla nunca de fe, sino de razón, pasando por el tamiz de su mente todo cuanto las religiones enseñan y pregonan. Aceptar la fe en las ideas es tanto como aceptar la revelación, pues si la idea es hija del hombre, será al hombre a quien debería tenérsele fe, puesto que la idea es la tarea que cumplió su pensamiento. Vale decir: la idea se genera en la mente del hombre. No hay, por lo tanto, que tenerle fe, porque no es una divinidad.
Si se relee el párrafo ajeno que he transcrito, se encontrará: primero, que es un lenguaje tan abstruso como absurdo; segundo, que la fe es pasión ideológica, intenso querer que nos estimula a obrar. Es decir: este hombre no obra por sí, sino porque lo estimula una fuerza extraña. Esa fuerza, que está fuera de él, es la creencia, o mejor: la religión. Pero como si fuera poco lo dicho, afirma a continuación: Sin la fe se apagaría nuestra voluntad de pensar ..., luego piensa, no él ni por él, sino porque la fe lo obliga, pues sin la llama del ideal, que se enciende más y más al chocar con otros ideales opuestos, se apagaría ... hasta su escaso saber. O sea: sabe algo porque la llama de su ideal lo alumbra. Y este hombre que así habla se llama indistintamente comunista libertario y anarquista.
Será necesario, pues, que vayamos viendo si el comunismo libertario es o puede ser anarquismo. O mejor: si el comunista libertario es o puede ser, en tanto que tal, anarquista, porque es necesario escudriñar por todos los rincones de las mentes en furor para hacer claro lo confuso.
Pero en tanto empezamos esa tarea, rearfirmemos: creer y crear no son actos iguales.
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