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LA CONCIENCIA DE SÍ
El conócete a ti mismo, a que el griego nos invitó, es siempre actual y su invitación se mantiene fresca a pesar de los siglos transcurridos desde que fue hecha, y se mantendrá lozana en épocas futuras porque el conocimiento de sí es el primer principio de toda sabiduría relacionada con el hombre, ya que sólo conocemos a los demás a través de nosotros, por comparación con nosotros, y no podemos establecer analogía si, por desconocimiento de nuestro propio ser, desconocemos las relaciones existentes entre unos y otros, por lo que no podremos comparar ni, por lo tanto, conocer.
Conocerse a sí mismo es, pues, una necesidad, ya que sin conocernos ni podremos conocer al hombre, nuestro semejante, ni su mundo. Del conocerse, del conocimiento de nosotros parte la luz con la que alumbramos lo anterior y lo futuro, lo exterior y lo interior de nuestro hermano hombre.
En nosotros existen las posibilidades de reproducir, viviéndolos, todos los estados por los cuales ha pasado nuestra especie, incluso, claro está, el del hombre, meta superior en la carrera ascensional que dura miles y miles de años. En esta carrera, en esta ascensión de lo primitivo hacia lo excelso, de lo animal hacia lo humano, algunos se quedaron para siempre en lo animal; otros subieron y bajaron por la escala, siendo ya hombres, ya bestias; pocos, muy pocos se mantuvieron en equilibrio en la cima de lo humano; pero fueron éstos los que, avanzando, marcaron el rumbo de belleza y de bondad que siguen los demás; éstos los que forman la humanidad, y sólo éstos los que adquieren conciencia de los cambios sufridos por la especie y de sus propios cambios. No se avergüenzan de su origen, que conocen; pero tampoco sienten el orgullo de ser como son. Contemplando la sima de los siglos, ven el caos de donde salieron sus antecesores y, por haber llegado a la luz, ofrecen luz a sus hermanos noblemente, generosamente, alumbrando con amor el camino para que los que se extraviaron, lleguen a la hombría, conociendo que algunos no pueden guiarse por sí mismos. Para éstos, para los que, extraviados o carentes de fuerzas, no pueden ascender, guardan su dulzura, jamás su fiereza; su amorosa ayuda y fraternal estímulo, nunca la imposición, porque el que se conoce y conoce además las diferentes etapas de la vida, sabe convivir con todos, pues por haber concebido el bien sabe disculpar, realizando con su hermano el gran acto de tolerancia, que es la suprema acción de la conciencia, que bien puede considerarse como en la cúspide de las demás acciones, la acción moral por excelencia, pues sólo es capaz de llevarla a cabo con alegría el que ha llegado a la cumbre de lo humano, porque conoce su persona y su origen. En cambio, el que no tiene conocimiento de sí, el que no se ha formado un estado de conciencia de su propia persona, el que no se sabe porque se ignora, no puede concebir el bien y no puede ser bueno. Por eso, sólo asciende y sólo es anarquista el que, seguro de sí mismo, escala la hombría, adquirida conciencia de que ha nacido para algo más noble que para oficiar en la vida de chacal o de víbora; sólo puede ser anarquista el hombre, no el animal; el bondadoso, no el feroz; el pacífico, no el guerrero. Porque ¿quién puede renovar el mundo humano, el que tiene o el que no tiene conciencia de sí -el que carece de conciencia propia, carece de conciencia de humanidad-, el bárbaro o el hombre? Indudablemente, quien puede renovarlo es el que posee fuerzas renovadoras y esas fuerzas tienen su asiento en la conciencia del hombre, no en la zarpa del bruto.
Necesitamos, pues, re-movernos para poder renovarnos huyendo de la barbarie, porque la quietud anquila y destruye las mejores facultades. Ni Confucio, ni Krisma ni Cristo dijeron para siempre la última palabra sabia. Creer lo contrario significaría no tan sólo pereza de pensar, sino incapacidad, y porque los cristianos lo creen, es por lo que viven, como en sus comienzos, en tiempos del imperio, siendo ellos también imperio, o sea, tribu: jerarquía, mando, desconocimiento de la unidad humana.
El cristianismo, que fue nuevo hace dos milenios, hoy es viejo, y sería bueno sepultarlo con objeto de que al olvidarse el nombre de Cristo no se les ocurriese decir a algunos anarquistas que el de Galilea fue también anarquista sólo porque esgrimió el látigo para echar a los mercaderes del templo. Y no, Jesús no fue ni pudo ser anarquista porque jamás fue hombre libre ni trató nunca de escalar la pina cuesta de la hombría. Jesús fue un esclavo que predicó no libertad, sino esclavitud. Su modelo de vida, el que ofrece. a las gentes que le siguen, es el que le suministra la religión del pueblo de Israel: no fue creador, no fue fundador, pues ni inventó ni creó un dios nuevo, ya que vivió entregado a Jehová. Si no crea, si no sale de la tribu (no abandona el concepto tribal), si no pregona libertad, porque ni la siente ni la apetece, y sí, en cambio, sumisión; si se hubiera horrorizado sólo al pensar que podía vivirse sin jefes y sin dios, se habría sentido hombre, y no puede considerarse anarquista, ni puede tomarse su vida como modelo de vida humana porque no fue humano. En el encadenamiento de la vida, el cristianismo fue uno de los estados por los que pasó nuestra especie, deseosa de alcanzar algo superior, y si pudo ser bueno en aquel momento, no nos sirve ahora, porque el cristiano carece de la conciencia de sí, que su religión le prohibe adquirir; no se considera un ser humano, sino un ente divino, ni se siente capaz de renovarse por sí, pues Dios lo hizo a su imagen y semejanza y así será hasta el morir.
Observando a las gentes -hasta a muchos que se llaman anarquistas-, veo que el camino que siguen, para bien o para mal, es fácil de seguir, porque no se mueven por fuerzas suyas, propias -voluntad, decisión y conciencia-, sino que los mueven fuerzas ajenas. Para el bien o para el mal, casi todos marchan a la deriva en este tumultuoso océano del vivir, casi todos son satélites de algo o de alguien: de una idea, de una religión, de un hombre, porque lo difícil, lo verdaderamente difícil en esta vida es caminar por su propio y voluntario impulso. Cuando se anda sin muletas extrañas es porque se lleva algo en el corazón y se tiene alguna luz en el cerebro. Cuando no se tiene nada y se deja arrullar por una dulce brisa o arrastrar por un remolino es fácil que cuando la brisa o el huracán desaparezcan, el individuo se estanque, se quede varado, que es lo que ha pasado con muchos a quienes el vendaval descuajó de su centro, que, perdido el impulso -fuerza de la religión, la secta o la organización que los empujaba- se derrumbaron porque no habían adquirido criterio de su unicidad ni conciencia de sí: les faltó el modelo, y como ya no supieron a quien imitar, se hundieron totalmente.
Es que el que se da un modelo, el que sujeta su vida a un modelo exterior, no sólo no puede llamarse hombre libre, pero ni tampoco hombre bueno, ya que empezó por matar su personalidad, su originalidad. El que sujeta su vida a un modelo exterior no puede tener otros amores que los que le preste el modelo elegido, al que levanta altar en su corazón como a deidad. Aunque predique amor, no será amoroso; aunque hable de libertad, sólo concebirá la libertad condicionada por aquél o aquello que lo domina, y esa libertad tiene todo el carácter de esclavitud: religión que ató su vida a credo exterior, que lo subyuga. Y entonces, aunque se llame anarquista, transformado, por ejemplo, en bakuniniano o en kropotkiniano, hablará de Bakunin o de Kropotkin con el mismo fervor que el franciscano habla de Francisco de Asís. Su palabra es rezo cuando la dirige a aquel a quien adora y blasfemia cuando critica a quien pone en duda al dios de su adoración.
Hace falta remover si queremos re-novar, y remover todo lo que llegó al mundo antes que nosotros, para elegir los materiales que nos han de servir para la nueva misión que vamos a emprender por el bien y la libertad, y la primera remoción y la primera renovación se han de dirigir a adquirir el conocimiento de nosotros mismos, que será tanto como adquirir el principio de la sabiduría y el de la bondad. Será entonces cuando, aprendiendo a amarnos, aprendamos a amar a los demás con conciencia, porque ya no nos sentiremos hombres despreciables, sino luminosos, pudiendo entablar diálogo con los hombres de la historia.
Sí, sí, remover y renovar; adquirir pleno conocimiento de sí mismos para desechar los pensamientos arqueológicos de las religiones, de todas las religiones, y crear pensamientos nuevos, nuestros, relacionados con nuestra vida, con nuestros sueños y con nuestros anhelos. Los que pasan sus vidas tomando como modelos a personajes de la historia, se pierden de vista a sí mismos y pierden hasta su sonido, por lo que suenan a hueco, y su oquedad tienen que llenarla con palabras e ideas pretéritas de hombres pretéritos, pues ignoran que un ideal pretérito es un ideal que fue de otros, que pudo convenir a otros. Y ... ¡qué terrible martirio vivir abrazado a un madero en el que otro expiró, o gozar, con la ilusión de disfrutar de mujer, en el lecho en que otro recibió sus caricias! Ser hoy Cristo no valdría para nada; ser hombre cuando tanto escasea el hombre en el planeta, sería un triunfo propio, porque sería tanto como ser lo que nadie apetece, ya que es más placentera la vida que se deja llevar por la corriente.
Sin embargo, ninguno que no tenga puesta su vista en el futuro y el pensamiento en sí puede pronunciar una palabra nueva, porque nadie que no se ausculte y mire adelante puede ver la luz. Para ser luz es preciso desasirse de todo lo pasado, pues la nueva palabra es hija siempre de nueva ensoñación. Verdad que toda idea nueva es enemiga de su anterior; pero sólo quien sepa ser hereje en todas las ortodoxias podrá pronunciarla.
Sí, removernos, renovarnos. No ser creyentes. tomando por evangelio lo que nos dijeron, sino analizar sus gestos y palabras. Si algo valiera de ellas, llevarlo a nuestro caudal dejando que se vaya río abajo lo que no satisficiese nuestra inquietud. Y ello no significaría irrespetuosidad ni desacato, pues si hemos hecho profesión de fe de tratar a todos con amor, no hemos de regatear nuestros amores a los que lucharon para que la especie saliera del marasmo de los siglos.
Libertad y amor son para nosotros casi sinónimos, pues por andar tan juntos ya se parecen a dos hermanos. Donde la libertad fue clima, el amor fue fruto; donde se siembra amor, la cosecha es de fragante libertad.
Con amor trataremos a nuestros precursores cuando analicemos sus vidas y sus obras, pero con entera libertad, porque de nuestro análisis puede resultar mejoría para nuestra maltrecha salud. Porque necesitamos renovarnos y mejorarnos y no lo lograremos sin conocernos.
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