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El socialismo es la tendencia de la voluntad de hombres reunidos para crear algo nuevo guiados por un ideal.
Observemos qué es lo viejo, cómo se presenta lo habido hasta ahora, nuestro propio tiempo. No sólo nuestro tiempo en el sentido de ahora, un par de años o de decenios; nuestro propio tiempo; cuatrocientos años al menos.
Pero sepámoslo, digámoslo ahora desde el comienzo: el socialismo es una cosa grande, amplia; quiere ayudar a llevar generaciones de hombres en ruinas nuevamente a la altura, a la prosperidad, a la cultura, al espíritu y con eso a la asociación y a la libertad.
Tales palabras suenan mal en los oídos de los profesores y de los autores de manuales, desagradan también a aquellos cuyo pensamiento está impregnado por los corruptores que difunden esas enseñanzas: los hombres, y también enteramente los animales, las plantas, el mundo entero están en un progreso continuo, en un movimiento hacia adelante desde lo más bajo hasta lo más alto; cada vez más y más lejos, desde los abismos más profundos a los más altos cielos. Y así el absolutismo, la servidumbre, la venalidad, el capitalismo, la miseria y la depravación, todo eso deben ser etapas, escalas del progreso en el camino hacia el socialismo. No colgamos aquí ninguna de las llamadas representaciones científicas ilusorias; vemos al mundo y la historia humana de otro modo; decimos otra cosa.
Decimos que los pueblos tienen su época de florecimiento, su punto culminante de cultura, y que desde esa cima vuelven a caer. Decimos que nuestros pueblos de Europa y de América desde hace mucho tiempo -aproximadamente desde el descubrimiento de América- son pueblos que han caído.
Han entrado pueblos en períodos de prosperidad y se mantienen en ellos después, cuando son sometidos a un espíritu. Esto suena mal en los oídos de aquellos que se llaman hoy socialistas y que no lo son, que acabamos de ver en su ropaje darwinista pasajeramente y que podríamos considerar ahora como partidarios de la llamada interpretación materialista de la historia. Pero esto para más tarde; ahora tenemos que ir más allá, y al marxismo lo encontraremos en nuestros caminos y lo presentaremos y le diremos a la cara lo que es: ¡la peste de nuestro tiempo y la maldición del movimiento socialista!
El espíritu, el espíritu de los pensadores, el espíritu de los rendidos por el sentimiento, de los grandes amantes, el espíritu de aquellos en quienes el sentido del yo y el amor se funden para el gran conocimiento del mundo, el espíritu ha conducido a los pueblos a la grandeza, a la asociación, a la libertad. Y surge del individuo como una cosa natural el deber obligatorio de agruparse en comunidad con los hermanos. Así apareció la sociedad de las sociedades, la comunidad de la voluntariedad.
¿Cómo ha llegado el hombre a la cordura, al entendimiento -se preguntará- para salir de su aislamiento, para agruparse con los compañeros del pueblo en pequeñas asociaciones, luego en asociaciones mayores?
La pregunta es tonta y sólo se puede interrogar al respecto por profesores de los tiempos decadentes. Pues la sociedad es tan vieja como el hombre; es lo primero, lo dado. Donde hubo hombres han estado juntos en hordas, en tribus, en cIanes, en gremios; han emigrado juntos; han vivido juntos y han trabajado juntos. Eran individuos aislados que fueron mantenidos juntos por el espíritu común (también lo que se llama instinto entre los animales es espíritu), que es coacción natural, pero no impuesta.
Pero esa coacción natural de la cualidad unificadora, del espíritu común, ha empleado hasta aquí en la historia humana conocida, formas externas: símbolos religiosos y cultos, representaciones de la fe y prescripciones litúrgicas o cosas parecidas de la misma naturaleza.
Por eso el espíritu en los pueblos está siempre ligado con lo contrario del espíritu, el hondo pensamiento del símbolo con la mentalidad de la superstición; por encima del calor y del amor del espíritu que unifica viene la rigidez y el frío del dogma; en lugar de la verdad de aquello arrancado de tan hondo, que sólo puede decirse en figuras, aparece el absurdo de la literalidad.
Y a eso se añade luego la organización externa: la iglesia y las organizaciones de la coacción externa de naturaleza mundana se fortifican y crecen en lo malo: la servidumbre, el feudalismo, las diversas autoridades y jefaturas, el Estado.
Entonces decae el espíritu en los pueblos, sobre los pueblos, con la naturalidad con que emana del individuo y lleva a la asociación. El espíritu retrocede hacia el individuo. Individuos, poderosos interiormente, representantes del pueblo, fueron los que le dieron a luz para el pueblo; ahora vive en los individuos, en los geniales, que se conmueven en toda su potencialidad, que no tienen pueblo: pensadores aislados, poetas, artistas, que carecen de apoyo, están ahí como desarraigados, casi en el aire. Como un ensueño de lejanos tiempos pasados les domina a veces, y entonces arrojan con regia dignidad la lira de la falta de voluntad y echan mano a la trompeta, hablan desde el espíritu al pueblo y sobre el pueblo que viene. Toda su concentración, toda su forma, que vive en ellos con violento dolor y a menudo es mucho más fuerte y más amplia de lo que su cuerpo y su espíritu pueden soportar, las incontables figuras y el colorido y el hormigueo y la turbamulta del ritmo y de la armonía; todo eso -oidlo, artistas- es pueblo muerto, es pueblo viviente que se ha reunido en ellos, que se ha enterrado en ellos y que resucitará en ellos otra vez.
Y junto a ellos surgen otros individuos, a quienes una mezcolanza de espíritu y de falta de espíritu ha aislado: dominadores violentos, cazadores de riqueza, alquiladores de hombres, ladrones de tierra. En tales comienzos del período de decadencia y de transición, como lo presenta del modo más magnífico y ostentativo el Renacimiento -el barroco inicial-, tienen esos sujetos todavía muchos rasgos del espíritu que ha sido disgregado y se ha reunido en parte en ellos; y en todo su empuje y poder tienen todavía un rasgo de melancolía, de rigidez y de extrañeza, de antiterrestres y de visionarios, y casi se podría decir ante algunos de esos fenómenos que también en ellos vive un algo espectral, más poderoso que ellos mismos, un contenido que es demasiado estrecho para el continente de la personalidad aislada. Y rara, muy raramente despierta también uno de ellos como de un sueño salvaje, arroja a un lado la corona y asciende a la montaña de Horeb para echar una ojeada a su pueblo.
Y vienen a veces las naturalezas mixtas, cuyas cunas ha mecido largo tiempo el hada: son los grandes conquistadores, grandes héroes de la libertad, genios del pensamiento y de la fantasía ambulatoria o grandes comerciantes: hombres como Napoleón y Ferdinand Lassalle.
Y esos pocos aislados en donde se refugia el espíritu, el poder y la riqueza, corresponden a los muchos aislados unos de otros, atomizados, en quienes no ha quedado más que el maquinalismo, la vacuidad y la miseria: las masas, a quienes se llama pueblo, pero que no son más que una aglomeración de desarraigados, de abandonados. Desarraigados, en melancólica extrañeza, los individuos, los pocos, en los que se afirma el espíritu popular, aun cuando nada saben de él. Desarraigadas, dispersas en penuria y pobreza, las masas en las que debe volver a fluir el espíritu, cuando se reúnan otra vez éste y el pueblo, cuando revivan.
La muerte es la atmósfera entre nosotros; pues donde no hay espíritu está la muerte; la muerte nos ha andado sobre la piel y ha penetrado en la carne; pero en nosotros, en nuestro escondite secreto, en nuestro más grande misterio y en nuestra profundidad, en nuestro sueño, en nuestro anhelo, en las figuras del arte, en la voluntad de los que quieren, en la honda visión de los que miran, en los hechos de los que hacen, en el amor de los que aman, en la desesperación y en la valentía, en la exigencia espiritual y en la alegría, en la revolución y en la asociación: ahí está la vida, la fuerza y la magnificencia; ahí está oculto el espíritu, ahí se crea espíritu que brotará y producirá pueblo, belleza y comunídad.
Los tiempos de la especie humana que brillan del modo más bello en la posteridad, son aquellos en que esa tendencia a la filtración del espíritu desde el pueblo a las angosturas y cavidades de las personas aisladas, ha comenzado justamente ya, pero todavía no ha prosperado mucho: donde el espíritu común, la sociedad de las sociedades, la estratificación de las numerosas alianzas emanadas del espíritu están en la plenitud de su fuerza, y donde además han crecido ya personalidades geniales, que están, sin embargo, todavía forzadas, naturalmente, por el gran espíritu del pueblo, que por eso no conoce el asombro banal de sus grandes obras, las toma más bien como un fruto natural de la convivencia y disfruta de ellas con sagrados sentimientos, pero frecuentemente apenas transmite a la posteridad los nombres de los promotores.
Tal período fue el de prosperidad de la vida popular de los griegos, tal período fue la edad media cristiana.
No era ese ningún ideal; era realidad. Y así vemos junto a todas esas alturas, a esos voluntarios, a esos individuos de genio, los restos de anterior violencia, que son ya los comienzos de la violencia ulterior, de la brutalidad, de la coacción impuesta, del Estado. Pero el espíritu era más poderoso; pues con frecuencia penetró y embelleció incluso esas instituciones de la violencia y de la servidumbre que en los períodos de decadencia se convierten en abominación y en horror. No todo lo que los buenos historiadores llaman esclavitud era siempre enteramente esclavitud.
No había entonces ningún ideal, porque estaba el espíritu. El espíritu da a la vida un sentido, santificación y consagración; el espíritu crea, suscita y penetra el presente con alegría, fuerza y bienaventuranza; el ideal se aparta de lo presente, se dirige a lo nuevo; es anhelo de futuro, de mejoramiento, de algo desconocido. Es el camino de los tiempos de decadencia y de ruina en marcha hacia una nueva cultura.
Pero aquí hay aún algo que decir. Antes de esos tiempos de brillantes alturas que están ya en el período de transmutación, hubo otros períodos, no una sola vez en la llamada evolución, sino siempre en ascenso y descenso en los pueblos que se disuelven y se mezclan sucesivamente. También alli había espíritu unificador, también allí había vida común voluntaria, por la coacción natural de la reciprocidad. Pero ninguna de las torres conventuales centelleantes de belleza en todos los detalles, elevadas en armonía y singularidad, y ninguna nave de columnas estaba en plácida seguridad ante el azul transparente del cielo. Había sencillas asociaciones; todavía no había personalidades de genial individualidad y subjetividad como representantes del pueblo; era una vida primitiva, comunista. Hubo -y hay- largos siglos y a menudo milenios de relativa quietud -quietud, oidlo, contemporáneos instruídos y liberales, es para aquellos tiempos, para esos pueblos que viven casi junto a nosotros, un signo de su cultura; el progreso, lo que llamáis progreso, ese incesante ajetreo, ese rápido cansancio y esa caza neurasténica, asmática de lo nuevo, cuando es otra vez nuevo; el progreso y las ideas absurdas en conexión con él de los prácticos de la evolución y la costumbre maniática de decir adiós ya a la llegada; el progreso, esa incesante movilidad y azuzamiento, esa impotencia para detenerse y esa fiebre de viajes, ese llamado progreso es un síntoma de nuestras condiciones anormales, de nuestra incultura; y necesitamos algo muy diverso que esos síntomas de nuestra descomposición para salir de nuestra descomposición- hubo y hay, digo, períodos y pueblos de vida floreciente, períodos de tradición, de epopeya, de agricultura y de artesanado rural, sin mucho arte saliente, sin mucha ciencia escrita. Períodos que son menos brillantes, que elevan menos monumentos, menos tumbas que aquellos períodos de grandeza, que son tan soberbios porque tienen ya con ellos su herencia y consumen su maravillosa juventud: un período de vida más bien larga y holgada, que casi podría decirse cómoda. No existe todavía el espíritu consciente de sí mismo con mágico poder conquistador, dispuesto a separarse y a salir a la palestra como alto mensaje y a forzar las almas en su conjuro. También hubo esos tiempos; también hay esos pueblos; y tales tiempos volverán.
En tales períodos aparece el espíritu como si estuviera escondido; se le reconoce, cuando se le observa escrutadoramente, casi sólo por sus manifestaciones: por las formas de la vida social, por las instituciones económicas de la comunidad.
A los primeros, a los primitivos comienzos, a los estadios preliminares de esos períodos han llegado siempre de nuevo los hombres, cuando se salvaron de los tiempos anteriores de ruina, de falta de espíritu, de tiranía, de explotación y de violencia estatal, a menudo con ayuda de pueblos que se movieron lentamente sobre la tierra en ese estado de quietud fecunda hacia nuevos lugares, y desde las tinieblas de lo desconocido, de la lejanía irrumpieron en ellos nuevos y sanos. Así los griegos y los romanos del período último del imperio han sido bañados en ese baño de juventud y se volvieron niños, otra vez primitivos y maduros para el nuevo espíritu que llegó de oriente al mismo tiempo sobre su vida. Para el que siente con la humanidad, con su eterna renovación, apenas hay algo más conmovedor y al mismo tiempo más penoso para el alma y que eleve a una confianza casi infantilmente piadosa, que las obras del arte prebizantino, que igualmente podría llamarse postgreco. ¿Por qué descomposición y por qué enorme reconstrucción, por qué horror y por qué necesidad espiritual han atravesado las generaciones, hasta llegar desde el elegante formalismo y el frío mortal de la virtuosidad hasta esa cordialidad casi espantosa, hasta esa sencillez infantil, hasta esa imposibilidad de ver exactamente todo lo corporal? La virtuosidad del ojo y de la mano se habría continuado heredando de generación en generación en el arte y en el artesanado, si el alma no la hubiera escupido como inmundicia y amarga hiel. ¡Qué esperanzas, qué hondos consuelos hay en tal panorama penosamente reconfortante para nosotros, para todos los que podemos aprender en eso, al saber que ningún progreso, ninguna técnica, ninguna virtuosidad nos traerán salvación y bendición! ¡sólo del espíritu, sólo de la profundidad de nuestra exigencia y de nuestra riqueza interiores surgirá el gran cambio que llamamos hoy socialismo!
Pero para nosotros no hay nada tan lejano, tan desconocido, ninguna instantaneidad y ninguna sorpresa de la oscuridad en parte alguna del mundo. Ninguna analogía del pasado puede alcanzamos ya por completo: nos es conocida la superficie de la tierra, tenemos la mano sobre ella y la mirada en torno a ella. Pueblos que hace sólo decenios estaban separados de nosotros como por milenios -japoneses, chinos- se esfuerzan celosamente en cambiar su quietud por nuestro progreso, su cultura por nuestra civilización. En otros pueblos, más pequeños, hemos extirpado ese período o lo hemos depravado mediante el cristianismo y el alcohol. De nosotros mismos debe venir esta vez la renovación, si hay que creer ya que pueblos de nuevo cruce como los americanos, pueblos de vieja ascendencia como los rusos, los hindúes, tal vez también los chinos, nos ayudarán del modo más fecundo.
Los hombres que se han elevado nuevamente del estado de una perdición cualquiera y se salvaron, en los timpos fabulosos, épicos de la cultura otra vez inicial del comunismo, no recibieron tal vez durante mucho tiempo el soplo del nuevo espíritu en figura visible, palpable, expresable. No tuvieron el fulgor de una poderosa ilusión que les forzase en su hechizo. Pero. la superstición, el resto miserable, no reconocible ya de sus tiempos anteriores de grandeza, lo dejaron tras sí; no querían más que lo terreno; y así comenzó su vida nuevamente con el espíritu de la justicia, que llenó sus instituciones, su convivencia, sus trabajos y su distribución de los bienes. El espíritu de la justicia -una acción terrenal y una creación de las asociaciones voluntarias, antes aún de las ilusiones celestes, que después iluminó la acción terrestre en comunidad y luego la suscitó naturalmente.
¿Hablo con estas palabras de los bárbaros de milenios hace mucho transcurridos? ¿Hablo de los precursores de los árabes, de los iroqueses, de los groelandeses?
No lo sé. Nada sabemos tampoco de las modificaciones y desarrollos de esos llamados pueblos bárbaros de tiempos anteriores y de nuestros tiempos. No tenemos al respecto apenas ni tradiciones ni verdaderos puntos de apoyo. Sólo sabemos que las llamadas condiciones primitivas de los supuestos bárbaros o salvajes no son iniciales en el sentido que habría comenzado la humanidad por ellas, como sostienen muchos profesionales, que tienen más instrucción de la que son capaces de pensar. No sabemos nada de un comienzo semejante; también las culturas de los bárbaros vienen de alguna parte, proceden hondamente de lo humano; tal vez de una barbarie efectiva, semejante a aquella de que queremos salir.
Pues yo hablo sin embargo de nuestros propios pueblos; hablo de nosotros mismos.
Somos el pueblo de la decadencia, cuyos pioneers y precursores de la mera violencia, del aislamiento injurioso y del abandono del individuo están cansados. Somos el pueblo del descenso, donde no hay ya ningún espíritu unificador, sino sólo un resto desfigurado, el absurdo de la superstición, y su común sucedáneo, la coacción de la fuerza externa, del Estado. Somos el pueblo de la decadencia y por lo tanto de la transición, cuyos precursores no ven ningún sentido que indique por encima de la vida terrestre, que no ven ante sí ninguna ilusión celeste en que poder creer y a la cual proclamar sagrada. Somos el pueblo que puede marchar hacia adelante de nuevo sólo por un espíritu único: el espíritu de la justicia en las cosas terrenas de la vida en comunidad. Somos el pueblo que sólo es salvable, que sólo puede ser llevado a la cultura por el socialismo.
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