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Así está, pues, nuestro tiempo entre dos períodos. ¿Cómo se manifiesta?

Un espíritu unificador -sí, sí; aquí se llama un tanto a menudo espíritu, tal vez porque los hombres de nuestro tiempo, y con más razón los llamados socialistas llaman tan poco al espíritu como hacen espíritu. No hacen espíritu y no hacen nada real y nada práctico; ¡y cómo podrían crear algo real si no piensan realmente!-; un espíritu unificador, repito, que impulse a los hombres desde dentro a la colaboración en cosas de la comunidad, de la prudencia y la distribución de los bienes necesarios, no existe. Un espíritu que planease como una canción de alondra en los aires o como canto lejano, ardiente, de invisibles coros sobre todo trabajo y sobre todo movimiento eficiente, el espíritu del arte, del esclarecimiento de la acción terrenal laboriosa, no existe. Un espíritu que llene con necesidad y libertad los objetos del consumo, los impulsos naturales, las satisfacciones, las fiestas, no existe. Un espíritu que ponga toda la vida en relación con la eternidad, que santifique nuestros sentidos, que haga celeste todo lo corporal, que convierta en alegría toda mutación y toda andanza en impulso, en salto, en vuelo, no existe.

¿Qué existe? Dios, que ha creado el mundo, que tiene un hijo que redime ese mundo del pecado ... Basta, basta de esos restos incomprendidos de un simbolismo que una vez tuvo sentido, restos que ahora son tomados literalmente y deben ser creídos con cuero y cabello y con todas las letras e historias maravillosas, de modo que las llamadas almas o también los cuerpos pueden ser felices con cuero y cabello después de podridos. Basta. Ese espíritu es una monstruosidad; no tiene relaciones con la verdad ni con la vida. Si algo hay probablemente falso, son todas esas imaginaciones.

Y nuestras gentes instruídas lo saben. Si el pueblo, una gran parte del pueblo, ha caído en el espíritu de lo falso, de lo inexacto y de lo viciado, se ocultan muchas de nuestras gentes instruídas en el espíritu de la mentira y de la cobardía.

Y muchos, nuevamente, en el pueblo y entre las gentes cultas, no se cuidan de ninguna clase de espíritu y opinan que no hay nada más superfluo que preocuparse de tales cosas.

En la escuela los niños son educados con doctrinas que no son verdaderas, y los padres son forzados a dejar retroceder el pensamiento de sus hijos en dirección a lo falso. Un terrible abismo se abre entre los hijos de los pobres, mantenidos por la fuerza en la vieja religión, y los hijos de los ricos, a quienes se da por el camino toda suerte de semiilustración y de apacible duda. Los hijos de los pobres deben permanecer torpes, obedientes, temerosos; los hijos de los ricos se vuelven incompletos y frívolos.

¿Cómo se trabaja en nuestro tiempo? ¿Por qué se trabaja? ¿Qué es, además, el trabajo?

Sólo pocas especies animales conocen lo que nosotros llamamos trabajo: abejas, hormigas, termitas y hombres. El zorro en su edificación y en la caza, el pájaro en su nido y en la búsqueda de insectos y de granos, todos deben esforzarse para vivir, pero no trabajan. Trabajo es técnica; técnica es espíritu común y provisión. No hay ningún trabajo donde no hay espíritu y provisión y donde no hay comunidad.

¿Cuál es el espíritu que determina nuestro trabajo? ¿Cómo funciona la provisión? ¿Cómo marcha la comunidad que regula nuestro trabajo?

Así son y así están condicionados:

La tierra, y con ella la posibilidad de habitación, del taller, de la actividad; la tierra, y con ella las materias primas; la tierra, y con ella los medios de trabajo heredados del pasado, están en posesión de unos pocos. Esos pocos tienden al poder económico y personal en forma de propiedad de la tierra, riqueza monetaria y dominación de los hombres.

Hacen producir cosas que creen, según el estado de la situación eventual, que el mercado puede recibir con ayuda de un gran ejército de agentes, viajantes (mejor: charlatanes persuasivos), grandes y pequeños comerciantes, reclamo en los diarios, murales, fuegos de artificio y otras disposiciones seductoras.

Pero aun cuando ellos saben que el mercado no puede digerir sus productos más que difícilmente o al menos no al precio deseado, continúan bombardeando siempre con ellos: porque sus instalaciones productivas y sus empresas no se orientan según las necesidades de un estrado humano orgánico, solidario, de una comuna o una asociación mayor de consumo o de un pueblo, sino que responden sólo a las exigencias de su fábrica, a los millares de obreros atados como Ixion a la rueda, y no pueden hacer otra cosa que ejecutar en esas máquinas pequeñas labores parciales.

Es indiferente que hagan cañones para el exterminio de seres humanos, o medias con pólvora tejida, o mostaza con harina de guisantes. Es igual que sus artículos sean empleados o no, que sean útiles o absurdos, hermosos o feos, finos o vulgares, sólidos o frágiles; todo eso es igual. Siempre que sean comprados, siempre que aporten dinero.

La gran masa de los hombres está separada de la tierra y de sus productos, de la tierra y de sus medios de trabajo. Viven en la pobreza o en la inseguridad; no hay ninguna alegría y ningún sentido en su vida; trabajan cosas que no tienen ninguna relación con su vida; trabajan de un modo que les priva de alegría y los vuelve torpes. Muchos, masas, con frecuencia no tienen techo sobre su cabeza, pasan frío, hambre y calamidades.

Como se alimentan y se calientan insuficientemente, se vuelven tuberculosos o enferman de algún otro modo y mueren antes de tiempo. Y aquellos a quienes dejan sanos la presión y la penuria caseras, el aire viciado y el amontonamiento pestífero, se pierden a menudo por el exceso de trabajo, por el polvo penetrante, por la materia venenosa y el vaho de la fábrica.

Su vida no tiene relaciones, o las tiene mermadísimas, con la naturaleza; no saben qué es pasión, qué es alegría, qué es gravedad e interioridad, qué es horrorizante y qué es trágico; no viven nada de eso; no pueden reir ni pueden ser niños; se soportan y no saben lo insoportables que son; viven también moralmente en la suciedad y en el aire corrompido, en una humareda de palabras feas y de diversiones repulsivas.

El lugar en que se reunen y atienden a su especie de comunidad no es la plaza libre del mercado, bajo el cielo, ni el elevado espacio cupular que imitó la asociación cerrada bajo la libertad del cielo y la infinitud, ni es Una sala comunal, ni unos pórticos de guilda o una casa de baños: su lugar habitual es la taberna.

Allí se entregan a la bebida y con frecuencia no pueden continuar viviendo sin emborracharse. Se emborrachan porque nada les es tan esencialmente extraño como la embriaguez.

Es necesario y seguro que muchos quieran trabajar y no pueden, que muchos que pudieran trabajar no pueden ya querer, que muchos gérmenes han muerto en el cuerpo materno y muchos niños después del nacimiento, que muchos pasan largos años de su vida en el presidio o en la casa de trabajo.

Hubo que edificar prisiones y presidios, ha sido preciso levantar cadalsos. La propiedad y la vida, la salud, el cuerpo sano y la libertad de la elección sexual están amenazados siempre por lisiados y contrahechos. No ya por rebeldes y malevos, pues ahora hay menos bandidos atrevidos que antes; en cambio hay incontables ladrones, mixtificadores y escaladores, y matadores ocasionales a quienes se llama asesinos.

Los sacerdotes y las gentes civiles, domados por las costumbres, han conseguido que se hable de esos pobres como de animales, que por nuestra perversa inocencia son inocentemente culpables; se les llama ganado, puercos, cabritos y bestias. ¡Pero son hombres! Vedlos tal como son de niños y observad sus rasgos cuando yacen en la oblicuidad mortuoria, y luego profundizad en vosotros. ¡No os preservéis, demasiado tiempo os habéis guardado y demasiado habéis conservado vuestras ropas, vuestra piel y vuestro corazón delicado hasta la infamia! Ved a los pobres, a los miserables, a los caídos, a los delincuentes y a las prostitutas, vosotros, bravos ciudadanos, jóvenes educados y mantenidos, muchachas púdicas y damas honorables; mirad hacia allí y observaréis que vuestra inocencia es vuestra culpa, que vuestra culpa es vuestra vida.

Su culpa es la vida de los acomodados; sólo que tampoco son éstos inocentes ni dignos de observación. La necesidad y la falta de espíritu engendran la fealdad, la privación y el vacío; el bienestar y la falta de espíritu van a la par de la vacuidad, del vacío y de la mentira.

Y hay un punto, hay un lugar donde se encuentran ambos, el pobre y el mísero rico. En la exigencia sexual coinciden. Los más pobres son las jóvenes que no tienen que vender más que su cuerpo. Los más míseros son los jóvenes que ambulan por las calles y no saben de qué les viene el sexo y qué es lo que deben hacer con él. Ni la plaza del mercado, ni el alto espacio cupular, ni el templo ni la casa comunal son en nuestro tiempo el lugar de la comunidad para todos. Pero donde habitan el poder y el dinero, donde el espíritu podría estar en su casa, ha desaparecido el placer hasta el punto que hay seres humanos que quieren comprarlo y seres que tienen que vender su asqueante sucedáneo. Donde el placer se convirtió en una mercancía, no hay ya diferencia entre el alma de los superiores y la de los inferiores; y la casa de placer es la casa de los representantes de nuestro tiempo.

Para crear orden y posibilidad de vida en esa insipidez, en ese absurdo, en esa confusión, en esa penuria y en esa perversión, está ahí el Estado. El Estado con sus escuelas, sus iglesias, juzgados, presidios, casas de trabajo; el Estado con sus gendarmes y su policía; el Estado con sus soldados, empleados y prostitutas.

Donde no hay espíritu y disciplina interna, interviene la violencia externa, la reglamentación y el Estado.

Donde hay espíritu, hay sociedad. Donde no hay espíritu se impone el Estado. El Estado es la sustitución del espíritu.

Eso es también en otra dirección.

Pues algo que parezca y obre como el espíritu debe existir. Los seres humanos vivientes no pueden vivir un momento sin espíritu; por lo demás, los materialistas pueden ser gentes rectas, pero no comprenden nada de lo que constituye el mundo y la vida. Sólo que ¿cuál es el espíritu que nos deja en vida? El espíritu que regula nuestro trabajo se llama arriba dinero, abajo penuria, lo hemos visto. El espíritu que nos eleva sobre el cuerpo y la individualidad se llama abajo superstición, prostitución y alcohol; arriba, alcohol, prostitución y lujo. Y así existe diversidad de espíritus. Y el espíritu que lleva el individuo a la comunidad, al pueblo, se llama hoy nación. La nación, como coacción natural de la comunidad nativa, es un espíritu hermoso e inextirpable. La nación, en la amalgama del Estado y de la violencia, es una brutalidad artificiosa y una malvada tontería; y hay un suplemento del espíritu, que se ha vuelto indispensable para los seres humanos que viven hoy, como un veneno habitual y un medio de embriaguez: el alcohol.

Los Estados con sus fronteras, las naciones con sus contradicciones, son sucedáneos del espíritu de la comunidad y del pueblo, que no existen. La idea de Estado es un espíritu artificiosamente elaborado, una falsa imaginación, objetivos que no tienen nada que ver entre sí, que no tocan tierra, como los hermosos intereses del idioma y de las costumbres comunes, y que apareja los intereses de la vida económica (y la clase de vida económica de hoy la hemos visto ya) entre sí y con un determinado territorio. El Estado, con su policía y todas sus leyes e instituciones de la propiedad, existe por la voluntad de los hombres, como miserable suplantación del espíritu y de las asociaciones para objetivos determinados; y los hombres deben luego existir para el Estado, que refleja algo así como un cuadro ideal y un fin de sí mismo, nuevamente pues un espíritu. Espíritu es algo que mora en los corazones y el alma de los individuos de la misma manera; algo que, con disciplina natural, como cualidad unificadora, brota de todos y lleva a todos la alianza. El Estado no mora nunca dentro de los individuos; no se ha convertido nunca en cualidad individual, no ha sido nunca voluntariedad. Pone el centralismo de la obediencia y la disciplina en lugar del centro que rige el mundo del espíritu; este centro es el latido del corazón y el pensamiento libre, propio en el cuerpo viviente de la persona. En otro tiempo hubo comunas, asociaciones tribales, guildas, hermandades, corporaciones, sociedades, y todas se deslizaban hacia la sociedad. Hoy existe coacción, letra, Estado.

Y ese Estado, que por lo demás no es nada, y que, para ocultar ese nada, se viste engañosamente con el manto de la nacionalidad, y esa nacionalidad, que es una cosa delicada, espiritual entre los hombres, mixtificadoramente ligada a una comunidad de tierra, que no tiene nada de común y que no existe; ese Estado, pues, quiere ser un espíritu y un ideal, un más allá, un algo incomprensible, por el cual millones han de matarse entusiastamente y embriagados de muerte. Esa es la forma más extrema, la suprema forma de la falta de espíritu, que se ha instaurado porque el verdadero espíritu de la asociación ha desaparecido y ha sucumbido; y digámoslo nuevamente: si los hombres no tuviesen esa horrible superstición en lugar de la verdad viviente de la ligazón natural del espíritu, no podrían vivir, pues se ahogarían en la vergüenza y la infamia de esa caricatura de vida y de esa falta de asociación, caerían en polvo como barro desecado.

Así es nuestro tiempo. Así está ahí, entre los tiempos. ¿Sentís, los que escucháis mis palabras, y oís con los oídos, los hombres todos, sentís que yo apenas podría hablar en esa descripción? ¿Que sólo hablé forzado, porque debía ser por la causa y por vosotros, de esas cosas terribles y suscité en vuestra conciencia lo que yo no necesito en mí hacer consciente ya, porque todo eso ultrajante del ambiente hace mucho que se ha convertido en un trozo de mi razón, de mi vida, de mi conversación corporal y hasta de mis gestos? ¿Que quedé como anquilosado y sucumbí bajo una presión extraordinariamente poderosa, que se me cortó la respiración y el corazón latió con violencia?

Vosotros, hombres todos que sufrís bajo ese horror: dejad penetrar hasta vosotros, no sólo la voz que pronuncio y el colorido de mis palabras. Apercibid mi silencio y mi desentono, mi sofocación y mi medrosidad. Ved mis puños apretados, mis gestos descompuestos y la decisión pálida de toda mi actitud. Apercibid sobre todo la insuficiencia de esta descripción y mi indecible incapacidad, pues quiero que me oigan seres humanos, que vengan a mí hombres, que vayan conmigo, que no puedan resistir más, como yo.

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