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CAPÍTULO 5

LAS ASAMBLEAS PARLAMENTARIAS

Las asambleas parlamentarias representan masas heterogéneas, no anónimas. Pese a su reclutamiento, variable según las épocas y los pueblos, se asemejan mucho entre sí sus características. La influencia de la raza se hace sentir sobre ellas para atenuar o exagerar, pero no para impedir la manifestación de dichas características. Las asambleas parlamentarias de los países más diferentes, las de Grecia, Italia, Portugal, España, Francia y América ofrecen grandes analogías en cuanto a sus discusiones y sus votos, y enfrentan a los gobiernos con idénticas dificultades.

El régimen parlamentario sintetiza, por otra parte, el ideal de todos los pueblos civilizados modernos. Refleja la idea, psicológicamente errónea pero generalmente admitida, de que muchos hombres reunidos son más capaces que un reducido número de ellos de adoptar una decisión sabia e independiente acerca de un determinado asunto.

En las asambleas parlamentarias encontramos las características generales de las masas: simplismo de las ideas, irritabilidad, sugestibilidad, exageración de los sentimientos, influencia preponderante de los líderes. Pero dada su especial composición, las masas parlamentarias presentan ciertas diferencias. Las señalaremos seguidamente.

El simplismo de las opiniones es una de sus características más marcadas. En todos los partidos, principalmente entre los pueblos latinos, se encuentra una invariable tendencia a resolver los más complicados problemas sociales mediante los principios abstractos más simples y por leyes generales aplicables a todos los casos. Los principios varían, naturalmente, según el partido de que se trate; pero por el simple hecho de formar los individuos una masa, tienden siempre a exagerar el valor de estos principios y a llevarlos hasta sus últimas consecuencias. Los parlamentos representan así también, sobre todo, opiniones extremas.

El tipo más perfecto del simplismo de las asambleas fue el realizado por los jacobinos durante la Revolución Francesa. Dogmáticos y lógicos, con el cerebro repleto de vagas generalizaciones, se ocupaban de principios fijos, sin tener en cuenta los acontecimientos, y de ellos se ha dicho, con mucha razón, que atravesaron la Revolución sin verla. Provistos de unos cuantos dogmas imaginaron rehacer de arriba a abajo toda una sociedad y hacer retornar a una refinada civilización a una fase muy anterior de la evolución social. Sus medios para realizar este sueño se hallaban asimismo caracterizados por un absoluto simplismo. En efecto, se limitaban a destruir violentamente los obstáculos que les estorbaban. Por otra parte, todos ellos, ya fuesen girondinos, thermidorianos, etc. estaban animados por el mismo espíritu.

Las masas parlamentarias son muy fáciles de sugestionar y, como siempre, la sugestión emana de líderes aureolados de prestigio; pero, en las asambleas parlamentarias, la sugestibilidad posee límites muy netos que es importante señalar.

Todo miembro de una asamblea posee opiniones fijas, irreductibles e inconmovibles ante cualquier argumentación acerca de todas las cuestiones de interés local. Ni el talento de un Demóstenes sería capaz de modificar el voto de un diputado acerca de cuestiones tales como el proteccionismo o el privilegio de cosecheros que representan las exigencias de electores influyentes. Las previas sugerencias de dichos electores son lo bastante poderosas como para anular a todas las demás y para mantener una absoluta fijación de la opinión (1).

En cuestiones generales -un cambio ministerial, el establecimiento de un impuesto, etc.-, la opinión fija se anula y pueden operar las sugestiones de los líderes, pero no de modo inmediato, como en una masa corriente. Cada partido tiene sus líderes que, en ocasiones, ejercen idéntica influencia. El diputado se encuentra entonces entre sugestiones contrapuestas y fatalmente duda mucho. Así, puede observársele, con frecuencia, cómo, con un cuarto de hora de intervalo, vota de modo contrario a como lo hizo anteriormente, agrega a una ley un artículo que la destruye; así, por ejemplo, suprime a los industriales el derecho de elegir y despedir a sus obreros y luego casi anula esta medida mediante una enmienda.

Por ello, en cada legislatura, una Cámara manifiesta algunas opiniones muy firmes y otras muy indecisas. En el fondo, al ser las cuestiones generales las más numerosas, es la indecisión la que predomina, indecisión mantenida por el constante temor al elector, cuya sugestión latente llega siempre a contrarrestar la influencia de los líderes.

Sin embargo, estos últimos son, en definitiva, los auténticos amos en aquellas discusiones en las que los miembros de una asamblea no tienen opiniones previas bien definidas.

La necesidad de líderes resulta evidente, ya que con el nombre de jefes de grupos se les encuentra en todos los países. Son los auténticos soberanos de las asambleas. Los hombres-masa no saben estar sin amo y por ello los votos de una asamblea no representan, generalmente, sino las opiniones de una reducida minoría.

Los líderes, repetimos, actúan muy poco mediante sus razonamientos y mucho por su prestigio. Si una circunstancia cualquiera se lo arrebata, dejan de poseer influencia.

Este prestigio de los líderes es individual y no depende del nombre ni de la celebridad. Jules Simon, hablando de los grandes hombres de la asamblea de 1848, a la que perteneció, nos presenta unos ejemplos muy curiosos.

Dos meses antes de acaparar todo el poder, Luis Napoleón no era nadie.
Víctor Hugo subió a la tribuna. No obtuvo éxito. Se le escuchó como se escuchó a Félix Pyat, pero no se le aplaudió tanto como a éste.
No me gustan sus ideas, me dijo Vaulabelle hablando de Félix Pyat, pero es uno de los más grandes escritores y el mayor orador de Francia. Edgar Quinet, aquel espíritu tan selecto y potente, no era tenido en cuenta para nada. Tuvo su momento de popularidad antes de la apertura de la asamblea, pero en ésta no gozó de fama alguna.
Las asambleas políticas son aquel lugar de la tierra en el que menos resplandece el genio. En ellas no se tiene en cuenta más que una elocuencia apropiada al momento y al lugar, así como los servicios prestados, no a la patria, sino a los partidos. Para que se rindiese homenaje a Lamartine en 1848 y a Thiers en 1871 fue preciso el estimulante representado por un interés urgente, inexorable. Una vez pasado el peligro, desaparecieron a la vez el reconocimiento y el miedo.

He reproducido este pasaje por los hechos que contiene, pero no por las explicaciones que propone. Corresponden a una mediocre psicología. Una masa perdería inmediatamente su carácter de tal si tuviese en cuenta a los líderes los servicios prestados, tanto a la patria como a los partidos. La masa experimenta el prestigio del líder y en su conducta no interviene sentimiento alguno de interés o reconocimiento.

El líder dotado de suficiente prestigio posee un poder casi absoluto. Conocida es la inmensa influencia de que gozó durante muchos años un célebre diputado, gracias a su prestigio, que después perdió instantáneamente por determinados acontecimientos financieros. A un simple gesto suyo caían los ministros. En las siguientes líneas, un escritor ha señalado con claridad el alcance de su actividad.

Es sobre todo a C... a quien debemos el haber tenido que comprar Tonkin tres veces más caro de lo que nos debería haber costado, de no habernos establecido en Madagascar sino de un modo inseguro, habernos dejado arrebatar todo un imperio en el bajo Níger, haber perdido la preponderante situación que ocupábamos en Egipto. Las teorías de C... nos han costado más territorios que los desastres de Napoleón I.

Pero no habría que inculpar demasiado de todo ello al líder en cuestión. Es indudable que nos ha costado muy caro, pero gran parte de su influencia dependía de que se limitaba a seguir la opinión pública, la cual, en cuestiones coloniales, no era en absoluto como hoy día. Rara vez precede un líder a la opinión y, la mayoría de las veces, se limita a adoptar sus errores.

Junto con el prestigio, los medios de persuasión de los líderes son factores que ya hemos mencionado varias veces. Para manejarlos hábilmente, el líder debe haber captado, al menos de un modo inconsciente, la psicología de las masas y saber cómo hablarles, conociendo sobre todo la fascinante influencia de las palabras, las fórmulas y las imágenes. Es preciso que posea una especial elocuencia, compuesta por afirmaciones enérgicas e imágenes impresionantes, encuadradas dentro de razonamientos muy sumarios. Este género de elocuencia se encuentra en todas las asambleas, incluyendo el Parlamento inglés que es, sin embargo, el más ponderado de todos.

Constantemente podemos leer, dice el filósofo inglés Maine, debates de la Cámara de los Comunes en los que toda la discusión consiste en intercambiar generalidades muy endebles y alusiones personales bastante violentas. Este género de fórmulas generales ejerce un efecto prodigioso sobre la imaginación de una democracia pura. Siempre resultará fácil hacer aceptar a una masa afirmaciones generales, presentadas en términos conmovedores, aún cuando jamás hayan sido comprobadas y no sean quizá susceptibles de verificación alguna.

No es exageración hablar de la importancia de los términos conmovedores como en la cita anterior. Ya hemos insistido varias veces en el especial poder de las palabras y las fórmulas elegidas de modo tal que evoquen imágenes muy vivas. La frase siguiente, tomada del discurso de un líder de asamblea, constituye un excelente ejemplo:

El día en el que un mismo navío lleve hacia las tierras febriles de la relegación al político corrompido y al anarquista asesino, éstos podrán entablar conversación y se mostrarán mutuamente como los dos aspectos complementarios de un mismo orden social.

La imagen así evocada es clara, llamativa, y todos los adversarios del orador se sienten amenazados por ella. Ven los países asolados por fiebres a los que, algún día, podría llevarles un barco, desterrados, ya que ¿no forman quizá parte de la categoría, bastante mal delimitada, de los políticos amenazados? Experimentan entonces el sordo temor que debieron sentir los convencionales, más o menos amenazados con la cuchilla de la guillotina por los vagos discursos de Robespierre; temor que les obligaba siempre a ceder.

Los líderes tienen interés por incurrir en las más inverosímiles exageraciones. El orador cuya frase acabo de citar pudo afirmar, sin suscitar grandes protestas, que los banqueros y los sacerdotes mantenían a los lanzadores de bombas y que los administradores de las grandes compañías financieras merecen las mismas penas que los anarquistas. Este modo de hablar ejerce siempre efecto sobre las masas. La afirmación no es jamás demasiado furiosa, ni la declamación demasiado amenazadora. Nada intimida a los oyentes. Protestando, temen pasar por traidores o cómplices.

Esta especial elocuencia ha reinado, como he dicho, en todas las asambleas, y se acentúa durante los períodos críticos. La lectura de los discursos de los grandes oradores de la Revolución Francesa es muy interesante desde este punto de vista. Se creían obligados a interrumpirse a cada momento para fustigar al crimen y exaltar la virtud, luego lanzaban imprecaciones contra los tiranos y juraban vivir libres o morir. Los asistentes se ponían en pie, aplaudían con furor y luego, ya calmados, volvían a sentarse.

El líder puede ser, a veces, inteligente e instruido, pero esto le resulta, por lo general, más nocivo que útil. Demostrando la complejidad de las cosas y permitiendo explicar y comprender, la inteligencia se torna indulgente y atenúa intensamente la energía y la violencia de las convicciones de que precisan los apóstoles. Los grandes líderes de todas las épocas, sobre todo los de la Revolución Francesa, han sido de limitados alcances y sin embargo, han ejercido una intensa acción.

Los discursos del más célebre de ellos, Robespierre, causan con frecuencia estupefacción por su incoherencia. Leyéndolos no se encuentra ninguna explicación plausible del inmenso papel desempeñado por el poderoso dictador:

Lugares comunes y redundancia de la elocuencia pedagógica y de la cultura latina al servicio de un alma más bien pueril que vulgar y que parece limitarse, en el ataque o la defensa, al ¡a que no te atreves! de los escolares. Ni una idea, ni un rasgo de ingenio, ni una sátira, es el tedio en la tempestad. Cuando uno concluye tan triste y monótona lectura, siente ganas de lanzar el ¡uf! del amable Camille Desmoulins.

Asusta pensar en el poder que confiere a un hombre rodeado de prestigio una fuerte convicción, unida a una extrema estrechez de espíritu. Sin embargo, tales condiciones son necesarias para ignorar los obstáculos y saber tener voluntad. Las masas reconocen, por instinto, en tales convencidos enérgicos, al amo que necesitan.

En una asamblea parlamentaria, el éxito de un discurso depende casi exclusivamente del prestigio del orador y nada, en absoluto, de las razones que propone.

El orador desconocido que pronuncia un discurso repleto de excelentes razonamientos, pero solamente de ellos, no tiene probabilidad alguna de ser ni siquiera escuchado.

Un antiguo diputado, Descubes, ha trazado en las siguientes líneas la imagen del legislador desprovisto de prestigio:

Cuando ha ocupado su puesto en la tribuna, saca de su cartera un protocolo que coloca metódicamente ante él y comienza a perorar con aplomo.
Se jacta de imbuir en el alma de los oyentes la convicción que a él le anima. Ha repasado y sopesado sus argumentos, está repleto de cifras y de pruebas; está seguro de tener razón. Toda resistencia será vana ante la evidencia que él aporta. Comienza, confiando en sus buenas razones y también en la intención de sus colegas, que seguramente no piden sino inclinarse ante la verdad.
Habla y, de pronto, se sorprende por el movimiento que hay en la sala, algo irritado por los crecientes rumores que surgen a su alrededor.
¿Cómo es que no se guarda silencio? ¿Por qué esta falta general de atención? ¿ En qué piensan los que charlan entre ellos? ¿Qué urgente motivo hace que ese otro abandone su escaño?
Una inquietud cruza su frente. Frunce el entrecejo, se detiene. Animado por el presidente reanuda su discurso, alzando la voz. Se le escucha menos aún. Fuerza el tono, se agita: el ruido va en aumento a su alrededor. Ya no se oye ni a si mismo, vuelve a detenerse; luego, temiendo que su silencio haga que el presidente considere que ha concluido su intervención y la dé por finalizada, continúa. El ruido se hace insoportable.

Las asambleas parlamentarias que llegan a cierto grado de excitación se equiparan a las masas heterogéneas corrientes y sus sentimientos presentan, en consecuencia, la particularidad de ser siempre extremados. Podrán realizar actos heroicos o incurrir en los peores excesos. El individuo deja de ser él mismo y votará las medidas más contrarias a sus intereses personales.

La historia de la Revolución Francesa muestra hasta qué punto pueden tornarse inconscientes las asambleas y seguir las sugestiones opuestas a sus intereses. Para la nobleza suponía un enorme sacrificio renunciar a sus privilegios y, no obstante, en una célebre noche de la Constituyente, aceptó sin vacilar tal renuncia. Para los convencionales era una permanente amenaza de muerte renunciar a su inviolabilidad; pero, lo hicieron y no temieron diezmarse recíprocamente, sabiendo bien, sin embargo, que el patíbulo al cual eran hoy conducidos sus colegas les estaba reservado a ellos mañana. Pero inmersos en aquel grado de completo automatismo que he descrito, ninguna consideración podía impedirles ceder a las sugestiones que les hipnotizaban. El siguiente pasaje de las memorias de uno de ellos, Billaud-Varennes, es absolutamente típico a este respecto: las decisiones que tanto se nos reprochan, dice, no las queríamos casi nunca uno o dos días antes: era tan sólo la crisis la que las suscitaba. Nada es más justo.

Los mismos fenómenos de inconsciencia se manifestaron durante todas las borrascosas sesiones de la Convención.

Aprueban y decretan, dice Taine, aquello que les horroriza, no solamente las tonterías y las locuras, sino los crímenes, el asesinato de inocentes, el asesinato de sus amigos. Por unanimidad y entre los más vivos aplausos, la izquierda, unida a la derecha, envía al patíbulo a Danton, su jefe natural, el gran promotor y conductor de la Revolución. Por unanimidad y entre grandes aplausos, la derecha, unida a la izquierda, vota los peores decretos del gobierno revolucionario. Por unanimidad, entre gritos de admiración y entusiasmo, entre testimonios de apasionada simpatía por Collot D'Herbois, por Couthon y por Robespierre, la Convención sigue manteniendo, mediante reelecciones espontáneas y múltiples, al gobierno homicida que la Llanura detesta porque es homicida y que la Montaña detesta porque la diezma. Llanura y Montaña, la mayoría y la minoría, terminan por consentir en ayudar a su propio suicidio. El 22 de prairial, la Convención entera ofreció su cuello al verdugo; el 8 de thermidor, durante el primer cuarto de hora que siguió al discurso de Robespierre, volvió a ofrecerlo.

El cuadro puede parecer sombrío y sin embargo es exacto. Las asambleas parlamentarias, si están lo suficientemente excitadas e hipnotizadas, presentan las mismas características. Se convierten en un rebaño que obedece a todos los impulsos. La siguiente descripción de la Asamblea de 1848, debida a un parlamentario de indudable fe democrática, Spuller, y que reproduzco a partir de la Revue littéraire, es muy típica. En ella volvemos a encontrar todos los sentimientos exagerados que he descrito con respecto a las masas y aquella excesiva movilidad que permite pasar, de un momento a otro, por toda la gama de los sentimientos más contradictorios.

Las divisiones, los celos, las sospechas y, alternativamente, la confianza ciega y las ilimitadas esperanzas, han conducido a su ruina al partido republicano. Su ingenuidad y su candor no igualaban sino a su universal desconfianza. Ningún sentido de la legalidad, ningún sentido de la disciplina; terrores e ilusiones sin límites: el campesino y el niño coinciden en este punto. Su calma rivaliza con su impaciencia. Su salvajismo es parejo con su docilidad. Es lo propio de un temperamento aún no formado y de una educación ausente. Nada les asombra y todo les desconcierta. Temblorosos, llenos de miedo, intrépidos, heroicos, se arrojarán a través de las llamas y retrocederán ante una sombra.
No conocen los efectos ni las relaciones de las cosas. Tan prestos al desánimo como a la exaltación, sujetos a todos los pánicos, siempre demasiado en alto o demasiado en bajo, jamás en el grado que es preciso y en la medida que conviene. Más fluidos que el agua, reflejan todos los colores y adoptan todas las formas. ¿Qué base de gobierno se podía esperar que se asentase en ellos?

Por fortuna, todas las características que se dan en las asambleas parlamentarias y que acabamos de describir no se manifiestan de un modo constante. No se convierten en masas sino en ciertos momentos. Los individuos que las componen consiguen conservar su individualidad en un gran número de casos y, por ello, una asamblea puede elaborar excelentes leyes técnicas. Cierto es que tales leyes son preparadas por un especialista en el silencio de su despacho y la ley votada es, en realidad, obra de un individuo y no ya de una asamblea. Estas leyes son, naturalmente, las mejores. No se convierten en desastrosas más que cuando una serie de desdichadas enmiendas las convierten en colectivas. La obra de una masa es siempre y en todo inferior a la de un individuo aislado. Tan sólo los especialistas salvan a las asambleas de adoptar medidas demasiado desordenadas e inexpertas. Se convierten entonces en líderes provisionales. La asamblea no actúa sobre ellos y ellos actúan sobre la asamblea.

Pese a todas las dificultades de su funcionamiento, las asambleas parlamentarias representan el mejor método encontrado hasta ahora por los pueblos para gobernarse y sobre todo para sustraerse lo más posible al yugo de las tiranías personales. Son desde luego el ideal de un gobierno, al menos para los filósofos, los pensadores, los escritores, los artistas y los sabios, en suma: para todo aquello que constituye la cima de una civilización.

No presentan, por otra parte, más que dos peligros serios: el despilfarro financiero forzado y una progresiva restricción de las libertades individuales.

El primero de tales riesgos es consecuencia forzosa de las exigencias y la imprevisión de las masas electorales. Si un miembro de una asamblea propone alguna medida que proporcione al parecer satisfacción a ideas democráticas, como la de asegurar, por ejemplo, pensiones a todos los obreros, aumentar los salarios de los peones camineros, de los maestros, etc., los demás diputados, sugestionados por el miedo a los electores, no osarán parecer desdeñar los intereses de estos últimos rechazando la medida propuesta. Saben, sin embargo, que gravará intensamente el presupuesto y hará precisa la creación de nuevos impuestos. Dudar en cuanto al voto es imposible. Mientras que las consecuencias del aumento de los gastos son a largo plazo y sin resultados molestos para ellos, las consecuencias de un voto negativo, por el contrario, podrían aparecer claramente el día en que haya que presentarse de nuevo ante el electorado.

A esta primera causa de exageración de los gastos se une otra, no menos imperativa: la obligación de aprobar todos los gastos de interés puramente local. Un diputado no se atrevería a oponerse, ya que también representan exigencias de los electores y todo diputado no puede obtener aquello que necesita su circunscripción sino a condición de ceder a análogas demandas por parte de sus colegas (2).

El segundo de los riesgos antes mencionados, la restricción forzosa de las libertades por las asambleas parlamentarias, menos visible en apariencia, es sin embargo muy real. Es el resultado de innumerables leyes, siempre restrictivas, cuyas consecuencias no advierten los parlamentos, con su espíritu simplista; leyes que se creen obligados a votar.

Este riesgo debe resultar inevitable, ya que la misma Inglaterra, donde existe seguramente el tipo más perfecto de régimen parlamentario y en la que el representante es más independiente con respecto a su elector, no ha logrado sustraerse al mismo. Herbert Spencer, en un trabajo suyo ya antiguo, demostró que el aumento de la libertad aparente tenía que ir seguido por una disminución de la libertad real. Insistiendo sobre la misma tesis en su libro El individuo contra el Estado (3), se expresa del modo siguiente acerca del parlamento inglés.

A partir de aquella época, la legislación ha seguido el curso que he indicado. Medidas dictatoriales, multiplicándose rápidamente, han tendido de manera constante a restringir las libertades individuales y ello de dos modos: se han establecido reglamentaciones, cuyo número aumenta de año en año, que imponen una restricción al ciudadano allí donde sus actuaciones eran antes completamente libres y le fuerzan a ejecutar actos que antes podía, cumplir o no, a voluntad. Al mismo tiempo unas cargas públicas cada vez más pesadas, sobre todo locales, han restringido su libertad, más aún disminuyendo aquella parte de sus ganancias que podría gastar a su gusto y aumentando la porción que se le deduce para invertirla con arreglo al criterio de los agentes públicos.

Esta reducción progresiva de libertades se manifiesta en todos los países bajo una forma especial que no ha sido indicada por Herbert Spencer: la creación de innumerables medidas legislativas, por lo general de orden restrictivo todas ellas, conduce forzosamente a aumentar el número, el poder y la influencia de los funcionarios encargados de aplicarlas. Dichos funcionarios tienden así a convertirse en los auténticos dueños de los países civilizados. Su poder es tanto mayor puesto que, dados los incesantes cambios de gobierno, sólo la casta administrativa, que escapa a dichos cambios, posee exclusivamente la irresponsabilidad, la impersonalidad y la perpetuidad. Pero de todos los despotismos, los más onerosos son los que se presentan bajo esta triple forma.

La creación incesante de leyes y reglamentos restrictivos que rodean de los más bizantinos formulismos los menores actos de la vida tiene por fatal resultado el de ir limitando progresivamente la esfera dentro de la cual pueden moverse libremente los ciudadanos. Víctimas de la ilusión de que multiplicando las leyes quedan mejor aseguradas la igualdad y la libertad, los pueblos aceptan trabas cada día más pesadas.

Pero no las aceptan impunemente. Habituadas a soportar todos los yugos, muy pronto acaban buscándolos, perdiendo toda espontaneidad y energía. Ya no son más que sombras vanas, autómatas pasivos, sin voluntad, sin resistencia y sin fuerza.

Pero aquellos resortes que el hombre no encuentra en sí mismo debe buscarlos forzosamente en otra parte. Al ir en aumento la indiferencia y la impotencia de los ciudadanos, se ve obligado a aumentar más aún el papel de los gobiernos, ya que deben poseer forzosamente el espíritu de iniciativa, de comportamiento emprendedor que han perdido los particulares. Tienen que emprender, dirigir y proteger todo. El Estado se convierte entonces en un dios todopoderoso. Pero la experiencia enseña que el poder de tales divinidades no ha sido jamás muy duradero ni muy fuerte.

La progresiva restricción de todas las libertades en ciertos pueblos, pese a una licencia que les proporciona la ilusión de poseerlas, parece ser un resultado de su vejez, tanto como de un régimen cualquiera. Constituye uno de los síntomas precursores de aquella fase de decadencia a la que hasta ahora no ha podido escapar ninguna civilización.

A juzgar por las enseñanzas del pasado y por los síntomas que surgen en todas partes, varias de nuestras civilizaciones modernas han llegado al período de extrema vejez que precede a la decadencia. Determinadas evoluciones parecen darse fatalmente en todos los pueblos, pues vemos con cuanta frecuencia se repite su curso a lo largo de la historia.

Es fácil señalar sumariamente las fases de dichas evoluciones y con este resumen concluiremos nuestro libro.

Si consideramos en sus grandes líneas la génesis de la grandeza y de la decadencia de las civilizaciones que han precedido a la nuestra ¿qué es lo que vemos?

En la aurora de dichas civilizaciones, un conjunto base de hombres, de orígenes diversos, se reune por los azares de las migraciones, las invasiones y las conquistas. De sangres diversas, de lenguas y creencias igualmente distintas, dichos hombres no tienen más nexo común que la ley, reconocida a medias, de un jefe. En sus confusas aglomeraciones se dan, en su más alto grado, las características psicológicas de las masas. Tienen de estas últimas la cohesión momentánea, los heroísmos, las debilidades, los impulsos y las violencias. No hay en ellas nada estable. Son bárbaros.

Luego, el tiempo realiza su obra. La identidad de medios ambientes, la repetición de los cruzamientos, las necesidades de una vida común van actuando lentamente. La aglomeración de unidades diferentes comienza a fusionarse y a formar una raza, es decir: un agregado que posee características y sentimientos comunes, que la herencia irá fijando progresivamente. La masa se ha convertido en un pueblo y este pueblo va a poder salir de la barbarie.

Sin embargo, no saldrá de la misma sino cuando, después de prolongados esfuerzos, luchas incensantemente repetidas e innumerables comienzos haya adquirido un ideal. Poco importa su naturaleza. Ya se trate del culto a Roma, del poderío de Atenas o del triunfo de Alá, bastará para dotar a todos los individuos de la raza en vías de formación de una perfecta unidad de sentimientos y pensamientos.

Puede nacer, entonces, una nueva civilización, con sus instituciones, creencias y artes. Impulsada por su sueño, la raza adquirirá sucesivamente todo aquello que proporciona esplendor, fuerza y grandeza. Será todavía masa, sin duda, en determinados momentos, pero tras las características móviles y cambiantes de las masas estará aquel estrato sólido, el alma de la raza, que limita estrechamente las oscilaciones de un pueblo y regula el azar.

Pero, tras haber ejercido su acción creadora, el tiempo comienza aquella obra de destrucción a la que no escapan los dioses ni los hombres. Llegada a un cierto nivel de poderío y complejidad, la civilización cesa de crecer y, a partir de este momento, está condenada a declinar rápidamente. Muy pronto va a sonar la hora de su senectud.

Tal hora inevitable está señalada siempre por el debilitamiento del ideal que mantenía al alma de la raza. A medida que dicho ideal palidece, todos los edificios religiosos, políticos o sociales que inspiraba comienzan a resquebrajarse.

Con el progresivo desvanecimiento de su ideal, la raza va perdiendo cada vez más aquello que mantenía su cohesión, su unidad y su fuerza. El individuo puede crecer aún en cuanto a personalidad e inteligencia, pero también, al mismo tiempo, el egoísmo colectivo de la raza es sustituido por un excesivo desarrollo del egoísmo individual, acompañado por el debilitamiento del carácter y la disminución de las aptitudes para la acción. Aquello que constituía un pueblo, una unidad, un bloque, concluye por convertirse en una aglomeración de individuos sin cohesión y que aún mantienen artificialmente durante algún tiempo las tradiciones y las instituciones. Entonces, divididos por sus intereses y sus aspiraciones, no sabiendo ya gobernarse, los hombres piden que se les dirija hasta en sus menores actos y el Estado ejerce su absorbente influencia.

Con la definitiva pérdida del antiguo ideal, la raza concluye perdiendo también su alma. Ya no es sino un conjunto sin valor de individuos aislados y retorna a lo que era en su punto de partida: una masa. Presenta todas sus características transitorias, sin consistencia y sin mañana. La civilización carece ya de solidez y cae a merced de todos los azares. La plebe es reina y los bárbaros avanzan. La civilización puede parecer aún brillante, puesto que conserva la fachada exterior creada por un prolongado pasado, pero en realidad se trata de un edificio en ruinas que no está sostenido ya por nada y que se hundirá a la primera tormenta.

Pasar de la barbarie a la civilización persiguiendo un sueño, declinar y morir luego, cuando dicho sueño ha perdido su fuerza, éste es el ciclo de la vida de un pueblo.

NOTAS

(1).- Es sin duda a estas opiniones previamente fijadas y convertidas en irreductibles por las necesidades electorales a las que resulta aplicable la siguiente reflexión de un viejo parlamentario inglés: En los cincuenta años que he permanecido en Westminster, he escuchado millares de discursos; hay pocos que me hayan hecho cambiar de opinión, pero ni uno tan sólo me ha hecho cambiar de voto.

(2).-En su número del 6 de abril de 1895, L'Économiste hacía una curiosa revisión de lo que pueden costar en un año estos gastos de interés puramente electoral, sobre todo los correspondientes a ferrocarriles. Para unir Langayes (villa de tres mil habitantes), situada en una montaña, a Puy, se vota un ferrocarril que costará quince millones. Para unir Beaumont (tres mil quinientos habitantes) a Castel-Sarrazin, siete millones. Para enlazar el pueblo de Ous (quinientos veintitrés habitantes) al de Seix (mil doscientos habitantes), siete millones. Para unir Prades a Olette (setecientos cuarenta y siete habitantes), seis millones, etc. Sólo en 1895 han sido aprobados noventa millones para ferrocarriles desprovistos de todo interés general. No son menos importantes otros gastos destinados a necesidades igualmente electorales. La ley sobre jubilaciones obreras costará muy pronto un minimo anual de ciento sesenta y cinco millones, según el ministro de Hacienda y ochocientos millones según el académico Leroy-Beaulieu. La contínua progresión de tales gastos desembocará forzosamente en la quiebra. Son muchos los países de Europa que ya la padecen: Portugal, Grecia, España, Turquía; y otros los van a seguir muy pronto; pero no hay que preocuparse mucho, ya que el público ha aceptado sucesivamente sin grandes protestas la reducción de cuatro quintos en el pago de cupones por diversos países. Estas ingeniosas quiebras permiten reequilibrar instantáneamente los averiados presupuestos. Las guerras, el socialismo, las luchas económicas, nos preparan además otras catástrofes y en la época de universal disgregación en la que hemos entrado hay que resignarse a vivir día a dia sin preocuparse demasiado por un mañana que no podemos prever.

(3).- Véase, en nuestra Biblioteca Virtual Antorcha la edición que hemos elaborado de este trabajo.

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