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AMOR Y MATRIMONIO
PIERRE JOSEPH PROUDHON
CAPITULO CUARTO
DOCTRINA DE LA IGLESIA ACERCA DEL MATRIMONIO
COMUNIDAD DE AMORES, CONCUBINATO, DIVORCIO, CONFUSIÓN DE LOS SEXOS; NEGACIÓN DE LA MUJER
Cuando el cristianismo hizo su entrada en el mundo, el amor y el matrimonio agonizaban en toda la extensión del imperio, destruídos el uno por el otro. La medicación estaba ya indicada para reformistas que hubiesen comprendido bien los síntomas.
Era preciso en primer lugar, restablecer el verdadero sentido del amor, que es el sacrificio y la muerte, definir la esencia del matrimonio, tanto en el fuero interno como en el fuero externo; determinar el papel moral de la mujer en la familia y en la sociedad; apagar, en fin, por la superioridad del nuevo ideal esa lujuria devorante que, al hacer de la unión de los dos sexos un comercio insípido, los empujaba a goces contra natura y a su mutua negación.
Esas condiciones, todas de moralidad personal, suponían, además, exigían una reforma. general de relaciones económicas; división de las grandes propiedades, latifundios; abolición de la esclavitud, restablecimiento de las libertades locales y políticas. Sin libertad y sin igualdad, no hay matrimonio ni familia que se sostenga: esa verdad es de todos los siglos y jamás su aplicación no llegó más a propósito. Convertido de nuevo el hombre en ciudadano laborioso, la mujer es primera institutriz de los hijos y guardadora del hogar, ennoblecido el amor, la prostitución caía por sí sola y la acción pública habría terminado con el resto. Pero una revolución que se producía en nombre del cielo no podía proceder con esa sabiduría, y menos que de nadie podía esperarse de los predicadores del Evangelio.
El cristianismo reaccionó contra la desolación de las costumbres paganas, del mismo modo que reaccionó contra la esclavitud, lo exorbitante de las propiedades y la autocracia del Emperador. Y cambió con gran acompañamiento de anatemas los términos de la cuestión, pero no la resolvió. Comparada a la teoría romana, la teoría cristiana del matrimonio fue, incluso, un paso retrógrado.
Hay que ver bajo qué singular aspecto los fundadores comenzaron a enfocar la reforma.
Apenas los apóstoles, perseguidos en Jerusalén, tomaron pie en tierra de gentiles, tuvieron que resolver para guía de los neófitos esa grave cuestión de moral íntima, que aludía a todas las costumbres de la existencia pagana:
Si a los cristianos les era permitido frecuentar los lugares consagrados al amor.
Es en los Actos de los Apóstoles, cap. XV, que se encuentra el detalle de la consulta.
La proposición, como se deduce del texto de los Actos, se circunscribe a las mujeres públicas o sacerdotisas de Venus: no se refiere a las hetairas o concubinas, ya que no podía ser concebido por los judíos, polígamos, que ejercían sobre sus servidoras el derecho del señor, el proscribirlas dirigiéndose a gentiles. Y también hace abstracción del matrimonio. Dicha proposición fue solemnemente discutida, al mismo tiempo que la cuestión de la circunscisión, en el concilio de Jerusalén, celebrado por los apóstoles según se supone hacia el año 56, catorce años después de la conversión de Pablo, veintiocho después de la muerte de Cristo, que con Lactance y Gibbon fijó en el año 29.
Al propio tiempo que declaró inútil la circuncisión, la augusta asamblea pronunció que debía prohibirse la frecuentación de las mujeres consagradas a Afrodita; mas, ¿con qué motivos?
Considerando que los indicados lugares de amor están colocados bajo la invocación de una divinidad pagana, la más abominable de todas, según Moisés y los profetas; que en dichos lugares y en honor a la diosa se hacen libaciones y sacrificios, y que el contacto con las mujeres es inseparable del consumo de los manjares ofrecidos, todo lo cual constituye, según las Escrituras, la fornicación ...
Tal es el considerando, no consignado, pero evidentemente aludido en el texto de las Actas, y que el sentido del decreto supone. Lo que se opone a la religión del colegio católico, sea debilidad de sentido moral, sea tolerancia por la costumbre, es, no la degradación de la mujer, ni menos las licencias de la Venus vulgar en la que no piensan, es la participación en la idolatría, para ellos el más capital de los crímenes. Según el Decálogo, y la tradición de los profetas, la prohibición de la idolatría es absoluta y significa la renuncia a las mujeres públicas. Es lo que declara el concilio con su decreto.
Por lo menos, pensaréis, en virtud de esa decisión canónica, la mujer va a subir un grado; no más cortesanas, no más mercenarias, no más esas mujeres cuyos encantos son para todos sin que el corazón sea para nadie; la mujer, en adelante, será esposa, o al menos compañera.
Poco a poco, no vayamos más aprisa que la historia. La prohibición de la fornicación no solucionaba para la mayoría de los fieles las dificultades económicas del concubinato. Así, admirad el aspecto imprevisto que tomó el asunto. Ya que bajo el nombre de fornicación, es el culto de los dioses lo que el concilio quiso atacar, el pecado, se pensó, cesará si los cristianos se dirigen a sus hermanas, es decir, a mujeres de su secta, con las cuales ya no corrían el riesgo de comer manjares prohibidos.
Tal fue el origen de los amores libres entre hermanos y hermanas, es decir, entre cristianos y cristianas, amores cuya costumbre pasó hasta el siglo cuarto, y motivó esas acusaciones de promiscuidad que las iglesias rivales se hacían unas a otras y que hallaron eco tantas veces en los tribunales del Imperio.
Sólo fue más tarde que la prohibición, que castigaba las mujeres públicas, fue extendida a esa promiscuidad fraternal, convertida en poco tiempo en algo peor que la relajación pagana. Ya sé que la Iglesia ortodoxa declina la responsabilidad de esas aberraciones que atribuye a la herejía ...
Bajo la presión de la conciencia universal, que en todo tiempo hizo del matrimonio el acto más religioso de la vida, la Iglesia debió de comprender que no podía abandonar enteramente a las definiciones de la ley civil lo que hay de más verdaderamente sacramental en la humanidad. Ella tuvo, pues, también su sacramento del matrimonio, hubo su misa de boda, su fórmula de bendición nupcial, todo el equivalente del ritual de Rómulo y Numa.
Los de Corinto, ciudad célebre desde tiempo inmemorial por la belleza y las gracias de sus cortesanas, donde la continencia era más difícil que en ninguna parte, habían éscrito al apóstol Pablo acerca del asunto que interesaba vivamente los neófitos, o sea el amor libre. Las cosas iban tan lejos entre los corintianos en el desbarajuste, que el hijo tomaba la querida del padre. ¿Qué responde Pablo? El pensamiento de Pablo sobre el matrimonio es exactamente el mismo que el de los paganos; es el pensamiento de Metelo Numídico declarando la mujer un mal necesario; el pensamiento de Menandro. Es el deseo expresado en estos dos versos de Homero que todo el mundo tomaba por divisa:
Vivir sin mujer y morir sin hijos.
He aquí el tema que Pablo desarrolla en su primera epístola a los corintios, cap. VII.
En principio, dice, es conveniente al hombre no tocar mujer. Pero como el común de los fieles no se acomodase de esa virtud, Pablo propone sin otra transición la monogamia, sea matrimonio solemne, sea concubinato legalizado por la ley Julia Poppcea.
En cuanto a las dificultades económicas, tañ bien puestas de relieve en nuestros días por Malthus, no preocupan a Pablo. El matrimonio es una lamentable concesión hecha a la carne, nunca se le rodeará de bastantes espinas, con las tribulaciones se hará perdonar el pecado.
Entiendan bien, añade Pablo, que lo que yo digo es de pura tolerancia, secundum indulgentiam; no lo hago ley.
La ley según él, sería la abstención absoluta.
Pero como todos no han recibido de Dios la misma gracia de que yo gozo (alude a su continencia), repito a los célibes y a los viudos, que si no pueden hacer como yo hago, que se casen: es mejor casarse que quemarse.
Entre los romanos, era un principio, no jurídico sino moral, que la mujer honrada sólo podía casarse una vez. De cualquier modo que hubiese perdido su esposo, los miramientos sociales le imponían guardar su memoria; su gloria consistía en que la llamasen univira. Pablo autoriza a las viudas a casarse de nuevo, y si, más tarde, la Iglesia latina condena las segundas nupcias, sabemos que por esa palabra entendía el matrimonio concertado después del divorcio. Por lo que se refiere al casamiento en verdadero estado de viudedad permite las segundas y hasta las cuartas nupcias, y declara heréticos a los que las censuran.
Pablo calificó el matrimonio de gran sacramento o gran misterio, y cuida de explicar lo que quiere decir cuando lo califica de misterio:
Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos como al Señor; pues el marido es el jefe de la mujer, como Cristo es el jefe de la Iglesia cuyo cuerpo ha salvado; y como la Iglesia es sumisa a Cristo, así las mujeres deben someterse en todo a sus maridos.
Maridos, por lo que toca a vosotros, amad a vuestras esposas; como Cristo ha amado a su Iglesia y se entregó por ella, a fin de santificarla, lavarla y purificarla por la palabra de vida y hacerse una Iglesia gloriosa, sin mancha, pura e inmaculada; así los maridos deben amar a sus esposas como a su propio cuerpo.
Esto es un gran misterio; os lo digo en Cristo y en la Iglesia. (Epístola a los Efesios).
Nada más claro, con ayuda de la alusión a las dos alianzas, que esa alegoría del matrimonio. La mujer, según el apóstol, es un ser degradado. impuro, que el hombre que se le acerca debe elevar uniéndose a ella, limpiarla y embellecerla, como Jehová y el Cristo, su hijo, hicieron Uno y Otro, el primero por la Sinagoga y el segundo por la Iglesia.
Después de esos párrafos, Pablo cita a los efesios el pasaje del Génesis:
El hombre dejará su padre y su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne.
Para comprender ese texto y no exagerar su alcance hay que recordar la historia de la creación.
Todos los Padres de la Iglesia se inspiraron por lo que respecta al matrimonio, en las ideas del apóstol. Denunciaron ese dualismo, tan temible para la paz del alma y para la salud, revelando esa mancha inefable del lecho nupcial, por lo cual el marido debe pedir gracia sin cesar al Cristo y la mujer gracia a su marido. De ahí sus anatemas, tan poco comprendidos contra la mujer, anatemas que no se dedican a la persona, participante como su marido de la sangre de Jesucristo, sino a esa sexualidad cuyas potentes seducciones son causa de tantos dolores y de tantos crímenes.
¡Soberana peste de mujer-exclama San Juan Crisóstomo;- dardo agudo del demonio! Por la mujer el diablo ha triunfado de Adán y le ha hecho perder el Paraíso.
¡Qué de maldiciones esa alegoría del fruto defendido ha atraído sobre el sexo femenino!
La mujer -dice San Agustín-, no puede enseñar, ni testimoniar, ni comprometer, ni juzgar, con tanto mayor motivo, mandar.
San Juan de Damás: La mujer es una mala borrica, una horrible tenia que tiene su guarida en el corazón humano; hija de la mentira, centinela avanzado del infierno, que ha arrojado a Adán del Paraíso; indomable Belona, enemiga jurada de la paz.
San Juan Crisólogo: Ella es la causa del mal, el autor del pecado, la piedra de la tumba, la puerta del infierno, la fatalidad de nuestras miserias.
San Antonio: Cabeza del crimen, arma del diablo. Cuando tengáis delante una mujer, creed que tenéis ante vosotros, no un ser humano, no una bestia feroz, sino el diablo en persona. Su voz es el silbido de la serpiente.
San Cipriano prefería oír el silbido del basilisco que el canto de una mujer.
San Gregorio el Grande: La mujer no tiene el sentido del bien.
San Jerónimo: La mujer abandonada a sí misma no tarda a caer en la impureza. Y todavía: Una mujer sin reproche es más rara que el fénix. Es la puerta del demonio, el camino de la iniquidad, el dardo del escorpión, en conjunto una especie peligrosa.
Nuestros escritores pusilánimes afectan una gran cólera a la lectura de esas imprecaciones; más sencillo sería ver en ellas un desesperado homenaje al poder de la mujer.
Por lo demás, la meditación del dogma evangélico y la lectura de la Biblia no eran propias para inspirar a almas ascéticas el respeto a la mujer y al matrimonio. El paganismo, nacido en los comienzos de la civilización, lleno de alegría y de esperanza, había idealizado la mujer en sus ninfas, sus musas, sus diosas; había santificado el matrimonio, elevado la familia a la altura de una realeza y de un sacerdocio.
El cristianismo, provocado por una corrupción sin ejemplo, vió en la generación el principio, en la mujer el instrumento de todas nuestras manchas. Sin duda, después como antes de la predicación del Evangelio, la especie continuó reproduciéndose por la vía ordinaria; como antes se hizo el amor y las gentes se casaban; la mujer no dejó de ser muy bien acogida por el hombre; su condición, su carácter incluso ganaron algo.
Cierto es, no obstante, que la Iglesia; después de una inútil y larga espera y habiendo tomado el partido de abandonar la opinión milenaria, se vió obligada a modificar su teoría acerca del matrimonio. El mundo no terminaba allí donde Pablo sólo había visto un sedante a los devaneos de la carne; ella acabó por descubrir la ley de conservación del género humano y, lo que le interesaba mucho más, el instrumento de su propia propagación. Condenó, pues, a los heréticos, que, confiando en las primeras tradiciones, y juzgando inútil tener hijos, reprobaban a un tiempo la generación y el matrimonio, y restableció la unión conyugal en su antigua y pagana dignidad de sacramento.
En el siglo diez y seis aparece la Reforma. ¿Creéis que va a rehabilitar el matrimonio? Dios la guarde. Sobre ese punto, como sobre todos los otros, acusa a la Iglesia romana de superstición, y, volviendo a la fe primitiva, empieza por quitar al matrimonio el título de sacramento que Roma había acabado por concederle.
Hasta el concilio de Trento, la Iglesia acostumbraba dar a todos los que se lo pedían la bendición nupcial, sin testigos, sin anuncio previo, sin preocuparse de las familias ni de terceras personas. De ahí un gran número de matrimonios clandestinos, a lo cual bajo la indicación formal de los soberanos hubo de poner remedio, decretando que, en lo sucesIVO, todo matrimonio debía, bajo pena de nulidad, ser celebrado por el sacerdote de la parroquia de los contrayentes o por su delegado, acompañados por dos o tres testigos. Así la distinción entre e! matrimonio y el concubinato pertenece a la autoridad civil, que en el siglo diez y seis impuso a la Iglesia la publicación de las amonestaciones y la asistencia de testigos.
La Revolución hizo más; no juzgando suficientemente protegidas por la Iglesia la seguridad de las familias y el orden público, separó radicalmente en el fondo y en la forma el matrimonio civil y la ceremonia eclesiástica.
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