Índice de Amor y matrimonio de Pierre Joseph Proudhon | CAPÍTULO CUARTO | CAPÍTULO SEXTO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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AMOR Y MATRIMONIO
PIERRE JOSEPH PROUDHON
CAPITULO QUINTO
CORRUPCIÓN DEL AMOR Y DEL MATRIMONIO ENTRE LOS CRISTIANOS
CARÁCTER DE LA LUBRICIDAD MODERNA
Al ideal del amor que habían soñado la una después de la otra, según la diversidad de su punto de vista, la escuela espiritualista de Sócrates y la escuela sensualista de Epicuro, el cristianismo no hizo más que substituir, según su punto de vista particular, otro ideal, el amor místico. Reformadores juiciosos no hubieran tenido que hacer más que una cosa, que era: interpretando el símbolo sacramental, restablecer el sentido jurídico del matrimonio. Fieles a su odio a la naturaleza y a la humanidad, los misioneros de Cristo dieron mayor latitud a todos los refinamientos de la filosofía pagana. La misma causa que había perdido a la familia antigua debía perder también a la familia nueva: de cualquiera manera que absorbáis el veneno, en polvo, en líquido o en vapor, os mata.
¿Qué es en un principio este amor místico?
El amor místico, variedad del amor platónico, consiste en referir a Dios, hermosura eterna, amor creador, el sentimiento que la naturaleza ha establecido entre hombre y mujer, y que los griegos indiscretos habían extendido a la naturaleza entera, sin distinción de reino, de especie, ni de sexo. Por lo demás, lo mismo que el amor platónico, y mucho más aún que éste, el amor místico tiende a una continencia absoluta, a la castración mental; lo que supone siempre la negación de la sexualidad y, finalmente, del amor mismo.
El origen de este misticismo se confunde con el de las religiones. Sin hablar de los misterios afrodisíacos que conducían a él, es sabido que cada ciudad se consideraba unida conyugalmente a un dios, que la tomaba bajo su protección y al cual se consagraba por un culto especial. Los profetas están llenos de esta idea: Jehová ha encontrado la ciudad israelita desnuda y proscrita; él la ha recogido, se ha casado con ella, la ha llenado de adornos y de oro; la Ley es su contrato de matrimonio, el famoso Cántico su epitalamio.
La poesía mística de la India tiene por tema habitual el amor apasionado y estático del alma por su Criador. Este amor, el más eterno y el más santo que el hombre pueda sentir, se expresa por las imágenes sensuales del Cántico de los Cánticos, pero con un candor de expresión que el hebreo mismo no alcanza. Siéntese en él la desnudez inocente del hombre y de la mujer en la pureza sin mancha y sin sombra de otro Edén. (Curso familiar de literatura, por Lamartine).
El cristianismo, condenando la carne y toda adhesión a la criatura, debía llevar hasta el más alto grado el amor místico, desarrollarlo, enseñarlo bajo todas las formas, hacer de él un precepto y una condición de salvación. - Yo os he casado a todos con un solo esposo, dice Pablo a los Corintios, con Cristo, como una Virgen casta. El Nuevo Testamento, los padres, los místicos, los sermonarios, no hablan más que de las bodas de Cristo con su Iglesia, del matrimonio del alma con su Criador, de la unión de las vírgenes con Jesús, su divino esposo. Lo mismo que el paganismo, puede decirse que el cristianismo se resuelve todo entero en una sola idea, el amor.
Compréndese que dentro de este sistema el matrimonio sea considerado como una especie de infidelidad, de la cual el autor de todo bien, de toda belleza y de todo amor, Dios, está celoso, y no lo permite más que por un exceso de misericordia.
Aquel que está sin mujer, dice el Apóstol, no piensa más que en agradar a Dios, mientras que el hombre casado debe contentar también a su esposa. Asimismo la virgen que se conserva pura de corazón y de cuerpo no piensa en agradar más que al Señor; en lugar de que la mujer casada debe ocuparse también del mundo y de agradar a su marido.
De hecho y de derecho el matrimonio cristiano, acordado por tolerancia, reservando a Dios, a la Iglesia, al Sacerdote, las preferencias íntimas del corazón, es un concubinato, peor que esto, un adulterio.
Sigamos en sus consecuencias lógicas y prácticas esta nueva teoría del amor.
La contradicción aparece desde luego en el lenguaje de los místicos. Les es imposible hablar del amor divino sin emplear continuamente las imágenes del amor carnal.
Puede decirse, con Dionisio el Cartujo, que el divino Esposo, viendo el alma toda llena de su amor, se comunica a ella, se presenta a ella, la abraza, la atrae dentro de sí mismo, la besa, la estrecha íntimamente con una complacencia maravillosa ...
Puede decirse, con San Bernardo, que este abrazo, este beso, este contacto, esta unión, no está en la imaginación ni en los sentidos, sino en la parte más espiritual de nuestro ser, en lo más íntimo de nuestro corazón, en que el alma, por una singular prerrogativa, recibe a su bien amado, no en figura, sino por infusión, no en imagen, sino por impresión. (Bossuet: Sobre la unión de Jesucristo con su esposa).
Tal vez este materialismo de expresión, cuyos ejemplos llenarían volúmenes enteros, fue necesario en un principio para arrebatar al materialismo del libertinaje, los corazones extraviados, y por esta razón no podría yo hacer de semejantes textos un motivo de acusación contra los místicos. ¡Qué poder de castidad no ha sido preciso a hombres como San Bernardo, Fenelón, Bossuet, para hacer pasar un lenguaje que, aplicado a su objeto legítimo, sería casi obsceno! Yo no lo temería tampoco si las consecuencias debieran detenerse ahí, si sirviera sólo para niños. No es en las palabras en lo que estriba el mal, está en la idea, que hace de Dios el objeto de un amor cuya unión conyugal es declarada, por artículo de fe, indigna.
Adán, nuestro primer padre, habiéndose rebelado contra Dios, perdió al punto el imperio natural que tenía sobre sus apetitos. Su desobediencia fue vengada por otra desobediencia. Él sintió una rebelión que no esperaba, y habiéndose la parte inferior inopinadamente sublevado contra la razón, quedó confundido al ver que no podía dominarla. Pero lo más deplorable, es que esas concupiscencias brutales que se elevan en nuestros sentidos, para confusión del espíritu, tengan tan gran parte en nuestro nacimiento. De ahí proviene, yo no sé qué de vergonzoso, a causa de que nosotros procedemos todos de esos apetitos desordenados que hicieron ruborizar a nuestro primer padre. Comprended, por favor, estas verdades, y ahorradme el pudor de repetir una vez más cosas tan llenas de ignominia, y, sin embargo, sin las cuales es imposible que comprendáis lo que es el pecado original; pues que por estos canales es por donde el veneno y la peste desaguan en nuestra naturaleza. Quien nos engendra, nos mata. Nosotros recibimos al mismo tiempo, y de la misma fuente, la vida del cuerpo y la muerte del alma. La masa de que estamos formados hallándose inficionada en su orígen, emponzoña nuestra alma por su funesto contagio. (Bossuet: Sermón sobre la festividad de la Concepción de la Santa Virgen).
¿Qué alma de cieno podría escandalizarse de semejante lenguaje? Bossuet es tan casto como sublime, cuando habla del amor y de todo lo que le pertenece. Milton sólo puede comparársele. ¿No es una hermosa y noble cosa haber sabido, por la fuerza del misticismo, hacer olvidar el sentido material de las palabras, para no hacer pensar más que en el sentimiento? Nuestros novelistas hacen justamente lo contrario: con palabras honestas, su talento y su fin es hacer pensar en las cosas que lo son menos. Buscad, en todas las literaturas del mundo, algo que se parezca a este otro pasaje:
Hay un lugar, oh Señor, en que el demonio se alaba de ser invencible; dice que no puede ser arrojado de él: en el momento de la concepción, es cuando desafía vuestro poder ...
Cuando yo veo a mi Salvador en esta estrecha y voluntaria prisión (del seno materno), me digo algunas veces a mí mismo: ¿Sería acaso posible que Dios hubiera querido abandonar al demonio, aunque no hubiera sido más que un momento, ese templo sagrado que él destinaba a su hijo, ese santo tabernáculo en el cual tomará tan largo y admirable reposo, ese lecho virginal en que celebrará bodas completamente espirituales con nuestra naturaleza? Así es como me hablo a mí mismo. Luego, dirigiéndome al Salvador: ¡Bendito niño, le digo, no lo sufráis, no permitáis que vuestra madre sea violada! ¡Ah! que si Satanás osase abordarla mientras que, viviendó en ella, la convertís en un paraíso, ¡cuántos rayos fulminaríais sobre su cabeza! ¡Con qué celo defenderias el honor y la inocencia de vuestra madre! ...
Y dice como Pío IX y toda la Iglesia ha dicho:
Si pues nosotros vemos en María un alumbramiento sin dolor, una carne sin fragilidad, una vida sin tacha, una muerte sin pena; si su esposo no es más que su guardián, su matrimonio el velo sagrado que protege y cubre su virginidad, su hijo muy amado una flor que su integridad ha hecho brotar; si, cuando ella lo concibió, la naturaleza, admirada y confusa, creyó que todas sus leyes iban a ser para siempre abolidas; si el Espíritu Santo ocupó su lugar, y las delicias de la virginidad el que está ordinariamente ocupado por la concupiscencia, ¿quién podrá creer que no haya habido algo de sobrenatural en la concepción de esta princesa, y que éste sea el único lugar de su vida que no esté marcado por algún insigne milagro? (Ibid).
En cuanto a mí, me prosterno ante este estilo, adoro esta pureza incomparable. Este contraste de la infancia inocente y santa reposando sobre un trono inmaculado; esta serie de prerrogativas virginales de que se compone la vida de la mujer modelo, y que no podría tener su principio en la mancha de las concepciones vulgares; esas imágenes de templo, de tabernáculo, de lecho nupcial, de maternidad, todo esto me seduce, y digo, con Bossuet, pero generalizando su pensamiento: No, no es posible que la concepción humana sea una mancilla, que la verdadera esposa cese de ser virgen haciéndose madre, y que este amor, que sirve de fundamento a la familia y a la sociedad, esté entregado a los transportes de la concupiscencia. Todo esto, digo yo, es de la bestia, no del hombre. Si el cristianismo se ha engañado, es haciendo de la regla la excepción, es restringiendo a Cristo y a la Virgen lo que debe ser privilegio de todo nacimiento legítimo.
Bossuet y los místicos deben pues ser considerados inocentes, y mi crítica no se dirige a sus expresiones como tampoco a sus costumbres. Es su fe, es su dogma lo que estoy examinando.
Es inútil que el cristianismo procure elevar su ideal, proteste de que su lenguaje es pura metáfora; la palabra encierra la idea, y por su idea el cristianismo, por más que le pese, rinde homenaje al amor, reconoce la condición esencial, qúe es la distinción y unión de sexos; y cuanto más se exalta en su contemplación erótico-teológica, tanto más hace en el místico la unión amorosa deseable, irresistible, inminente.
Yo comprendo hasta cierto punto, que se tome por una alegoría la boda mística del alma con Dios; pero el Cristo propuesto por esposo a la religiosa, pero la Virgen inmaculada que adoran a porfía carmelitas y franciscanos; pero el matrimonio de María y de José, que les sirve de modelo, ¿son también metáforas? ¿Y no estamos en la pendiente de una corrupción tanto más profunda, cuánto más habrá profundizado sus raíces en lo ideal?
Por lo demás, por sus frutos se juzgan las doctrinas, dice el Evangelio: A fructibus corum cognoscetis eos. Descendamos de este cielo del amor cristiano, y veamos lo que su semilla ha producido en la tierra.
Sea que el cristianismo se limitara a abolir la prostitución, más o menos sagrada, elevando las santas de Venus el rango de concubinas; sea, lo que hubiera sido más democrático y más decisivo, que hiciera desaparecer de un solo golpe los dos modos inferiores de la unión de los sexos decidiendo que todo amor sería elevado a la dignidad de matrimonio, era preciso, para esta reforma, asegurar anticipadamente a todo hombre los medios de mantener mujer e hijos, lo que suponía, como he dicho, la reconstitución económica de la sociedad. Lejos de asustar a los reformadores semejante perspectiva, estaba hecha para excitar cada vez más su entusiasmo. El socialismo de I848 lo había comprendido; éste no retrocedió ante dicha idea. Todos, tantos como éramos entonces, afirmamos con igual energía el derecho al trabajo y el derecho al matrimonio, el primero como prenda y condición del segundo: en la combinación de este doble derecho del hombre y del ciudadano, está toda la emancipación de la mujer.
El cristianismo con su dogma del pecado original, con su leyenda desesperada del trabajo, con sus concesiones al derecho de esclavitud, con sus prevenciones contra el comercio y la industria, con su ignorancia absoluta de las leyes de la producción y de la circulación de la riqueza, con su espíritu de autoridad, de jerarquía y de patriciado, era muy inferior a la empresa.
Desorganizadas la familia y la sociedad, encontróse pues impotente para restablecer cosa alguna; no tuvo energía más que para afrentar al hombre y a la naturaleza, destruir los monumentos del antiguo culto, perseguir a sus ministros, apoderarse de sus bienes y dotaciones, y desgarrarse a sí mismo por la definición de sus dogmas. De la misma manera que no supo salvar el imperio de la disolución y de la invasión, tampoco supo preservar el matrimonio y la familia de la lepra que los corroía. El mal no fue curado; cambió de carácter. Como una erupción repercutida, pasÓ al estado crónico, y la constitución entera fue alterada por ello.
Y desde luego, la idolatría interdicha, las sectas comunistas exterminadas, la mujer que antes, bajo la protección del culto público, se dedicaba al amor libre, fue arrojada sin forma de proceso a las gemonias ... ¿Echaremos de menos la prostitución religiosa? Dios no lo quiera; pero es permitido sentir que criaturas humanas que no se han sabido remediar, de las cuales es fuerza tolerar, proteger el comercio, no hayan ganado con la reforma evangelica otra cosa que un grado más de envilecimiento. La prostitución no terminó con el politeísmo, como todos sabemos; desposada con la miseria, proscrita ante los dioses y ante los hombres, aplastada bajo la infamia, se hizo más abominable, más horrible. No más consagración que pide gracia para la cortesana, no más poesía ni canto, ni el menor ideal que la redima. Durante un tiempo, en Roma, en Venecia, la imitación de lo antiguo pareció resucitarla: este escándalo ha desaparecido. La hija del goce es tal, casi por todas partes, como lo exige su bautismo, un ser asimilado al mono, pudiendo servir de modelo al pecado original. Si la policía se ocupa de ella, es para detener a tiempo la infección con que la bestia inmunda amenaza a la población honrada. Todavía el pudor cristiano ha protestado contra este fomento dado al libertinaje: M. Benjamín Delessert fue vituperado por los devotos por haber creado el Dispensario, y tentado sofocar la sífilis en su antro. ¡Maldición a las víctimas de la Venus vulgar! Que el hombre se pudra, y que el chancro le corroa, antes que llamar la ciencia en socorro de la incontinencia. En cuanto a estas infelices, todos hemos leído la historia de Manón Lescaut: el gobierno, si no escuchara más que su conciencia cristiana, haría de ellas, de tiempo en tiempo, hornadas para la Guyana y Noukahiva.
El estado medio del concubinato, expresión exacta de la idea cristiana, parecía deber obtener gracia; pero no fue así. Su nombre era impuro: debio optar entre la bendición del sacerdote o la declaración de infamia. Aún se fue más lejos: las mujeres de los sacerdotes, en la edad media, fueron asimiladas a las concubinas, y cuando el celibato fue declarado obligatorio para todo el clero secular, tratóse en un concilio de Toledo de acordar a esas concubinas, a título de indemnización, la galera. No hay teocracia sin celibato, y sin teocracia no hay Iglesia, no hay religión, no hay obediencia. Si el matrimonio laico es ya una amenaza para la autoridad, ¡con cuánta más razón lo será el matrimonio del sacerdote!
Aquí también, al mismo tiempo que formo sinceros votos por la extinción del concubinato, no puedo menos de decir que el cristianismo, que lo ha afrentado sin poderlo hacer cesar, en vez de favorecer a la moral, la ha inferido un nuevo ataque.
El 10 de julio de 1855, el tribunal de asises del Sena condenaba a dos años de prisión a una mujer convicta de bigamia con las circunstancias siguientes:
Abandonada por su marido, encontró un amante que, habiéndola llevado a su país y queriendo honrar su unión, se casó con ella. Todo impelía al matrimonio a la infortunada: el abandono del primer marido, los deseos del amante y de su familia, las conveniencias de la sociedad, que no acepta ya, gracias al cristianismo, el concubinato, el pudor mismo. Hay más: esta mujer que acusan de bigamia es en realidad monógama, y cuanto más, para convencerla, se insiste en las circunstancias que la han determinado a celebrar segundas nupcias, tanto más, a despecho de la Iglesia y de la ley que la imita, yo la proclamo inocente y digna de respeto.
¿Qué es lo que constituye su crimen? ¿Ha vivido simultáneamente con dos maridos? No: abandonada por el primero, se ha unido al segundo por un compromiso leal, sino legal. Ha pecado contra la legalidad, no contra el amor, la Justicia, la razón, el pudor. ¿Pero, qué es esta legalidad? Un estado violento, creado por la especulación teológica, que no deja término medio a la mujer abandonada entre una pretendida bigamia, declarada crimen, y el libertinaje, que acarrea la exclusión de la sociedad. ¡Como si la Justicia consistiera en crear situaciones imposibles, en vez de apoderarse de las que ha hecho la razón de los tiempos y de las cosas, para realzarlas poco a poco por la aplicación del derecho!
Suponed, sin embargo, en defecto del divorcio, que nuestras leyes rechazan y que yo no reclamo, el concubinato reconocido, rodeado de un carácter legal, tal casi como lo había instituído el emperador Augusto y como la Iglesia lo admitió durante mucho tiempo: ¿qué habría sido de esta mujer? Que hubiera encontrado con un compañero hombre honrado, una familia de adopción, hijos, una parte en la consideración pública, el amparo del magistrado; la sociedad, la moral, la razón, la justicia, estaban satisfechas. En vez de esto, porque ella ha querido cortar un nudo que no podía deshacerse, la misma mUJer es declarada, por la religión y por las leyes, por un lado, por sus nuevos amores, libertina, adúltera, prostituída; por el otro, por su tentativa de nuevo matrimonio, bígama, falsaria, sacrílega. Sobre lo cual, dos años de prisión, ruptura de las segundas como de las primeras bodas, abandono universal, deshonra. A su salida de la cárcel no le queda más que tirarse al agua.
Por lo demás, ha sucedido con el concubinato como con la prostitución: no ha cesado jamás de existir; crece todos los días entre el pueblo, que, no comprendiendo otro lazo legítimo que la dote, abandona el matrimonio a los ricos. Diríase que el corazón humano, engañado por su religión, engañado por sus legistas, busca en los goces económicos de la unión concubinaria la restauración del matrimonio.
La Iglesia, pudibunda y severa, no ha querido, pues, conservar más que el sacramento; ya hemos visto en el capítulo anterior en lo que ha venido a parar el sacramento entre sus manos.
Así como, según el Evangelio, la Justicia, la libertad, la riqueza, la ciencia y la paz no pueden obtenerse aquí abajo y deben ser miradas como prerrogativas de la otra vida; así también el puro y perfecto amor está prometido solamente para el cielo, allá donde no hay matrimonio ya, dice Cristo, puesto que no hay ya sexos, pero donde se ama sin unirse, a la manera de los ángeles. Sobre esta tierra, donde el demonio más aún que la naturaleza nos ha hecho varones y hembras, el amor es esencialmente impuro; y si el matrimonio, necesario para la conservación de la especie, goza a este efecto de una dispensa de la Iglesia, es preciso no ver en ello, como en el agua del bautismo y en el óleo de la confirmación, más que un signo físico, una figura ahuecada que no contiene del amor más que el nombre y no da de él más que la sombra.
Sobre este punto los casuistas están de acuerdo, y son lógicos. Cuanta más mortificación sufre el sacerdote, consagrado por su estado al amor místico, tanto más le agrada humillar los goces que su religión le prohibe. Lo que el vulgo toma en él por inspiración de un pudor celeste no es más que el ultraje hecho a la naturaleza por el misticismo. Maridos, cuyas mujeres van a confesarse, cada una de vuestras caricias es juzgada en el santo Tribunal. El velo de ignominia se ha extendido sobre vosotros; los bofetones que el demonio de la carne da al sacerdote, el sacerdote se los vuelve a su penitenta, que se los da a su marido. Toda mujer casada, dice el obispo de Milán, Ambrosio, sabe que tiene de qué avergonzarse. OcÚltate, mujer; yo percibo sobre tu rostro las huellas de los besos de tu esposo.
Todo esto no hubiera sido más que impertinencia de pedantes y de gazmoños, si los laicos hubiesen tomado el prudente partido de burlarse de los clérigos; pero no se es religioso a medias. Lo que la teología había separado, la práctica secular lo separó a su vez: y si hay un rasgo que distingue los amores cristianos, es esta idea extraña, pasada en aforismo, que, siendo una cosa el amor, y otra el matrimonio, es contra toda decencia el reunirlos.
Algunos atribuyen al cristianismo la galantería caballeresca y el respeto de que ésta rodeó a la mujer. Otros la atribuyen a las razas del Norte, y no dejan a este propósito de citar el famoso pasaje del libro de Tácito sobre las costumbres de los germanos. Otros han ido a buscar los orígenes de la caballería entre los moros: algunos en fin los encuentran entre los celtas.
¡La mujer, dice un escritor (Revue des Deux Mondes, febrero, 1854), la mujer tal como la ha concebido la caballería, ideal de dulzura y de belleza, puesta como fin supremo de la vida, no es una creación ni clásica, ni cristiana, ni germánica, sino realmente céltica.
Para mí, que no tengo gran fe en la delicadeza bárbara, sobre todo cuando esta barbarie se ha puesto de la víspera en contacto con una civilización refinada, creo que es hacer una injusticia a nuestros antiguos godos, ostrogodos, visigodos, longobardos, sarracenos, normandos y celtas, y calumniarlos, atribuirles esta caballería que no existió jamás sino en las novelas relativamente modernas, que conocieron poco o nada a los trovadores, de los cuales se citan apenas algunos raros ejemplos, tales como los de Petrarca y Bayardo.
El amor caballeresco no es otra cosa que la transformación cristiana del amor platónico, con ese carácter nuevo que basta para descubrir su origen y que se olvida demasiado, esto es, que según la teoría de las cortes de amor, el amigo de corazón de una dama no podía ya ser su marido, y que si acaso se casaban, debía ella buscar otro caballero. ¿No es esto lo que hacen todavía hoy las damas italianas?
Así, según el ideal cristiano, ideal teológico, feudal, novelesco o caballeresco como agradará llamarle, pero ideal el más falso que pueda concebirse, el matrimonio no tiene nada de común con el amor: es una función en la que todo está arreglado en vista de la prole, de la sucesión, de la alianza, de los intereses, pero en la cual el supremo decoro para los conyuges es permanecer en cuanto al amor, y a pesar de la cohabitación y la generación, tan extraños el uno al otro como si jamás se hubiesen visto.
Sin duda, aquí como en todo, la naturaleza ha hecho ceder a la doctrina; el corazón humano, más poderoso, más elevado, que la teología, ha reparado lo mejor posible la brecha abierta en la moral por una necia idealidad. Pero puesto que toda sociedad se forma sobre su religión, tengo el derecho de juzgar la religión y su ideal, según las costumbres que este ideal engendra; pues, yo se lo pregunto ahora a mis lectores, el cristianismo que ha ahuyentado, pero solamente en sus catecismos, la fornicación, y condenado sin éxito el concubinato; que ha popularizado y puesto de moda bajo el apodo de caballería, su amor místico, cantado, celebrado por todos sus oradores y sus poetas; que, en fin, por ese refinamiento absurdo, separando el amor del himeneo, ha separado cuanto ha podido al esposo de la esposa, y hecho el divorcio, que condenaba, universal, el cristianismo puede vanagloriarse de haber purificado el amor y realzado el matrimonio.
Pero tal vez en total esta confiscación dogmática del amor perfecto en provecho de los eunucos espirituales, tal vez esta práctica no menos extraña que hace del matrimonio dos partes, la una, la del corazón, para el caballero, la otra, la de los sentidos, para el marido; tal vez esta vergüenza derramada a mano abierta sobre todas las variedades del amor sexual, libre o conyugal, habrán mejorado las costumbres, y, si no extirpado, cuando menos notablemente disminuído los vicios engendrados por el idealismo pagano: la masturbación solitaria, el odioso incesto, el estupro peor que el infanticidio, el cobarde adulterio, y el amor unisexual. No, el Hércules cristiano no ha aniquilado ninguno de esos monstruos; por otra parte, suponiendo que después de la propagación del Evangelio haya habido en la lujuria general una disminución de intensidad, esta ligera ventaja está más que compensada por la bajeza y la hipocresía que el cristianismo, por su ideal, debía hacer nacer en las nuevas costumbres.
Para comenzar por el matrimonio, dudo que jamás haya sido tan deshonrado por la incontinencia de los esposos, como entre los cristianos. Si los romanos de la República sentían por sus mujeres un cariño mediocre, lo que nadie podría probar, cuando menos eran graves en las pruebas que de él les daban, y como la fornicación no se les imputaba como pecado mortal, reservaban para otras las fantasías eróticas que rechazaba la dignidad de sus matronas. El cristiano ha tomado al pie de la letra el precepto del Apóstol: A fin de prevenir las fornicaciones que cada uno tenga su cada una, que los dos se presten el débito y no se falten. Consultad todos los autores de teología moral, todos los manuales del confesor, donde se encuentran reveladas, con amplios detalles y una experiencia consumada, las intimidades del lecho nupcial; ¿hay algo más innoble que el amor marital entre cristianos? Tallemant des Réaux cuenta en sus Historias, a propósito del famoso Antonio Arnaud, el jefe de esa raza hipócrita que pobló a Port-Royal y llenó el mundo de su rigorismo, lo siguiente:
Este hombre era uno de los mayores tumbadores de bosques que pudieran encontrarse; pero lo hacía de la manera más incómoda del mundo. Empujaba por la noche a su mujer: ¡Muchacha! ¡Muchacha!, la despertaba diciéndole: Es para descargo de mi conciencia. Luego, antes de ir más adelante, dirigía una oración a Dios para santificar la obra de la carne; y esto se le ocurría a lo mejor cinco o seis veces en una noche.
Véase también, sobre este edificante asunto, las Historias de Bussi y de Brantome, los Cuentos de Boccacio, de la Reina de Navarra y de La Fontaine, los diálogos latinos de Chorier, las bufonadas conyugales de Rabelais, y toda la literatura amorosa, antes y después de la Reforma. O yo me equivoco grandemente, o se adquirirá la convicción de que bajo la influencia de la devoción cristiana las costumbres del matrimonio no fueron verdaderamente otras que las del concubinato, con la ridiculez de más. En el siglo diez y siete es cuando comienza la reacción, ¿y quién da la señal de ella? Yo lo siento por Moliere tanto como por la Iglesia, esta reacción tiene por autores: las Preciosas.
Los sacerdotes, fascinados por su misticismo, !gnoran todavía lo que sabe toda mujer honesta, que un hombre que ha decidido casarse ha dicho adiós a la pasión; que de amante fogoso se hace muy pronto, por el hecho de su resolución, novio lleno de reserva, de ternura y de calma; que el matrimonio, lejos de ser una unión para el placer, es una sociedad de continencia mutua, y que ese misterio de generación sin mancha, imaginada para gloria de Cristo y de su Madre, se realiza en toda concepción que un verdadero matrimonio envuelve en sus sombras.
He aquí el exordio de un sermón pronunciado, hace algunos años en Marsella, por un jesuíta, en una conferencia de mujeres:
Al inaugurar estas conferencias, mis queridísimas hermanas, me creo en el deber de felicitaros por el celo que empleáis en secundarnos en nuestra misión. Gracias a los esfuerzos de algunas de vosotras, ovejas descarriadas han vuelto al redil. Perseverad en este camino. Emplead cuantos medios de persuasión tengáis cerca de vuestros padres, cerca de vuestros hermanos, cerca de vuestros esposos, cerca de aquellos que pudieran seros queridos por otros títulos. Que jamás vuestro trabajo de conversión se entibie. Trabajad en la viña del Señor en todos los instantes de vuestra vida; trabajad por la mañana, trabajad por la tarde, trabajad por la noche, por la noche, sobre todo, mis queridas hermanas: ¡LA NOCHE, ES VUESTRA FUERZA! ...
¡El desgraciado! Asimilaba en su pensamiento la condición del marido a la del fraile que pide a su superior permiso de tolerancia: Domine, ut eam ad lupanar. Pero, más severo para con el marido, que el abad para con sus monjes, exigía de las queridas hermanas que antes se asegurasen de que los maridos se confiesan: sin billete de confesión, no hay tolerancia.
Toda falta de respeto para consigo mismo conduce a la pérdida de respeto para con los demás: ¿cómo será sagrado el matrimonio, cuando la profanación tiene por primeros autores a los mismos esposos?
Desde el establecimiento del cristianismo, y gracias al desarrollo de las costumbres caballerescas, que el adulterio, uno de los más graves crímenes a los ojos de los antiguos, ha perdido su gravedad y se ha multiplicado de una manera deplorable. No tengo necesidad de explicar la razón: está toda en esta palabra fatal: el débito. Desde que el amor, en su idealidad, ha sido separado del matrimonio, y que por otra parte uno de los conyuges, o por impotencia. o por otro motivo cualquiera, descuida su deber, la infidelidad se hace para el otro excusable, si impos. De ahí el ridículo que se ceba en el marido engañado, la censura reservada a los celosos, la reprobación que cae sobre el vengativo. El adulterio viene a ser el corolario del matrimonio; bajo este punto de vista, puede decirse que es de institución católica y apostólica. Forma parte del pacto conyugal, entra con los casados en la iglesia, sale con ellos, se sienta a su mesa, vela en el hogar, es el dios Lar que trae, entre su ajuar, toda esposa. Toda la literatura erótica y jocosa lo canta; los sabios toman su partido: es el patrón de una cofradía que comprende todos aquellos sobre los cuales la Iglesia ha pronunciado el conjungo, la ayuda del Himeneo, su genio tutelar, su fortuna. Si el marido puede gloriarse de alguna ventaja, será, todo lo más, de la de una vana y dudosa prioridad.
Yo conocí a un joven casado que, por las exhortaciones de su confesor y la opinión de las comadres, habiéndose determinado a pasar en blanco las tres primeras noches de sus bodas, fue en este intervalo engañado por su mujer, de la cual un galán había comprendido el secreto, y que no pudo sostener el ridículo de su posición. ¿No hubiera sido mejor para ese imbécil, para su mujer, para el porvenir de la joven pareja, que hubiera hecho desde el primer día una libación a la diosa Pertunda, en lugar de meditar sobre el amor místico y las glorias de la Inmaculada?
El amor tiene su principio en el organismo y vive de ideal; por este doble título está substraído al libre albedrío. Así, pues, si la lealtad, la honestidad, están ausentes del comercio permitido, ¿se encontrarán por azar en el contrabando? Esos hombres de buenas fortunas, esas mujeres galantes, esas jóvenes de mala vida, toda esa caballería errante, en plena revuelta contra la ley, ¿cómo se portan en sus amores clandestinos? Sin duda encontraremos en los amantes libres esa virtud, esa honestidad tan rara entre esposos legítimos. Hemos examinado ya el matrimonio, consideremos el libertinaje.
El sentimiento más común que siente el cristiano por la mujer que, sin matrimonio, se ha dado a él, es un desprecio indefinible aumentado de aversión; y este desprecio, esta aversión, la cristiana se los devuelve a su cómplice, del cual no espera ni estimación ni misericordia. Siendo la promesa o el pesar del matrimonio el pretexto expreso o sobrentendido de toda aventura, el caso es ver cuál de los dos engañará al otro con más hábil hipocresía. Jamás, entre los antiguos, hombres y mujeres, jóvenes y muchachas, jugaron de esta manera con la dignidad personal y con la dignidad de las familias. El magistrado, en defecto de padre, de hijo, de hermano o de marido, hubiera procedido de oficio: hacer descender, por un amor pasajero, la mujer libre por debajo de la cortesana, era casi un crimen de lesa majestad. Ahora, gracias a nuestra galantería, que se titula caballeresca, hemos aprendido a tratarnos los unos a los otros francamente. Si todavía nos excusara la pasión, podríamos ser culpables, no seríamos depravados; pero eso no es más que libertinaje, pasatiempo, moda. ¡Vitia ridemus, et corrumpere aut corrumpi saeculum vocatur! No hay consideración, ni rango, ni edad, ni amistad, ni moral pública, ante un desenfreno erigido en una suerte de mutualidad, y del cual los riesgos son aceptados por la opinión. No hay familia que no pague, con alguna de sus hembras, su parte contributiva de carne al placer; pero no hay tampoco familia que, por sus varones, no perciba su parte de renta. Guardad vuestras pollas, decía ante mí, una honesta señora, madre de tres muchachos; ¡nuestros gallos andan sueltos! En el amor como en la guerra: ¡Cada uno por sí, cada uno para sí! Tanto peor para el que no está alerta. Yo he gozado de usted, señora, señorita; pero también la he hecho a usted gozar: por lo tanto, en paz, promesas nulas. Nada tenéis que echarme en cara; vuestro marido, vuestro padre, vuestros hermanos, mucho menos. Sus amores, cubren los míos.
Por desgracia, la educación no está en modo alguno en relación con esta moral, que exige una iniciación particular. Predicase tanto como se puede a la joven el pudor y la virtud, se la alimenta de caballería, de amores heroicos, se hace tan bien, que hasta que ella ha recibido la primera hechura nada sospecha de la realidad. Si más tarde se hace pérfida y malvada, es preciso confesar que ha comenzado por una excesiva credulidad. Así, ¡cuántas traiciones y cuánta desesperación!, ¡cuántos suicidios! ... Estamos tan envilecidos, tenemos también la conciencia de nuestra solidaridad en este carnaval de infamia que si, por extraordinario, tiene lugar un hecho de reprensión de parte de un padre o de un hermano ultrajados, de un marido deshonrado, y resulta un muerto, el magistrado se hace cargo del asunto, la Justicia acusa, la familia del insultador castigado pide venganza, y el matador será feliz si, por la divulgación judicial de su afrenta, obtiene al fin la absolución.
Lo más odioso es ver la irresponsabilidad de las consecuencias asegurada al hombre y los riesgos recaer por completo en la mujer: es el ramillete del amor cristiano, la flor de nuestra caballería. ¡Desgraciada la doncella sorprendida que llega a ser madre! Para ella, toda casa se cierra; la piedad vuelve la cabeza; la limosna aprieta sus cordones. ¡VergÜenza a la pecadora! ¡Maldición sobre su fruto! El infame que la ha hecho madre es indemne por la ley. La indagación de la paternidad está prohibida.
Si a lo menos el sacerdote que se ha dado la misión de iniciarnos en el amor de los serafines pudiera suministrarnos en su persona un ejemplo auténtico y de buena ley, el milagro de esta virtud celeste acordada por gracia especial a los instituidores de las naciones cerraría la boca a la incredulidad. A la vista de este elegido, feliz desde esta vida de la privación del bien que deja a los otros, reconoceríamos la presencia del Espíritu de fuerza en un sacerdocio sin mancilla.
Pero vos sabéis mejor que yo, Monseñor, cuán lejos estáis vosotros de este ideal. ¡Qué incontinencia no aflige al clero, en todos los siglos de su historia! ¡Qué fornicación sacrílega! Tomad el siglo de las ágapas o el de la gnosis; tomad el de los mártires o el de los solitarios; el de Teodora, de Gregorio VII o de los Albigenses; descended al cisma de Aviñón, al concilio de Constanza, al de Trento, llegad, si queréis, hasta los jesuítas; siempre es el mismo fondo de libertinaje secreto, hipócrita y ateo; siempre la misma felonía del sacerdote para con la mujer, con el niño, con la familia, con la humanidad.
En razón de su carácter y de la autoridad que le está confiada, el crimen del sacerdote es un compuesto de incesto, de adulterio y de violación; todo lo que la imaginación puede concebir de más horrible se encuentra reunido en el sacerdote lividinoso. ¡Oh! habláis de la incontinencia de los filósofos, de los cuales los más osados no pasan apenas los límites de ese concubinato que vosotros bendecíais en otro tiempo; pero vosotros, ¿no tenéis escándalos entre vuestros levitas y hasta en el coro de vuestras catedrales? ...
Estad tranquilo, Monseñor; conozco vuestras penas, y no seré yo quien haré recaer sobre el cuerpo entero de la Iglesia el crimen de algunos monstruos. No iré, pues, remontando el curso de las edades, a recordar acá y allá las antiguas torpezas de los claustros, ni el comercio de los castrados de la nueva Roma. Paso en silencio los desahogos de los reverendos padres del Paraguay, y el concubinato de los sacerdotes en toda la América española; no os citaré tampoco, de este lado del Atlántico, ni ese obispo, muerto hace poco, que era padre él solo de una compañía de guardias naciona]es; ni ese cura que, a ciencia y paciencia de sus parroquianos, poseía de sus tres hijas diez hijos vivos; ni ese otro del cual podríais contar la historia, que se vió obligado poco hace a abandonar el país y murió en la cárcel después de haber echado a perder, según me han dicho, más de ciento cincuenta niños de los dos sexos. Dejo en mi legajo esas historias de curas, de vicarios, de limosneros, de religiosas y hermanas de la Caridad, de que hormiguea la crónica contemporánea; corramos un velo sobre esos enjuagues de sacristía, sobre esta lujuria de hospital. Todo esto es ya antiguo, y no debemos ocuparnos ahora de ello. Las vergüenzas del cesarismo han sido igualadas por las de la teocracia; los dos poderes no tienen nada que echarse en cara: la santidad del matrimonio profanada, los condena por un mismo juicio.
Lo que me interesa hacer ver, es que la incontinencia que os desola y os hace tan dignos de lástima, tiene su origen en vuestro misticismo, y que cuanto más exaltáis vuestro corazón con el sueño del amor divino, tanto más, por la inevitable reacción de lo moral sobre lo físico, encendéis en vosotros la concupiscencia.
Escuchad por de pronto este testimonio de una de vuestras víctimas:
Nuestros superiores, viejos seminaristas y nada más, colocados fuera del mundo, sin experiencia de la vida real, nos empujan al santuario, semejantes a ciegos conduciendo a otros ciegos; y porque en los ejercicios del seminario logran triunfar de las primeras alteraciones de nuestra juventud, creen la victoria asegurada para el resto de nuestros días.
La vida dura, régimen severo, trabajo penoso y asiduo, vigilancia continua, existencia en común, sujeción a la disciplina; esclavitud de la imaginación, de los ojos, de los oídos, del corazón: privación de bebidas espirituosas, de café, de buena carne; exaltación del alma, del pensamiento, por la meditación, la oración, el ayuno, las conferencias, etcétera.
El cuerpo sucumbe; por compensación el espíritu se embriaga, la imaginación se enciende, el cerebro se abrasa; nos creemos despojados del antiguo hombre, revestidos de la perfección angélica. El momento de los votos llega; nos sorprende enajenados en éxtasis en el tercer cielo, y dominados por la persuasión de que el cuerpo es un esclavo y debe obedecer.
¡Salidos de allí, bienestar comparativo, libertad, descanso, buena carne, frecuentación de las mujeres! ...
¿No es ésta, verdaderamente, la historia de las virtudes del joven sacerdote, de ese sabio de veinticuatro años, que sus superiores y él mismo toman por un ángel, y que, vuelto al aire libre respira Venus por todos sus poros? He aquí ahora la historia de su caída; diríase el original de Jocelyn de Lamartine:
Yo he vivido en el colegio con un joven discípulo dotado de todas las cualidades imaginables. Su figura angelical en que se reflejaba su candor, su amabilidad, sus talentos, le ganaron la estimación y la afección de sus condiscípulos y de sus maestros. Jamás candidato alguno reunió en grado más eminente las condiciones requeridas para la admisión al sacerdocio. Así los superiores, según costumbre, hicieron todo lo posible para asegurarse un individuo tan precioso. Como todos los niños sometidos a una presión fuerte y hábilmente dirigida, Carlos B... cedió sin resistencia. Conoció los goces, los éxtasis del noviciado y de las órdenes; sacerdote antes de los veintitrés años, gracias a una dispensa de edad, fue nombrado vicario de F...
Apenas llegado al pueblo, una inmensa consideración se unió a su persona y a su ministerio. Era una maravilla verle celebrar la misa, maravílla oírle anunciar la palabra de Dios, y tronar contra los vicios y la corrupción del siglo. Pero sus más gloriosos triunfos los obtenía en el tribunal de la penitencia. Alrededor de su confesonario, siempre había un gentío compacto y ávido.
¡A los veintitrés años, director de mujeres, de niñas que se dirigen con tantos encantos a los jóvenes confesores! ... ¡Qué criatura no ha sentido esas corrientes eléctricas! ... La juventud atrae invenciblemente a la juventud.
Entre sus filoteas más asiduas, figuraba en primera línea la señorita J. L..., antigua colegiala de San Dionisio, hija de un oficial retirado. Las relaciones del ministerio motivan entre ellos relaciones sociales. El corazón del vicario sale de repente de su letargo, despertado por una súbita conmoción. Siempre la eterna historia de Adán y de Eva, de Eloísa y Abelardo; siempre la realización del sueño de Platón, las dos mitades del ser humano separadas por un dios celoso y tendiendo insensiblemente a unirse.
Los dos jóvenes se amaron, como se ama con el primer amor ... La muerte dejó sucesivamente a la señorita J. L... sin padre y sin madre, y entonces se retiró en calidad de pensionista a una comunidad de mujeres. En su soledad, lejos de su amante, asaltáronla los remordimientos. Compró la paz de la conciencia, como sucede casi siempre, con la confesión de su sacrilegio al director de la casa. El hombre de Dios, escrupuloso observador de las reglas canónicas, arrancóla el nombre de su seductor y se lo reveló al obispo. Éste despidió al culpable, y lanzó contra él un entredicho sin otra forma de proceso. El asunto se divulgó, y el ángel caído fue a ocultar su pecado a la Trapa, donde expió por largo tiempo el crimen de haber amado.
Él mismo cuenta de otro sacerdote:
Algunas palabras escapadas a uno de mis amigos darán una idea de nuestras torturas. También él, víctima de las influencias de familia y de los reclutadores de la milicia clerical, despertóse a los treinta y cinco años en su mortaja, como la Vestal que enterraron viva en Roma. Su madre se esforzaba en calmar sus pesares: ¡Ah!, respondía él, sabéis que a pesar de todo el amor que os profeso, no pasa día sin que tenga la tentación de maldeciros.
Yo afirmo atrevidamente, concluye mi narrador, que pocos sacerdotes resisten a las leyes de la naturaleza y del amor ... En cuanto a mí, me acerco a los sesenta años, y empiezo a gozar un poco de calma. ¡Si me fuera preciso volver a comenzar mi vida sacerdotal y volver a los veinticinco años preferiría mejor ser fusilado al instante!
¡Infortunados!, yo he conocido a uno, corazón de héroe, de una caridad a toda prueba, de una sinceridad infantil, que había acabado por caer como los otros, y al cual yo algunas veces bromeaba. ¡Que él me perdone! Yo he sostenido, lo mejor que he podido en mi carrera de obrero, el honor de mi celibato; pero lo declaro en descargo de estos desgraciados eclesiásticos, las tentaciones del hombre que siente su libertad, que tiene ante sí el porvenir, y con él el trabajo, que puede amar a la luz del día y mirar cara a cara a la joven esperando poseerla, no son nada en comparación de esa tortura del sacerdote al que consume el amor místico, y que se dice en voz baja, mirando a hurtadillas a una mujer: ¡Jamás! Y bien, ¿no es esta la historia de todos vuestros ascetas? ¿De un Antonio, que con más de ochenta años veía todavía, en sus alucinaciones eróticas, su Tebaida poblada de cortesanas? ¿De un Jerónimo, que, en su tumba de Bethleem, consumido por los años, por los ayunos y las vigilias, era sin cesar transportado en espíritu a los salones de las damas de Roma? ¿De éste, cuyo nombre he olvidado, que para dominar su carne se revolcaba completamente desnudo sobre espinas? ¿De aquel otro, que se metía hasta el cuello en un estanque helado? ... La extenuación del cuerpo, la abolición del corazón, el embrutecimiento de la imaginación: he aquí por medio de qué recetas los héroes del cristianismo se educan en la santa virtud de la continencia. Una decocción de nenúfar y una buena sangría son para vosotros, como el hígado del pescado de Tobías, de un efecto seguro contra el maligno espíritu. Ni tan siquiera se os ocurre que estos pretendidos remedios contra el amor, como los recomendados por Ovidio, en vez de evitar el mal no hacen más que irritarlo. ¡Y vosotros llamáis a esto castidad! La medicina, Monseñor, lo llamaría satiriasis, y si vuestra Jurisprudencia quisiera examinarlo más detenidamente, vería que esta moral restringida a la cual, bajo pretexto de castidad, sometéis la juventud de vuestros seminarios, viene exactamente comprendida en la categoría de los delitos sin nombre, previstos por los artículos 334 y 335 del Código penal.
Por lo demás, todos no llevan el sacrificio a estas extremidades. En un siglo de escepticismo libertino, en que el público no tiene en cuenta ninguna convicción, ningún esfuerzo, muy pronto se toma un partido; dícese que uno ha sido engañado; no se quiere ser más víctima del engaño, y, con tal que las apariencias se salven, uno se considera bastante en regla con el público y con su conciencia. Evitad el escándalo -decía un viejo magistrado a sus jóvenes colegas, lo demás es nada. -Esto no se dice sin duda entre eclesiásticos; pero se piensa, y, por muchas precauciones que se tomen, todo el mundo sabe que se practica. Mi voto de pobreza, decía un prelado del siglo pasado, me ha valido 200.000 libras de renta; mi voto de obediencia me ha hecho príncipe de la Iglesia. ¿Y vuestro voto de castidad, Monseñor? ... Él bajaba los ojos, y guardaba silencio, por respeto a las costumbres.
Y puesto que de ello me ocupo, puesto que se trata aquí mucho menos de religión que de psicología y que, después de todo, atacando al amor místico alego en favor de desgraciados sacerdotes circunstancias atenuantes, que se me permita referir una observación hecha sobre mí mismo, y en la cual más de un lector se reconocerá.
Como sucede a muchos otros, mi juventud comenzó por un amor platónico que me hizo bien necio y bien triste, pero al cual debí, por compensación, el permanecer durante diez años después de mi pubertad en el estado de agnus castus. Lo que determinó en mí esta afección mental, sobre la cual los padres debieran velar con tanto cuidado como sobre los más vergonzosos hábitos, fue la lectura de Pablo y Virginia, pastoral pretendida inocente y que debería estar en el index de todas las familias.
Todo desvío producido por el amor, en cualquier sentido que sea, es malo y, según mi opinión, inmoral. Altera el alma, enerva el carácter, hace perder la libertad; es una ofensa a sí mismo, al sexo y a la sociedad. Por todas estas razones, yo no hago diferencia alguna entre las novelas honestas y las obras obscenas: todas las repruebo igualmente. Y el hombre que bajo pretexto de inocencia, inspira a una joven un amor de este género, es tan culpable a mis ojos como el que abusa de la embriaguez de los sentidos: para el uno como para el otro, quisiera que la ley declarase que hay rapto con seducción.
Terminada aquella larga crisis, creíme libre; pero entonces fue cuando me sentí atacado por el diablo que mortificaba a San Pablo, y, puedo decir, que con gran disgusto mío, el diablo, que tan largo tiempo me había quemado por el lado del corazón, ahora me asaba por la parte del hígado, sin que ni trabajo, ni lecturas, ni paseos, ni refrigerante de especie alguna, pudiese devolverme la tranquilidad. Era víctima de la reacción de los sentidos contra la imaginación. Habiendo tenido tiempo de fijarse mis principios -yo tomaba mi platonismo por principios-, operábase en mí una escisión dolorosa entre la voluntad y la naturaleza. La carne decía: Quiero; la conciencia: No quiero. ¿Iba yo a contradecirme o a consumirme de nuevo en esta mixtificación a la cual no veía término? Combatir el amor físico por el amor platónico, esto no se hace a voluntad; extinguido éste, el otro estallaba en toda su violencia. He leído después la historia de Abelardo: el infeliz había llegado a este punto cuando conoció a Eloísa.
En el seminarista y en la religiosa, el celo por la religión y el fervor del misticismo producen el mismo efecto que el amor platónico. La combustion del cerebro absorbe las chispas que parten de los sentidos; pero una vez pasada la fiebre, no teneis ya más que lamentables mártires de la continencia, lujuriosos rabiosos que la fatiga del corazón entrega sin defensa a la tiranía de la hipocondría.
Este es el caso, diréis vosotros, de seguir el precepto del apóstol, Más vale casarse que abrasarse. El consejo es muy prudente; pero reparad que el apóstol, que predica tan bien a los otros, no se casa; rechaza el amor, legítimo e ilegítimo; se macera, insulta a la mujer, que es lo único, sin embargo, que puede devolverle la calma. ¿De qué proviene esta contradicción?
Reconozcamos aquí el peligro de ese platonismo, que una vana literatura quisiera erigir en virtud.
Aquel del cual una pasión ideal se ha apoderado desde muy temprano y conducido muy adelante en la virilidad, se ha hecho, por su idealismo mismo, torpe y desmañado con el sexo femenino, desdeñoso de la galantería, en que no tiene buen éxito, brusco y sarcástico con las jóvenes bonitas, intratable con respecto a las posiciones dudosas, que califica, no sin razón, de inmorales. En una palabra, se resiste, a pesar de su apetito y sus dientes, contra el amor que le excita, le irrita, le hace rugir como un león. Si a veces, con ayuda de la ocasión y del diablo, se entrega, no encuentra más que disgusto, fastidio, remordimientos; se siente extravagante, ridículo; reconoce con despecho la justicia de esta frase tan justa: Deja las mujeres, Juan Jacobo, y estudia las matemáticas.
Entonces, como el Apóstol, toma aversión al amor, al matrimonio y a la mujer. Pero desconfiad de ese tortuoso celibatario; cuanto más envejece, más se asemeja al sátiro. Ninguna castidad verdadera comienza por el amor: los verdaderos tipos de pureza, Kant, Leibnitz, Newton, no amaron jamás. Alejad del viejo enamorado vuestros hijos, vuestras hijas: su olor tan sólo las desfloraría.
El fenómeno que acabo de describir puede producirse en sentido inverso: no es raro que un voluptuoso termine por una exclusiva y sólida unión, y lo que sucede en amor puede suceder también en religión; el abate Rancé, fundador de la Trapa, es un ilustre ejemplo de ello.
Terminemos con un último rasgo esta crítica del amor y del matrimonio cristianos, y resumamos todo este estudio.
¿Qué es el amor? -se preguntaron los antiguos. -Es Dios, respondieron con voz unánime poetas y filósofos.Y hemos visto a la sociedad antigua, en virtud de esta definición sublime, caer como el Enfermo de Moliere, del matrimonio en el concubinato, del concubinato en la promiscuidad, de la promiscuidad en la pederastia, de la pederastía en la omnigamia y la muerte.
¿Qué es el amor? -se preguntaron a su vez los cristianos. -Es Dios, respondieron con voz unánime los misioneros del Evangelio. Y desde el siglo primero al décimonono, la cristiandad ha visto unos tras otros gnósticos, nicolaitas, adamitas, carpocracianos, condurmientes, maniqueos, flagelantes, quietistas, etc., maldecir la generación y el matrimonio; tener la fornicación, el adulterio, el incesto, por cosas insignificantes; ponerse completamente desnudos, hombres y mujeres en sus asambleas; unirse al azar de las tinieblas y dar a porfía contento a la carne, a fin de dedicarse en seguida sin distracción del maligno espíritu, a la contemplación del amor puro. Ha visto la caballería, deshonrando sistemáticamente a la sociedad conyugal; el adulterio elevándose, por la universalidad del libertinaje, a la altura de una mutua tolerancia; el estupro y el incesto mancillando la familia, y el sacerdote, después de haber repudiado a su concubina, entrada en su lecho con la bendición de la Iglesia, buscando en realidades sacrílegas un alivio al misticismo que le devoraba.
¡Quisiera Dios que fuera esto todo! Como los antiguos, hemos llegado nosotros a las últimas aberraciones del idealismo; y si el crimen de sodomía es perseguido por nuestras leyes, su comercio no es por eso menos floreciente, y como entre los antiguos ha encontrado apologistas. Desde el nacimiento a la muerte flotamos sobre el río de lo Tierno entre los dos extremos del amor divino y del amor unisexual, el primero enseñado a las niñas en su primera comunión, el segundo revelado a los adolescentes por las novelas.
Los extractos siguientes están tomados de un libro de oraciones aprobado por el arzobispo de Ruan, e impuesto a los niños de los dos sexos por los curas de la diócesis; no es el estilo de Bossuet, pero sí la idea:
Acto de deseo. - ¡Oh! venid, bien amado de mi corazón, carne adorable, mi goce, mis delicias, mi amor, mi Dios, mi todo.
Mi alma impaciente languidece por vos, suspira por vos, os desea con ardor, mi tesoro. mi bien, mi vida, mi todo.
Acto de amor. - ¡Ya experimento por fin la felicidad de poseeros! Abrazadme, quemad, consumid mi corazón con vuestro amor. ¡Mi bien amado es mío! ¡Jesús se da a mí! Yo os amo con toda mi alma; yo os amo por vuestro amor.
Después de los actos vienen los cánticos, compuestos en su mayor parte sobre aires mundanos que el eucólogo tiene cuidado de indicar.
Todo esto, en el pensamiento de la Iglesia, es inocente: ¿quién lo niega? Pero esto es justamente lo que yo repruebo, Monseñor: vosotros no os conacéis; en vuestra funestá inocencia, no sabéis lo que hay en el fondo de vuestro misticismo, como no conocéis el amor.
Os parecéis a niños que se persiguen con bujías encendidas en un almacén de pólvora. y cuando tienen lugar entre vosotros esas erupciones furiosas que, en un Mingrat, un Leotade, asustan al mundo, sois los primeros en demostrar vuestra aflicción y vuestra admiración.
¿Queréis saber ahora qué fruto sacan de vuestras lecciones las muchachitas que catequizáis? Leed este fragmento que copio de Lelia:
Escucha, hermana mía ... En tus brazos inocentes, sobre tu seno virginal, revelóme Dios por la primera vez el poder de la vida ... ¡No te alejes así; escúchame sin prevención!
Pues bien, dormíamos apaciblemente sobre la hierba húmeda y caliente; los cedros exhalaban sus exquisitos perfumes de bálsamo, y el viento del mediodía rozaba su ala abrasadora sobre nuestras frentes húmedas. Hasta entonces, descuidada y risueña, yo acogía cada día de mi vida como un nuevo favor. Algunas veces, bruscas y penetrantes sensaciones hacían hervir mi sangre, un ardor desconocido se apoderaba de mi imaginación; la naturaleza se me aparecía bajo colores más brillantes; la juventud palpitaba más viva y más risueña en mi seno; y si me miraba al espejo, encontrábame en esos instantes más son rosada y más bella. Entonces me entraban deseos de besarme en aquel espejo que me reflejaba, y que me inspiraba un amor insensato ...
Ese día, un sueño extraño, delirante, singular, me reveló el misterio hasta entonces impenetrable, y hasta entonces tranquilamente respetado. ¡Oh, hermana mía! ¡Niega la influencia del cielo, niega la santidad del placer! Tú hubieras dicho, si aquel éxtasis lo hubieras tú experimentado, que un ángel enviado por Dios se encargaba de iniciarte en las pruebas sagradas de la vida humana. Yo, soñaba muy sencillamente en un hombre con los cabellos negros que se inclinaba hacia mí para rozar mis labios con sus labios calientes y rojos; y desperté oprimida, palpitante, más feliz de lo que me había imaginado serlo jamás. Miré a mi alrededor: el sol derramaba sus reflejos en las profundidades del bosque; el aire era apacible y suave, y los cedros elevaban con esplendor sus grandes ramas digitadas, parecidas a brazos inmensos, y a largas manos extendidas hacia el cielo. Entonces te miré. ¡Oh, hermana mía, cuán hermosa estabas! Yo no te había encontrado jamás hermosa antes de ese día. En mi complaciente vanidad de jovencita, me prefería a ti; me parecía que mis mejillas brillantes, que mis espaldas redondas, que mis cabellos dorados, me hacian más bella de lo que tú eras. Pero en aquel instante el sentido de la belleza se revelaba a mí en otra criatura. Ya no me amaba a mí sola: tenía necesidad de encontrar fuera de mí un objeto de admiración y de amor. Levantéme dulcemente, y te contemplé con una singular curiosidad, con un extraño placer. Tus espesos cabellos negros se pegaban a tu frente, y sus bucles apretados se enroscaban sobre sí mismos como si un sentimiento de vida los hubiese crispado alrededor de tu cuello aterciopelado de sombra y de sudor. Pasé por ellos mis dedos; parecíame que tus cabellos me los apretaban y me atraían hacia ti. Tu camisa blanca y fina, cerrada hasta el cuello, hacía parecer tu piel, tostada por el sol, más morena aún que de ordinario; y tus largas pestañas, caídas, se dibujabap sobre tus mejillas, entonces animadas por un tono más sólido que hoy día. ¡Oh, estabas hermosa, Lelia!, pero hermosa muy diferentemente de mí, y esto me alteraba extraordinariamente. Tus brazos, más delgados que los míos, estaban cubiertos de un imperceptible bello negro que los cuidados del lujo han hecho después desaparecer. Tus pies, tan perfectamente hermosos, se bañaban en el riachuelo, y extensas venas azules se dibujaban en ellos. La respiración levantaba tu pecho con una regularidad que parecía anunciar la calma y la fuerza; y en todos tus rasgos, en tu actitud, en tus formas más circunscritas que las mías, en el tono más obscuro de tu piel, sobre todo en esa expresión arrrogante y fría de tu rostro dormido, había yo no sé qué de masculino y de fuerte que me impedía casi el reconocerte. Me parecía que te asemejabas a ese hermoso joven de cabellos negros, en el cual había soñado, y besé tu brazo temblando. Entonces abriste los ojos, y tu mirada me penetró de un rubor desconocido; volvíme como si hubiese cometido una acción culpable. Sin embargo, ningún pensamiento impuro había acudido a mi imaginación. ¿Cómo hubiera podido ser esto? Yo nada sabía; recibía de la naturaleza y de Dios, mi Criador y mi dueño, mi primera lección de amor, mi primera sensación de deseo ...
Reconocéis, en esta excitante habladuría, toda llena de cielo, de Dios, de ángeles, de éxtasis, de misterios sagrados, de naturaleza, de pudor, mezclados con piel y con camisa, ¿reconocéis el estilo medio enfático, medio trivial, de vuestros místicos? Madama Sand ha sido devota, y los jesuítas han conservado su estimación: ella misma nos lo dice en sus Memorias. ¿Qué me decís de esta combinación erótica, en que la fornicación, el incesto, la violación, la tribadía, se encuentran acumuladas muy sencillamente? Hay muchas sencilleces de éstas en las novelas de Jorge Sand.
Dos mujeres, dos hermanas, la una rubia y alegre cortesana, la otra platoniana desesperada, teniendo yo no sé qué de masculino, se cuentan su vida. La primera sostiene la teoría del placer como fin de la existencia; la otra disgustada de la carne, no cree en nada, ni aún en el placer. En el curso de esta conversación es cuando la prostituída cuenta de qué manera ha perdido su virginidad. La cosita, como diría Tallemant de Reaux, ha sucedido así: Pulqueria estaba acostada cerca de su hermana ... Dispensémosla de lo demás; concedámosle también que ningún pensamiento impuro había acudido a su imaginación ... Pero yo os pregunto, ¿por cuánto pensáis vosotros que la Iglesia entra en esta descripción? Todo se enlaza, en la literatura y en la historia, y no podéis repudiar más la Lelia de Jorge Sand que el Renato de Chateaubriand.
La Francia cristianísima no tiene cosa alguna que envidiar a la Roma y a la Grecia idólatras. En todo hemos sobrepujado a nuestros modelos: los hemos sobrepujado en la filosofía y la ciencia, sobrepujado en el derecho y la industria, sobrepujado en la profundidad de nuestro ideal y el heroísmo de nuestra revolución, les sobrepujamos también en la hipocresía y la bajeza de nuestro libertinaje.
La impudicidad es la que ha perdido a la nobleza francesa y la que pierde hoy a la clase media y a la plebe. Las costumbres caballerescas y galantes que distinguieron a nuestros abuelos han desaparecido; el matrimonio convertido en un negocio, el concubinato desdeñado, estamos en plena promiscuidad, hasta tal punto la fornicación se ha hecho universal, de tal modo se ha hecho para nosotros una cosa ligera. Henos aquí llegados al amor unisexual, háblase de partidas de placer en que la fashion femenina se entrega, como las romanas de Juvenal, a combates tribádicos, Ipsa Medullince frictum crissantis adorat, y se me asegura que su uso comienza a difundirse en los colegios de señoritas y entre las obreras.
Última palabra de una sociedad que se muere llamando al amor, y que no volverá a encontrar el amor, la vida, el honor, hasta el día en que saldrá de su conciencia el grito salvador: ¡JUSTICIA!
Índice de Amor y matrimonio de Pierre Joseph Proudhon | CAPÍTULO CUARTO | CAPÍTULO SEXTO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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