Índice de Amor y matrimonio de Pierre Joseph ProudhonCAPÍTULO QUINTOCAPÍTULO SÉPTIMOBiblioteca Virtual Antorcha

AMOR Y MATRIMONIO

PIERRE JOSEPH PROUDHON

CAPITULO SEXTO

CONSIDERACIONES GENERALES ACERCA DE LA MUJER


El hombre y la mujer, ¿son iguales entre ellos o equivalentes? ¿O bien son sencillamente complementarios el uno del otro de tal modo que no haya entre los dos sexos ni igualdad ni equivalencia? En cualquier caso, ¿cuál es la función social de la mujer? ¿Cuál es su dignidad? ¿Cuál es su derecho? ¿Qué consideración se le ha de tener en la República?

Por un momento haré abstracción del matrimonio, con mayor motivo haré abstracción de la maternidad. La mujer puede no ser madre, y de hecho no lo es siempre. Antes de serlo ha de vivir muchos años; después de haberlo sido, también: ella tiene, pues, con anterioridad y superioridad a las cargas maternales un empleo. ¿Cuál es? Durante la misma maternidad no pierde sus derechos a ser miembro de la sociedad. Añadamos que la liquidación de las cargas maternales, cargas que, naturalmente en su mayor parte le incumben, esa liquidación, digo, deberá hacerse no sólo por razón del trabajo y del gasto, sino por razón de la dignidad social y moral de la mujer. Todo se reúne, pues, para imponernos el deber de buscar la naturaleza y la extensión de esa dignidad, que tiene por término de comparación la dignidad del hombre.

He vacilado durante mucho tiempo ante la cuestión que me decido hoy a tratar. Algunas brusquedades, escapadas de mi pluma, bien menos contra la mujer -¿quién piensa en atacar a la mujer?-, que contra sus pseudo-emancipadores, me han valido tantas polémicas que me había prometido no volver sobre ello. Yo hubiese querido abolir entre nosotros y nuestras mitades, esas palabras molestas de igualdad y de desigualdad, fuente inagotable de divisiones, de luchas intestinas, de traiciones y de vergüenzas. En interés de la común dignidad y de la paz doméstica, habría aceptado de todo corazón un pacto de silencio, conforme a la reserva antigua y a las costumbres caballerescas de nuestros padres.

Mis temores, aparentemente, eran exagerados. Otros, antes que yo, osados en lo absurdo, han planteado ese debate que amenaza la tranquilidad de nuestras familias. La indiscreción femenina se ha encendido; una media docena de insurgentes con los dedos manchados de tinta, y que se obstinan en hacer que la mujer sea de otro modo que como nosotros la queremos, reivindican airadamente sus derechos, y nos desafían a osar poner en claro esa cuestión. Después que habré establecido con hechos y documentos, que la inferioridad física, intelectual y moral de la mujer; después que habré mostrado con ejemplos luminosos que eso que se llama su emancipación es lo mismo que su prostitución, sólo me restará determinar con otros elementos la naturaleza de sus prerrogativas, y a ocuparme en su defensa contra las divagaciones de algunas impuras, que el pecado ha vuelto locas.

INFERIORIDAD FÍSICA DE LA MUJER.- Acerca de este punto no será larga la discusión; todo el mundo la ha fallado. No obstante, había yo esperado que mis contradictoras, llevando hasta el último extremo la lógica de su causa, tomaran el partido de negarnos la ventaja de la fuerza, pero no ha sido así; declaran referirse al dinamómetro, y sólo protestan contra el abuso de que, según ellas, nos hacemos culpables.

Repruebo toda clase de abusos, sobre todo los de la fuerza, pero no hay que confundir el uso con el abuso; que es precisamente a lo que tienden invenciblemente las teorizadoras de la igualdad social de los sexos, con desprecio de la naturaleza y de la justicia.

Por de pronto, ¿qué dice la naturaleza?

Es un hecho, de experiencia común en los mamíferos, que hasta la pubertad, la complexión de los niños y la de las niñas, casi no se diferencia en nada; pero que, a partir del momento en que empieza la masculinidad, el hombre la aventaja a la mujer en varios aspectos: anchura de la espalda, grosor del cuello, dureza de los músculos, espesor del bíceps, fuerza de los riñones, agilidad de todo el cuerpo y potencia de la voz. Es un hecho que se puede detener ese desarrollo, y retener, por decirlo así, al estado neutro al hombre joven, mutilándolo; que el mismo adulto, sometido a la castración, baja insensiblemente y pierde sus cualidades viriles, como si, por la facultad generatriz de que está dotado el hombre, antes de engendrar a un semejante, se engendrase a sí mismo, y alcanzase ese grado de potencia al que no llega la mujer jamás.

Es también un hecho experimentado que el abuso de los goces amorosos y las pérdidas seminales hacen, como la misma castración, degenerar la fuerza del hombre y las cualidades que encierra, la agilidad, el ardimiento, el valor; y que la edad en que comienza a envejecer, es aquella en que sus órganos producen menos cantidad de esa semilla, cuya mayor parte es empleada, según parece, en la producción de la fuerza.

Finalmente, es un hecho probado que, entre individuos del sexo masculino, las diferencias en cuanto a la fuerza y a la agilidad físicas no son, en general, proporcionadas a la altura, al volumen y al peso, sino a la energía viril, y a la manera más o menos perfecta con que esa energía sirve y sostiene el sistema. De ahí esos temperamentos blandos de formas menos angulosas, de cuerpo menoS membrudo, que los labradores del Franco Condado llaman femmelins (afeminados), tanto mas inclinados al amor que su complexión parece más débil, o, en otros términos, que la reabsorción de la simiente se hace en ellos menos completamente.

Según esas observaciones, la inferioridad física de la mujer resulta de su no masculinidad.

El ser humano completo, adecuado a su destino, hablo del físico, es el varón que, por su virilidad, alcanza el más alto grado de tensión muscular y nerviosa que comporta su naturaleza y su fin, y de ahí el máximum de acción en el trabajo y en el combate.

La mujer es un diminutivo de hombre, al que falta un órgano para no convertirse en otra cosa que un efebo.

¿Por qué la Naturaleza sólo ha dado al hombre esa virtud sembradora, mientras ha hecho de la mujer un ser pasivo, un receptáculo para los gérmenes que sólo el hombre produce, un lugar de incubación, como la tierra para el grano de trigo; órgano inerte por sí mismo y sin finalidad propia; que sólo entra en ejercicio bajo la acción fecundante del padre, pero con otro fin que la madre, al revés de lo que pasa con el hombre, en quien la potencia generadora tiene su utilidad positiva independientemente de la misma generación?

Parecida organización sólo puede tener su razón de ser en la pareja, y en la familia, pues presupone la subordinación de la mujer, fuera de la cual sería incapaz de bastarse a sí misma, y podría titularse la castigada por la naturaleza, y la abandonada de la Providencia.

En todo se hace patente la pasividad de la mujer, sacrificada, por decirlo así, a la función maternal, delicadeza del cuerpo, ternura de las carnes, anchura de los pechos, de las nalgas, de la pelvis; en cambio, estrechez y compresión del cerebro. En sí misma, me refiero sólo a lo físico, la mujer no tiene razón de ser: es un instrumento de reproducción que a la Naturaleza ha placido elegir con preferencia a cualquier otro medio, pero que sería un error por su parte si la mujer no hubiese de hallar de otro modo su personalidad y su fin.

Luego, cualquiera que sea ese fin, a cualquier dignidad que deba elevarse un día la persona, la mujer no queda menos por ese motivo principal de su constitución física, y hasta más amplio informe, inferior ante el hombre, una suerte de término medio entre él y el resto del reino animal. A ese respecto, no es equívoca la Naturaleza. Según los embriogenistas el sexo varón no es primitivo en la escala animal; es el producto final de la elaboración embrionaría para un destino superior (Desarrollo de la serie natural, por el Dr. Favre).

Hemos recogido el testimonio de la Naturaleza. ¿Qué va a deducir ahora de esos primeros hechos la Justicia?

Sin duda en la sociedad, como en la vida, la fuerza física no lo es todo; hay otros elementos, otras facultades que nosotros habremos de tener en cuenta. Pero si la fuerza no lo es todo, cuenta para algo: luego, a poco que se cuente con ella en el establecimiento de los derechos del individuo, en la balanza de su activo y de su pasivo, es evidente, bajo ese primer aspecto, que de cualquier modo que se examine, y, a menos que la mujer no se eleve por otras ventajas, la consecuencia será su inferioridad social y su subordinación con respecto al hombre.

Sea cual sea la desigualdad de vigor, de flexibilidad, de agilidad, de constancia, que se observen, de un lado entre los hombres, del otro, entre las mujeres, se puede, sin riesgo de error, decir que, por término medio, la fuerza física del hombre es a la de la mujer como tres es a dos.

La relación numérica de tres a dos indica, pues, desde ese primer punto de vista, la relación de valor entre los sexos.

Admitiendo que cada uno, sea en la familia, sea en el taller, funcione y trabaje según la potencia de que está dotado, el efecto producido estará en la misma proporción, tres a dos; por consiguiente, el reparto de los beneficios, a menos, lo repito, que una influencia de otra naturaleza no modifique los términos, siempre estaré en esta proporción, tres : dos.

He aquí lo que dice la Justicia, que no es otra cosa que el reconocimiento de las relaciones, y que nos manda a todos, hombres y mujeres, tratar a otro, como quisiéramos que él nos tratase, si estuviésemos en su lugar.

Que no se nos venga, pues, a negar ese derecho de la fuerza, como si el derecho de la fuerza no fuese por sí tan incontestable por su naturaleza, y en la medida que le pertenece como el derecho de la inteligencia; pretender lo contrario es sólo un deplorable embrollo para uso de las emancipadas y de sus colaboradores.

Supongamos, en un país, dos razas de hombres mezcladas, una de las cuales sea físicamente superior a la otra, como el hombre lo es a la mujer.

Admitiendo que la más severa justicia presida las relaciones de esa sociedad, lo que se expresa por las palabras igualdad de derechos, la raza fuerte obtendría a igualdad numérica en la producción colectiva, tres partes de cinco; esto por lo que se refiere a la economía pública.

Pero no es eso todo: yo digo que por la misma razón la voluntad de la raza fuerte pesará en el gobierno como tres contra dos, es decir, a número igual mandará en la otra, como ocurre en la sociedad en comandita, donde los acuerdos se toman por la mayoría de acciones, no de votos; esto en lo referente a la política.

Es lo que le ha ocurrido a la mujer.

Descarto como no ocurridos, ilegítimos, odiosos, dignos de represión y de castigo todos los abusos de poder del sexo fuerte con respecto al sexo débil; apruebo y apoyo en ese punto la protesta de las damas. Yo sólo pido justicia, puesto que es en nombre de la Justicia, que reivindica la igualdad para la mujer. Siempre quedará, acordando a ésta todas las condiciones de educación, de desarrollo y de iniciativa posibles, que, en suma, el sexo fuerte tiene la preponderancia en la proporción de tres contra dos, lo que quiere decir que el hombre será el amo y que la mujer obedecerá. Dura lex, sed lex.

Lo que acabo de decir sólo es teoría; en la práctica, la condición de la mujer supone, por la maternidad, una subordinación todavía mayor.

En algunos segundos el hombre se hace padre. El acto de la generación, ejercido moderadamente y en la edad indicada, lejos de perjudicarle, le es, como el amor, saludable.

La maternidad cuesta harto más cara a la mujer. Sin hablar de lo corriente, que toma ocho días por mes, noventa y seis días al año, hay que contar para el embarazo nueve meses, para su restablecimiento completo, cuarenta días; la crianza, de doce a quince meses; cuidados al hijo a partir del destete, cinco años: en total siete años para un solo parto. Suponiendo cuatro nacimientos con dos años de intervalo, son doce años que la maternidad cuesta a la mujer.

Aquí no hace falta discutir ni regatear. Sin duda la mujer embarazada, y el ama, y la que le cuida los hijos mayores, puede hacer algo. Por lo que a mí toca estimo que durante esos doce años, el tiempo de la mujer es absorbido casi por entero por el parto; que lo que puede hacer de más sin perjudicarse, es tan poco que ella y sus hijos están enteramente a cargo del hombre.

Sí, pues, durante la mejor parte de su existencia, la mujer es condenada por su naturaleza a subsistir sólo de la subvención del hombre; si éste, padre, hermano, marido o amante, es en definitiva su solo protector y proveedor, como (yo razono siempre según el derecho puro y prescindiendo de toda otra influencia), como digo, ¿sufrirá el control y la dirección de la mujer? ¿Cómo la que no trabaja; que vive del trabajo de otro, gobernará durante sus continuos embarazos y partos al que trabaja? Arreglad como entendáis las relaciones de los sexos y la educación de los hijos; haced de ello objeto de una comunidad, al modo de Platón, o de un seguro como lo pide M. de Girardin; mantened, si lo preferís, la pareja monogámica y la familia, siempre llegaréis a este resultado: que la mujer, por su debilidad orgánica y el estado interesante en que no dejará de caer, a poco que el hombre se preste a ello, es fatalmente y jurídicamente exc1uída de toda dirección política, administrativa, doctrinal, industrial, como de toda acción militar.

INFERIORIDAD INTELECTUAL DE LA MUJER: Lo que, más que todo el resto, ha hecho imaginar la utopía de la igualdad de los sexos, es la doctrina platónica-cristiana de la naturaleza del alma, doctrina a la que dió Descartes la última mano.

El alma, se dice, es una substancia inmaterial esencialmente diferente del cuerpo. Esa alma es todo el hombre, el cuerpo sólo es su envoltura, su instrumento. Consideradas en sí mismas, las almas son iguales, sólo el cuerpo determina, entre las personas, las desigualdades de potencia orgánica e intelectual que se observan. Luego, si el destino de la especie es libertarse por la religión, la ciencia, la Justicia, la industria, de las fatalidades de la carne como de la naturaleza, se deduce que la igualdad de las almas debe aparecer poco a poco entre las personas y borrarse toda diferencia de prerrogativa entre los sexos. Sólo es una cuestión de educación, análoga a la del proletariado. El pueblo tampoco se halla al nivel de la burguesía, pero, por la educación, puede llegar a ella, y tiene derecho a obtener los medios necesarios a tal fin. El problema del destino de la mujer es el mismo. Que le sea posible redimirse según el deseo y la ley de la naturaleza, no pide nada más; rehusárselo sería una tiranía y un crimen.

Así no se niega la inferioridad física de la mujer ni sus consecuencias; no se niega tampoco su inferioridad intelectual, por lo menos en el actual estado de cosas.

Se limitan a decir que la inferioridad de potencia orgánica debe ser neutralizada por el progreso industrial y la inferioridad intelectual neutralizada a su vez por la educación de los ciudadanos y por la constitución social; de suerte que los dos sexos permanecen en presencia, llevados a su puro valor anímico, o, por decir mejor angelical, parecidos a espíritus puros, que la muerte y el cielo han separado de la sexualidad y de la materia.

Tal es la tesis sostenida por madame de Stael, Jorge Sand, Daniel Stern y otras.

En sus más brillantes manifestaciones, el genio femenino no ha alcanzado la alta cima del pensamiento, ha quedado, por decirlo así, a media subida. La humanidad no debe a las mujeres ningún descubrimiento brillante, ni siquiera un invento útil. No sólo en la ciencia y en la filosofía aparecen en segundo término, sino también en las artes, para las cuales están tan bien dotadas, pues no han producido ninguna obra maestra. No quiero hablar aquí ni de Homero, ni de Fidias, ni de Dante, ni de Shakespeare, ni de Moliere, pero ni siquiera Corregio, Donatelo, Delille y Gretry han sido igualados por mujeres. (Daniel Stern. Esquisses morales). ¿Es preciso, prosigue esa señora, inclinarnos ante tales observaciones y tales ejemplos?

Y ella sostiene, en primer término, que la desigualdad de inteligencia sólo es apreciable en las excepciones, en las altas esferas del entendimiento, de ningún modo en la práctica de la vida, y como no se hacen leyes para las excepciones, sino para la masa, que no se puede deducir nada contra el derecho de la mujer a la igualdad; por otra parte que, si se pasa al orden moral, las cosas aparecen bajo otro aspecto muy distinto; que el valor, la Justicia, la tolerancia, el entusiasmo, no tienen sexo; que por la maternidad y la educación de los hijos la cooperación de la mujer en la sociedad y la familia, es igual a la del hombre, que el progreso tiende a la igualdad y que la educación la realizará.

En seguida eliminaremos la moralidad de la mujer; limitémonos por el momento a su inteligencia.

La argumentación de que acabo de citar lo substancial, tiene esto de notable, que puede servir de muestra de la manera que la mujer, abandonada a sus propias inspiraciones, ha razonado en todas las épocas y razonará eternamente. La claridad gramatical no se echa de menos; dispensadla de las ideas y la mujer habla tan bien, quizás mejor, en todo caso con más voluntad que el hombre. Y es el privilegio de nuestra lengua, que su claridad se impone a todos, hasta al sofista que habla contra su conciencia y su razón, hasta a la mujer sabia que habla sin razón su conciencia.

¿Qué hallamos en el análisis de esa tesis?

Como principio, tres puede ser.

Como razonamiento, tres inconsecuencias.

Como conclusión, la humillación sistemática del hombre, es decir, nada.

¿Si, se dice, por el progreso industrial, el gasto de fuerza impuesto al trabajador, se hiCiera insignificante? ... Es precisamente la consideración que hacía Cabet a los ciudadanos de Icaria, como principio de la igualdad futura; pero es también lo que la economía política demuestra la falsedad material; primero por el cálculo, después por la experiencia. Mas la industria se perfecciona, mayor potencia adquiere sin duda la acción del hombre y más al mismo tiempo está llamado a trabajar y a gastar fuerza; de manera que el beneficio del desarrollo industrial no se encuentra en el reposo obtenido, sino en la suma de los productos.

- Sobreproducción, diréis, y disminución de fuerza gastada, o aumento de reposo, es lo mismo.

- No, no es lo mismo, pues si nuestras máquinas hubiesen de servir sólo a procurarnos reposo, habrían de descansar también, costarían muy caro y se renunciaría a ellas. Así jamás, en ninguna época se trabaja tanto como ahora; así como trabajamos más que nuestros padres, nuestros hijos trabajarán más que nosotros, y para ellos como para nosotros el paro irá siempre en disminución.

Tal es en cuanto al progreso de la industria y de las máquinas la verdad. Sin duda no tiene nada de descorazonador para el hombre; pero como el aumento de trabajo supone un crecimiento proporcional de población, ¿qué puede prometer a la mujer? Multiplicabo conceptus tuos.

Sí, se dice, por el desarrollo de la instrucción, ¿la desigualdad de las capacidades se borrase? ... ;Desgraciadamente la instrucción, en teoría y en aplicación debe ser enciclopédica para todo individuo; abarca una serie de estudios y tareas para las cuales la mujer, por la debilidad de su cerebro tanto como por la de sus músculos, no es capaz. Por esta parte nada ha de esperar para ella. Si, por la división de trabajo y el equilibrio de las funciones, ¿la mediocridad se convirtiese en la condición general y la superioridad de genio, la excepción?

También aquí la ciencia viene a desmentir la hipótesis. La división de trabajo y el equilibrio de la función son las dos primeras leyes de la organización industrial; de esas dos leyes nace una tercera, que inutiliza irrevocablemente las pretensiones de la mujer; es la ley de ascención a los grados, por la cual todo individuo varón tiene por deber y por fin alcanzar a su vez una superioridad.

Esto por lo que toca al principio, veamos el razonamiento.

Se dice: No es el cuerpo el que hace el hombre, es el alma; como las almas son iguales: luego ...

Pero la distinciÓn ontológica del alma y del cuerpo, es el mismo principio sobre el cual ya hemos visto que se establecieron sucesivamente. primero, la esclavitud, luego la servidumbre y hoy día, los asalariados. ¿Cómo se puede invocar a favor de la mujer? ... Admitámosla, no obstante esa distinción; acusemos que el cuerpo no es nada para el hombre, y que las almas son iguales. En último análisis el alma sólo puede ser juzgada por sus actos, eso es elemental en derecho. Si los actos del alma masculina, obtenidos por mediación del cerebro y de los músculos, valen más que los actos del alma femenina, la igualdad entre ellas se reduce a una ficción del otro mundo; sobre la tierra es imposible.

Se dice: El progreso para la humanidad consiste en triunfar sin cesar de la materia por el espíritu: luego ...

Pues bien, quién triunfa mejor de la materia, ¿el hombre o la mujer?

Se dice, en fin: El progreso tiende a la igualdad: luego ...

Sí, el progreso tiende a la igualdad entre individuos del mismo orden y de constitución equivalente, que la ignorancia y la fatalidad han hecho desiguales; lo que quiere decir que el progreso tiende a la igualdad del hombre con el hombre, de la mujer con la mujer. Pero no es cierto que el progreso tienda a la igualdad del hombre con la mujer, ya que para ello sería preciso que el primero cesase de progresar en la integridad de su ser, mientras la segunda progresaría en la integridad del suyo, lo que es inadmisible.

¿Qué resta ahora como conclusión de ese bello razonamiento acerca del alma de las mujeres?

Es que para ponerlas a la par con nosotros, sería preciso inutilizar en nosotros la fuerza y la inteligencia, detener el progreso de la ciencia, de la industria y del trabajo, impedir a la humanidad desarrollar virilmente su potencia, mutilada en su cuerpo y en su alma, mentir al destino, rechazar la naturaleza, todo a la gloria de esa pobrecita alma de mujer que no puede rivalizar con su compañero ni seguirlo.

Ideas sin ilación, razonamientos opuestos al buen sentido, quimeras tomadas por realidades, vanas analogías erigidas en principios, una dirección del espíritu fatalmente inducida al inhibismo: eso es la inteligencia de la mujer, tal cual la revela la teoría imaginada por ella misma contra la supremacía del hombre.

Sería poco cortés en un filósofo referirse al juicio de la mujer sobre ella misma; la mujer no se conoce, es incapaz de conocerse. Toca a nosotros que la vemos y que la amamos, el hacer la autopsia.

Descartando, desde luego, como ultrafenomenal la cuestión de saber si el alma y el cuerpo, la materia y el espíritu son substancias distintas; si el hombre merece sólo consideración en concepto de alma, abstracción hecha de su cuerpo, o si hay que tener también en cuenta ese cuerpo, por lo menos un hecho es cierto: es que por razón de la influencia recíproca, constante, íntima del cuerpo sobre el alma y del alma sobre el cuerpo, la fuerza física no es menos necesaria al trabajo del pensamiento que al de los músculos; de suerte que, salvo el caso de enfermedad, el pensamiento en todo ser viviente es proporcional a la fuerza.

De dónde esta primera consecuencia: la misma causa que hace que ninguna mujer entre las más doctas, pueda llegar a la altura de un Leibnitz, de un Voltaire, de un Cuvier, hace igualmente que entre la masa la mujer no pueda sostener la tensión cerebral del hombre.

Pero he aquí todavía otra cosa:

Si la debilidad orgánica de la mujer, a la cual es proporcional, naturalmente, el trabajo del cerebro, no tuviese otro resultado que abreviar en su duración la acción del entendimiento, no alterándose la cualidad del producto intelectual, la mujer podría perfectamente en ese aspecto compararse al hombre; no produciría tanto, pero lo haría tan bien como el hombre: la diferencia puramente cuantitativa, sólo notaría una reducción de salario, no bastando tal vez para motivar una diferencia en la condición social.

Pero es precisamente lo que no ocurre: la enfermedad intelectual de la mujer influye en la cualidad del producto tanto como sobre la intensidad y la duración de la acción; y como en esa débil naturaleza, la defectuosidad de la idea resulta de la poca energía del pensamiento, se puede decir que la mujer tiene el espíritu esencialmente falso, de una falsedad irremediable.

No hay que creer, dice en alguna parte madame Daniel Stern, que la diferencia de los sexos pertenezca sólo al campo de la fisiología: la inteligencia y el corazón también tienen sexo.

La señora Stern ha tomado esa idea de algún autor; en ésta ha dado prueba de rapidez de espíritu, pero de poco juicio. Inteligencias varones y hembras, ¡es tan bonito!

Pero veamos las consecuencias:

Como ha dicho Kant, la cualidad de las cosas es un aspecto particular de la cantidad; resulta de la comparación de dos cantidades desiguales. Es así que el mismo color más o menos obscuro, se desnaturaliza y tiende a hacerse otro color; en realidad no hay demarcaciones cortadas en el espectro.

Así es por lo que se refiere a todos los sentidos y facultades del hombre.

Mirad la luna a simple vista o por medio de un telescopio: el aspecto del planeta no es el mismo.

Aquel cuya vista fuese bastante fuerte para resolver las últimas nebulosas, no sólo vería las cosas que nosotros no vemos, sino que el espectáculo del cielo le parecería enteramente distinto. El pensamiento se produce del mismo modo. Hay inteligencias de un alcance telescópico, por decido así, que descubren en las cosas, relaciones que habían permanecido inaccesibles para todo el mundo; inteligencias concéntricas que en una masa de hechos ebservados al azar, distinguen una relación, un orden, una unidad, que antes no se veía. Es en oposición a esas dos clases de inteligencia que se dice vulgarmente: espíritu de vista corta, espíritu obscuro para designar la enfermedad de aquellos a quienes la presencia de los hechos y de las cosas no hace descubrir nada.

¿En que consiste, pues, la diferencia cualitativa del espíritu entre el hombre y la mujer?

La mujer no tiene inteligencia, dice un concilio. Otros llegan hasta a negar toda suerte de alma a la mujer.

Hégel y Goethe observan que hay espíritus vegetativos y espíritus animales, y añaden que la mujer pertenece a la primera categoría. ¿Qué quiere decir eso? Si la mujer como ser pensante ha sido maltratada por los teólogos y filósofos, lo ha sido más todavía por los escritores de su mismo sexo.

La mujer es imbécil por naturaleza, dice duramente madame George Sand; y sobre este principio establece la figura de Indiana.

Lo que falta esencialmente a la mujer es el método: de ahí el azar introducido en sus razonamientos y con frecuencia en sus virtudes.

Lo que desconcierta a la mujer, es el espíritu de las quimeras: las mujeres lo llevan en todo: en religión, en amor y en política.

Las mujeres no meditan mucho; pensar es para ellas un accidente afortunado más bien que un estado permanente. Se contentan con ver las ideas en su forma más flotante y más indecisa. Nada se acusa, nada se fija en la bruma dorada de su fantasía. (Daniel Stern Esquisses morales).

Está bien expresado, y podría observar de paso, que Daniel Stern habla por experiencia. Su defecto en esas líneas sentenciosas es hablar de su sexo, como si ella se separase de él; luego no ver que parecido juicio es la condenación de su sistema.

Madame Necker de Saussure, es todavía más amarga:

A las mujeres les falta la fuerza creadora; no obstante algunos éxitos brillantes no se les puede atribuir ninguna de esas grandes obras que hacen la gloria de un siglo y de una nación.

Las mujeres llegan de un salto o no llegan. Por admirable que sea su paciencia cuando se trata de aliviar los males ajenos, es nula en el campo intelectual.

Sólo el hombre lo contempla todo en el universo; la mujer sólo ve los detalles. Los hombres nos aventajarán siempre: su naturaleza es superior a la nuestra.

Y soltadas esas palabras, le pesa la confesión:

¿Superior en qué? ... Más entregados a las pasiones sensuales no son más religiosos, ni más entusiastas, ni más virtuosos, ni tal vez más espirituales que nosotras. Y, no obstante, apreciamos que están hechos para ser nuestros amos: Su yo, es más fuerte que el nuestro.

Hablando de la idiotez propia de la mujer, añade:

Es singular que con intereses tan parecidos en toda la tierra, las mujeres presenten matices, caracteres más notablemente diversos que los hombres ... Hace falta sondear los abismos del corazón femenino para hallar en qué se parecen la francesa, la inglesa y la alemana.

En dos palabras, la mujer más que el hombre es de su patria. Daniel Stern reproduce la misma observación; ignoro quién es el primero que la ha hecho.

El hombre representa mas particularmente la idea de patria; el sentimiento de la mujer se eleva raramente por encima del amor del suelo. Ella ama el lugar que la vió nacer, los horizontes que sonrieron a su juventud; el espíritu del hombre se une más todavía a los horizontes intelectuales donde se ha desarrollado su inteligencia; ama, siente vivir en él ese conjunto de invencibles elementos que componen la raza, la nación, la patria ideal.

Madame Guizot, citada por madame Necker de Saussure, dice por su parte:

Es muy difícil que el éxito de una compota no interese más a una muchacha que todas sus lecciones.

Después de esas citas, hay que preguntarse si esas señoras son de su partido o del nuestro, pues es evidente que su sexo les es insoportable. La señora Necker de Saussure, que ha escrito tanto sobre la educación de las mujeres, no las ama; está llena de ironías y de amenazas contra ellas; se burla de su belleza, de su inclinación al amor, de todo lo que las hace mujeres. Madame de Stael no tiene piedad por las inglesas, tan orgullosas de su interior, tan desdeñosas de los triunfos del ingenio; su Corina no es más que una sátira de la mujer de su casa, que es, no obstante, la mujer verdaderamente digna de la atención del hombre. Madame Sand parece no amar ni el sexo fuerte ni el sexo débil; el primero, porque haga lo que haga ella no puede llegar a él; el segundo porque ella lo ha abandonado. El héroe, casi invariable de sus libros es una especie de Moloch a quien bajo el nombre de Lelia, Quintilia, Sylvia sacrifica varones y hembras, leyes divinas y humanas, razón, naturaleza y sentido común. Madame Stern, después de haber cantado las verdades a la mujer noble y burguesa, termina con una soberbia invectiva:

Llorad, cobardes, llorad -dice a esas pobres criaturas-; está bien, se os da lo que merecéis.

¡Cuánto compadecería a las mujeres si sólo tuviesen para sostenerlas, la palabra de sus abogados con faldas! ... Las observaciones que se acaban de leer son tan viejas como el género humano; el sexo masculino ha sido el primero en hacerlas, las han remachado todos los humoristas y originales que se han metido en la cabeza hablar mal de las mujeres; repetidas hoy en estilo de Séneca, por las más ilustres damas, no pueden enseñarnos nada, en tanto no sean generalizadas y llevadas a su causa y a su fin.

Reanudemos, pues, la cuestión en el punto en que la hemos dejado al hacer patente la inferioridad física de la mujer, y sigamos la cadena de la experiencia.

¿Qué produce a la mujer esa inferioridad de vigor muscular? Ya hemos dicho que es lo mismo que hace que sea mujer, la ausencia de virilidad. La mujer no solo es cosa distinta del hombre, como dijo Paracelso; es cosa distinta, porque es menor; porque su sexo constituye para ello una facultad menos. Allí donde falta la virilidad, el individuo es incompleto; donde es cortada, el individuo decae: la prueba se halla en el artículo 316 del Código penal (Referencia al castigo especificado al mutilador. Nota de Chantal López y Omar Cortés).

¿Quién creerá ahora que esa correlación fisiológica no es extensiva al entendimiento? Lógicamente debe ser así, y según la experiencia, así es en efecto.

La mujer tiene cinco sentidos como el hombre; está organizada como el hombre; ve, siente, se nutre, anda, se mueve como el hombre; desde el punto de vista de la fuerza física, para ser igual al hombre, sólo le falta una cosa: producir germenes.

Igualmente, desde el punto de vista de la inteligencia, la mujer tiene percepciones, memoria, imaginación; es capaz de atención, de reflexión, de juicio. ¿Qué le falta? Producir gérmenes, es decir, ideas; lo que los latinos llamaban genius, genio, como si se dijese la facultad generadora del espíritu.

¿Qué es el genio?

Algunos tontos han querido que fuese el privilegio de ciertos elegidos, especie de semi-dioses ofrecidos por la vanidad poética a la adoración del vulgo. Así se han perdido en sus definiciones; el genio se ha pintado como un superlativo del entendimiento, y no será una realidad hasta que sea reconocido a todos los varones, a quienes pertenece sin excepción con la virilidad de la inteligencia. Es la facultad de distinguir las relaciones, o la razón de las cosas, de formar series, de deducir de ellas la fórmula, la ley, de concebir bajo esa fórmula, una entidad, asunto, causa, materia, substancia; en una palabra, es la potencia de crear en presencia de fenómenos, universalismos y categorías, o más simplemente ideas.

En principio, esa facultad no parece diferir de la intuición sensible que por el grado de potencia visual del entendimiento. Así se necesita más intensidad intelectual para adquirir la idea del género que la del individuo: así ocurre con todas las ideas, con todos los descubrimientos, en la filosofía, la industria y la ciencia. Por el resultado esa diferencia de grado en el telescopio del espíritu constituye una facultad distinta, cuya presencia o ausencia, la fuerza o la debilidad, dan al individuo, desde el aspecto intelectual, un carácter especial.

Por ejemplo, es propio de todo espíritu débil, al que le es difícil percibir las relaciones de las cosas, orientarse hacia el idealismo o el misticismo; de ahí que, en los comienzos de la civilización, el espíritu humano, sin experiencia adquirida y sin método, tan incapaz de observar con exactitud como de formular leyes, idealiza sus observaciones, crea fábulas, y deja que su religión y su poesía se adelanten a la ciencia.

Tal es todavía el espíritu de los niños y de los adolescentes, en el de todos aquellos a quienes la debilidad natural y la enfermedad, aproxima a la naturaleza femenina y a quienes la severidad de la observación y el rigor de la ciencia causan repugnancia.

No existe persona a quien no haya ocurrido que, a consecuencia de una prolongada fatiga del cerebro, no haya podido seguir el hilo de un discurso o comprender el conjunto de un razonamiento. En tal caso, el espíritu, impotente, parece haber perdido su facultad generatriz; se lee sin comprender, se escucha sin percibir el sentido de las palabras. Hasta no es raro hallar inteligencias vigorosas en ciertos aspectos de la especulación que parecen perder su potencia en otros. Tal matemático es incapaz de filosofar; tal jurisconsulto sigue con excesivas dificultades las operaciones de un Banco o las partidas de una contabilidad. En todas esas circunstancias puede decirse que el genio ha perdido su acción, y que el espíritu ha vuelto al estado neutro.

Lo que distingue a la mujer es, pues, que en ella la debilidad, o por decir mejor, la inocencia del intelecto en lo que concierne la percepción de las relaciones, es constante. Capaz, hasta cierto punto, de apreciar una verdad que descubra, no está dotada de ninguna iniciativa, no distingue las circunstancias de las cosas; su inteligencia no actúa sobre sí misma, y sin el hombre, que le sirve de revelador y de verbo, no saldría de un estado primitivo.

El genio es, pues, la virilidad del espíritu, su potencia de abstracción, de generalización, de invención, de concepción, de los cuales están desprovistos el niño, el eunuco y la mujer. Y tal vez es la solidaridad de los dos órganos, que así como el atleta se aleja de la mujer para conservar su vigor, el pensador se aleja también de ella para conservar su genio; como si la reabsorción de la simiente no fuera menos necesaria al cerebro de uno que a los músculos del otro.

He tenido la curiosidad de comprobar esa teoría por el análisis de las obras de algunas mujeres célebres, y he aquí lo que he hallado invariablemente:

La mujer no forma por sí misma ni universalismos ni categorías: capaz hasta cierto punto de recibir la idea, y de seguir su deducción, la aguarda de otra procedencia; no generaliza, no sintetiza. Su espíritu es antimetafísico. Como dice Daniel Stern, si se le ocurre una idea, es un accidente fortuito, un hallazgo, de la cual ella misma no puede dar la demostración, ni la razón. De ello resulta que la mujer es incapaz de producir una composición regular, aunque sólo sea una simple novela. En el fondo, sólo percibe analogías; hace marquetería, improvisaciones; compone pistos y amalgamas. En la conversación no percibe el conjunto del discurso de su interlocutor; replica. a la última palabra. Por el mismo motivo no tiene potencia crítica: hará epigramas, rasgos de ingenio, sátiras y triunfa en la mímica; pero no sabe motivar, ni formular un juicio. Su razón es obscura como los ojos de Venus. La mujer ha contribuído abundantemente por su parte al vocabulario de las lenguas; pero no es ella que ha creado las palabras que sirven a las ideas abstractas, substancia, causa, tiempo, espado, cantidad, relación, etc.; no es ella, por consiguiente, que ha creado las formas gramaticales y las particulares, como no ha inventado la aritmética y el álgebra.

Eso nos explica un fenómeno, que durante largo tiempo ha asombrado la inteligencia de los pueblos y prosternado el hombre ante las supersticiones de su compañera; aludo a la aptitud adivinatoria de la mujer. La mujer, por su misma irracionalidad, tiene algo de fatídico. En todas partes se la ve actuapdo de profeta, adivinadora, druída, sibila, pitonisa, tiradora de cartas, sonámbula, instrumento o agente de nigromancia, quiromancia, etc.; una verdadera mesa movediza. Inesse quin etiam feminis sanctum, aliquid, et puvidum putant, dice Tácito hablando de los germanos; se figuran que las mujeres tienen en sí algo de divino y de proVidencial. Se ha citado ese pasaje como prueba de las altas prerrogativas de la mujer; precisamente prueba lo contrario. Tanta más potencia especulativa hay en el hombre, menos capacidad hay para adivinar. ¿Se concibe un Goethe, un Humboldt, un Arago, espiritista o magnetizador? Que una mujer llegue, con un sombrero, una llave o una varilla de avellano a descubrir una cosa escondida, a traducir con más o menos acierto lo que piensa el que la interroga, eso da más motivo a compadecerla que a felicitarla. Admite sin examen como verdaderos los fenómenos de los iluminados. ¿Qué resulta de ello a favor de las mujeres? Es un espejo que refleja el sol, un prisma que descompone sus rayos; pedid a ese espejo una teoría de la luz, y veréis lo que os dirá.

La mujer, no obstante algunas pretensiones harto chillonas, no filosofa. La antigÜedad ha tenido su Hypatía, el siglo XVIII sus espíritus fuertes femeninos, y nosotros conocemos algunas que, en lugar de entretenerse con sus collarcitos, escriben comentarios sobre Spinosa. Todo eso puede engañar a la multitud que, en lo relativo a la inteligencia, se parece más a la mujer que al hombre. Pero siempre, en el libro de una mujer, después de haber tachado lo que procede de otro, lo imitado, los lugares comunes y lo rebuscado, puede reconocerse lo que es propio: y a menos que la naturaleza no cambie sus leyes, puedo decir que el residuo se reduce constantemente como impresión de lectura o de conversación, a algunas cosas bonitas, como filosofía a nada.

Conozco una niña que a los tres años, buscando palabras para las cosas que ve, llama a un tirabuzón llave de la botella; a una pantalla, sombrero de la lámpara; al elefante del jardín de plantas, palmo de narices; a los dientes de su peine, dedos del peine. etcétera. Esa niña tiene toda la filosofía que puede llegar a alcanzar, y que una mujer puede adquirir por sus propios medios; semejanzas, analogías falsos parecidos, bromas, variaciones todo lo más; pero nada definitivo, ni análisis, ni síntesis, ni una idea adecuada, ni sombra de concepción. La mujer nada aporta a la comandita de las ideas, como nada aporta a la generación; ser pasivo, enervador, cuya conversación os agota como sus besos. El que quiera conservar íntegra la fuerza de su cuerpo y de su espíritu, huirá de ella; es matadora. Inveni amanorem morte mulierem, dice Salomón.

Por lo demás, la naturaleza que nada hace en vano, ha hecho que ese vigor y esa continuidad en la meditación, que es lo que hacen sólo los hombres de genio, sea incompatible con las funciones y los deberes de la maternidad. La mujer se halla falta de juicio durante una parte de su existencia, el amor le quita la razón; durante las reglas y el embarazo, pierde el imperio de su voluntad. A las nodrizas la sobreexcitación del cerebro hace alterar la cualidad de la leche, e incluso que la pierdan: eso se ve en París, donde las mujeres, por la multitud de relaciones sociales, de negocios y de preocupaciones, no obstante su buena voluntad, y las más bellas cualidades, no pueden sostener durante largo tiempo las fatigas de la crianza. Puede afirmarse, sin temor a la calumnial la mujer que se mete a filosofar y a escribir, mata su progenitura por el trabajo de su cerebro y el aire de sus besos que huelen a hombre. Lo mejor para ella, en tal caso, y lo más honorable, es renunciar a la familia y a la maternidad; el destino le ha señalado la frente, hecha sólo para el amor; el título de concubina le basta, si no prefiere el de cortesana.

No sólo, pues, la inferioridad intelectual de la mujer es patente y declarada; esa inferioridad es orgánica y fatal.

La humanidad no debe a las mujeres ninguna idea moral, poética, ni filosófica; la humanidad ha avanzado por el camino de la ciencia sin su cooperación; la mujer sólo ha lanzado oráculos, sólo ha dicho la buenaventura.

El hombre ha conducido a su compañera, andando delante como Orfeo, cuando saca de los infiernos a su Euridice.

El hombre observa, reflexiona y decide; la mujer espera su suerte de las resoluciones de aquel sobre quien posa sus miradas, et ad cum conversio tua.

La humanidad no debe a las mujeres ningún descubrimiento industrial, ni la más pequeña mecánica. He preguntado al Ministerio de Comercio cuál era el número de patentes de invención solicitadas por mujeres. Desde 1791, época en que fue puesta en vigor la ley sobre las patentes de invención hasta 1856, se han otorgado por el gobierno 54.108 patentes, tanto de invención como de perfeccionamiento. Entre ese número sólo cinco o seis han sido concedidos a mujeres por artículos de moda y novedades. El hombre inventa, perfecciona, trabaja, mantiene a la mujer; la mujer lo espera todo de él, ella ni siquiera ha inventado su huso y su rueca.

No hay más ideas en la cabeza de la mujer que gérmenes en su sangre; hablar de su genio es imitar a Elagabal jurando per testiculos Veneris. La mujer autor no obstante, es una contradicción. El papel de la mujer en las letras es el mismo que en la manufactura; sirve allí donde el genio ya no actúa, como una brocha, como una bobina.

Concluyamos ahora.

Puesto que, según todo lo que precede, la inteligencia se halla en razón directa de la fuerza, hallamos aquí la proporción establecida anteriormente, a saber: que representando 3 la potencia intelectual del hombre, en la mujer será 2.

Y puesto que en la acción económica, política y social la fuerza del cuerpo y la del espíritu concurren juntas y se multiplican una por otra, el valor físico e intelectual del hombre será al valor físico e intelectual de la mujer como 3 X 3 es a 2 X 2, o sea 9 a 4.

Contribuyendo la mujer en la medida que le es propia al orden social y a la producción de la riqueza, es justo que su voz sea oída; sólo que mientras en la asamblea general el sufragio del hombre contará como 9, el de la mujer contará por 4; he aquí lo que dicen de común acuerdo la aritmética y la Justicia.

INFERIORIDAD MORAL DE LA MUJER.- Trasladándonos al orden moral, asegura Daniel Stern, vemos las cosas bajo otros aspectos ... Ahí la igualdad de mujer no es discutible ... Ni la fuerza, ni la Justicia, ni la temperancia, ni el entusiasmo tienen sexo. La madre que cría a su hijo y que vela a su cabecera ha de tener tanta abnegación como el soldado que vela por la seguridad de una población.

Madame Gauthier Coignet repite lo mismo:

Ante Dios no hay familias, ni pueblos, ni razas, ni sexos.

Esa idea es de San Pablo. En el capítulo precedente hemos mostrado adónde conduce esa negación de sexualidad.

Ante Dios es posible. No obstante las confidencias de Mahoma ignoramos cómo se producen juntos el hombre y la mujer en el Paraíso, y hasta qué punto, en presencia del Santo de los santos, se disipa la sexualidad. Lo seguro es que aquí en la tierra, el hombre y la mujer colocados uno junto a otro, los sexos reaparecen, y como la Justicia tiene por objeto los asuntos terrenales, nos vemos obligados a hacer la cuenta de cada una de las partes, según las reglas del derecho.

Ante Dios, o, para hablar más humanamente, en el orden moral se pretende que la igualdad de los sexos no es discutible.

Fijémonos por de pronto en una cosa:

La virtud no se cotiza en el comercio; en consecuencia no puede ser objeto de una regla de justicia distribuitiva; no es materia de derecho. Y como de nada serviría a un hombre para tener ingreso en una asamblea de accionistas de decir: Yo soy honrado, si antes no hubiese aportado el correspondiente número de acciones, asimismo no sirve de nada a la mujer, para entrar en la asamblea política, o para nivelarse en la familia con la autoridad del marido, alegar su virtud; le hace falta. además, probar su capacidad física e intelectual. Sin esa condición la demanda de la mujer honrada no puede ser acogida; si insistiese, dejaría ipso facto de ser virtuosa.

Así cuando los caballeros andantes de la emancipación femenina invocan en apoyo de su causa las virtudes y las prerrogativas de la mujer, su amor, su abnegación, su belleza, se apartan de la cuestión, hacen un paralogismo. Cae a los pies de ese sexo a que debes tu madre, me ordena Legouvé. Hace ya treinta años que se repite ese sensible hexámetro. Yo respondo tranquilamente sin faltar al respeto a mi madre: Mientras fuí niño obedecí y hube de obedecer; llegado a la madurez, cuando mi padre era ya viejo e inútil, me vi por mi trabajo y mi inteligencia, jefe de la familia, representando para mi madre lo que un marido, un padre, tomé y hube de tomar el mando. Y mi madre lo celebró con su alma, como la Andrómaca de la Ilíada. ¿Pero es cierto que en el orden moral, desde el punto de vista de la Justicia, de la libertad, del valor, del poder, la mujer sea igual al hombre? Ya hemos visto cómo en los dos sexos la inteligencia es proporcional a la fuerza; ¿cómo la virtud no será a su vez proporcional a una y a otra?

No olvidemos que comparamos los sexos en sus naturalezas respectivas, abstracción hecha de su influencia recíproca e independiente de toda comunicación familiar, conyugal y social. La hipótesis de la igualdad de los sexos, y de su independencia mutua, aparte lo que afecta a la generación, lo quiere así. Sabemos hasta qué punto la maternidad y el trabajo modifican el físico de la mujer, hasta qué punto su espíritu lo es por la iniciación del otro sexo. Natural es suponer que ocurrirá lo mismo en la conciencia. Ya que hemos de determinar el derecho de la mujer en sus relaciones con el hombre y con la sociedad, debemos antes averiguar su valor propio y comparativo, distinguiendo en ella lo que viene de la naturaleza, de lo que le confiere el matrimonio.

La cuestión consiste así, en preguntarse si la mujer posee su virtud por sí misma, toda su virtud, o si por azar no sacará, en totalidad o en parte, su valor moral del hombre, como sabemos que obtiene de él su valor intelectual.

Y es a lo que yo me atrevo a responder: No, la mujer considerada en relación con la Justicia y en la hipótesis de lo que se llama su emancipación, no será igual al hombre. Su conciencia es más débil, en la misma proporción que su espíritu es distinto del nuestro; su moralidad es de otra naturaleza; lo que ella concibe como bien y mal, no es idénticamente lo mismo que lo que el hombre concibe como bien y mal, de suerte que, en relación a nosotros, la mujer puede ser calificada de ser inmoral.

La razón de las cosas lo indica a priori, y la observación lo confirma.

¿Qué produce en el hombre esa energía de voluntad, esa confianza en sí mismo, esa franqueza, esa audacia, todas esas cualidades poderosas que se ha convenido en designar con una sola palabra, la moral? ¿Qué le inspira con el sentimiento de su dignidad, el asco a la mentira, el odio a la injusticia, y el horror a toda dominación? Nada más que la conciencia de su fuerza y de su inteligencia. Es por la conciencia de su propio valer que el hombre llega al respeto de sí mismo y al de los demás, y que concibe esa noción del derecho soberano y preponderante en toda alma viril.

Todas las leyes consagran esa analogía: la fuerza es el punto de partida de la virtud.

No ocurre lo mismo a la mujer. Su yo, dice muy bien madame Necker de Saussure, se siente más debil; de ahí su timidez natural, su instinto de resignación y de sumisión, su docilidad, la facilidad con que llora, su falta de orgullo que la lleva a humillarse, a implorar, a pedir gracia, sin que ello le dé vergüenza ni se sienta rebajada.

De ahí aún ese instinto de subordinación que se traduce tan fácilmente en la mujer por aristocracia, ya que la aristocracia no es otra cosa que la subordinación concebida por el individuo que de lo más bajo de la escala social ha subido a la cúspide.

Por su naturaleza, la mujer se halla en un estado de constante desmoralización, siempre más acá o más allá de la Justicia; la inigualdad es lo propio de su alma; en la mujer no hay ninguna tendencia a ese equilibrio de derechos y deberes que hace el tormento del hombre, y fuera del cual se mantiene en lucha obstinada con su semejante. La domesticidad es también mucho menos antipática a la mujer que al hombre, a menos que no esté emancipada o corrompida; lejos de evitarla, la busca; y observad todavía que, contra lo que ocurre al hombre, no se siente por ello envilecida.

Hablad de amor a la mujer, de simpatía, de caridad, y os comprende; de Justicia no entiende úna palabra. Ella se hará hermana de la caridad, se dedicará a la beneficencia, al cuidado de enfermos, al servicio doméstico y a todo lo que os plazca; no piensa en la igualdad; diríase que le repugna. Lo que sueña es ser, aunque sólo durante un día o una hora, señora, princesa, reina o hada.

La Justicia, que nivela las clases y no hace excepción ninguna para nadie, le es insoportable. Y así como su espíritu es antimetafísico, su conciencia es antijurídica; lo demuestra en todas las circunstancias de su vida.

Lo que la mujer ama y adora por encima de todo, son las distinciones, las preferencias, los privilegios.

Observad un taller de mujeres; que el dueño o el encargado distinga a una de ellas, y la preferida gozará con ese amor, sin pensar que favor es injusticia.

Id a un espectáculo, a una ceremonia pública: ¿qué es lo que más halaga a la mujer? ¿El espectáculo en sí? No; una localidad distinguida.

La aristocracia para la mujer es el verdadero orden de la naturaleza, el orden social por excelencia.

La edad feudal, es la edad de la mujer. En todas las revoluciones que tienen por objeto la igualdad y la libertad, son las mujeres las que más resisten; ellas hicieron más daño a la República de febrero, que todas las fuerzas conjuradas de la reacción viril.

En este mismo momento en que se hace una propaganda para igualar la condición de los sexos en que tan alto se habla de los derechos de la mujer ¿es verdaderamente la igualdad la que se reclama, es a la Justicia. que se hace un llamamiento?

Desgraciadamente, no; y toda esa discusión lo demuestra.

El hombre es el más fuerte, se reconoce así; y como si el ejercicio de la fuerza no trajese aparejado un derecho proporcional, no se acepta, y se pierde la igualdad.

El hombre es el más inteligente; también se reconoce; y como si la inteligencia, multiplicada por la fuerza, no crease para él un nuevo derecho, no se tiene en cuenta y se reclama la igualdad.

Sólo el hombre tiene la inteligencia del derecho, obligado es reconocerlo, y como si la filosofía del derecho multiplicada por la filosofía de la naturaleza y por el trabajo, no fuese la razón práctica de la sociedad, se pide partir con el hombre la potencia política, la autoridad legislativa y judicial, se exige la igualdad.

Desprovista de genio industrial y administrativo, la mujer quiere dirigir la economía pública; desprovista de espíritu filosófico, quiere dogmatizar; desprovista de sentido jurídico, quiere elevarse por encima del derecho; tal es la Justicia, la moralidad de la mujer.

En sus relaciones cotidianas con el hombre aspira menos a igualarlo que a dominarlo, quejándose, llorando y gritando al menor choque con la voluntad masculina, como si la resistencia a sus caprichos fuese un abuso de la fuerza; luego, por una última contradicción, haciéndose la sirvienta de aquel a quien no puede vencer, se abraza a sus rodillas, besa sus pies, se entrega, se abandona, para comenzar de nuevo el día siguiente.

Esa inconstancia del carácter se revela principalmente en los amores de la mujer. Se asegura que las hembras de los animales, por no se qué instinto, buscan de preferencia los machos viejos, los más malos y los más feos; la mujer, cuando sólo sigue su inclinación, hace lo mismo. Sin hablar de las cualidades físicas, con respecto a las cuales están sujetas a los más extraños caprichos; y, para ceñirnos al orden moral, puesto que es de la moral que se trata, la mujer preferirá siempre un maniquí, bonito, gentil, charlatán, lanzador de piropos, a un hombre razonable. La mujer es la desolación del justo; un galanteador, un bribón obtiene de ellas todo lo que se propone. Un crimen, cometido por ella, la conmueve en supremo grado; por contra, solo tiene desdén para el hombre capaz de sacrificar su amor a su conciencia.

Es Venus que, entre todos los dioses, eligió a Vulcano, jorobado, gordo, cubierto de grasa, y se consoló luego con Marte y Adonis. La mitología cristiana ha reproducido ese tipo en la amiga de San Eustaquio, que, dice el pueblo, daba la preferencia al primero que se presentaba.

¿Qué es la Justicia para un corazón femenino? Metafísica, matemáticas. Lo que la cortesana veneciana decía a Jean Jacques es el secreto de todas las mujeres. Su triunfo es hacer prevalecer el amor sobre la virtud, y la primera condición para volver adúltera a una mujer, es jurarle que se le amará y se le apreciará más por su adulterio.

Estos hechos son de observación general.

He reproducido la opinión de los doctores que rehusan un alma a la mujer; se adivina lo que hizo nacer en su espíritu esa opinión algo injuriosa. Habían observado a la mujer, como la observamos en este momento, abstracción hecha de las influencias paternales y conyugales, es decir, fuera de su verdadero destino, y como la encontraban inferior en todos conceptos, expresaban su juicio diciendo: No tiene alma.

Pero descontemos los testimonios viriles como sospechosos.

Las mujeres, dice madame Necker de Saussure, sienten aversión por el código; es para ellas un verdadero galimatías.

Las jóvenes harto persuadidas del interés que se figuran siempre inspirar, quieren ser preferidas en todo; la Justicia las preocupa poco. Les parece más halagador y más dulce ser una excepción a la regla que someterse a ella.

Si las mujeres se examinasen con atención, cuántas veces no se descubrirían una moralidad relativa fundada sólo en sus afectos. Con cuánta frecuencia, su más delicada conciencia, es sólo la idea de un ser viviente amado y algo temido que las ve, que las sigue, que goza o sufre con todo lo que procede de ellas. Esa conciencia es algo; pero, no obstante, sería preferible tener otra.

A las mujeres les hace falta una suerte de entusiasmo para sentir la belleza del deber, y aun ese deber no lo aceptarían si no estuviese basado en la religión. (Educación progresiva).

Daniel Stern confirma esas observaciones.

La mujer, dice, llega a la idea por la pasión.

¿Cómo, despues de tales declaraciones, madame Necker de Saussure y Daniel Stern pueden sostener la igualdad moral de los sexos?

Por lo mismo que para llegar a la idea concebida por el hombre, y producida espontáneamente, la mujer tiene necesidad de una sobre excitación de todo su ser, para llegar a la Justicia, le hace falta el socorro del amor y del ideal; ella sólo comprende el deber como impuesto de lo alto, como una religión. Su conciencia es, como la del niño, para quien la Justicia sólo es un precepto recibido de fuera, y que se personifica en quien está constituído en autoridad sobre él, es lo que yo he llamado la doble conciencia.

Así el legislador, que ha fijado la edad de la responsabilidad moral de los dos sexos a los diez y seis años, habría podido retrasarla para la mujer hasta los cuarenta y cinco. La mujer, en cuanto a conciencia, sólo tiene valor a esa edad; joven y virgen, más tarde bajo las influencias del amor y de la maternidad, sólo tiene media conciencia, como dice madame Necker.

Es de acuerdo con ese principio que ciertos legisladores se mostraron mucho más dulces con la mujer que con el hombre.

No peguéis a una mujer, aunque haya cometido cien faltas, ni siquiera con una flor (Ley india, citada por Michelet, Orígenes del derecho francés).

En Alemania, las mujeres encinta pueden, para satisfacer sus deseos, tomar según les apetezca, frutas, legumbres, aves. (El mismo).

La mujer quiere excepciones; tiene razón; está enferma y las excepciones son para las enfermas.

Lo que acabamos de decir en tesis general de la Justicia, es igualmente verdadero por lo que se refiere a la más preciada virtud de la mujer, aquella cuya pérdida debe ser apreciada por ella como peor que la muerte, ya que perdida esa virtud, la mujer no cuenta para nada; me refiero al pudor. Al igual que las ideas y la Justicia, es también del hombre que el pudor va a la mujer.

Los niños no tienen pudor; los adolescentes, hasta la pubertad, muy poco. De todas las virtudes es aquella que llega más tarde y que exige el mayor desarrollo moral e intelectual, la más larga educación. En las naciones primitivas, el pudor es nulo también, como lo atestigua el Génesis: Et non erubes cebant.

¿Cómo se manifiesta esa sensación?

El pudor es una forma de la dignidad personal, de ese sentimiento que hace que el hombre, representándose a sí mismo, se separe del bruto, desdeñe sus costumbres y aspire a perfeccionarse en las suyas. Si algo está hecho para revelar al hombre su dignidad, es, de seguro, el aparejamiento de las bestias, de todos los espectáculos el más repugnante; la vista de un cadáver choca menos. Así la vergüenza que experimenta el hombre en la soledad de su dignidad, redobla bajo la mirada del prójimo; de ahí para él un nuevo deber cuya fórmula es esta: No hagas estando solo lo que no osaras hacer ante los otros; no hagas delante de los otros lo que no quieres que hagan ante ti.

Así la castidad es un corolario de la Justicia, el producto de la dignidad viril, cuyo principio, como se ha explicado antes, existe, si existe, en un grado mucho más débil en la mujer.

Entre las animales es la hembra la que busca al macho y le advierte la ocasión; y no ocurre de otro modo, hay que reconocerlo, con la mujer tal como lo hace la naturaleza y lo observa la sociedad. Toda la diferencia que hay entre ella y las otras hembras es que su celo es permanente, a veces dura toda la vida. La mujer es coqueta; ¿no es decirlo todo? ¿Y el medio más seguro de agradarla no es evitarle la molestia de declararse, hasta tal punto tiene conciencia de su lascivia?

Esto, no obstante, no quiere decir que la mujer sea más ardiente que el hombre en amar: lo contrario me parece más bien lo cierto. Ella no siente ese arrebato, causado, por decirlo así, por el mordisco del animalúnculo espermático, y que vuelve al hombre furioso, como el león atormentado por los mosquitos. Pero la obsesión amorosa es constante én la mujer, la idea siempre presente, el ideal mucho menos sujeto a romperse por la posesión, fuera de la cual todo le es indiferente e insípido; ella no puede hablar ni pensar en otra cosa, pues está atormentada par su quimera, y pronto, si el trabajo y la educación no lo impiden, se deprava. Quien haya visto ciertos talleres femeninos y oído algunas conversaciones de mujeres puede atestiguarlo. A decir verdad, y no obstante todas las pequeñas habilidades que nos complacemos a reconocerle, la mujer no tiene otra inclinación, ni otra aptitud que el amor.

Todos los viajeros lo han observado entre los salvajes; aquellos que fueron a Oriente en busca de la mujer libre no se atrevieron a decir lo que habían descubierto; es que en las obras del amor, la iniciativa pertenece realmente a la mujer. Los ejemplos no son raros igualmente entre los pueblos civilizados; en el campo, en la ciudad, en todas partes donde se mezclan en sus juegos niñós y niñas, es casi siempre la lubricidad de éstas que provoca la indiferencia de aquellos. Entre los hombres ¿cuáles son los más lascivos? Aquellos cuyo temperamento se parece más al de la mujer.

¿Por qué independientemente de las causas económicas y políticas, la prostitución es incomparablemente más grande en las mujeres que en los hombres? ¿Por qué en la vida general de las naciones, la poligamia es tan frecuente, la poliandria tan rara? Porque a la mujer le repugna menos que al hombre la promiscuidad, como lo atestigua la historia de las sectas gnósticas, si no es que su yo es más debil que el nuestro (Necker de Saussure); que ella está siempre más cerca de la naturaleza, es decir, del estado natural (Daniel Stern); que ella tiene, por consiguiente, un sentimiento mucho menos enérgico de su dignidad; que en tanto que su espíritu queda reducido por sí mismo a la percepción sensible, a su condencia le cuesta mucho salir de la esfera de los afectos; que en esas condiciones morales e intelectuales, siendo su función natural, principalmente el parto, tiende con todas las potencias de su ser a un fin único, que es dedicarse a las obras del amor.

Por sí misma la mujer es impúdica; si se ruboriza es por temor al hombre. Pero en cuanto ese amo le manifiesta su desdén, o se siente comparada por él a las hembras más inmundas, el pudor entonces se despierta en ella y pronto se hará el más fuerte de sus medios de seducción.

Esto proyecta más luz sobre la mujer.

La mujer es una receptividad. Así como recibe del hombre el embrión, también recibe el espíritu y el deber.

Improductiva por naturaleza, inerte, sin industria ni entendimiento, sin Justicia ni pudor, necesita que un padre, un hermano, un amante, un esposo, un amo, un hombre, en fin, le dé, si puede decirse así, la cimentación que la haga capaz de las virtudes viriles, de las facultades sociales e intelectuales.

De ahí su adhesión al amor; no es sólo el instinto de la maternidad que la solicita, es el vacío de su alma, es la necesidad de valor, de Justicia y de honor que la arrastran; es preciso que ella se trueque en virago, su corazón y su cerebro necesitan ser fecundados como su vientre.

Este es el secreto de la mujer fuerte; de la admiración de que ha sido objeto siempre y de su maravillosa influencia.

Si la mujer ha sido educada entre una familia rica en caracteres viriles, en la que el padre, los hermanos, los amigos hayan proyectado sobre su tierno espíritu la fuerza, la razón, la probidad, habrá recibido una primera formación, que reaccionará en seguida sobre el marido, con tanta mayor fuerza cuanto más débil sea él. Si al contrario, la joven ha crecido entre seres cobardes, estÚpidos y groseros, estará pronta a entregarse, y su pasión, revelándole su miseria, sentirá doblemente hacia su familia el odio y la ingratitud.

¡Cuántas mujeres blandas y tontas han cambiado completamente al casarse! Es por eso que, entre los romanos, al padre de familia se le consideraba como engendrador de su propia mujer; porque ella era su hija, se había trocado en su esposa.

Hay más; todo lo que falta naturalmente a la mujer y que ella adquiere en su unión con el hombre, es por el amor que lo recibe. Todo lo que piensa es sueño de amor; toda su filosofía, su religión, su política, su economía, su industria, se resuelven en una palabra: Amor.

Venus Urania, Venus terrestre, Venus marina, Venus conyugal, Venus pÚdica, Venus vulguívaga, Venus cazadora, Venus pastora, Venus Sol, Venus Luna, etc., etc., ¿cuál es la divinidad entre los antiguos que no sea una transformación de amor? ¿La misma Minerva es otra cosa que una Venus inteligente? Y la virgen Astrea, confundida en el pudor ¿es otra cosa que una Venus justiciera? Todo está subordinado por la mujer al amor: ella hace que todo vaya hacia el amor, ella se convierte en pretexto y en un instrumento para todo amor; quitadle el amor y pierde la razón y la conciencia.

Trataremos ahora de que ese ser entregado por completo al amor, sea un ingeniero, un capitán, un negociante, un financiero, un economista, un administrador, un sabio, un artista, un profesor, un filósofo, un legislador, un juez, un orador, un general de ejército, un jefe de Estado.

La cuestión lleva en sí misma la respuesta. Porque ella lo recibe todo del hombre, porque ella sólo es algo por el hombre y el amor, la mujer no puede igualarse con el hombre; sería una desnaturalización, una confusión de los sexos, y ya sabemos adónde lleva eso.

Todas esas demostraciones sobre el físico y la moral comparados, del hombre y de la mujer habían de realizarse, no por un vano espíritu de desprestigiarlas, y por el placer estúpido de exaltar un sexo a costa del otro, sino porque son la expresión de la verdad, y sólo la verdad es moral y no puede ser tomada por nadie como elogio ni como defensa. Si la naturaleza ha querido que los dos sexos fuesen desiguales, unidos luego bajo una ley de subordinación, no de equivalencia, sabe con qué finalidades, más profundas y más terminantes que las utopías de los filósofos, más ventajosas no sólo para el hombre, sino también para la mujer, para los hijos, para toda la familia. Se ha dicho hace mucho tiempo, cuanto de más bajo ha partido la humanidad tanto más la moralidad ha elevado su gloria. Lo que es cierto con respecto a la colectividad conyugal lo es individualmente de cada uno de los esposos; dejad al hombre el heroísmo, el genio, la jurisdicción que le pertenece, y pronto veréis a la mujer librarse de las impurezas de su naturaleza, adquirir una transparencia incomparable, que por sí sola vale tanto como todas nuestras virtudes.

Sigamos, pues, hasta el fin nuestro razonamiento.

La mujer, por ser inferior al hombre tanto por la conciencia como por la potencia intelectual y la fuerza muscular, se ve colocada como miembro de la sociedad en un segundo plano, desde el punto de vista moral como desde el punto de vista físico e intelectual; su valor comparativo es de dos a tres.

Y puesto que la sociedad está constituída sobre la combinación de esos tres elementos, trabajo, ciencia, Justicia, el valor total del hombre y de la mujer, su proporción y consiguientemente su parte de influencia comparados entre ellos serán como tres por tres por tres es a dos por dos por dos, o sean veintisiete a ocho.

En esas condiciones la mujer no puede pretender nivelarse con la potencia viril; su subordinación es inevitable. Por su naturaleza y ante la Justicia, pesa la tercera parte del hombre, de suerte que la emancipación que se reivindica en su nombre sería la consagración legal de su debilidad por no decir su esclavitud. La única esperanza que le queda es hallar, sin violar la Justicia, una combinación que la redima. Todos mis lectores habrán adivinado que esa combinación es el matrimonio.

Qué significan ahora esas declamaciones:

El hombre ha acumulado contra su compañera todo cuanto ha podido imaginar en durezas e incapacidades. La ha convertido en una cautiva, la ha cubierto con un velo y la ha escondido en el lugar más secreto de la casa, como una divinidad perniciosa o una esclava perfecta; él le ha acortado los pies desde la infancia, a fin de hacerla incapaz de andar y de llevar su corazón donde quiera; la ha obligado a los trabajos más penosos como una criada; le ha prohibido la instrucción y los placeres del espíritu. Se la ha tomado en matrimonio bajo la forma de una compra o de una venta; se la ha declarado incapaz de suceder a su padre y a su madre; incapaz de testar, incapaz de ejercer la tutela sobre sus propios hijos. La lectura de las diversas legislaciones paganas es una revelación perpetua de su ignominia, y más de una, llevando la desconfianza hasta la extrema barbarie, la ha obligado a seguir el cadáver de su marido y de enterrarse bajo la hoguera, a fin, dice el jurisconsulto, de que la vida del marido esté en seguridad. (El P. Lacordaire, por Daniel Stern. Essai sur la Liberte).

¿Se trata hoy de volver a esas costumbres deplorables? Quien lo dijese calumniaría a los dos sexos; el moralista sólo tiene un fin, y es penetrar las causas de las costumbres y de las civilizaciones. La razón que tuvieron los pueblos antiguos para proceder como lo hicieron con la mujer aparece claramente a todos los ojos.

Sí; el hombre ha sido para la mujer déspota y cruel, la ha tratado brutalmente; procurad con vuestras máximas, con vuestras detestables máximas, que no vuelva a hacerlo ... Tal como la veis hoy día, es él quien la ha hecho, y si ella merece algún elogio, a él lo debe.

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