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Hemos hablado hasta aquí de las acciones conscientes y deliberadas del hombre, las que éste realiza de modo intencional. Pero junto a nuestra vida consciente, tenemos una vida inconsciente muchísimo más amplia. Sin embargo, basta que nos fijemos en cuando nos vestimos por la mañana e intentamos abrochar un botón que sabemos perdimos la noche anterior o estiramos la mano para coger algo que nosotros mismos quitamos de allí, para hacemos idea de esa vida inconsciente y advertir el enorme papel que juega en nuestra existencia.

Abarca las tres cuartas partes de nuestras relaciones con los otros. Nuestro modo de hablar, sonreír, fruncir el ceño, acalorarnos o permanecer indiferentes en una discusión, no son intencionales, son resultado de hábitos, heredados de nuestros ancestros humanos o prehumanos (basta ver la semejanza entre la expresión de un hombre airado y la de un animal enfurecido), o también consciente o inconscientemente adquiridos.

Nuestra forma de actuar con los demás tiende a hacerse habitual. El tratar a otros como desearíamos que nos tratasen a nosotros se convierte en el hombre y en todos los animales sociales en simple hábito. Hasta tal punto que un individuo no suele preguntarse siquiera cómo debe actuar en determinadas circunstancias. Sólo cuando las circunstancias son excepcionales, en alguna situación compleja o a impulsos de una fuerte pasión, vacila el hombre, y se produce una lucha entre las diversas partes de su cerebro (pues el cerebro es un órgano muy complejo, cuyas diversas partes actúan hasta cierto grado independientemente). Cuando sucede esto, el hombre se coloca con su imaginación en el lugar de la otra persona; se pregunta a sí mismo si le gustaría que le trataran de aquel modo, y cuanto más se identifique con la persona cuya dignidad o intereses ha estado a punto de perjudicar, más moral será su decisión. O quizás un amigo intervenga y le diga: Ponte en su lugar; ¿no sufrirías si te tratase él como le has tratado tú. Y esto basta.

Sólo apelamos así al principio de igualdad en momentos de duda, y, en un noventa y nueve por ciento de los casos, actuamos moralmente por hábito.

Supongo que es evidente por todo lo que llevamos dicho que no hemos intentado imponer nada. Nos hemos limitado a exponer cómo suceden las cosas en el mundo animal y entre el género humano.

Antiguamente, amenazaba la Iglesia a los hombres con el infierno para moralizarles, y en vez de ello sólo lograba desmoralizarles. El juez amenaza con la cárcel, los azotes, la horca, en nombre de aquellos principios sociales que hurtó a la sociedad; y les desmoraliza. Y sin embargo, la idea misma de que puedan desaparecer del mundo los jueces, igual que los sacerdotes, hace que los autoritarios de todas las tendencias proclamen que sería un peligro para la sociedad.

Pero nosotros no tenemos miedo a rechazar a los jueces ni a rechazar sus sentencias. Rechazamos todo género de sanciones, e incluso de obligaciones morales. No nos da miedo decir: Haz lo que quieras; actúa como quieras. Porque estamos convencidos de que la gran mayoría de los seres humanos, en proporción a su grado de instrucción y a la medida en que se hayan liberado de las trabas existentes, se comportarán y actuarán siempre en un sentido útil para la sociedad, igual que estamos convencidos de antemano de que el niño andará un día sobre dos pies y no a cuatro patas, simplemente porque ha nacido de padres que pertenecen al género humano.

Lo único que podemos hacer es aconsejar. Y, de nuevo, cuando aconsejamos añadimos: Este consejo carecerá de valor si tu propia experiencia y tus propias observaciones no te llevan a admitir que merece la pena seguirlo.

Cuando vemos a un joven que se encorva, contrayendo así el pecho y los pulmones, le aconsejamos que se enderece, que alce la cabeza y ensanche el pecho. Le aconsejamos que llene sus pulmones y respire profundo, porque ésta será su mejor salvaguardia contra el agotamiento. Pero le enseñamos al tiempo fisiología para que entienda la función de los pulmones, y elija él mismo la postura que juegue mejor.

Y esto es cuanto podemos hacer en el caso de la moral. Sólo tenemos derecho a aconsejar, y a añadir: SigUe este consejo si te parece bueno para ti.

Pero, si bien dejamos a cada uno el derecho a actuar como considere mejor, si bien negamos por completo a la sociedad derecho a castigar a nadie del modo que sea por cualquier acto antisocial que pueda haber cometido, no rechazamos nuestra propia capacidad de amar lo que nos parece bueno y odiar lo que nos parece malo. Amor y odio; sólo los que saben odiar saben amar. Conservamos esta capacidad; y al igual que esto sirve para mantener y desarrollar los sentimientos morales en toda sociedad animal, también ha de ser suficiente para la especie humana.

Sólo pedimos una cosa; que se elimine cuanto impida el desarrollo libre de esos dos sentimientos en la sociedad actual, todo lo que pervierte nuestro juicio: el Estado, la Iglesia, la explotación; jueces, sacerdotes, gobernantes, explotadores.

Cuando vemos hoy a un Jack el Destripador asesinar una tras otra a unas mujeres de las más pobres y míseras, nuestro primer sentimiento es de odio.

Si nos hubiésemos encontrado con él el día en que mató a aquella mujer que le pidió que le pagase su mísero alojamiento, le habríamos metido una bala en la cabeza, sin pensar que esa bala hubiese estado mucho mejor empleada en la cabeza del propietario de aquel antro inmundo.

Pero cuando recordamos y consideramos todas las infamias que le han llevado a esto; cuando pensamos en la oscuridad en que merodea, acosado por imágenes extraídas de libros indecentes o pensamientos sugeridos por libros estúpidos, nuestros sentimientos se dividen. Y si algún día oímos que Jack está en manos de algún juez que ha ejecutado a sangre fría a mucho mayor número de hombres, mujeres y niños que todos los Jacks juntos; si le vemos en manos de uno de esos maníacos deliberados, entonces, todo nuestro odio hacia Jack el Destripador se desvanecerá Se transformará en odio hacia una sociedad hipócrita y cobarde y hacia sus representantes reconocidos. Todas las infamias de un Jack el Destripador se esfuman ante la larga serie de infamias cometidas en nombre de la ley. Esas son las que odiamos. En la actualidad, nuestros sentimientos se ven divididos así continuamente. Sentimos que todos nosotros somos más o menos, voluntaria o involuntariamente, cómplices de esa sociedad. No nos atrevemos a odiar. ¿Nos atrevemos incluso a amar? En una sociedad basada en la explotación y en la servidumbre, la naturaleza humana se degrada.

Pero cuando la servidumbre desaparezca, recuperaremos nuestra auténtica condición. Sentiremos dentro de nosotros mismos fuerza para el amor y para el odio, incluso en casos tan complicados como los que acabamos de citar.

En nuestra vida diaria damos rienda suelta a nuestros sentimientos de simpatía o antipatía; y lo hacemos a cada momento. Todos amamos el vigor moral, todos despreciamos la debilidad moral y la cobardía. A cada momento nuestras palabras, nuestras miradas, nuestras sonrisas expresan nuestro gozo por acciones útiles al género humano, por las acciones que consideramos buenas. A cada momento nuestras miradas y nuestras palabras reflejan la repugnancia que sentimos hacia la cobardía, el engaño, la intriga, la falta de valor moral. Revelamos nuestro disgusto, aun cuando bajo la influencia de una educación mundana intentemos ocultar nuestro desprecio bajo esas falsas apariencias que se esfumarán en cuanto se establezcan entre nosotros relaciones iguales.

Sólo esto basta para mantener la concepción de bueno y malo hasta un cierto nivel y para que nos la comuniquemos mutuamente. Será aún más eficaz cuando en la sociedad no haya ya jueces ni sacerdotes, cuando los principios morales hayan perdido su carácter obligatorio y se consideren sólo relaciones de iguales.

Además, en proporción al establecimiento de estas relaciones, surgirá en la sociedad una concepción moral más elevada. Es esa concepción la que vamos a analizar.

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