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Hasta ahora se ha limitado nuestro análisis a la exposición de los simples principios de igualdad. Nos hemos rebelado, y hemos invitado a otros a rebelarse, contra quienes se arrogan el derecho a tratar a sus semejantes de modo distinto a como les gustaría que les tratasen a ellos; contra los que, no deseando que les engañen, exploten, prostituyan o ultrajen a ellos, hacen sin embargo todo esto a otros. Hemos dicho que la mentira y la brutalidad son repugnantes, no porque las condenen códigos morales sino porque tal conducta repugna al sentido igualitario de todo aquel para quien igualdad no es una palabra vacía. y sobre todo le repugna a quien es un auténtico anarquista en su modo de pensar y actuar.
Si se aplicase sólo este simple principio, natural y evidente, de forma general en la vida, el resultado sería una moral mucho más elevada; una moral que incluiría cuanto han enseñado los moralistas.
Porque el principio de igualdad resume las enseñanzas de los moralistas. Pero contiene también algo más. Este algo más es el respeto al individuo. Proclamando nuestra moral de igualdad, o anarquismo, nos negamos a asumir un derecho que los moralistas siempre se han arrogado: el de mutilar al individuo en nombre de algún ideal. Nosotros no reconocemos en absoluto este derecho, ni para nosotros mismos ni para ningún otro.
Reconocemos la libertad plena y completa del individuo; deseamos para él vida plena, libre desarrollo de todas sus facultades. No deseamos imponerle nada, volviendo así al principio que Fourier opuso a la moral religiosa cuando dijo: Dejad a los hombres absolutamente libres. No les mutiléis como ya han hecho abundantemente las religiones. No temáis sus pasiones. En una sociedad libre, no son peligrosas.
Si no abdicas tú mismo de tu libertad; si no permites que otros te esclavicen; si a las pasiones violentas y antisociales de este individuo o aquél opones tus pasiones sociales igualmente vigorosas, nada tendrás que temer de la libertad.
Rechazamos la idea de mutilar al individuo en nombre de un ideal, sea el que sea. Lo único que reservamos para nosotros es la expresión franca de nuestras simpatías y antipatías hacia lo que nos parezca bueno o malo. Un hombre engaña a sus amigos. Son sus inclinaciones, su carácter, lo que le empuja a hacerlo. Muy bien, es nuestro carácter, nuestra inclinación, despreciar a los mentirosos. Y como éste es nuestro carácter, seamos francos. No le demos la mano cordialmente ni le acojamos como se acostumbra a hacer hoy. Opongamos vigorosamente nuestra activa pasión a la suya.
Esto es todo lo que tenemos derecho a hacer, éste es el único deber que tenemos que cumplir para mantener el principio de igualdad social. Este es el principio de igualdad en la práctica.
Pero, ¿y el asesino, el individuo que corrompe a un niño? El asesino que mata por pura sed de sangre es sumamente raro. Es un loco al que hay que curar o eludir. En cuanto al libertino, procuremos ante todo que la sociedad no pervierta los sentimientos de nuestros hijos, tendremos poco que temer entonces de tales sujetos.
Debe entenderse que todo esto no es completamente aplicable mientras no dejen de existir las grandes fuentes de depravación moral: capitalismo, religión, leyes y jueces, gobierno. Pero la mayor parte puede aplicarse hoy mismo. Se aplica ya, y sin embargo, si las necesidades sólo supiesen de este principio de igualdad; si cada hombre practicase solamente la equidad del comercio, cuidándose siempre de no dar a otros más que lo que recibe de ellos, la sociedad perecería. Hasta el mismo principio de igualdad desaparecía de las relaciones humanas. Porque, para que se mantenga, debe ocupar perpetuamente un lugar en la vida algo más grande, más hermoso, más vigoroso que la mera equidad.
Algo más grande que la justicia.
Hasta ahora la humanidad no ha carecido nunca de grandes personalidades desbordantes de ternura, de inteligencia, de buena voluntad, que ponen su sentimiento, su talento, su fuerza activa al servicio del género humano sin pedir nada a cambio.
Esta fertilidad intelectual, esta fertilidad de sentimientos o de buena voluntad adopta todas las formas posibles. Está en el que busca con pasión la verdad y renuncia a todos los demás placeres para consagrar su energía a perseguir lo que cree cierto y verdadero en contra de las afirmaciones de los ignorantes que le rodean. Está en el inventor que, olvidándose incluso de comer, sin apenas tocar los alimentos con que quizás alguna mujer que le ama le nutre como a un niño, persigue la idea que cree destinada a cambiar la faz del mundo. Está en el ardoroso revolucionario al que los goces del arte y de la ciencia, e incluso la vida familiar, le parecen desabridos y amargos mientras no puedan compartirlos todos, y que labora, pese a la miseria y la persecución, por la regeneración del mundo. Está en el joven que, tras oír las atrocidades de la invasión, y tomando al pie de la letra las leyendas heroicas de patriotismo, se enrola en una fuerza de voluntarios y marcha valeroso arrastrando la nieve y el hambre, a caer bajo las balas enemigas. Estuvo en aquel pilluelo de París que, con su viva inteligencia y su clarividente elección de aversiones y simpatías, acudió a las barricadas con su hermano pequeño, permaneció firme en medio de la lluvia de balas, y que murió murmurando: ¡Viva la Comuna!
Está en el hombre que se rebela ante una injusticia sin pararse a analizar cuáles serán las consecuencias para él, que cuando todas las espaldas se doblan, se yergue a desenmascarar la iniquidad y denunciar al explotador, al pequeño déspota de una fábrica o al gran tirano de un imperio. Está, por último, en todos los innumerables actos de abnegación, menos conmovedores y en consecuencia desconocidos y casi siempre menospreciados, que podemos observar continuamente, sobre todo entre las mujeres, si nos molestamos en abrir los ojos y ver lo que hay en los cimientos mismos de la vida humana, lo que la permite desplegarse de un modo u otro pese a la explotación y la opresión.
Hombres y mujeres como éstos, en la oscundad unos, en un escenario público mayor otros, crean el progreso del género humano. Y la humanidad es consciente de ello. Por eso rodea tales vidas de reverencia, de mitos. Las adorna, las hace tema de sus narraciones, sus cantos, sus romances. Adora en ellas el valor, la bondad, el amor y la abnegación de que carecemos la mayoría de nosotros. Transmite su recuerdo a los jóvenes. Recuerda incluso a los que han actuado sólo en el estrecho círculo del hogar y los amigos, y reverencia su recuerdo en la tradición familiar.
Hombres y mujeres como éstos hacen auténtica moral, la única moral que merece tal nombre. El resto es sólo igualdad de relaciones. Sin su valor, sin su abnegación, la humanidad permanecería embrutecida en el cenagal del cálculo mezquino. Son hombres y mujeres como éstos los que preparan la moral del futuro, la que llegará cuando nuestros hijos hayan dejado a un lado tales cálculos, y se hayan educado en la idea de que el mejor uso que pueda darse a toda la energía, el coraje y el amor es el de aplicarlos donde se sienta de modo más acuciante la necesidad de tales fuerzas.
Este valor, esta abnegación, han existido en toda época. Lo encontramos también entre los animales sociales. Se dan en la especie humana hasta en sus épocas de mayor decadencia.
Yy las religiones han intentado siempre apropiárselos, convertirlos en cuenta corriente en beneficio propio. De hecho, si la religión aún sigue viva, se debe a que (ignorancia aparte) ha apelado siempre a esta abnegación y a este valor. Y a ellos apelan también los revolucionarios.
El sentimiento moral del deber que todo hombre ha sentido en su vida, y que se ha intentado explicar por todo tipo de misticismos, según Guyau, anarquista inconsciente, es sólo una superabundancia de vida, que exige ser ejercitada, entregarse: y es al mismo tiempo, conciencia de un poder.
Toda fuerza acumulada ejerce una presión sobre los obstáculos que se le oponen. Poder para actuar es deber de actuar. Y toda esta obligación moral de la que tanto se ha dicho y escrito se reduce a esta idea: la condición para el mantenimiento de la vida es su expansión.
La planta no puede evitar florecer. A veces florecer significa morir. No importa, la savia asciende de todos modos, concluye el joven filósofo anarquista.
Lo mismo sucede con el ser humano cuando está lleno de fuerza y energía. La fuerza se acumula en él. El expande su vida. El da sin cálculos, si no, no podría vivir. Si ha de morir como la flor al florecer, no importa. Si hay savia, la savia asciende.
Sed fuertes. ¡Desbordad energía emocional e intelectual y ampliaréis vuestra inteligencia, vuestro amor, y vuestra energía de acción se extenderá entre otros! A esto se reduce toda doctrina moral.
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