Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II. LA VIDA PRIVADA

APOLOGÍA DE LA VIDA PRIVADA

El lenguaje identifica frecuentemente vida personal con vida interior. La expresión es ambigua. Dice claramente que la persona tiene necesidad de un retiro, de meditación; que la espiritualización de la acción se acomoda mal con una preponderancia dada a la sensación, a la diversión, a la agitación, al suceso visible. Pero puede dar a entender que la vida normal de la persona se define mediante cierto aislamiento orgulloso o cierta complacencia egoísta. Ahora bien, hemos visto que la persona se encuentra al entregarse mediante el aprendizaje de la comunidad.

Pero también sabemos que esta comunidad no es alcanzada por la persona al primer impulso, ni nunca perfectamente. A fin de prevenirse contra la ilusión, bueno es que lo aprenda en su entorno, con un rigor exigente, sobre relaciones próximas y limitadas. Al par que la preparan a la vida colectiva, estas tentativas modestas contribuirán a formarla para un conocimiento directo del hombre y de sí mismo, sin intermediarios ni sucedáneos. La vida privada recubre exactamente esta zona de ensayo de la persona, en la confluencia de la vida interior de la vida colectiva, la zona confusa pero vital donde una y otra hunden sus raíces.

Más de una vez en su historia, el marxismo ha estigmatizado a la vida privada como fortaleza central de la vida burguesa, que es imprescindible desmantelar para establecer la sociedad socialista, de igual forma que los baluartes del dinero. La presenta entonces como una vida de círculo estrecho y de estilo mediocre, vinculada a la economía pasada de moda del artesanado profesional o doméstico. Ve en ella además la resistencia del empirismo a la racionalización social, del individuo a la penetración del Estado, el refugio envenenado de las influencias reaccionarias, una organización celular de resistencia a la revolución colectivista.

Nos adheriríamos de todo corazón a una parte importante de esta crítica si se contentase con descubrir este foco de podredumbre y de fariseísmo que recubre frecuentemente el honrado ropaje de la vida privada. Que en la zona corrompida por la decadencia burguesa los niños, empleando los términos del Manifiesto comunista, se conviertan en simples objetos de comercio o en simples instrumentos de trabajo; que la mujer no tenga en ella otra función que la de ser también un instrumento de producción; que, en un cierto mundo, el matrimonio burgués sea, en realidad, la comunidad de mujeres casadas, todo esto ofrece poca duda. Por debajo de esta podredumbre elegante se encharca aún de forma más triste el pantano pequeño burgués, mundo sin amor, incapaz tanto de la dicha como de la desesperación, con su avaricia sórdida y su lamentable indiferencia. Pero éstas no son más que contaminaciones de la vida privada por la mediocridad del hombre y la descomposición del régimen seca por dentro debido a la indigencia del alma burguesa, recibe desde fuera las aguas sucias del régimen, la corrupción del dinero, el egoísmo de las castas. Hoy no es posible defenderla honradamente sin haber decidido de antemano desinfectarla de toda esta pestilencia.

Si no fuese más que la pestilencia, muchos sentirían ante la crítica una conciencia feliz. Es preciso perseguir la decadencia del heroísmo y de la santidad hasta este círculo encantado de dulzura e intimidad donde están situados, con sus miedos y sus niñerías, todos los que no conocen ni el hambre, ni la sed, ni la inquietud, todos los que están sin agonías, los ungidos, los protegidos, los separados. La mortal seducción del alma burguesa les ha cazado al reclamo de algunos pseudo valores: mesura, paz, retiro, intimidad, pureza; unos pintores sensibles, unos poetas delicados, algunos filósofos de salón, la han dotado de amaneradas gracias; se ha fabricado incluso una religión para andar por casa, bonachona e indulgente, una religión de los domingos, una teología de las familias. Es justamente en estos cálidos refugios donde debemos perseguir el mundo privado burgués si queremos desintoxicar de él a sus mejores víctimas: allí es donde la ternura mata al amor, donde el deleite del vivir ahoga el sentido de la vida.

Pero este rigor debe proceder de un sentido más exigente de la auténtica vida privada, no de una insensibilidad a los valores privados. Nuestra crítica, incluso cuando denuncia los mismos males, continúa estando a cien leguas de ese racionalismo afectado para el cual la vida privada, al mismo tiempo que la vida interior, es una supervivencia reaccionaria o, como dicen nuestros pedantes, una forma de onanismo místico.

Por su corto radio, que la expone al particularismo y a la mediocridad, y la mantiene bajo la dominación directa de los egoísmos individuales, la vida privada ciertamente está siempre amenazada de intoxicación. No vale más que por la cualidad de la vida interior y la vitalidad del medio. En no menor medida es el campo de ensayo de nuestra libertad, la zona de prueba en la que cualquier convicción, cualquier ideología, cualquier pretensión, debe atravesar la experiencia de la debilidad y despojarse de la mentira, el verdadero lugar en que se forja, en las comunidades elementales, el sentido de la responsabilidad. En eso ella es también indispensable, tanto para la formación del hombre como para la solidez de la ciudad. No se opone ni a la vida interior ni a la vida pública, prepara a una y otra a comunicarse sus virtudes.


LA MUJER TAMBIÉN ES UNA PERSONA (1)

La deformación política que subyuga nuestra época no ha desvalorizado únicamente los problemas de la vida privada, sino que ha falseado todas sus perspectivas. La opinión pública no parece plantearse más que problemas de hombres, en los que sólo los hombres tienen la palabra. Unos centenares de miles de obreros en cada país trastornan el sentido de la historia porque han tomado conciencia de su opresión. Un proletariado espiritual cien veces más numeroso, el de la mujer, continúa, sin que ello produzca asombro, fuera de la historia. Su situación moral no es, sin embargo, mucho más envidiable, pese a las más brillantes apariencias. Esta imposibilidad para la persona de nacer a su vida propia, que, según nosotros, define el proletariado más esencialmente aún que la miseria material, es la suerte de casi todas las mujeres, ricas y pobres, burguesas, obreras, campesinas. De niñas, se les ha poblado su mundo de misterios, de temores, de tabús reservados para ellas. Después, sobre este universo angustioso que nunca las abandonará, se ha corrido de una vez para siempre el telón frágil, la prisión florida, pero cerrada; de la falsa feminidad. La mayoría no encontrará nunca la salida. Desde ese momento viven en la imaginación, no como los muchachos, una vida de conquista, una vida abierta, sino un destino de vencidas, un destino cerrado, fuera del juego. Se las ha instalado en la sumisión: no la que puede coronar el más allá de la persona, el don de sí mismo hecho por un ser libre, sino la que es, por debajo de la persona, renuncia anticipada a su vocación espiritual.

Quince años, veinte años: un milagro las invade; durante dos, o tres, o cinco años, su plenitud les da una especie de autoridad recobrada, a no ser que, insuficientemente preparadas para dirigir su llama, tengan miedo de ella y la ahoguen. Algunas, privilegiadas o más audaces, llegan a escaparse en el momento preciso hacia un destino personal elegido y amado. La masa de las demás se aglomera en la madeja oscura y amorfa de la feminidad. Su pobre vida apenas se distingue como un hilo que cuelga y flota sin uso. Los hombres saben lo que se les va a pedir en la vida: ser buenos técnicos de algo, y buenos ciudadanos. Los que no piensan o no pueden pensar en su persona, al menos tienen desde la adolescencia algunos puntales en que asentar las líneas generales de su porvenir. Siglos de experiencia y de endurecimiento en los puestos de mando han determinado el tipo viril. ¿Quién habla de misterio masculino? Ellas, ellas son las errantes. Errantes en sí mismas, a la busca de una desconocida naturaleza. Giran en torno a la ciudad cuyas puertas les están cerradas. Seres perpetuamente a la espera, desorientados. He aquí aquéllas cuya vida se teje alrededor de una aguja, de los bordados (dieciocho años), a las ropas de recién nacido (treinta años) y a los zurcidos (sesenta años). He aquí a las que, carentes del poder de constituirse en persona, se dan esta ilusión exasperando una feminidad vengadora, y corren en pos de la belleza como en pos de Dios. He aquí estas máquinas limpias y perfectas que han dado su alma a las cosas y entregado la mitad de la humanidad. al triunfo titánico sobre el polvo, a la creación del buen comer. He aquí el ejército de desequilibradas arrastradas por doble vértigo de su vientre vacío y de su cabeza vacía. He aquí la fila muy olvidada, muy sin trabajo, de las solitarias. Y a través de este caos de destinos hundidos, de vidas en la vejez, de fuerzas perdidas, la reserva más rica de la humanidad sin duda, una reserva de amor capaz de hacer estallar la ciudad de los hombres, la ciudad dura, egoísta, avara y embustera de los hombres.

Fuerza aún casi intacta. Se yerra menos de lo que se cree cuando se habla de disipación. De este milagro del amor que tiene su sede en la mujer, en lugar de desarrollarlo, de realizarlo en cada una para que ella pueda a continuación darlo a la comunidad, se ha hecho una mercancía cualquiera, una fuerza cualquiera en el juego de las mercancías y de las fuerzas. Mercancía para el reposo o para el ornato del guerrero. Mercancía para el desarrollo de los asuntos familiares. Objeto (como se dice exactamente) de placer y de intercambio.

¿Qué necesitan para convertirse en personas? Quererlo y recibir un estatuto de vida que se lo permita. ¿Ellas no lo desean? ¿No es este precisamente el síntoma del mal?

Esta inercia de las interesadas no es, por otra parte, la principal dificultad. Sobre la naturaleza de la persona femenina sabemos bastante poco: el eterno femenino, las labores propias de su sexo, temas salidos del egoísmo y la sentimentalidad masculinas. En una rama humana que durante milenios ha sido apartada de la vida pública, de la creación intelectual y muy a menudo de la vida simplemente, que se ha acostumbrado en su relegación a la oscuridad, a la timidez, en un sentimiento tenaz y paralizador de su inferioridad, en una rama donde de madre a hija ciertos elementos esenciales del organismo espiritual humano han sido dejados en baldío, han podido atrofiarse durante siglos, ¿cómo discernir lo que es naturaleza, lo que es artificio, ahogo o desviación por la historia? Nosotros sabemos que la mujer está fuertemente marcada, en su equilibrio psicológico y espiritual, por una función, la concepción, y por una vocación, la maternidad. Esto es todo. El resto de nuestras afirmaciones es una mezcla de ignorancia desordenada de mucha presunción.

¿Vamos a afirmar por esto la identidad de la mujer y del hombre? Esto sería abusar, en sentido inverso, de la misma ignorancia. Digamos tan sólo que, dejando a un lado la maternidad, de la que además conocemos mal las consecuencias generales, no sabemos a ciencia cierta ni si existe una feminidad que sea un modo radical de la persona, ni lo que esa feminidad es. Sería un grave error tomar por atributos esenciales unos caracteres sexuales secundarios, incluso psicológicos, que no son más que aspectos de la individualidad biológica de la mujer. Un error práctico más grave sería creer que se desarrolla su vocación espiritual acentuando artificialmente lo pintoresco femenino. La persona de la mujer no está ciertamente separada de sus funciones, pero la persona se constituye siempre más allá de los datos funcionales, y a menudo en lucha con ellos. Si bien existe en el universo humano un principio femenino, complementario o antagónico de un principio masculino, es necesaria aún una larga experiencia para librarle de sus superestructuras históricas y apenas comienza. Serán precisas generaciones: habrá necesidad de tantear, de alternar la audacia, sin la cual la prueba se retrasaría, con la prudencia, que exige que las personas no se sacrifiquen a unos ensayos de laboratorio; será preciso algunas veces hacer como que apostamos contra lo que se llama la naturaleza, para ver dónde se detiene la verdadera naturaleza.

Entonces, poco a poco, sin duda, la feminidad se separará del artificio, se colocará en caminos que no sospechamos, abandonará los caminos que creíamos trazados para la eternidad. Al encontrarse, se perderá: queremos decir que no se constituirá ya, como hoy, en un mundo cerrado, artificial en gran parte, falsamente místico por su reclusión. Deslastrada de fáciles misterios equívocos, quizá llegue la mujer a alcanzar algunos grandes misterios metafísicos, desde donde comunicará con toda la humanidad, en lugar de ser una digresión en toda la historia de la humanidad. Al hombre satisfecho con un fácil racionalismo, ella le enseñará quizá que el misterio femenino es más exigente que esta imagen complaciente que él se ha formado y le empujará a su propio misterio.

De paso, habrá roto el círculo encantado de este mundo artificial y aún turbio, extraño a la ciudad de los hombres, donde el hombre la mantiene contra sus instintos. Puede romperlo por el lado de la suficiencia viril, de su corto racionalismo, de su sequedad de corazón y de su brutalidad de estilo: ha estado tentada de hacerla, y no parece que haya tenido éxito. Pero ella puede también atravesado por esa inmensa zona que el hombre moderno ha desdeñado, y de la cual el amor es el centro. Si se atreviese a hacerla, sería ella quien hoy trastornarse la historia y el destino del hombre. Soñamos en la ciudad donde la mujer colaboraría con la riqueza de una fuerza sin emplear. Se trata de la papeleta de voto y de ciertas reivindicaciones pretenciosas a unos despojos que el mismo hombre ya no quiere. La mujer, entonces, no sólo habrá conquistado su parte en la vida pública, sino que habrá desinfectado su vida privada, y elevado a millones de seres desorientados a la dignidad de personas; asegurando, quizá, el relevo del hombre desfalleciente, habrá vuelto a encontrar en sí misma los valores primeros de un humanismo integral.


DE LA FAMILIA CELULAR A LA FAMILIA COMUNITARIA

Si al racionalismo le es sospechosa la persona, porque presiente en ella lo irracional fundamental, la familia, irracional de irracionales, no debe satisfacerle mucho más. Una sociedad ligada por el simple azar del nacimiento, medio artesana, que por su mezcla de hijos y adultos es rebelde a toda sistematización, no debe ser sino irritante para la razón pura. Por el contrario, una civilización más sensible a los valores de la persona que a los de la razón geométrica ve en la institución familiar una adquisición definitiva, el medio humano óptimo para la formación de la persona.

Tal es, al menos, la familia en su perfección realizada. De esta comunidad viviente a la familia que nos ha sido históricamente dada, hay una separación suficiente para justificar un proceso.

De hecho, supone dos procesos.

El primero es un proceso histórico trivial. Alrededor de un tema esencial, la institución familiar ha conocido en el curso del tiempo diversas estructuras. Cada época siente la tentación de confundir un modo transitorio, el que ella encubre, con los valores permanentes a los que ese modo da un nuevo rostro. Es lo que hacen hoy un número elevado tanto de fieles como de adversarios de la familia. A los unos y a los otros, la familia se les presenta como vinculada a una economía artesana (ahorro, cocina y cuidados familiares), o a valores de la tierra (la casa de la familia), y hasta feudales (cierto autoritarismo paterno en la elección de la profesión, del matrimonio, etc.). Si una evolución de las costumbres y de las instituciones llega a afectar a estas supervivencias puramente sociológicas, las buenas almas sienten pavor y creen que la institución se desmorona en sus fundamentos. Entonces, para salvarla, se arrojan sobre ideologías defensivas puramente reaccionarias, condenadas por el desarrollo de la historia, sin imponerse en la verdad. Y con ello comprometen realmente lo que desean conservar, con mayor beneficio para los verdaderos adversarios de la familia.

Los paladines de lo eterno han pecado siempre por defecto de imaginación. ¿En qué reconocer lo eterno, si no es en que pervive, contra las previsiones de los espíritus estrechos, bajo las diferencias materiales de apariencia radical que le impone el paso del tiempo? Bajo estas viejas formas, el artesanado familiar está caducado, igual que el artesanado profesional; y por muchas cualidades de invención que puedan emplear en la complicación de su cocina treinta amas de casa de un gran inmueble o de un grupo de viviendas, difícilmente nos harán creer que la espiritualidad total del inmueble se habrá alcanzado si unos servicios comunes liberasen a favor de obras más personales este agotador despilfarro de energías. Los novelistas nos han enseñado que la hacienda de la familia no engendra, ni mucho menos, una solidaridad familiar. Cuando el amor y la verdadera autoridadridad no han sido alcanzados, la mujer y el hijo lo han ganado todo en el declive del autoritarismo familiar. ¿Y entonces? Entonces es preciso tener buen cuidado en no confundir conservadurismo con fidelidad, y la familia en lugar de comprometerse en restauraciones académicas, encontrará en nuevas formas una consolidación de sus estructuras fundamentales.

Pero no queda dicho todo al contemplar esta adaptación histórica normal. Los defensores de la familia parecen admitir de ordinario en su exuberancia apologética que la familia es, por sí misma, por una especie de gracia automática, un medio favorable a la expansión espiritual de sus miembros. ¿Por qué aparentar que sea así, mediante un privilegio inesperado, una sociedad espiritual pura? Sociedad funcional en su base puede, como cualquier sociedad incluso natural, engendrar el conformismo, la hipocresía y la opresión. La familia, régimen celular: la palabra escandalizó en otro tiempo. Se ha fingido crer que no hería más que a los monstruos. ¡Pero, no! Es preciso tener el valor de decir que la familia, y a menudo la mejor, mata espiritualmente con su estrechez o su avaricia, y sus temores o sus automatismos tiránicos tantas y quizá más personas que la descomposición de los hogares. Es preciso tener la lucidez de constatar que una vigilancia heroica le es necesaria para no hacer del conglomerado de sus hábitos un peso que ahogará con él, a veces bajo la misma ternura, las vocaciones divergentes de sus miembros. Este valor, este heroísmo, raramente lo posee. Forzando la apología de las virtudes familiares sin denunciar con tanto ardor espiritual el peligro de las inercias familiares, se asegura, quizá, el respeto público de la familia, se la abandona a una lenta descomposición a cargo de sus enemigos interiores.

Esta forma de celo es una especialidad de la decadencia burguesa. Pero su familia no está lejos de haberla convertido en una sociedad comercial, todos cuyos actos decisivos están regulados por intereses del dinero. El amor se determina en ella a nivel de la clase social, y según el volumen de la dote; la fidelidad, mediante el código de la consideración; y los nacimientos, con arreglo a las exigencias del confort. El matrimonio oscila en ella de la transferencia de cuenta a la ampliación de un negocio; de la operación publicitaria a la puesta a flote. La mujer, siempre ella, sirve de mercancía. Los mismos que así cumplen con sus fidelidades a las tradiciones pagan salarios obreros que obligan a la mujer a hacer su jornada completa en la fábrica para alimentar a los hijos con los que se la regala; o unos salarios femeninos que llevan a cierta forma de prostitución a la mayor parte del proletariado femenino de las ciudades. Una acción simplemente moral, que excluyese de su campo, en la defensa de la familia, las responsabilidades aplastantes de una economía inhumana y de la moral farisaica proveniente de las clases ricas, no puede ser más que una acción de burgués satisfecho. Nosotros le negamos toda autoridad.

La familia no se reduce a una asociación comercial ni a una asociación biológica o funcional. No ver en la pareja más que los problemas de adaptación y no esta lucha que mantienen dos personas, una con otra, una contra otra, hacia una invención nunca definitiva, lleva en seguida a no considerarla más que como una técnica de selección sexual y de eugenesia. En esta perspectiva de biólogos filósofos, no hay problemas más que con relación a la especie, no con relación a las personas: adecuar biológicamente a la pareja, hacerla proliferar y seleccionar el producto, para asegurar el predominio cualitativo y cuantitativo de la raza sobre las razas concurrentes; o, al contrario, limitar los nacimientos para asegurar al conjunto de la especie un mínimo de confort, son meros problemas de cría de ganado. La ley que prevalece es evidentemente la ley del más fuerte: en este caso concreto, la del hombre. El se reservará las nobles tareas, dejando a la mujer todos los trabajos serviles por virtud de la ley natural de su sexo, de un genio femenino (que como por azar es complementario exactamente del confort y de la satisfacción del hombre) culinario, hogareño, amoroso. Para este orden es bueno que la mujer no tenga otra vocación que la vocación -o el capricho- del marido, que ella no aspire a otra vida espiritual, en el mejor de los casos, sino por delegación y mediante persona interpuesta. El punto de vista biológico puro desemboca siempre en una opresión.

Además de estas funciones internas la familia es, por función externa, una célula de la ciudad. Nueva dominación del funcionalismo sobre las personas que ella cobija. Todos los regímenes totalitarios, estatistas o nacionalistas, la reducen así a una sociedad política al servicio de la nación. Y no son los únicos. A veces se escucha alabar, en los mismos medios bien pensantes (que desde luego proclaman su adhesión al personalismo cristiano) su política de la familia, su política de la natalidad. ¿Qué quiere decir esto? Engendrar hijos es, ante todo, engendrar personas, y no en primer término, o exclusivamente, engendrar pequeños contribuyentes anónimos, que multiplicarán sus presupuestos, pequeños soldados anónimos, que vendrán a reforzar los ejércitos, pequeños fascistas o comunistas que perpetuarán el conformismo establecido. El natalismo de los ministros, de los militares y de los dictadores, si bien puede detener el malthusianismo, subvierte radicalmente el sentido de una comunidad que está orientada primeramente a las personas que la componen y no a la sociedad nacional que la utiliza. Un resultado utilitario no ha excusado jamás una desviación espiritual.

¿Qué decir, finalmente, del juridicismo avaro, totalitario, rastrero que regula los asuntos exteriores de la familia burguesa? Anárquica y tiránica a la vez, es el más elemental de esos productos sociales, agresivos hacia fuera, opresores hacia dentro, que forman egoísmos al aglutinarse. Constituida en sociedad cerrada, se construye a imagen del individuo que le propone el mundo burgués: el sentido de la vocación y del servicio están en ella parejamente ahogados por la preocupación igualitaria y el espíritu de reivindicación; cualquier mística es igualmente expulsada de ella por el interés, la voluntad de poderío o, más comúnmente, la complicidad en el confort; las traiciones están enmascaradas por una rigidez hipócrita. Todos los medios convergen a estrechar estos egoísmos sobre la fuerza que les da su asociación: espíritu de familia, honor de familia, tradiciones de familia, todas las grandes palabras se usan para disimular el nudo de víboras que no se quiere desatar. Ciudades de provincia, vestidas de blancor y de lino para el turista enternecido, protectoras ciertamente de heroicas fidelidades, ¡cuántos desesperados encerráis! Vuestro corazón erizado de odio, de desprecio, vuestros retiros hormigueantes de celos, de vigilancias, de conjuras, de idiotez, de despechos, ¿es eso el viejo tesoro de civilización que nosotros tenemos que salvar? Algunos hijos pródigos han escupido a la cara de estos fariseos la rebelión de una infancia oprimida durante demasiado tiempo. Su consejo no siempre es seguro, ni su requisitoria siempre mesurada: ¿el desorden engendra otra cosa que el desorden? Pero ellos son el signo que advierte una presión secreta: en nuestras ciudades, adornadas para el extraño hay cien prisiones oscuras donde un sinnúmero de personas son asesinadas a fuego lento bajo la protección de la ley; e infancias abortadas sin que hayan tenido tiempo siquiera de presentir la llamada de su vida. No hay ninguna dictadura visible, sino una dictadura invisible, la del espíritu burgués, de la avaricia burgUesa, de la hipocresía burguesa. Salvar la familia, sí, pero, para salvarla, descubrir estas llagas gangrenadas que se prolongan al tenerlas ocultas, y aplicar el hierro candente allí donde las hierbas, más inocuas, han mostrado, su inefectividad.

Ninguna de las críticas que preceden tienden a disolver la familia en no sé qué sociedad anárquica ideal. La familia está encarnada como la persona: en una función biológica, en unos marcos sociales, en una ciudad. No es, pues, únicamente un grupo accidental de individuos, o incluso de personas. Por su carne, ella es una realidad cierta, por tanto, cierta aventura que se ofrece, cierto servicio encomendado, ciertas limitaciones también pedidas a estas personas. Los individuos tienen que sacrificarle su particularismo, como ella tiene que sacrificar el suyo en aras del bien de un mayor número. Pero una frontera continúa intangible: la de las personas y de su vocación. Lejos de tener que sometérselas, la familia es, por el contrario, un instrumento a su servicio, y deroga si las detiene, las desvía o las hace marchar más despacio en el camino que ellas tienen que descubrir. La autoridad incluso, que le es orgánicamente necesaria como a toda sociedad, sigue siendo allí un servicio más que una relación de estricto derecho. Función biológica y función social la enraízan en una materia, viva o muerta, según el vigor de su alma. Y esta alma se revela en la libre búsqueda, por dos personas en primer lugar, por varias luego a medida que la persona de los hijos se constituye, de una comunidad dirigida hacia la realización mutua de cada uno. Esta comunidad de personas no es automática ni infalible. Es un riesgo que hay que correr, un compromiso que hay que fecundar. Pero únicamente a condición de tender a ella con todo el estuerzo, de irradiar ya su gracia, es como la familia puede ser llamada sociedad espiritual.


LA PERSONA DE LA MUJER CASADA

Llamada a su misión de persona, la mujer casada no puede ser ya en la familia el simple instrumento o el reflejo pasivo de su marido. Nosotros no pensamos que su liberación tenga como primera condición la entrada de todo el sexo femenino en la industria pública (Engels), ni que las tareas del hogar estén afectadas de no sé qué coeficiente especial de indignidad. Es incluso ridículo en una unión sellada por el amor el ver cierta dependencia intolerable en el hecho de que la mujer viva, si es necesario, del salario de su marido.

Pero el amor no está siempre ahí, ni lo resuelve todo. Si tantos matrimonios, de la pequeña y de la gran burguesía, se anudan con una precipitación desconsiderada para acabar en tantos fracasos lamentables, es en parte debido al hecho de que las jóvenes, en lugar de ser educadas para sí mismas, están condenadas por la educación burguesa a alcanzar en el matrimonio tanto su subsistencia material como la espiritual. Alentada por la institución bárbara de la dote, un cálculo inevitable viene a desviar por ello la libertad de elección. Una condición primaria para que en cualquier hipótesis esté asegurada la independencia de esta elección respecto de las presiones económicas, es la adquisición por toda muchacha de un saber eventualmente remunerador. Con lo cual no ganará únicamente la autonomía material. Si el trabajo es una disciplina indispensable para la formación y el equilibrio de la persona; si la ociosidad es, como se dice, la madre de todos los vicios, no se ve la razón de que la mujer se libre de esta ley común. El mal de la mayoría de las mujeres ha fermentado en primer término en la desocupación: lenta tentación que, tras el miedo a la vida solitaria, el desconcierto del celibato, lleva a la apatía lenta en las tareas materiales o en la diversión mundana.

El ejercicio de un oficio por la mujer casada se presenta bajo aspectos mucho más complejos que su aprendizaje por la jovencita. Hasta la maternidad podrá serie un excelente antídoto contra el egoísmo de la pareja y la sentimentalidad confinada del aislamiento. Si generalmente el hijo motiva que el pleno ejercicio sea imposible, es conveniente que la mujer guarde el contacto con el exterior mediante un oficio de mitad o de un cuarto de jornada (a los que la legislación y la organización profesional deberán tomar en cuenta) o, si se quiere, mediante una ocupación benévola. La inhumanidad del régimen actual, que obliga a la mujer pobre al trabajo forzado, y la arranca de su hogar, y los excesos de cierta concepción marxista, no justifican en absoluto la reacción idiota de una vuelta al hogar materialmente concebida y sistemáticamente aplicada, que apartaría más completamente aún a la mujer del mundo; esto sacrificaría la adaptación viva de la mujer a su marido y con sus hijos a la ilusión de una promiscuidad material aumentada. La presencia física de la mujer en el hogar, ¿no se aliviaría considerablemente si se hiciese un esfuerzo para propagar los aparatos domésticos, si un reparto más equitativo de las cargas materiales fuese aceptado por el marido, si se concediese menos importancia a los refinamientos de cierto confort burgués y se difundiese más la concepción de la necesidad, por el bien de la pareja como por el de los hijos, de no confundir la intimidad cbn la promiscuidad permanente?

En cualquier hipótesis, la mujer casaqa debe ,gozar plenamente de los ingresos de su trabajo, en igualdad de derechos y cargas con su marido: salario igual a trabajo igual, y libre disposición del salario, con aportación por igual a las cargas del matrimonio en caso de trabajo exterior remunerado; derecho al salario doméstico tomado del salario del marido, en caso de trabajo en el hogar. Es deseable, ciertamente, que la comunidad matrimonial esté tan bien establecida que se burle de cualquier jurisdicción. Pero la ley debe colocarse del lado del máximo riesgo, no de los logros felices. Y su papel es el de aportar un orden allí donde el amor la haría inútil.

A partir de estas garantías mínimas, sancionadas por la legislación, la mujer cesará de tener un destino a merced de su poder de compra, y su vinculación a su hogar dejará de significar para ella la renuncia a cualquier vida personal, el repliegue sobre la actividad doméstica. El autoritarismo masculino que rige aún nuestra vida familiar sufrirá quizá con ello, pero no la verdadera autoridad; y la familia esencial, comunidad de personas, comenzará a surgir únicamente entonces, para el mayor número de las formas inferiores de asociación.


LA PERSONA DEL NIÑO

La educación del niño es un aprendizaje de la libertad mediante una colaboración de la tutela y de sus poderes espontáneos. Lo que hemos dicho de la protección del niño contra el Estado es válido con relación a la familia en la medida en que ésta, de comunidad personal, tiende a degradarse en una sociedad cerrada. Igual que la mujer, el niño tampoco es un instrumento de la continuidad social o comercial de la familia o de las voluntades que ésta se forma a su respecto. La familia no tiene otra misión que la de tutora de su vocación. Todos sus esfuerzos deben ser orientados a hacerla surgir sin ilusión y a estimularla sin repugnancia. La ciencia y las costumbres dominantes hoy, que son una ciencia y unas costumbres de hombres y de adultos, desconocen el mundo de la infancia, su maravillosa realidad, sus exigencias, su fragilidad, y lo desconocen aún más que el mundo de la mujer. Lo desconocen y lo desprecian. Guardémonos mucho de idealizar ingenuamente a la infancia; nos acerca a formas brutas del instinto y a una naturaleza que no es totalmente angelical. Es, sin embargo, el milagroso jardín donde podemos enseñar y preservar al hombre antes de que haya aprendido a prescindir de la libertad, la gratuidad, el abandono. Cada infancia que protegemos, que fortificamos, despojándola al mismo tiempo de sus puerilidades, que llevamos hasta la edad adulta, eS una persona más que arrancamos a las invasiones del espíritu burgués, y, en cualquier sociedad que sea, a la muerte del conformismo. Es una fuente que guardamos viva. Igual para la familia que para el Estado, el interés puesto en el niño no debe ser un proyecto de apoderarse del niño. El liberalismo ha visto bien el problema pero, dando la vuelta al error, deja al niño a merced de los determinismos de su instinto y de su medio con el pretexto de no intervenir respecto a él. Una educación personalista es intervencionista, pero con la finalidad constante del desarrollo de la persona como tal. La mejor protección del niño contra las sociedades cerradas que le amenazan estará en hacer actuar concurrentemente, con títulos y grados diversos, a la familia, la escuela, el cuerpo educativo, el Estado, a fin de asegurar la limitación recíproca de sus abusos.

El medio familiar es el más natural para la expansión del niño. Es importante, sin embargo, que se limite el contacto del niño con el adulto, organizándole una vida propia en la sociedad de los niños de su edad; de arrancarle al egoísmo y a la promiscuidad de la familia como sociedad cerrada, sin apartarle en absoluto de familia comunidad. Es importante, para asegurar desde muy temprano esta aireación de la vida privada, el regularizar la vida pública del niño en unos organismos libres cuya orientación será dirigida por la familia (guarderías infantiles, jardines de la infancia, exploradores, etc.). La educación velará también sobre ese momento crítico en que el adolescente debe largar la amarra que le vinculaba demasiado estrechamente al puerto familiar, a fin de aprender una libertad que será su virtud de adulto.


LA FAMILIA EN EXTENSIÓN

El predominio de la propiedad agraria ha podido justificar la concepción patriarcal de la familia, englobando ramas numerosas bajo la autoridad legal, o simplemente moral, de un mismo jefe. La evolución que ha restringido a la familia en torno a la descendencia en línea directa, aliviando el núcleo familiar, es un progreso feliz en el activo de la persona. Las supervivencias del régimen patriarcal en una sociedad en la que ha perdido su alma, manifiestan bastante el peso con que estos conformismos colectivos gravitan sobre los dramas individuales.

Una familia viva, en un régimen vivo, en unas condiciones económicas' humanas, es fecunda naturalmente. No es con medios exteriores y con primas al interés como se incrementa la natalidad de un país, sino dándole una economía equitativa y una fe. Precisemos además que, aunque la natalidad no debiera encontrar un límite en el egoísmo de la pareja, está subordinada a la salvaguardia de la persona física y moral de los padres y de cada uno de los hijos. Una concepción puramente cuantitativa de la maternidad, que no tuviera en cuenta los problemas difíciles que plantea esta exigencia primordial, un natalismo únicamente inspirado por el poder del Estado o la fuerza de la raza (elementos no despreciables, pero de carácter secundario) serían concepciones puramente materialistas, pese a los equívocos de las propagandas.

La familia es una comunidad natural de personas; es, pues, superior al Estado, que no es más que un poder de jurisdicción. Sus derechos, posteriores a los de sus miembros, son anteriores a los del Estado en todo lo que respecta a su existencia como comunidad y al bien de sus miembros como personas. Está, sin embargo, limitada por el Estado, regidor de la nación, y eventualmente por el representante jurídico de la Comunidad internacional, en toda la medida y en la exclusiva medida en que ella y sus miembros no son, con relación a estas sociedades, más que individuos partes de un todo. En virtud de una función que definiremos más adelante, estos poderes superiores en extensión tienen un derecho de supervisión e intervención en sus actos, dentro de los límites arriba indicados, y paralelamente un derecho de protección de las personas contra los posibles abusos interiores en la familia.



Notas

(1) Cf. N° especial de Esprit, junio de 1936.

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