Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III. LA CULTURA DE LA PERSONA

LA CULTURA BURGUESA

No es simplificar arbitrariamente el complejo sociológico de la cultura en una época dada, ni desconocer todo lo que, muy felizmente, trasciende así del sociologismo, el deducir de ella la dirección dominante a la que, en un período de decadencia continua, tiende a deslizarse el conjunto de sus realizaciones.

La cultura de los últimos ciento cincuenta años está marcada por el choque de la sociedad con el espíritu burgués. La huella se nos presentará mucho más clara cuando descendamos hacia las formas de cultura más relajadas o las más cristalizadas.

El mal es evidente si consideramos a la cultura en esta zona de gran difusión en la que se materializa en hecho social: opiniones comunes, ideas dominantes, sistemas, estilos, modas, materias de enseñanza. Sobre este plan, desarmada, subyugada hasta ser sombra de sí misma, no refleja más que los cuadros de la sociedad que la acepta. Sirve aún, está aún comprometida, pero al modo y, en el espíritu de los maestros, de igual forma que una sirvienta que recibe un salario por los trabajos de su oficio: o bien los poderosos del día la emplean para justificarse ante sus propios ojos; ellos adquieren entonces entre los intelectuales algunos lacayos sin ilusión sobre su tarea e impregnan el nivel medio de los demás de sus hábitos de pensar; o bien la desvían hacia los sueños, las evasiones, las fantasmagorías, que no tienen ya por función, como la verdadera poesía, realizar plenamente al hombre en la cúspide de su tarea, sino adormecer y desviar su voluntad. Funcionarios tolerantes e irresponsables, bufones diletantes e inconscientes, coleccionistas sin peligro de pequeña historia (véanse nuestras grandes revistas), de erudición (véanse nuestras tesis de la Sorbona), o de viejos libros (véanse nuestros académicos), he aquí el cuerpo selecto que distribuye hoy la cultura.

El mundo burgués esclaviza así, directa o confusamente, una zona cada vez mayor de la cultura que ha heredado y de la que ya no es capaz. Su acción disolvente es tanto más rápida y profunda en cuanto que, por instinto, relega la cultura al último escalón de sus jerarquías. Sigamos siempre el mal del exterior al interior. Si no los grandes oficinistas, ¿resisten al menos los creadores?

La condición que el mundo del dinero impone al intelectual y al artista les apartarían claramente de su vocación, salvo por heroísmos (1). No tienen acceso alguno a su sociedad a menos que la sirvan, renunciando al trabajo honrado por un pensamiento acomodaticio, o por un arte minoritario, clasista y snob, destinado al gusto de los salones y de las capillitas financieras. En rigor, el burgués es indulgente respecto a ellos cuando le divierten, aunque sea a su costa, si no estima la audacia demasiado peligrosa. A los demás, los rechaza como desperdicios de su estamento y los ignora. La desgracia es que, impregnado por el individualismo ambiente, el artista le ha cobrado gusto a este aislamiento y se ha dejado embriagar por su demonio interior hasta creerse el dueño todopoderoso de su arte, el profeta de instinto divino, el demiurgo del mundo. Lo ha aceptado todo de sí mismo, los caprichos, las extravagancias, las perversidades, hasta encerrarse en la exploración de esa torre de marfil donde el marxismo finge ver la iglesia misma de lo espiritual. Cree vomitar al burgués y consiente en el mismo individualismo con el cual ha motejado al burgués. Por ello, el burgués que conserva un poco de imaginación se encuentra como en su casa tanto en Montparnasse como por el camino de Swann. ¡Cómo no le ha de agradar el sitio donde reina, bajo la dictadura de la fórmula y del gusto del día, un arte cuyo recurso último es la habilidad o la sorpresa? Sólo algunos artistas tienen una conciencia lo suficientemente lúcida para escaparse, pero no lo bastante viril para salir de la desesperación; ellos no se vuelven a algunas fuentes dispersas de la cultura más que en ciertas embriagueces debidas más a la hipnosis que al compromiso decidido y honrado en una vocación. Al mismo tiempo que al pensador o al artista, el mundo burgués envilece progresivamente al público que podría aún darles audiencia. A la parte más numerosa, y originariamente la más sana, el elemento popular; le ha impuesto un régimen de gran capitalismo en tales condiciones de vida que la preocupación por el pan cotidiano elimina de ella cualquier preocupación desinteresada. Para los demás, el mundo burgués ha reabsorbido todo valor en la carrera por el dinero bajo sus formas avaras o insolentes. Por encima de la vida, de las cosas, ha colocado, finalmente, su visión utilitaria, esquemática y cuantitativa que las depoja de su esplendor. Oprima a los hombres, o les favorezca, ¿qué lugar les deja, qué gusto, qué posibilidades para la meditación de la verdad o la contemplación de lo bello? De esta forma, un público cada vez más envilecido acelera a su vez el movimiento que arrastra al creador al servilismo o le condena al aislamiento alentando a su lado todas las pretensiones de los fabricantes.

Si pasamos de los hombres a las obras, descubrimos ya la intrusión de los valores burgueses en el acervo de problemas, de ideas, de temas que tienden a imponerse a la fabricación y al consumo ordinarios. Es preciso no contentarse en este punto con una observación fácil. Que el novelista o el pintor de esta época hayan escogido sus modelos más constantes en la sociedad burguesa, el hecho es más significativo que temible: se puede hacer una gran novela (o un gran cuadro) con un tema mediocre, y la primera literatura de los regímenes nuevos, demasiado próxima de su materia, es frecuentemente inferior en calidad a las mejores obras de la decadencia que la precede. Es más grave el hecho de que el tema deforme, por las pasiones que pone en acción, la libertad misma de la creación y la independencia de la búsqueda. Esta esterilización de la obra mediante el tema tiene testimonios muy distintos: simplificación dogmática de los personajes y de las ideas en las obras de justificación como la novela de Bourget o la crítica de Massis; desabrimiento de la inspiración en las sentimentalidades o virtudes burguesas; idealización de los problemas en el filósofo o el ensayista, que se abstrae de la burda realidad, y frecuenta con mayor gusto el teatro universitario de ideas que su drama vivo; o en el novelista especializado en los problemas que vegetan por los placeres de la ociosidad. El arte de evasión, al que se pide el hacernos olvidar la vida cotidiana, en el momento mismo en que la vivimos, y la rebelión de los inmoralistas, que no tiene el valor de desembocar en una fe, no hacen más que girar alrededor de la misma descomposición, que transmiten insidiosamente a un público envilecido y sin defensa.

El tema corrompe mucho menos al creador y al consumidor de la cultura por los límites en que le encierra que por el hundimiento de valores que acompaña a esta limitación. No es principalmente desde fuera, por sus motivos, como la sociedad burguesa golpea de muerte a la cultura. Es desde el interior, expulsando la realidad que le da su medida y el esfuerzo que requiere.

Esta realidad es en sentido propio metafísica, trascendente a toda física, a la física social incluso, o aun sublime, como decía Kant: aunque no nos demos cuenta, asistimos a un derrumbamiento masivo y lento de la metafísica en la historia y la psicología; de las artes mayores en las artes menores; de la contemplación en la emoción; de la ciencia en la erudición; del sentido de la verdad en el gusto del análisis; de los gobiernos en las combinaciones; de la vida privada en los sucesos. Estos saberes separados de la sabiduría son prerrogativas de las que se disfraza una pretendida élite para asentar su suficiencia y cerrar sus fronteras. En los últimos grados de este derrumbamiento. la cultura burguesa no tiende ya a lo universal humano a la grandeza trivial, que unen; sino a lo raro, a lo distinguido, a lo oscuro, a lo pintoresco y lo decorativo, que singularizan y separan. No ya a lo sólido y a lo real, sino a los reflejos de lo psicológico y, después, lo patológico y lo anormal. No ya a la ascesis intelectual, una de las grandezas del mismo racionalismo que combatimos, sino al juego de la sensación pura, golosa de sus efectos. Al final de la decadencia, esa cultura se desinteresa de todo contenido para no actuar más que con las formas y los procedimientos. Tras haber rehusado el comprometerse para no plantear ya más que preguntas, ni siquiera pone ya en juego las interrogantes. La habilidad, el oficio, y el oficio que consiste en disfrazar el oficio, ocupan el lugar de la creación y del simple trabajo honrado del espíritu. La crítica no juzga más que sobre la base de esos artificios y sobre el rumor de los cenáculos. En este momento, ser cultivado consiste esencialmente en ser cobarde con elegancia.

Mediante esta vida interior, la cultura burguesa se inclina del lado del poder. Como escribía Denis de Rougemont (2): No hay ejemplos en la historia de que una literatura sin necesidad interior no haya sido finalmente utilizada ... Todo lo que no está ya al servicio de los hombres, está ya al servicio de aquello que les oprime.


ALERTA A LA CULTURA DIRIGIDA

Que el acto último de la cultura sea comprometerse y servir, no suspender el juicio y aislarse de la acción, ello no impide que este compromiso y este servicio sean únicamente concebibles como un intento de la persona organizando conjunta y progresivamente el terreno de su conocimiento y el de su acción. No es así como la concibe cierto antiliberalismo. Nos referimos aquí expresamente a cualquier estatismo cultural, fascista o marxista, que hace de la distribución de la cultura un monopolio del Estado o una función de la colectividad.

Hemos conocido formas radicales de esta servilización: la ortodoxia de Estado, que doblega directa o indirectamente todas las actividades culturales como en la Alemania nazi o en la Rusia comunista, igual que todas las formas de intolerancia civil.

Pero existen otras más limitadas y no menos inquietantes (3). Se siente el desolador abandono de la creación y de la circulación culturales en el mundo moderno. Se las ve esclavizadas a un cuasi monopolio de los poderes y del espíritu capitalista, comprometidas por la desafección del público aun cuando su actividad continúe siendo libre. De ello viene a la mente el que una organización poderosa, edificada fuera del orden capitalista, podría competir en su dominación y despertar los intereses dormidos del público.

Esta es una idea embrollada. Parte de tres realidades exactas. Primera verdad: compete a las amplias organizaciones, y principalmente al Estado, poner en acción unos instrumentos de cultura (edificios, laboratorios, impresiones o manifestaciones costosas, etc.) que sólo ellas tienen los medios suficientemente poderosos para realizar. Segunda verdad: cuando el público ya no va a la cultura, es preciso que la cultura vaya al público y le estimule. Tercera verdad: la cultura sólo es general y unificadora. Pero cuando se da al Estado; o a cualquier academicismo centralizado, al mismo tiempo que la realización material de ciertos instrumentos poderosos, la dirección sistemática del movimiento cultural, se pierden estas dos verdades básicas en un laberinto fatal de contraverdades y trampas.

En primer término, el consúmo cultural descansa en la creación cultural, y la creación cultural es la obra, madurada en libertad, de personas singulares, o, para ciertas obras menores, de pequeñas comunidades de personas. En cuanto un organismo un poco pesado presione sobre esta espontaneidad creadora, a imponer al creador direcciones trazadas de antemano en lugar de la ascesis personal de la que sólo él conoce los caminos y el ritmo, en el mejor de los casos se producirán buenos objetos en serie; pero obras, en absoluto. Está de moda desde hace cierto tiempo entre los escritores marxistas el oponer a Prometeo, que roba el fuego del cielo y con ello pierde la libertad, con Hércules, que vence las fuerzas de la tierra y vive temido. Nosotros defenderemos a Prometeo. ¿Dónde iría a buscar el fuego si no es por encima de sus fuerzas habituales? Por encima o más allá de sí mismos, el artista, el pensador, el sabio, van a reconocer la realidad pictórica, musical, etc., que transmitirán en sus obras. Entre esta realidad y el hombre, la meditación personal es la única vía de comunicación posible. Cualquier obra, cualquier cultura que dirige su impulso hacia un fin situado por debajo de esta realidad, sigue siendo una obra o una cultura menor.

Tal es precisamente el peligro de una cultura dirigida que se apoya, o sobre la utilidad social, o sobre un sistema ideológico, o sobre un arte de masas. La utilidad social entra en juego en las artes menores, en las artes utilitarias (como la arquitectura) o en las realizaciones técnicas: en cualquier otro sitio compromete sus obras, que se envilecen en cuanto ya no están orientadas hacia su propia perfección sino hacia su función económica. Los sistemas ideológicos no hacen más que someter al creador deficiente a unos conformismos exteriores, y reducirlo a un fabricante sobre modelos dados: en ese momento, unos creen ser artistas cristianos porque pintan iglesias, y otros ser artistas socialistas porque muestran hombres en camisa.

La preocupación por la comunidad plantea problemas cada vez más difíciles: al hombre que lleva el artista es a quien corresponde adquirirla; inserto en una humanidad que habrá expulsado el egoísmo, se habrá despojado de sus vanidades y estará lleno de caridad por los hombres, su arte tendrá quizá la dicha de llegar a un número mayor de hombres, pero lo hará por un exceso de gracia, y nunca por intención premeditada. El vínculo del artista con la obra y de la obra con el público es demasiado misterioso, demasiado distinto, demasiado imprevisible para que pueda ser objeto de premeditación incluso individual. Se tiene razón al decir que el creador hallará siempre más riqueza en un contacto con el pueblo auténtico que en la atmósfera confinada de los cenáculos. Pero este contacto afecta a la preparación del hombre para su obra, no a la ejecución misma de la obra, que no obedece a otras leyes más que a las leyes propias de la obra. Algunos críticos socialistas, incluso, no tienen dificultad en reconocer que el pueblo, y especialmente el proletariado de las ciudades, está hoy demasiado aburguesado y desinteresado por la cultura para orientar sólo hacia él las perspectivas de la cultura nueva. Es necesario ir más allá. Las colectividades no crean la cultura. La obstaculizarán siempre, bajo el mejor régimen, por su propensión natural a las simplificaciones, a las ampliaciones, a la facilidad. Por lo demás, le dan su trama, unos temas, una vitalidad, son la savia y el terreno de los que el creador no debería aislarse; pero sin él, no irían más allá del folklore, de una sabiduría más o menos utilitaria, de una mitología. El creador personal es quien da el arranque mediante el cual estas riquezas se hacen universales. Hemos hablado de la importancia que concedemos al renacimiento comunitario. Más adelante sostendremos una concepción federalista de la organización política. Con ello, nos sentimos más libres para denunciar ahora las tentaciones del arte colectivo, que subordina todas las artes a las utilitarias o a las artes menores, y especialmente a la arquitectura; volveremos a correr así el peligro de un federalismo cultural que sacrificaría la universalidad de las grandes culturas a unas dependencias más o menos íntimas con el folklore regional.

No pensamos solamente en el riesgo corrido por las obras cuando damos el grito de alerta ante la cultura dirigida. No hay necesidad de una clarividencia excepcional para prever el ejército de primarios que nos proporcionarían unas medidas masivas y precipitadas de educación popular. ¿Aristocratismo? Es todo lo opuesto. Conocemos, por el contrario, el igual reparto de las élites en todas las clases sociales, y que los hombres del pueblo poseen la mayoría de las veces más saber real que los profesores y los críticos que vendrán a enseñarles: y por ello queremos preservar estos brotes o estos gérmenes de una cultura fresca contra los designios de los semisabios. Con las mejores intenciones del mundo, se hará avergonzarse a estos hombres simples de su sabiduría informe o de sus gustos primitivos, se les imbuirá el respeto a todo el bagaje de los vendedores de instrucción, a la cantidad de cosas sabidas, a la habilidad, a la elocuencia. Creerán que conocen realmente cuando se hayan quedado maravillados por la coherencia lógica del primer sistema recién llegado y que realmente paladean porque han aprendido las admiraciones reconocidas y los comentarios apropiados. No son las intenciones lo que nosotros atacamos. El fin último del personalismo es también darle a todo hombre sin excepción el máximo de verdadera cultura que pueda soportar. Sólo estamos contra los medios, exteriores y masivos, que obrarían en sentido inverso al fin propuesto.


DE UNA CULTURA PERSONALlSTA

En nuestra crítica de la cultura burguesa y de la cultura dirigida hemos expresado, de pasada, todos los elementos de una cultura personalista. Basta con volverlos a mostrar brevemente.

1. El acto inicial de valentía de los intelectuales que quieran colaborar es abandonar y hundir el opulento navío de la cultura burguesa. No hay nadie entre nosotros que no haya luchado por ello y que no conserve de la lucha ciertas huellas, ciertas deformaciones. Primera tarea: llevar el fuego a todos los rincones. La educación no se puede rehacer: nosotros seguiremos siendo, sin duda, seres híbridos. Es una razón para no estar tan orgullosos de nuestra pretendida élite, pero no es una razón para no quemar nuestras impurezas, y sí para trabajar, a caballo sobre dos mundos, a favor de los herederos más jóvenes que nos llegarán mañana.

2. Hoy, como siempre, el recurso de la cultura está en el pueblo. Montaigne y Rabelais lo sabían, y Pascal y Péguy, que no por ello eran comunistas. El deber de los intelectuales personalistas no es el de ir al pueblo para enseñarle sus saberes más o menos contaminados, ni alabar sus insuficiencias, sino colocarse, con la experiencia que puedan tener del hombre y del verdadero saber, al acecho de todas las fuentes de cultura que buscan ciegamente su camino en la inmensa reserva popular. En ella discernirán con modestia las promesas, y, sin violentarlas, les ayudarán a encontrarse siguiendo su propio impulso. Creer que toda la fracción del pueblo que no está contagiada de decadencia burguesa lleva en su seno las promesas de la cultura nueva, no es sancionar la incultura, la vulgaridad y la indiferencia de la fracción contaminada. Tampoco es, como ocurrió durante largo tiempo en la URSS, reducir toda la cultura a lo que sigue estando cerca de la actividad técnica y encerrada en las consignas de un partido todopoderoso. Es sacar a la luz las élites obreras, campesinas, universitarias, etc., en las zonas más sanas de cada grupo humano, y mantener su diversidad. Marcel Martinet, Victor Serge, Henri Poulaille, Henri de Man, han expresado sobre esto ideas en que un personalismo socialista encontraría fácilmente dónde injertarse: únicamente se desearía, en algunos, que fuese menos exclusivamente obrerista.

3. Al tomar su savia en el pueblo, la cultura nueva no debe eludir esta exigencia fundamental de toda cultura que le transmite lo mejor de la herencia cultural: no hay más cultura que la metafísica y personal. Metafísica: esto es, que mira por encima del hombre, de la sensación del placer, de la utilidad, de la función social. Personal: esto es, que sólo un enriquecimiento interior del sujeto y no un acrecentamiento de su saber hacer o de su saber decir merece el nombre de cultura. Esta condición impone que el despertar cultural de los tiempos nuevos se haga por irradiaciones progresivas de unos núcleos independientes, y no con medidas administrativas centralizadas; por lenta formación, y no mediante acumulación apresurada.

El régimen de los grupos de iniciativa cultural debe seguir siendo un régimen de libre concurrencia. Entre (ellos, el Estado no tiene por función más que el suscitar la emulación, alentar, excitar: y aún deben hacerle concurrencia a él en este cuidado las comunidades locales y las colectividades de trabajo, quienes contribuirán a romper, mediante su efervescencia, cualquier tentativa de estatismo cultural.

4. Metafísica: la cultura encuentra así un principio de totalidad; debiendo someterse siempre a los puntos de vista de la persona, se libra al mismo tiempo del totalitarismo.



Notas

(1) Número especial de Esprit, L'Art et la révolution spirituelle, octubre de 1934; L'Odre nouveau, De la culture, febrero de 1935.

(2) Esprit, Preface á une littérature, octubre de 1934. pág. 28.

(3) Esprit, Alerte á la culture dirigée, noviembre de 1936.

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