Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

V. LA SOCIEDAD POLITICA

DESCRÉDITO DE LO POLÍTICO

Toda la Edad Media ha repetido, tras la Antigüedad clásica, que el hombre es un animal político. Ninguno de los pensadores del siglo XVII dejaba de añadir una Política a su Teodicea y a su Lógica. Puede medirse su decadencia si se compara este prestigio de una época en que la política no ocupaba siempre la mejor parte de la vida de los hombres, con el descrédito en el cual ha caído la vida política entre los mejores. Arrastrándose en las zonas más bajas de la ideología, del sentimentalismo y de la componenda, se ha convertido en el más vulgar aspecto del desorden. La vida pública es, con los mismos títulos que la vida privada, una forma vital de la vida personal. Hela aquí rechazada, como la vida privada, a un terreno acotado, tan ajeno al hombre interior que, aquellos que conservan el sentido de la persona y lo que hemos llamado el sentido del prójimo, han adquirido poco a poco respecto a ella una invencible repugnancia.

Para devolver a la vida política su espiritualidad, y devolvérsela desde su interior, nos es preciso reconstruir la vida política sobre organismos que expresen, sin envilecerla, a la persona integral. Restituiremos así a la política su bello sentido lleno del aprendizaje total del hombre en su ruta hacia la comunidad.

Recordemos que la vida personal nace de una tensión entre dos polos: el de la individualidad y el de la persona espiritual. Un individualismo puro lleva a la dispersión de la sociedad política en la anarquía. Un idealismo puro conduce a la apatía de una tranquilidad agradable de satisfechos; un racionalismo puro, a la cristalización de un aparato inmóvil y opresor. El realismo de la persona considera estas soluciones truncadas como otros tantos abandonos. Sigue el perfil mismo de la persona: equilibrio tenso entre dos planos de realidad, posee posibilidades de no conducir a una expresión unitaria de su vocación política, sino a dos expresiones divergentes, mezcladas, cruzadas sobre unas realizaciones mixtas, donde una y otra predominarán sucesivamente.


EL INDIVIDUO CONCRETO. SU SOCIEDAD: LA PATRIA

El individuo -no el individuo abstracto del racionalismo jurídico, sino el individuo vivo, lugar de enraizamientos carnales y de ternuras cercanas a la vida instintiva- tiene como sociedad natural el conjunto de sus vínculos afectivos con el medio social que le rodea inmediatamente, cuyas influencias circulan a su alcance. La persona rebasa infinitamente esta vida sensible. Sin embargo, al integrar al hombre en su totalidad, ella no ]a desprecia en modo alguno. Se puede reservar a esta sociedad elemental del individuo el nombre de patria, que señala mejor que ningún otro la parte que en ella tienen la sangre y el lugar de nacimiento.

Se ha hecho observar frecuentemente, tomándolo de Bergson, que el hombre, por sus vínculos sensibles, parece hecho para sociedades muy pequeñas. En sentido estricto, despojado de todos los conocimientos y de toda la elocuencia con que se le encubre, el amor a la patria es un amor cercano y de corto alcance. Por esto, forzando apenas los sentimientos reales de los hombres, algunos han podido restringir el sentido de la palabra a la patria local (1), bretona, provenzal, flamenca, catalana, valdense o genovesa. Es bien sabido que, incluso en Francia, en la nación más unificada de Europa, los regimientos meridionales han estado a punto de desinteresarse en un momento crítico de la guerra de la defensa del Norte. Por eso mismo, la patria tiende a ser una sociedad cerrada, cuyo movimiento propio es cerrarse sobre sí.


LAS FALSAS UNIVERSALIDADES: NACIONALISMO, ESTATISMO

Ahora bien, la persona es exigencia de espiritualidad y de universalidad. Si rechaza la aceptación de su simulacro en unos ideales vagos o en unos sistemas opresores, no puede sentirse satisfecha con una sociedad puramente física y afectiva, aun cuando la transfigure bajo el reflejo de su vida total. Ella aspira, a través de unas sociedades cada vez más espirituales, a esa comunidad límite de las personas que sería la más concreta al mismo tiempo que la más universal.

Las colectividades, como las personas, buscan la universalidad en dos direcciones falsas. En un caso, se la figuran según los sentidos la sugieren, imaginando más espacio o mayor poder para su vida sensible. O bien, apercibiéndose de lo burdo del procedimiento, pasan al otro extremo, y persiguen la unidad en una representación abstracta e indiferenciada del espíritu. Tan sólo entonces reconocen en este orgullo exangüe una nueva forma de inhumanidad y piensan en juntar desde el interior el espíritu con la vida.

Los regímenes fascistas, de carácter más bien racial y nacionalista que militar o estatista, han buscado una salida para el animal político de las grandes naciones modernas en el organicismo biológico que denunciamos al comienzo. Estas afectividades instintivas, que pueden ser una virtud a nivel del individuo y de su sociedad propia, bajo la autoridad y la vigilancia constante de la vida personal, las han inflado a escala nacional. Espiritualizar la sociedad, para ellos, es agrandar a escala de la vida pública, entorpecidos, desmesurados, los sentimientos que unen a un hombre con toda la carne de sus relaciones cercanas. Tal es, hablando con propiedad, aunque expresada en términos fascistas, la concepción individualista de la nación. Es propuesta al hombre como la comunidad espiritual suprema, al mismo tiempo que como lo supremo concreto. Sin embargo, es el Estado fascista quien finalmente lo expresa, con lo que llegamos, a fin de cuentas, a la segunda aberración.

Se trata del estatismo. Hemos demostrado cómo el estatismo fascista consagraba la renuncia de las personas, en un régimen liberal, mediante un conglomerado violento de los residuos del individualismo. Reprocha al Estado liberal el ser una simple representación del espíritu, pero él es un simple engrandecimiento del individuo abstracto y reivindicador. Poco importa la concepción, jacobina, racista o imperialista de la nación sobre la cual el estatismo apoya sentimentalmente su poder, puesto que identifica finalmente a la nación con el Estado. No hay realidad, ni derechos anteriores al Estado que éste deba respetar, ni Derecho superior al que deba someterse. Coincide con la sociedad: nada le es externo, sea en el ámbito nacional, local o privado. El se otorga a sí mismo la administración directa de toda la realidad nacional, que un largo esfuerzo centralizador ha concentrado en sus manos. Nadie tiene facultad para invocar frente a él la inejecución de una obligación. No residiendo ninguna soberanía en la nación, ninguna representación real asciende de ella. Toda autoridad es autoridad de gobierno, y desciende del poder central, de los hombres audaces que se han apoderado del Estado. Es un gran error, dice un teórico fascista, Rocco, el confundir la nación con el pueblo, y reabsorber aquélla en éste. El gobierno pertenece por posesión natural a una especie de clase predestinada que se rehace constantemente en el seno de la nación: la de las élites dirigentes. Su voluntad, determinada por un jefe, anima con una virtud descendente a un partido de Estado, que es el elemento dinámico del Estado, el que le preserva de continuar, corno su nombre podría indicar, estático. Admitido como infalible en su función de manifestar la voluntad y el destino del Estado, es el intermediario entre él y la nación pasiva; propagador, en un sentido, de la doctrina del Estado; en otro, órgano capilar que infiltra al pueblo entero en la vida del Estado. Al ser el carisma que le inspira la divinidad inmanente de la nación, detenta el monopolio de la opinión; todas las demás opiniones, incluso la indiferencia, son subversivas. El interés general es el interés del Estado. Decía un día un fascista de renombre que, aunque doce millones de síes se transformasen en veinticuatro millones de noes, el Estado fascista continuaría: sería preciso admitir que el pueblo había sido atacado de locura colectiva.

Nada por debajo del Estado, nada por encima. Sólo encuentra en sí mismo su límite y su ley. No se rige por lo honesto, sino por lo útil y lo eficaz. Así, todos sus atrIbutos se concentran en su fuerza. La debilidad es su pecado capital. No es un mínimo de gobierno, sino un máximo de gobierno lo que para ello se requiere. Su institución fundamental no es la representación o el control, sino la policía (2).

No pintamos únicamente bajo estos rasgos al estado n totalitario límite. El cáncer del Estado se forma en el seno mismo de nuestras democracias. Desde el día en que privaron al individuo de todos sus enraizamientos vivos, de todos sus poderes próximos, desde el día en que proclamaron que nada existe entre el Estado y el individuo (Ley Le Chapelier), que no se permite la asociación de los individuos de acuerdo con sus pretendidos intereses comunes (íd.), el camino estaba abierto para los Estados totalitarios modernos. La centralización extiende poco a poco su poder, con ayuda del racionalismo, que repugna a toda diversidad viva: el estatismo democrático se desliza hacia el Estado totalitario como el río hacia el mar.

Se ve muy bien qué complicidades le sostienen. Los poderes próximos y las sociedades locales tienen, como decíamos, una tendencia a cerrarse sobre sí mismos, a ahogar el impulso personal en la afectividad sensible, a triturar la sociedad. Una cierta pasión de lo universal y de la grandeza se irrita por este proximismo vital donde el individuo busca comodidades y refugios, más que aventuras. Comienza a desviarse cuando cree que el Estado y su sistema abstracto pueden airear la vida pública, y liberar una vida demasiado encerrada, ya que ante todo parecen indiferentes a los individuos y hostiles a las atmósferas cargadas. Dan cierta rienda suelta al individuo, únicamente para sujetarle de nuevo con más seguridad.

Desde el punto de vista del personalismo, todas lás diferencias se borran entre la primacía germánica de la nación, la primacía latina del Estado, el estatismo liberal al servicio de la nación, la dictadura política del proletariado al servicio de la nación proletaria. Estos distintos aspectos del estatismo bordan variantes ideológicas alrededor de una realidad maligna que pertenece a la patología social: el desarrollo canceroso del Estado sobre las naciones modernas, cualquiera que sea su forma política. Cuando por añadidura se haya anexionado la economía, este Estado-Nación, con o contra el capitalismo, con o contra la democracia, se convertirá en la amenaza más temible que el personalismo debe afrontar en el terreno político.


DEL ESTADO DE INSPIRACIÓN PLURALISTA

Ninguna concepción media puede luchar con suficiente poder contra esta forma masiva de la opresión que seduce progresivamente a todos los pueblos desilusionados y debilitados por los parcos alimentos de la civilización liberal. Sólo una mística viva del hombre integral puede suscitar la defensa heroica que se impone hoy alrededor de las últimas zonas parcialmente incontaminadas. Volvamos, pues, a partir de la base.

La realidad política está compuesta de personas que intentan encarnar su voluntad comunitaria, y de sociedades, que agrupan a hombres unidos en la búsqueda de un fin humano cualquiera o simplemente en la expresión de una afinidad afectiva o espiritual.

La patria, descrita más arriba, es la más primaria, la más instintiva de estas sociedades. Sobre ella se superponen las sociedades económicas, culturales o espirituales.

La nación es el abrazo que reúne a ese florecimiento espontáneo de sociedades diversas alrededor de las personas, bajo la unidad viva de una tradición histórica y de una cultura particularizada en su expresión, pero con poder de universalidad. Es, como se ve, una realidad mixta y no cristalizada: por abajo, receptáculo de una multiplicidad de sociedades a las que no tiene que digerir, sino que mantener con vigor; por arriba, si no comunidad en el sentido perfecto de la palabra, sí al menos entidad comunitaria, vínculo flexible y vivo entre la universalidad que únicamente cada persona como tal puede alcanzar y llevar, y las sociedades carnales que rodean y retienen al individuo.

Por encima de la patria y de la nación, mantenemos la prioridad de la comunidad espiritual personalista, que se realiza más o menos perfectamente entre personas, más frecuentemente a pequeña escala, pero que permance como modelo lejano de todo el desarrollo social.

El Estado no es una comunidad espiritual, tina persona colectiva en el sentido propio de la palabra (3). No está por encima de la patria ni de la nación, ni con mayor razón de las personas. Es un instrumento al servicio de las sociedades, y a través de ellas -contra ellas si es preciso- al servicio de las personas. Instrumento artificial y subordinado, pero necesario.

Personas y sociedades, por la fuerza disolvente del individualismo, y por la gravidez de las necesidades materiales, sucumbirían a la anarquía si fuesen dejadas a su deriva. El optimismo del individuo liberal y el utopismo anarquista no se apoyan más que en un conocimiento simplista de la persona. Es preciso un recurso último para arbitrar los conflictos de las personas y de los individuos entre sí: este último recurso es la jurisdicción del Estado. Por lo demás, cuando cierto número de sociedades manifieste una voluntad nacional común, el Estado protegerá su seguridad.

El Estado no tiene únicamente ese papel negativo. Las personas buscan su realización en sociedades diversas. Estas sociedades trabajan en orden frecuentemente disperso, sus medios son limitados, y sus acciones, incoherentes. El Estado, servidor de las personas, tiene como función poner a disposición de estas iniciativas los mecanismos de coordinación que facilitarán sus esfuerzos. Pero es necesario precaverse aquí de dos peligros.

El primero sería el de reintroducir, por esa vía indirecta, el imperialismo del Estado: se le evitará cuando, sin quitar a esta función del Estado el rigor de un derecho, se le niegue la autoridad espiritual. El poder del Estado, en su misma función política, está limitado por abajo, no exclusivamente por la autoridad de la persona espiritual, sino por los poderes espontáneos y consuetudinarios de todas las sociedades naturales que componen la nación. Como dice Georges Gurvitch, la soberanía del Estado no es más que un pequeño lago perdido en el inmenso mar de las soberanías particulares. Por arriba, el Estado está sometido a la autoridad espiritual, bajo la forma aquí competente, que es la soberanía suprema del derecho personalista. A fin de guardarse contra los abusos del poder del Estado, estas dos soberanías autorizadas deben poseer, frente al Estado, sus órganos propios de iniciativa y de defensa: las primeras se encarnarán en los organismos completos y ampliamente autónomos de los gobiernos locales, de los grupos económicos y de los grupos espirituales; la segunda podrá ser confiada a la custodia de un Consejo supremo, a imagen del Tribunal Supremo de los Estados Unidos o del Consejo de Estado francés, pero de un Consejo supremo joven y progresivo, elegido por las fuerzas vivas de la nación, y que no sea, como el primero, el refugio de las inercias conservadoras, o, como el segundo, un simple órgano jurídico de solución oficial de litigios.

Así el personalismo cerca y obliga al Estado, igual que el Estado cerca y obliga hoy a la persona. Esta inversión de términos es normal, ya que el Estado es el instrumento, y no la persona. Sin embargo, si es necesario negar al Estado cualquier atisbo de autoridad espiritual, sería un nuevo peligro el rehusarle un servicio de orden espiritual. La actividad del Estado no es formalmente material; vinculada al hombre, es formalmente espiritual, por limitado que sea su alcance. Ciertas fórmulas, que hacen del Estado una especie de empleado para los trabajos serviles, de ejecutor de las tareas sin importancia, suponen el riesgo, sea cual sea su intención, de prestarse a confusión en sus términos. El Estado personalista no es una Iglesia o un sustituto de la Iglesia, ni mucho menos un simple mecanismo técnico, filosóficamente neutro e indiferente como es, al menos en teoría, el Estado liberal. El Estado personalista no es neutro, es personalista.

¿Quiere esto decir que él se atribuye el derecho de imponer por la fuerza el personalismo como otros imponen el fascismo o el comunismo? Esto sería una contradicción en los términos. La tradición clásica gustaba de decir que el poder del Estado no es de naturaleza despótica, como el del hombre sobre las cosas, sino de naturaleza política: es un poder flexible, tal como lo requieren unas persónas que no obedecen a un gesto, sino mediante una adhesión libre. Como el Estado, en sentido estricto, no es ni una persona ni una comunidad de personas, resulta absurdo pensarlo como posible portador de una verdad y su propagandista, lo cual no es propio más que de las personas y de las comunidades espirituales. No tiene el Estado por qué determinar la vocación de las personas ni la orientación que esa vocación ha de seguir; ni tiene por qué solicitar gestos que perpetúen la hipocresía social y el servilismo espiritual. Las fuerzas espirÍtuales no tienen nada que perder con tal concepción del Estado: lo que ellas le mendigarían hoy para apoyarlas, él se lo volvería a arrebatar para combatidas, si cambian las circunstancias, con la excusa falaz, pero difícilmente discutible, de los compromisos de la víspera. Nosotros no somos liberales. Unos y otros creemos en una verdad, humana o sobrehumana, y pensamos que ella no debe seguir siendo asunto privado, sino que debe penetrar en las instituciones igual que en los individuos. Pero únicamente debe penetrar en ellos por influencia directa; el papel del Estado se limita, de una parte, a garantizar el estatuto fundamental de la persona; de otra, a no poner obstáculos a la libre concurrencia de las comunidades espirituales.

Por ello el Estado debe garantizar necesariamente ese estatuto fundamental, que es un estatuto personal. Este servicio justifica el empleo de la violencia en unas circunstancias definidas. El Estado tiene derecho de coerción sobre los individuos o sobre los cuerpos sociales, en los siguientes casos, y únicamente en ellos:

cuando un individuo o un grupo amenace la independencia material o la libertad espiritual de una sola persona: así, el Estado tiene el deber de luchar contra la tiranía de los trusts, o de los bancos, o de un partido armado, hasta la eliminación completa del peligro;

cuando un individuo o un grupo, cediendo a su anarquía natural, se niegue a las disciplinas sociales que se juzguen necesarias por los Cuerpos organizados de la nación, de acuerdo con él, para asegurar la independencia material o la libertad espiritual de las personas que componen la comunidad nacional: por ejemplo, juzgando que la independencia material de las personas está comprometida por un modo determinado de la economía, tiene derecho a instituir un servicio público encargado de asegurar a todos este mínimo vital, y a forzar a cada uno a colaborar en su consecución.

Cuando haya conflicto entre el Estado y el individuo o los Cuerpos interesados, habrá de juzgados el Tribunal Supremo de garantías. Lo esencial es que el Estado se eclipse después de cada iniciativa, y ponga en manos de los organismos constituidos de la nación la ejecución de las iniciativas que haya adoptado para la salvaguardia del estatuto común.

Ahora se ve de qué forma somos antiestatistas. Reducimos considerablemente el espacio y el poder del Estado, pero, por el contrario, allí donde él es competente, su poder de jurisdicción, por la misión que le conferimos, con una autoridad acrecentada, debe disponer de todos los recursos de la ley, incluida la fuerza. Esta nueva fuerza dada al Estado legítimo nos ahorra el ceder a la idea peligrosa de las dictaduras excepcionales (dictaduras de transición) en períodos de desorden excepcionales. Una dictadura incondicionada no es nunca una dictadura transitoria, ya que el poder tiene la tendencia normal, cuando no está limitado, de abusar sin límites de su situación de hecho. El Estado personalista es dictatorial allí donde la persona está amenazada, y sólo lo es allí, en virtud de su control del derecho. Este rigor impide desde el origen la formación de desórdenes de tal extensión que, en un momento dado, únicamente resulten posibles ciertas operaciones de cirugía. No es más que una fuerza de la fuerza, una presión contra la opresión.

En toda la zona de las actividades sociales y espirituales libres, el Estado personalista colabora de una doble forma con las sociedades. Suscita, anima las iniciativas, ofrece organismos de colaboración, coordina y arbitra los conflictos. Además, al mismo tiempo que reprime sin piedad cualquier ataque al estatuto de la persona, otorga, dentro de la inspiración Reneral del estatuto, un estatuto jurídico propio y autónomo a todas las familias espirituales que respeten este estatuto fundamental (4). Su derecho es un derecho vivo y vario, fuertemente apoyado en la costumbre, contrariamente al derecbo racionalista de los regímenes estatistas.

Aunque no se identifique con la nación, no por eso el Estado es menos el guardián de la nación; aunque no sea el autor de su unidad flexible, no por eso es menos el protector de su paz interior. El Estado de inspiración pluralista tiene como función, al mismo tiempo que asegurar la diversidad y la autonomía de las familias espirituales agrupadas bajo su fuero, el velar por la paz y amistad entre estas distintas sociedades. Absteniéndose de transformar la nación en sociedad cerrada, debe preparar los caminos hacia la universalidad, impidiendo a las sociedades componentes el replegarse sobre sí mismas y dividir a la ciudad contra sí misma. Las modalidades de este equilibrio entre el pluralismo de los estatutos y la unidad de la ciudad no serán siempre fáciles de determinar: en más de una circunstancia, una fórmula directriz pudiera ser ésta: estatutos autónomos, mecanismos comunes. El sentido de la persona, en cualquier caso, crea el clima más favorable a esta búsqueda: él es el vínculo entre la sociedad controlada y el organismo de control.


A FAVOR DE UNA DEMOCRACIA PERSONALISTA

Estas posiciones nos separan radicalmente de cualquier forma de fascismo. Al mismo tiempo, distan de solidarizamos con la defensa de la democracia liberal y parlamentaria. Es necesario precisar aquí un debate entre dos generaciones que no ha dejado de ser confuso.

Distinguiremos, en primer término, la democracia del régimen republicano. Lo que importa hoy no son los regímenes formales, sino las estructuras político-sociales. La monarquía persiste en Inglaterra con la más personali!5ta de las constituciones; la República, en Alemania, ampara al Estado totalitario. Lo que importa, no es que Rusia se haya convertido en Republicana y que Italia haya seguido siendo una monarquía: es que Rusia se ha convertido en comunista e Italia en fascista (5). Un régimen personalista puede vivir en tan buenas condiciones bajo la monarquía belga como bajo una República renovada. El problema del régimen formal en la actualidad se reduce, pues, para nosotros, a un problema de oportunidad. Una agitación que lo adopte como motivo es doblemente condenable si es desesperada y si desvía la atención del desorden de las estructuras que no poseen con el régimen un vínculo esencial. Nos hemos acostumbrado desde hace un siglo, en Francia principalmente, a una concepción romántica de los problemas de gobierno: es preciso, ante todo, reducirlos a su verdadera escala.

Distinguiremos a continuación, radicalmente, la democracia personalista de la democracia liberal y parlamentaria.

La democracia liberal reposa sobre el postulado de la soberanía popular, que se basa a su vez en el mito de la voluntad del pueblo. ¿Es acaso para oponer una fuerza mística igual a la del poder absoluto de derecho divino de los reyes, para lo que los primeros teóricos de la democracia han construido esta imagen simétrica del poder divino de los pueblos, absoluto e infalible como el de los reyes? Ya no es preciso hacer la crítica de este mito, lo que no le impide que siga vivo. ¿Qué es el pueblo? ¿El conjunto del pueblo? Pero el pueblo no se expresa más que a través de las democracias directas, que se han convertido en imposibles al constituirse las grandes naciones. ¿Es el sector del pueblo, y esta parte de su voluntad, los que intervienen activamente en el poder? ¿Pero qué representan?

Desde los ciudadanos a la ley que pretende expresar sus decisiones surge la primera abdicación cuantitativa de soberanía: se ha calculado que, eliminando a los no votantes, a la minoría electoral y a la minoría parlamentaria, una ley puede ser aprobada en el Parlamento francés por una mayoría que representa a un millón de franceses sobre cuarenta. Al menos sería sana, aunque minoritaria, si reflejase automáticamente una voluntad precisa. Pero es sabido a través de qué prismas se ejerce y se expresa hoy la voluntad popular. Comienza a formarse en esa especie de hipnosis, a veces de locura colectiva, que le impone una prensa masivamente dirigida. A continuación es interrogada sobre unos programas tan generales, tan bien lustrados y patinados por años de uso, que cada vez poseen menos influjo sobre el acto electoral en sí. Se acaba perdiéndola en las trapacería s de las circunscripciones electorales y de la industria electoral. Entonces, es depositada en un anfiteatro cerrado, que vive apegado a sus costumbres y sus combinaciones, y queda enterrada durante un número fijo de años por la voluntad parlamentaria, que la sustituye.

Supongamos que se pudieran eliminar las pantallas que hacen deformar el reflejo de esta voluntad profunda (suposición gratuita, porque el sistema, impersonal en su principio, volvería a formarlas inmediatamente por su propio funcionamiento). Entre la expresión mediante un voto único, nacional y global, de esa voluntad general, término medio abstracto de intereses generales y locales, de sociedades heterogéneas, de creencias divergentes, de doctrinas profundas y de juicios apresurados sobre hechos mal conocidos, y esos intereses, esas sociedades, esas creencias, esos juicios, ¿qué relación auténtica y viva existe? ¿Qué parte le corresponde al compromiso responsable? He aquí a un pobre hombre que debe dar su opinión sobre todo: siendo campesino, debe conocer la diplomacia; siendo intelectual, debe conocer al campesino; y a un representante de recambio que cae sobre una circunscripción artificial desde el otro extremo del país y se la aprende en dos meses, como una materia de examen; que a continuación debe representar al mismo tiempo los intereses de una región, la doctrina de un partido y el interés general de la nación: ¿dónde podría la realidad abrirse camino a través de su poder? Representante del pueblo: ese intelectual caído entre los viñadores, ese abogado perdido en los olivareros, ¿qué sentido preciso pueden dar a esa pretensión?

Viene a injertarse en este malentendido el parlamentarismo, con su vida propia, sus grupos sin vinculación en el país, con sus calificativos intercambiables, su alejamiento de las provincias, su deformación de óptica, sus combinaciones de pasillos. Este régimen, del que se ha podido decir que no era una democracia, sino una aristocracia de hombres ambiciosos y ricos, roe, de un lado, la voluntad electoral; del otro, invade el ejecutivo, sometido por la combinación de los ministerios y por los caprichos de la Asamblea a una inestabilidad, a una debilidad, a una incompetencia y a una discontinuidad congénitas. El mundo del dinero, si no temiese su caída próxima, podría ahorrarse el luio de un fascismo: no existe terreno de maniobra más libre que el desorden liberal. Toda esta crítica, utilizada por los movimientos monárquicos y por las ligas fascistas, es una adquisición definitiva del personalismo, y debería haberse hecho en nombre de la persona para no estar comprometida por unos orígenes tan turbios. Estos orígenes, sin embargo, no deben ocultamos su valor. Si los demócratas se obstinan en defender las libertades republicanas, abortadas desde su origen por la complicidad de la abstracción individualista con la abstracción capitalista, sin darse cuenta que tienen primero que construirla, que no se asombren si se despiertan una mañana con sus libertades convertidas en polvo: ellos mismos habrán alimentado el germen de la descomposición.


LA DEMOCRACIA MAYORITARIA

Es preciso buscar la desviación original de la democracia más allá de la forma actual de las instituciones parlamentarias. Por no haberse apoyado en una idea completa de la persona, la democracia ha dudado desde el comienzo entre dos místicas: la de la autonomía de las conciencias y de las voluntades, que, aun siendo concebida al modo individualista y liberal, testimoniaba no obstante una intención personalista; y la mística mayoritaria, que llevaba en su germen, no un fascismo totalitario, sino una especie de fascismo relativista de igual naturaleza. Según ha ido tomando auge el estatismo, la segunda ha ido superando a la primera, y no considera ya al individuo como un fin en sí. La consecuencia es grave. Al identificar la democracia con el gobierno mayoritario, se la confunde con la supremacía del número, o sea, de la fuerza. Nada importa que Inglaterra haya neutralizado ese retroceso dictatorial de las democracias, al concebir el gobierno de la mayoría como un servicio gracioso prestado a la nación. En nuestras democracias centralizadas, el gobierno mayoritario tiende y pronto culmina en un dominio absoluto de la mayoría por la minoría. La mayoría no reconoce ningún derecho por encima de ella: este carácter exclusivo se aplica a los derechos hereditarios, pero afecta también a los derechos de las personas o de las sociedades minoritarias. Efectivamente, como se ha observado (6), la mayoría, así canonizada, no es soberana más que en el Estado: es despreciada o tomada a risa cuando se expresa en el seno de las sociedades'particulares, como por ejemplo, una empresa, una Iglesia. Se constituye así un pueblo del Estado, de derecho divino (7) que posee poder absoluto y sin apelación sobre la vida de la nación. La indolencia de las costumbres democráticas ha limitado frecuentemente su exceso, pero entre él y el despotismo que durante largo tiempo ha detestado, no hay límites, y permanece abierta una puerta que el primer aventurero podrá franquear. Cuando Mussolini aclama en el fascismo la forma más absoluta de democracia, y cuando Goering declara en el comienzo, era el pueblo, y es él quien se ha dado el derecho y el Estado, ellos vuelven a situar la democracia masiva (Guy-Grand) de la concepción mayoritaria en su verdadera perspectiva: la del fascismo.

La estructura de los partidos que se presentan como los mecanismos normales de tal democracia no hace sino precisar esta orientación. Rigurosamente centralizados ellos también, descansan en la opresión de la minoría por la mayoría. Destinados a ser instrumentos de libre educación política, se hallan organizados con métodos de irresponsabilidad sistemática, sobre masas ante las que cada cual se honra con el éxito de lo general y rechaza los fracasos hacia una vecindad difusa; en lugar de dirigirse al hombre total, no piden al militante más que recitar un formulario a menudo vacío de su primitiva fe, una agitación alusoria, frecuentemente desvinculada de toda voluntad profunda de llegar; la consigna reemplaza en él a la verdad, el triunfo del partido ha sustituido al servicio social. Destinados al control subversivo de los elegidos, se polarizan poco a poco en el Estado, dedican todas sus fuerzas para asegurarse su conquista, y se sienten felices si ésta se les ofrece por complacencia y sin riesgo vital. Al final de esta evolución, todos ellos estarán dispuestos a entregarse en manos de un partido de Estado, Que es su heredero natural, igual que el fascismo es el heredero de una cierta pseudo-democracia mayoritaria. Así, los partidos, en lugar de formar, han deformado; en lugar de madurar colectivamente la acción un tanto desarmada y un tanto anárquica de los individuos, la han desviado hacia la mística del éxito visible e inmediato. Hoy son el principal agente de envilecimiento de la acción.


LA DEMOCRACIA IGUALITARIA

No hay para nosotros más que una definición válida de la democracia; es, en el plano político, la exigencia de una personalización indefinida de la humanidad. Los demócratas han tenido muy a menudo un sentimiento exacto de este espíritu de la democracia, pero se han embrollado explicándolo, hasta el límite de defenderlo mediante tesis que le han sido fatales. La democracia no es la dicha del pueblo: los fascismos pueden asegurarIa también, materialmente, e incluso subjetivamente en un pueblo cansado y privado de libertad. La democracia no es la supremacía del número, que es una forma de opresión. No es más que la búsqueda de los medios políticos destinádos a asegurar a todas las personas, en una ciudad, el derecho al libre desarrollo y al máximo de responsabilidad.

Aquí se ha producido una segunda desviación de la exégesis democrática. Del hecho de que las personas son espiritualmente iguales en cuanto tales, a veces el individualismo ha llegado a la conclusión de una especie de igualdad matemática de los individuos materialmente considerados, que excluiría cualquier clase de autoridad, tanto en la organización política y social como en la vida espiritual de cada uno.

Es un error vincular a la idea democrática ese igualitarismo que la ha marcado accidentalmente. El personalismo distingue entre autoridad y poder (8). El poder no es únicamente una autoridad sobre el individuo, sino un dominio que supone el riesgo, por su ejercicio mismo, de amenazar a la persona en los subordinados y en el jefe; por naturaleza tiende al abuso, por naturaleza también propende a degradarse del poder al gozo, a concederse progresivamente más honores, riqueza, irresponsabilidades y ocio que responsabilidades, y a cristalizarse en casta. La autoridad, políticamente considerada, es una vocación que la persona recibe de Dios (para un cristiano), o de su misión personalista, que desborda su función social (para un no cristiano); el deber que tiene servir a las personas predomina sobre los poderes que el derecho positivo pueda concederle en sus funciones; es esencialmente una vocación de despertar a otras pernas. El personalismo restaura la autoridad, organiza el poder, pero también lo limita en la medida en que desconfía de él.

El personalismo es un esfuerzo -y una técnica- para extraer constantemente de todos los medios sociales la minoría espiritual con capacidad de autoridad; al mismo tiempo, es un sistema de garantía contra la pretensión de las élites de poder (según la época, el régimen y el lugar: élites de nacimiento, de dinero, de cargo o de inteligencia) de atribuirse un dominio sobre las personas en virtud del poder que ellas poseen en su servicio. Toda una tradición proudhoniana opone en esta línea de ideas una concepción an-árquica de la democracia a la democracia de masas. Aunque se precisase incluso que se trata de anarquía positiva, y cualquiera que sea la ambigüedad de la fórmula, es en muchos demócratas una aproximación viva de esa lucha contra los poderes, de esa soberanía del derecho sobre el poder (Gurvitch), en la que está centrada la democracia personalista. Con mayor precisión diremos que, para esta última, no es el derecho el que nace del poder, sino que es el poder, elemento extraño al derecho, quien debe incorporarse a éste para convertirse en derecho. En ese momento, la democracia no equivale ya a una desconfianza de la autoridad espiritual, o una resistencia sistemática al poder normalmente ejercido. Su desconfianza no mira más que a esta pendiente fatal del poder, de la que Alain ha podido decir que el poder vuelve loco. Su control no pretende más que prevenir los efectos de esta locura endémica, aunque sea la locura de una mayoría democráica.


EL EQUILIBRIO DE LOS PODERES

No podemos, pues, adherimos ni al optimismo democrático ni al optimismo individualista que con él está vinculado. Nuestra concepción de la democracia no es en forma alguna subjetivista, en el sentido normal de la palabra. La voluntad del pueblo no es divina ni infalible para enjuiciar el interés real del pueblo. Si nosotros aceptamos que lo sea, tendremos que aplaudir al fascismo cuando la mayoría de un pueblo aclama al dictador, y dejar en su mugre a los que, según una fórmula de moda, no tienen necesidades. No estamos obligados a ello si fundamos la democracia en la realidad de la persona. La consulta de las voluntades personales conserva el mismo papel fundamental, pero todo se ha dispuesto, en la base, para que sean voluntades personales personalmente expresadas, y no pasiones dirigidas y explotadas desde el lado del poder para que la suma masiva de estas voluntades en las grandes naciones, y su debilitamiento en los caminos que las unen al Estado, no alienten la dictadura del Estado.

La democracia personalista es un régimen para pequeñas naciones. Las grandes naciones no pueden realizarla más que disociando el poder, a fin de frenar a los poderes unos con otros.

La ciudad pluralista se constituirá en su cúspide sobre un conjunto de poderes autónomos: poder económico, poder judicial, poder educativo, etc. En este parcelamiento vertical deberá actuar una articulación horizontal de inspiración federalista. Lo que hemos dicho de la doble orientación de la persona, hacia los poderes próximos y hacia la universalidad, debe prevenimos ante el sistema. Dar demasiado a los poderes locales alentaría unos particularismos de los que las naciones modernas apenas se han librado, y llevaría a las comunidades nacionales adultas a cierto estado social pueril. El personalismo debe guardarse de realizar apresuradamente no sabemos qué concepción granular de la sociedad que no sería más que una expresión totalmente exterior de sus exigencias. En cambio, los poderes locales y regionales, que están cercanos a su objeto y próximos al control, deben ser ampliamente desarrollados para una descongestión del Estado. Con ello, la persona encontrará nuevas posibilidades y una nueva protección.

Cierto estatismo parece ser una fase necesaria en la unificación de las naciones. Si el fascismo ha podido tan fácilmente injertarse en Italia y en Alemania, es por ser el primero que les traía la unidad. Los países como Francia, que han conocido hace más de un siglo esta fase inevitable y han reabsorbido en ella la complicada anarquía de los poderes espontáneos, no tienen nada que esperar de que se refuerce la centralización: al contrario, es ahora, al haber eliminado las realidades locales de las subtructuras feudales, cuando pueden, sin abandonar los beneficios de cierta universalidad adquirida, mitigar el poder sobre las realidades concretas de la nación.


EL NUEVO ESTADO

El Estado nuevo que proyectamos quedará, pues, descargado mediante las grandes comunidades nacionales (económica, educativa, judicial, etc.) de las tareas de organización que no pertenecen directamente al Estado. Entre todas ellas, entre los poderes locales o regionales, el Estado no es más que un vínculo de coordinación y de arbitraje supremo, custodio de la nación en el exterior, garante en el interior de las personas contra las rivalidades o los abusos de los poderes.

Cada comunidad nacional está regida por un sistema de democracia personalista y descentralizada. El Estado, que se ve arrebatar el dominio de las personas, no se reduce al dominio de las cosas: ni totalitario, ni simplemente técnico. Siendo su servicio principal el garantizar y ayudar a las personas, en él lo político tiene la primacía sobre la técnico. Debe, por tanto, continuar existiendo la representación política de las opiniones mediante el sufragio universal y ella regirá las grandes orientaciones de la política del Estado.

Descargada de los intereses locales y de los grandes intereses nacionales que requerirán unos poderes especiales, esta representación volverá a ser, sin ninguna confusión, estrictamente política. Todo el problema de la democracia política se limita entonces a asegurar su fidelidad garantizando la independencia de la información mediante la reorganización de la prensa, de las agencias informativas (9), de la radio; y la honestidad del sistema electoral mediante una representación proporcional integral. En cualquier momento, entre dos períodos electorales, el referéndum de iniciativa popular (radicalmente distinto del plebiscito, cuya iniciativa pertenece al Estado) podrá poner término a las libertades que la voluntad parlamentaria esté tentada de tomarse con la voluntad electoral.

Limitado en sus atribuciones técnicas por los poderes constituidos a su lado, el poder parlamentario debe ser limitado, en el Estado mismo, del lado del ejecutivo al que tiende hoy a reabsorber. El ejecutivo debe permanecer controlado por la democracia directa, pero verse libre de las intrigas y los caprichos del Parlamento: por ejemplo (10), un gobierno elegido por el Parlamento, puesto a puesto (para evitar los repartos y la incompetencia) para un período fijo. Irresponsable ante las cámaras, lo sería ante el país, quien podría juzgar mediante referéndum las decisiones importantes de su política, y resolvería, en última instancia, los conflictos con el Parlamento.



Notas

(1) Por ejemplo: el Ordre nouveau.

(2) Véase André Ulmann, Police, quatrieme pouvoir, Colección Esprit, ed. Montaigne.

(3) Diferente de la ficción jurídica de la personalidad moral. Véase cap. II.

(4) Un planteamiento más especialmente cristiano de la concepción pluralista del Estado puede hallarse en: J. Maritan, Humanisme intégral, pág. 176, que no hace sino iniciar en este aspecto la puntualización del pluralismo.

(5) Aldo Dami, Esprit, junio de 1934, pág. 377.

(6) Le Fur, La Démocratie et la crise de l'État, Archives de philosophie de droit, 1934, números 3-4.

(7) Vox populi.

(8) Jean Lacroix, La souverainété du droit, Esprit, marzo de 1935; Ordre nouveau, número 31, junio de 1936.

(9) Cf. Esprit, Présentation de l´Agence Havas, abril y agosto-septiembre de 1933.

(10) Aldo Dami, art. cit. No queriendo vincular a ningún sistema estas líneas de posiciones fundamentales, damos tales indicaciones únicamente a título de sugerencias.

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