Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VI. LA SOCIEDAD INTERNACIONAL E INTERRACIAL

EL NACIONALISMO CONTRA LA NACIÓN

Al nivel de las sociedades de gran amplitud, volveremos a encontrar los mismos problemas, los mismos errores que a escala de la persona. Casi no tendremos más que aesignarlos por referencia.

El individualismo ha encerrado a las naciones igual que al individuo unas reivindicaciones de interés o de prestigio, en una voluntad de desconocer lo extranjero, en una avaricia e irritabilidad que constituyen propiamente el fenómeno nacionalista. Aún ayer era habitual que se clasificase al nacionalismo como de derechas. Se olvida que se ha constituido como tal con la Revolución francesa, y mediante ella: el jacobinismo de Moscú nos lo recuerda oportunamente. El nacionalismo de los tiempos modernos es un fenómeno independiente de los partidos. Nace de una civilización a la vez anárquica por sus principios y centralizadora por sus estructuras, principalmente por sus estructuras económicas. La anarquía no ha actuado más que ahondando las fronteras en primer término mediante el nacionalismo cultural, a continuación mediante el nacionalismo económico. La centralización ha dado a la exasperación nacional este carácter abstracto y masivo que la separa tan claramente del patriotismo directo de las personas; y sobre todo, ha forjado sus armas asegurando el dominio del Estado, mediante el reclutamiento forzoso, sobre la nación armada, así como, en cuanto hay un llamado estado de paz, la sumisión de todas las energías de un pueblo, y pronto de todos sus pensamientos, al imperialismo militar y económico, última etapa de la dominación de la nación por el Estado, y del Estado por el capital.

El patriotismo se eleva de las personas a la nación; el nacionalismo desciende del Estado a las personas, e históricamente, de las grandes naciones a las pequeñas. El nacionalismo se sirve del patriotismo como el capital se sirve del sentimiento natural de la propiedad personal, a fin de dar a un sistema de intereses o a un egoísmo colectivo un alimento sentimental al mismo tiempo que una justificación moral.

¿Quién puede negar la Patria, si no es por charlatanería? Escalón necesario para la persona, igual que la vida privada, en el camino de las comuniones más amplias, merece esta ternura misma que va a lo particular y a lo efímero. Pero este sentimiento inmediato carece de elocuencia, de exclusivismo y de confines. Y está más al abrigo de ello mismo si una vida personal profunda le mantiene en su lugar preciso bajo el sentimiento de todo lo que caracteriza al hombre mucho más profundamente que sus vínculos nacionales. No es él, es la nación-estado quien hace a la patria divina y sagrada, exige para sí un culto, una devoción, unos mártires y propaganda todo este lenguaje idólatra hasta el corazón mismo del mundo cristiano. Es la nación-estado quien coloca a la patria por encima de la verdad, de la justicia y de los derechos imprescriptibles de la persona: el interés nacional que les impone no es más que el interés del Estado, la razón de Estado, la verdad de Estado, y a fin de cuentas, bajo la máscara del patriotismo, se reduce a los intereses que detentan abierta u ocultamente el Estado, a su razón, a su verdad. Es la nación-estado la que me impone no amar hacia adelante más que amando contra, la que me impone combatir más allá de las fronteras las mismas fuerzas que ella sustenta en el interior, la que me impone indignarme contra los fascismos enemigos alabando los fascismos aliados, la que impone concertar por razones militares unas alianzas que le repelen por razones morales. Tras la cultura dirigida, tras la economía dirigida, he aquí el sentimiento dirigido, el amor y el odio masivo de los pueblos fabricados con la misma racionalización intensiva que la producción centralizada. Se preguntaba al director de una gran agencia de información si era cierto que él se jactaba de poder cambiar la opinión del país en tres meses. No, en tres semanas, respondió. Algunos despojan al ahorro, otros despojan a la opinión; el procedimiento es el mismo. El hombre moderno no posee su patria en mayor medida que posee sus bienes; se entusiasma, lucha y muere por la mentira, que se ha convertido en el móvil oculto de las guerras modernas.


EL PACIFISMO CONTRA LA PAZ

No se crea que nosotros equilibramos términos contrarios. Hemos visto cómo la sociedad idealista de las buenas inteligencias y el reino burgués del confort se injertaban, sin cambiar de plano, en el ideal conquistador del primer liberalismo. Asimismo vemos cómo cierto pacifismo se injerta, como el nacionalismo, en un mundo despersonalizado, pero por otros medios. En lugar de detener en las fronteras de la nación el racionalismo del Estado y allí frenaalo sobre un instinto, lo continúa más allá de la nación. Ha suprimido en el individuo el drama personal, la tensión fecunda entre sus ataduras sensibles y sus aspiraciones espirituales, para hacer de él un mero sujeto de derechos impersonales. La nación, también, es una especie de persona dramática, un conflicto vivo entre las realidades carnales de la patria, que tiende a replegarse sobre sí misma, y el universalismo de una cultura. Pero el juridicismo no ve en estas realidades de base más que supervivencias irracionales, y a este universalismo se lo figura a la manera de un sistema unificado de contactos entre unas partes indiferenciadas. Su internacional es un cosmopolitismo de Estados-individuos, soberanos, esterilizados de cualquier otra vida colectiva distinta de sus relaciones jurídicas. A él le complacería mucho que estas relaciones pudiesen ser de una vez para siempre codificadas: la intangibilidad del derecho garantizaría la paz contra la movilidad de la historia, y unos mecanismos automáticos suprimirían por fin la angustia humana.

No dejemos acaparar la paz y el derecho por este pacifismo de satisfechos, de temerosos y de tranquilos, suprema expresión del ideal burgués del confort y de la seguridad. Desde aquí vemos su ciudad, buena proveedora del comercio y de la industria, con sus seguridades tan bien distribuidas y racionalizadas que no quedará en ella ni una grieta para el heroísmo, el riesgo, la grandeza. La perfecta ciudad de las almas muertas y de los profesores de derecho, aséptica contra cualquier drama, climatizada, como dicen los cines, contra cualquier inquietud. Que ella cubra con su sonrisa a hombres divididos contra sí mismos y a una sociedad que rezuma injusticia, esto poco le importa al pacifismo burgués. Y si cualquier otro pacifismo se preocupa de ello, es con la ilusión de que, siempre de modo exterior a la realidad de las personas singulares y colectivas, podrá asegurar bajo la égida de la paz científica una justicia científica entre individuos racionalizados.

El pacifismo cosmopolita y juridicista es la doctrina internacional del idealismo burgués, igual que el nacionalismo es la del individualismo agresivo. Uno y otro son dos productos complementarios del desorden liberal, injertados en dos fases distintas de su descomposición. Son dos maneras de envilecer y de oprimir a la persona.


NADA DE POLíTICA EXTERIOR

No existe para el personalismo ninguna política exterior: ni política nacional que podría jugar su juego propio, utilizando en su beneficio suyo a las personas y las comunidades que componen la nación; ni política internacional que se imponga a unos Estados forjados como una reglamentación impersonal, voluntariamente. ignorante de su contenido. La paz, como todo orden, no puede brotar más que de la persona espiritual, que es la única que aporta a las ciudades los elementos de universalidad.

Es decir, que la paz no es solamente la ausencia de guerra visible y confesada, y el estado de paz un simple intervalo entre dos guerras.

Ambos reposan, ante todo, sobre el orden interior de la persona. El estado de guerra está en potencia allí donde, bajo un orden exterior aparente, el resentimiento, el instinto de poder, la agresividad o la codicia permanecen como resorte principal de las actividades individuales y de la aventura humana. Está más peligrosamente latente aún bajo esa paz que no es más que un apaciguamiento mediocre de los instintos y del drama del hombre. Comprimir el instinto en lugar de sublimado en unas luchas en las que el hombre no tiene nada que perder, esterilizar la inquietud en lugar de encaminarla hacia el riesgo espiritual, es preparar en unos corazones jóvenes el despertar infalible de un heroísmo brutal en el que buscarán una salida a su hastío. No es la mueca de la guerra, como creen los sedentarios, lo que la hace sobre todo odiosa; no es que mate y haga sufrir a los cuerpos; es, ante todo, como decía Péguy en términos cristianos, que hasta en la paz mata las almas, hasta en la paz asienta todas las relaciones humanas en la hipocresía y en la mentira. La fuerza que puede vencerla no es una paz concebida como un receptáculo de todas las mediocridades del hombre, es una paz a la medida del heroísmo, que precisamente una guerra engañosa, mecánica, inhumana, no puede pretender satisfacer. Una paz que vuelve a engendrar en sí misma la grandeza de alma y las virtudes viriles que se atribuyen a la guerra. La paz no es un estado débil: es el estado que solicita de los individuos el máximo de entrega, de esfuerzo, de compromiso y de riesgo. La exasperación de la individualidad es el primero de los actos de guerra; la disciplina de la persona y el aprendizaje de este movimiento de comprensión del prójimo (de caridad, dicen los cristianos) en el que la persona sale de sí para desapropiarse en el otro, es el primero de los actos de paz.

Hemos dicho con insistencia que, en cualquier terreno, la reforma personal, fundamento indispensable de la revolución espiritual, no podía reemplazar al influjo colectivo en las estructuras y las necesidades colectivas. La paz exterior no puede, por tanto, descansar tampoco en un régimen social y económico basado en la injusticia. La paz no es un absoluto; es la serenidad del orden en la justicia; de igual forma que la colaboración de las clases, la sociedad de naciones no puede constituirse con organismos envenenados. El problema de la paz no es, ante todo, un problema diplomdtico; es en primer término, y al mismo tiempo que un problema moral, un problema económico y social. En este sentido diremos nosotros que la paz es indivisible.

Si la ideología pacifista no cuaja ni influye en la historia, es porque se pierde en imaginar un estado de paz, en lugar de hacer los actos de paz requeridos hoy y en este lugar por el mundo tal como va: y, ante todo, liberar las personas y las comunidades de la opresión conjunta del dinero y del Estado. Invocar una sentimentalidad difusa o unos sueños utópicos en lugar de limpiar estas armas de combate: esta es la manera en que el idealismo moralizante malbarata los hombres y la acción en unas satisfacciones de conciencia y en un mundo espiritual sin eficacia. Los nacionalismos se dedican por ello constantemente a traspasar a la ideología cualquier pretensión de los vldores espirituales de intervenir en la dirección de las colectividades, y, al sentimentalismo, cualquier reivindicación de las exigencias humanas más fundamentales que las astucias del instinto. Nuestro pacifismo comenzará por ser una vuelta a la realidad.


LA COMUNIDAD INTERNACIONAL

Realidad, tras la nación-estado, de la nación-patria; realidad, progresiva como ella, tras la fachada del juridicismo burgués, de la comunidad internacional orgánica, tales son las dos bases que el Internacionalismo personalista opone al individualismo nacionalista y al pacifismo racionalista. No se trata de equilibrar un justo nacionalismo y un justo internacionalismo. Tenemos tareas más serias. Se acerca el tumulto que empujará, los unos contra los otros, a los imperialismos de los Estados-naciones; ya están reventando por todas sus costuras, en una Europa que se abandona a sus fatalidades, los vestigios carcomidos de una pseudo-democracia y de una pseudo-sociedad de naciones. La reforma de la Sociedad de Naciones, igual que la reforma del Estado, no nos apartarán de las presiones históricas que por todas partes nos reclaman. El servicio de la paz debe golpear al desorden en el corazón e imponer:

El derrumbamiento del Estado-Nación, bajo su forma fascista, comunista o pretendidamente democrática. Desde dentro, la atacaremos en sus empresas políticas y económicas: desde fuera, en la fortaleza de la soberanía que aún permanece intacta, por una contradicción paradójica, en la definición misma de la Sociedad de Naciones. Si no son así socavados por ambos lados, los bloques de naciones se volverán a constituir sin descanso sobre la misma materia esclerosada que forma en el interior de las naciones los bloques políticos.

La disociación de la paz y sus instituciones de todo el desorden de la civilización moderna; del desorden capitalista, según los tratados de guerra (1); de las alianzas encubiertas. Seguridad colectiva y asistencia mutua no serán hasta ese momento más que hermosos pretextos para el conservadurismo de los satisfechos.

Desarme general y controlado, acompañado de una eliminación progresiva del servicio militar obligatorio.

Sobre una sociedad en donde la mentira de la paz armada habrá sido de esta forma vaciada de sus principales puestos, el establecimiento por etapas de una sociedad jurídica de naciones, dotada de un organismo flexible de adaptación y revisión. En un régimen de fuerza basado en la injusticia, el derecho pierde su autoridad porque no es más que un derecho declarativo, nacido de la fuerza y mantenido por ella. Unicamente en un orden de justicia provisto de los órganos necesarios para adaptar continuamente la situación internacional a la justicia viva y al desarrollo de la historia posee la intangibilidad de la palabra dada toda su autoridad contra los recalcitrantes.

En esta nueva perspectiva, los miembros de la sociedad internacional no son Estados soberanos, sino comunidades vivas de pueblos directamente representados al margen y junto a los Estados. El derecho internacional que tiende ya a tener como sujetos a las personas y no a los Estados (2), se convierte en una fórmula de protección de la persona contra la arbitrariedad de los Estados, mediante la definición de un estatuto internacional de la persona, de carácter pluralista.


LA COMUNIDAD INTERRACIAL

La igualdad espiritual de las personas, su derecho natural a realizarse en las comunidades de su elección, no sólo rebasa exclusivamente las fronteras de las naciones, sino las fronteras de las razas: el personalismo ataca al imperialismo del Estado-nación en un último frente: el imperialismo colonial.

La colonización (3), bajo ciertas formas, no hubiese sido injustificable. El reparto de riquezas es desigual en la superficie del globo: si la propiedad es una delegación para el bien de todos, un pueblo puede ser invitado, incluso forzado, por la comunidad internacional, a explotar racionalmente las suyas. Los pueblos menos desarrollados, además, están desgarrados por la guerra, la barbarie y la enfermedad. Espiritual y materialmente, son menos avanzados que otros en los caminos de la civilización. Una misión fraterna de ayuda mutua y de tutela puede ser encomendada a los pueblos más favorecidos. Toda esta argumentación es seductora, es propia de una inspiración auténticamente comunitaria, y define un servicio que podría ser, sin duda, un servicio de la persona.

Desgraciadamente, bajo el pretexto de la explotación racional del globo, el imperialismo capitalista se ha precipitado sobre el trabajo barato, las materias primas abundantes y los mercados nuevos, en aras de la mayor prosperidad de su ganancia, sin consideración por los derechos de los primeros ocupantes. Les ha librado de algunos males reales, pero les ha entregado en abundancia el alcohol, los estupefacientes, la sífilis, la despoblación, así como los beneficios del trabajo forzado, del recaudador de impuestos y del servicio militar. Qué sea una civilización superior, o una civilización inferior -cuántas veces la civilización del colonizado es más antigua y más espiritual que la del colonizador-; saber cuáles son las posibilidades de contactos y de influencias reales entre dos civilizaciones heterogéneas, son otros tantos problemas que no llevan camino de quedar resueltos. Aunque los distintos pretextos aducidos hubiesen legitimado algunas intervenciones, no justifican bajo ningún título la desposesión de soberanía, ni la larga historia de codicia, de sangre y de opresión que recae sobre las naciones colonizadoras. Si, pese a todo, los colonizados han obtenido de ello en ocasiones dos bienes esenciales: el sentido de la persona y el sentido de las comunidades nacionales, esta adquisición muestra claramente el deber actual de los países colonizadores: purificar el pasado favoreciendo este servicio fraterno del hombre por el hombre, preparar lealmente el final de la colonización, disponer las etapas necesarias para llegar a ella sin desorden (4).

En esta evolución futura hay que contemplar dos casos:

Las colonias poco desarrolladas (ejemplo: el Africa oriental francesa). La retirada de la nación colonizadora produciría en ellas, en la actualidad, una disminución de garantías y de dignidad para las personas. Para ellas, la marcha no puede sino ser lenta; el primer trabajo de la colonia es sacar a la luz las minorías indígenas que poco a poco prepararán un organismo vivo en países aún anárquicos.

Las colonias mayores. Unas están asimiladas a la metrópoli, hasta el punto de que su federación pura y simple, espontáneamente decidida, parece ser la vía normal de su emancipación (por ejemplo: el Africa del Norte francesa. Otras (ejemplo: India, Indochina) tienen tal madurez espiritual y política, en las posibilidades mismas que les han sido medidas, que en ellas debe prepararse activamente la independencia. Pueden establecer ciertas formas de transición (mandatos, dominios) a fin de preservar a los pueblos emancipados de las feudalidades internas y de los imperialismos extranjeros. Es evidente que en esta evolución ninguna de las fidelidades vivas que se han anudado con la metrópoli debe perderse; tanto menos lo serán cuanto que la metrópoli se muestre clarividente y generosa en la obra de emancipación.

El problema colonial tiene un último aspecto, éste mundial, y más económico que político. El final del individualismo colonial debe entrañar, mediante una redistribución de las riquezas del globo, y principalmente de las materias primas, el final del nacionalismo económico. Cualquier ataque realizado contra el capitalismo metropolitano, por lo demás, tendrá sus repercusiones en la vida colonial. Una vez más, todos los problemas de emancipación de la persona aparecen como solidarios.



Notas

(1) Las agrupaciones personalistas fueron las primeras en exigir la liquidación de los tratados de guerra y su separación del Pacto. Véase especialmente en Esprit, Aldo Dami, Mort des traités, julio de 1935, y Adresse des vivants a quelques survivants, abril de 1936.

(2) Esprit, H. DupeyroUx, Les transformations de l'idée de souveraineté, noviembre de 1935.

(3) Esprit, marzo de 1933 y número especial de diciembre de 1935.

(4) Tómese en cuenta que esta obra fue escrita en 1936.

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