Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IV. PRINCIPIOS DE ACCIÓN PERSONALISTA

1 ¿COMO OBRAR?

Y ahora sí, ¿cómo obrar para salir de todo ello?

Porque no basta con comprender, es preciso obrar. Nuestra finalidad, el fin último, no es desarrollar en nosotros o alrededor de nosotros el máximo de conciencia, el máximo de sinceridad, sino el asumir el máximo de responsabilidad y transformar el máximo de realidad a la luz de las verdades que hayamos reconocido.

Se nos responderá: Verdad, responsabilidad, realidad, ¡todo eso está muy bien! Pero el tiempo apremia, la catástrofe ocurrirá este año, este mes, esta semana. Necesitamos soluciones inmediatas. ¿A qué esperáis? Esperamos que aquellos que podrían ayudamos tomen en serio su deseo de obrar. Obrar no es lo mismo que agitarse. Es, a la vez, hacerme a través de mis actos y moldear la realidad de la historia. Es siempre, en el doble sentido de la expresión, hacer lo dificil (volverse exigente, exigirse a uno mismo).

Veamos ahora lo que ellos llaman obrar.


CONTRA LA ILUSIÓN DE ACTUAR

El liberalismo ha descompuesto la acción, al disociar en la persona espíritu y materia, inteligencia y eficacia, ideal y realidad. Consecuencias: los unos aceptan las comodidades de la vida material, otros las comodidades de la vida del espíritu; las dos dimisiones son iguales, aunque los segundos sean respetados como una minoría por el fariseísmo burgués. Otras dos categorías de desquiciados creen actuar: son los realistas, que reducen la acción a una táctica improvisada, y los idealistas, que creen en la fecundidad automática de la tinta de estilográfica. La acción se desliza entre una agitación inútil y una cogitación ineficaz. Para luchar contra las necesidades masivas, cuya sombra se extiende sobre la historia, todavía no tenemos para escoger más que entre gesticuladores y predicadores.

Sin embargo, los veis ardientes, bulliciosos, tensos. ¿No se adhieren a los partidos, a la ligas, a la acción revolucionaria?

Entendámonos sobre el adherir.

Los hay que se adhieren por instinto. El temperamento es lo que cuenta ante todo: si se es tranquilo, se está a favor de la reconciliación nacional; si violento, se corre a los extremos; de gusto delicado, se presta uno a la revolución aristocrática; inestable, se sigue el viento que sopla. Después vienen los hábitos de familia y los reflejos de clase. Después, el interés. El instinto (o el hábito cristalizado en instinto, es lo mismo) se manifiesta en una especie de aspecto masivo de la adhesión y de irritabilidad rápida en la defensa. El único que no lo reconoce es el que se deja llevar por él. Lo cubre de ideas aproximadas, de sentimientos generosos, de historia expurgada. Si es abierto de espíritu, algunas de sus posiciones incluso irán en sentido distinto de sus prejuicios, pero viene la decisión, el momento en que hay que tomar partido, y el instinto vuelve a tomar el mando: pienso en estos intelectuales que encuentran siempre muy complicados los problemas en que no quieren comprometerse; y ese hombre no es menos rápido en precipitarse con la cabeza baja donde su instinto le lleva, libre de tener azoramientos retrospectivos cuando la lucidez le vuelve. Esos mismos, que hacen oficio de espíritus críticos y de analistas de sangre fría, cuando los reflejos hablan, se ven poseídos por una psicología de novela por entregas.

Adhesión que no es más que adherencia. Sin interés por la persona. El primer acto de una acción personalista, tras haber tomado conciencia de toda la parte indiferente de mi vida, es la toma de conciencia de todo aquello que, sin yo saberlo, es instintivo o interesado en mis adhesiones y en mis repugnancias.

Otros se adhieren por entusiasmo. El entusiasmo puede recubrirlo todo. Con demasiada frecuencia no cubre nada, y por su volumen, ahoga toda la vida personal. Disfraza en ese caso un instinto que adopta aires de grandeza: así, el joven burgués que se excita en una mística de la propiedad y de la patria; cobija incluso a menudo un espíritu de generosidad, pero que, en lugar de madurar, se envanece con las primeras apariencias. El entusiasmo tiene prestigio. Da a las agitaciones más fútiles un tono, una amplitud, una fuerza. Ningún estado se halla más dispuesto al desánimo, a la ingenuidad o a la servidumbre. Frecuentemente es una forma eufórica de la pereza. Y ahora se siente dueño desde que el mito o la mística rigen todo pensamiento político y añaden a las seducciones de la elocuencia las delicias de la confusión.

Segundo acto revolucionario: la revolución contra los mitos.

Adherirse es, para muchos todavía, registrar un sistema de ideologías o de soluciones. Un orden lógico, por su regularidad misma, da una ilusión de verdad. El primero que se presenta, se impone por el prestigio de su coherencia, a poco que la víctima carezca del hábito de la crítica. Satisface la necesidad pueril de una ordenación exterior en la que todas las piezas encajan (en lugar de obligarme a encajarme yo), necesidad de la que no se sospecha que es una necesidad de la imaginación más que de la inteligencia. A menos que no sea simplemente una necesidad de asentarse en un sistema desmontable, riguroso, tranquilizador, que no deja ningún margen a la ignorancia, al riesgo, a la libertad. Algunos tienen por estos diagramas el gusto que el pequeño burgués posee por ver las cosas limpias de polvo en el interior de su casa. Otros unen a ello su dolorosa incertidumbre: los que toman la necesidad de la certeza -dice Gide- por la necesidad de la verdad; los que han acabado la revolución cuando han ordenado los conceptos. Sobre las ideas que aún ofrecen alguna dificultad, y algún riesgo, los espíritus más francamente modernos interrogan ahora a los técnicos. ¿No son precisas soluciones concretas a los problemas de hoy? Y siguen creyendo firmemente que ellos son marxistas, que son republicanos, que son fascistas, que hacen un trabajo constructivo. Que las consignas cambien, que les llene el bolsillo un poco de dinero, que la crisis se aleje, y veréis a qué profundidad estaba enraizado todo esto.

El personalismo no aporta soluciones. Ofrece un método de pensar y de vivir, y quienes han conseguido algo aplicando soluciones, ruegan que nadie se las aprenda para felicitarse por semejante dicha, sino que una su esfuerzo al de ellos y se recorra de nuevo el camino con sus dificultades propias, a fin de que el resultado sea para cada cual una verdadera resultante.

Tercera decisión revolucionaria: dar primacía a las actitudes rectoras sobre las soluciones aprendidas.

Quedan los agitados, que leen los periódicos y toman el suceso de la mañana por un hito de la historia. Y, si les damos a entender que bien poco nos interesan sus perros atropellados, y que dudamos de que vayan a acordarse de ellos al día siguiente, se desesperan por no poder mostramos el sentido de lo real.

Cuarta resolución revolucionaria: meditar pausadamente, ser antes de obrar, conocer antes de actuar.

Instintos, entusiasmos, ideologías, agitaciones, otras tantas diversiones de la persona, otros tantos medios que tiene para escapar de sí misma. Y cuando huye de sí, entonces es cuando está dispuesta para las servidumbres y para las ilusiones. Como consecuencia de los partidos, y según su modelo, todos los movimientos confusos de una época agitada actúan sobre esta alienación de la persona para arrastrarla allí donde quieren los políticos y las fuerzas que están detrás de los políticos.


CONVERSIÓN INTEGRAL

No se compromete en una acción quien no compromete en ella al hombre en su totalidad.

No son los tecnócratas los que harán la revolución necesaria. Ellos no conocen más que unas funciones: unos destinos están en juego y, ellos proponen unos sitemas, pero los problemas se les escapan.

Tampoco lo harán aquellos que tan sólo llegan a ser sensibles a las formas políticas del desorden, y no creen más que en los remedios políticos: se dejan cazar al reclamo de estos juegos favoritos de los adultos machos, como si toda la historia radicase en ello.

No la harán tampoco los que acepten ser clasificados por las fatalidades según vengan, y que, intimidados por unas alternativas insolentes, se dejan amputar, para formar un bloque, la mitad de sí mismos. Hemos querido decir desde el comienzo ni derechas ni izquierdas. Corríamos entonces el riesgo de atraer a los indecisos, o aquellos para quien no ser ni de derechas ni de izquierdas era aún una forma inteligente de ser de derechas. Los hemos eliminado y hemos mantenido esta doble negativa, no porque fuese hábil, sino porque era vital. La mitad de nuestros valores estaba en rehenes en los dos bandos, con la mitad del desorden. Hemos abierto un tercer camino, el único que reconciliará todas nuestras exigencias. Lo fácil sería abandonarle por soluciones inmediatas; el compromiso radica en consagrarnos completamente a su apertura. La negativa a aglomerarse en los bloques existentes no es una cobardía para los que intentan hasta en la desesperación una nueva salida hacia el futuro.

Por último, no la harán aquellos que den a su compromiso tan sólo una adhesión de los labios o del pensamiento. No sufrimos únicamente errores doctrinales y contradicciones lógicas. La revolución no se limita a remover unas ideas, a restablecer unos conceptos, a equilibrar unas soluciones. Vivimos entre las fatalidades de una decadencia, y abrumados por las propias fatalidades de nuestra vida individual que hemos abandonado a los hábitos de esa decadencia. No tendremos un apoyo lo bastante firme para derribar las fatalidades exteriores sino a condición de comprometer toda nuestra conducta en los caminos que hayamos descubierto. La revolución espiritual, que coloca la inteligencia en el comienzo de la acción, no es ya una revolución de intelectuales: cualquiera que se haya emocionado con ella puede desde ese momento comenzar una realización local en las acciones de su vida cotidiana y apoyar así, en una disciplina personal libremente decidida, una acción colectiva renovada.


CONTRA LA CONFUSIÓN

Ser para obrar, conocer para actuar: la revolución personalista, entre la espiritualidad de la persona, el pensamiento y la acción, reanuda el vínculo interior que el idealismo había cortado, y que el marxismo se niega a restablecer. A fuerza de haberse refugiado en el pensamiento y de haber suspendido su juicio, el idealismo ha extendido la creencia de que el pensamiento es inútil para la acción, que la búsqueda de la verdad es una distracción, y no un acto. La acción ha proseguido desde entonces su camino a ciegas y los hombres se han puesto a pensar con todos sus poderes confusos, con sus datos heredados, con sus reflejos, con sus gestos, con sus emociones; menos con el pensamiento. Ya no hay lenguaje común, ni palabra que diga lo que quiere decir, ni explicación que no embrolle aún más las mentes. Nuestro primer deber de acción es una cruzada contra la confusión.

Cruzada contra los bloques, que cimentan unos errores contradictorios y forman una pantalla ante las realidades y ante los hombres.

Cruzada contra las uniones sagradas que enmascaran los desórdenes profundos bajo unas reconciliaciones interesadas.

Cruzada contra los conformismos, parásitos del pensamiento y del carácter.

Una unión personalista debe ser una unión pluralista, que respete, alentando la verdad total de los hombres que la componen, comprometiéndolos al esfuerzo directo, a la autocrítica y a esa conversión ininterrumpida que es la más estricta fidelidad a la verdad.


CONTRA EL ODIO

La confusión de ideas, que paraliza la comprensión, contribuye a exasperar en un sitio la acción que aplaca en otro. Las ideas confusas son ideas feroces, cargadas de rencor, enloquecidas por el desconcierto. Agravando un desorden que no llega a morir, vemos a los partidos endurecerse en torno a unas pasiones cada vez más provocadoras, a base de unas ideas cada vez más sumarias, y abrir poco a poco a base de malentendidos el abismo que cada día se hace más insalvable. El odio se hace virtuoso, puritano. La imaginación se habitúa a encontrar faltos de vigor los compromisos que no adoptan ese aire crispado y esa máscara guerrera. Las verdades masivas, los bloques exasperados, son los únicos que atraen la atención Y la estima.

Pese a su aspecto decisivo, el odio es otra forma de la confusión. Hoy es su instrumento más poderoso. Así como debemos rechazar las reconciliaciones impotentes de las baraúndas sentimentales, tanto más exige la salvaguardia del compromiso personal que llevemos a cabo una lucha sin piedad contra el odio: si se puede llamar aún odio a esta hosquedad de baja estofa que hace refluir hoy la violencia política hasta en nuestras vidas privadas. El rigor que adoptemos en denunciar los mecanismos y los actos visibles sólo debe ser comparable a nuestra voluntad de comprender una a una a las personas y de no forzar nunca a un hombre o a una idea a ser su propia caricatura.

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