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3. ¿CON QUIEN?
Hemos definido hasta aquí una acción homogénea, estrictamente orientada, que necesitará, como toda acción ofensiva, un cuerpo franco de dedicación sin reserva. Si se piensa en los que desde ahora se entregarían a esta tarea por entero, o en aquellos a los que deberán en primer término dirigirse con las esperanzas más ciertas de ser escuchados, en los dos casos se plantea un problema de aplicación de fuerzas. Entendámosle bien. Por definición, una acción personalista está al servicio de todas las personas; no puede cubrir ningún interés parcial, ningún egoísmo de clase, aunque sea de la clase más necesitada. Pero cualquier acción, si debe ser inspirada por valores universales, se apega a unos intereses, a unas situaciones colectivas, a unos sentimientos dominantes. Debe actuar sobre una situación histórica de la que ella no ha elegido los elementos. En este punto de inserción es donde la acción espiritual se convierte en acción histórica. Debe buscar la realización en un mundo dado, mediante las tácticas apropiadas, del máximo de sue intenciones últimas.
¿Dónde se mantiene vivo hoy el sentido de la persona?
Si únicamente leemos las fórmulas de la prensa, los pasquines electorales y los escritos polémicos, sería necesario responder: entre los intelectuales, en el mundo burgués y pequeño burgués. Propiedad, valores privados, protección de la iniciativa, restauración de la responsabilidad y de la autoridad reunidas, en estos tres medios y en sus portavoces habituales es donde efectivamente encontramos proclamados estos valores. Si se mira de cerca, pronto se percibe que los intelectuales están, la mayoría de ellos, podridos por un falso liberalismo y muertos de cobardía. La persona que piensan preservar es su pequeña y preciosa personalidad, desconectada de las grandes corrientes humanas y dedicada a su propia adoración o a sus inefables ocupaciones. El burgués o el pequeño burgués, cuando oye decir persona, piensa en la libertad de enriquecerse y en el mantenimiento de su autoridad privilegiada en la vida económica. Partir de estos malentendidos sería exponerse a las peores desviaciones: El personalismo no es un salvador del último minuto, destinado a aplacar los temores y a salvar los muebles. Le pide más al hombre, en energías espirituales y en sacrificios materiales, que los temidos regímenes del fascismo y del comunismo. Mientras la idea personalista no haya conseguido un número suficiente de fieles desinteresados; mientras corra el riesgo de no agrupar más que a las últimas miserias del mundo individualista, a los veleidosos y los temerosos, a los extenuados de los dos frentes extremados, debe continuar su tarea con ahínco, en espera de merecer las tropas de su elección, y formando sus dirigentes. Una tercera fuerza prematura, que no hiciese más que rejuvenecer el rostro de una burguesía agotada, poniendo en peligro para siempre los valores que queremos salvar, debe ser mirada como el principal peligro que acecha inmediatamente a nuestra acción. Un despertar nacional que no fuese más que la forma vergonzosa de los últimos reflejos nacionalistas, un antimarxismo que no encubriese más que el vago temor a las operaciones de justicia necesarias, frenarían de esta forma el auténtico despertar que nosotros preparamos.
Lo que hemos dicho más arriba de la mayoría social de la clase obrera, nos conduce a la conclusión de que una acción que no la tuviese en cuenta a ella, que no integrase su madurez política, su experiencia fraterna, su audacia de miras, su capacidad de sacrificio, está hoy condenada al fracaso, o incluso a la esterilización.
¿Quiere esto decir que el personalismo debe plantearse el problema global de la conquista de la clase obrera? No; no se propone ni una acción de clase ni una acción de masas. Pero al ir a enlazar en el movimiento obrero, y especialmente en el movimiento obrero francés, con viejas tradiciones personalistas que han tomado otros nombres y otras caras, tiene como misión propia el lograr la unión entre los valores espirituales, desconsiderados a sus ojos por la utilización que ha hecho de ellos el mundo del dinero, y las auténticas riquezas, también espirituales, que se han conservado en el alma popular con mayor autenticidad que en cualquier otro sitio.
Así, pues, una doble columna debe avanzar contra la civilización decadente.
Una, ligera en cuanto al número, es la de la minoría de intelectuales y de burgueses a quienes una conversión espiritual profunda ha separado de las formaciones de su cultura o de los intereses de su clase para conducirles a la revisión general de los valores que esboza este pequeño volumen: cristianos que toman conciencia de las exigencias heroicas de su fe frente a la mediocridad de su vida o la carencia de su sentido colectivo; espiritualistas que se dan cuenta de la vanidad de su espíritu sin obligaciones ni sanciones; solitarios que se han negado ahora a alistarse en un partido por escrúpulos de pensamiento u odio del odio.
La otra, que supone desde ahora importantes reservas, se encuentra difusa en las filas del verdadero pueblo, ése que, moldeado por el trabajo y el riesgo vital, ha conservado el sentido directo del hombre y ha salvado lo mejor de sí mismo de la deformación política.
Desde ahora, este problema de unión debe plantearse. La lanza así forjada será la lanza ofensiva de un movimiento dirigido, con todas las voluntades que se ofrecen, contra la tiranía que avanza desde los dos extremos del horizonte. Debe ser concertada, puesta a prueba en todas las formas de la acción, desde la amistad personal y las obras de cultura hasta el testimonio político. El camino quizá sea largo hasta la salvación, pero la salvación de la persona no pasa por ningún otro sitio.
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